Y, pese a que durante la espera tuvo ocasión de soltar alguna lágrima, Nadia entró en la entrevista con la sensación alegre de un día de fiesta.
Al aparecer en la puerta, Gleb ya se había levantado para salirle al encuentro sonriendo. Esta sonrisa duró un paso de él y un paso de ella, pero todo en ella era alborozo: ¡Gleb le pareció tan íntimo! ¡No había cambiado respecto a ella!
El gángster jubilado con cuello de buey y traje gris de ropa suave se acercó a la mesita dividiendo de esta manera la habitación en dos y no permitiendo que se encontraran.
—¡Deje que por lo menos le dé la mano! —se indignó Nerzhin.
—No está permitido —respondió el celador bajando un poco su pesada mandíbula para permitir el paso de las palabras.
Nadia sonrió confusa, pero hizo una seña a su marido para que no discutiera. Se dejó caer en el sillón dispuesto para ella, cuyo tapizado de piel dejaba escapar la estopa por muchos sitios. En aquel sillón se habían sentado varias generaciones de jueces que habían llevado a centenares de personas a la tumba, adonde ellos mismos no habían tardado en acudir.
—Bueno, ¡muchas felicidades! —dijo Nadia procurando parecer animada.
—Gracias.
—¡Qué coincidencia, precisamente hoy!
—Mi estrella…
(Estaba acostumbrándose a hablar).
Nadia hizo un esfuerzo para no sentir la mirada del carcelero ni su opresiva presencia. Gleb procuraba sentarse de manera que el inseguro taburete no lo pellizcara.
La pequeña mesita de los acusados estaba entre marido y mujer.
—Para no hablar más de ello: te he traído algo que chupar, «fruta de sartén», ya sabes, como la hacía mamá. Perdona, pero no traigo nada más.
—¡Tontina, ni esto era necesario! Aquí tenemos de todo.
—Pero no habrá «fruta de sartén», ¿verdad? Y dijiste que libros no… ¿Lees a Yesenin?
La cara de Nerzhin se ensombreció. Hacía más de un mes que denunciaron el libro de Yesenin a Shikin y este se lo quitó asegurando que Yesenin estaba prohibido.
—Sí, lo leo.
(No tenían más que media hora, ¿cómo podía entrar en detalles?).
Aunque en la habitación no hacía calor ni mucho menos, y más podría decirse que no había calefacción, Nadia se desabrochó y abrió el cuello: quería mostrar a su marido —aparte la pelliza nueva, confeccionada aquel mismo año, que él parecía no ver— una blusa nueva cuyo color anaranjado le animaría el rostro, seguramente terroso bajo la luz mortecina reinante.
Gleb envolvió a su mujer con una mirada continua y móvil: la cara, la garganta, el escote del pecho. Nadia se agitó ligeramente bajo esta mirada, lo más importante de la entrevista, y pareció que se acercara a él.
—Llevas una blusa nueva. Enséñamela un poco más.
—¿Y la pelliza? —hizo ella una mueca de amargura.
—¿Qué pasa con la pelliza?
—Pues que es nueva.
—Sí, realmente —comprendió finalmente Gleb—. ¡La pelliza es nueva! —y recorrió con la mirada los negros rizos sin saber siquiera que eran de astracán, natural o artificial, ya que Gleb era el último hombre de la Tierra que habría podido distinguir una pelliza de quinientos rublos de otra de cinco mil.
Nadia se quitó a medias la pelliza. Él pudo ver su cuello, virginalmente afinado como antes, sus estrechos y débiles hombros, y bajo los frunces de la blusa, su pecho, melancólicamente caído tras esos años.
Y el breve pensamiento de reproche que sintiera al ver que iba adquiriendo sucesivamente nuevos vestidos, nuevos amigos, se transformó en piedad al ver aquel pecho tan mustio y caído, al ver que las ruedas del furgón gris de la cárcel habían aplastado también su vida.
—Estás muy delgaducha —dijo compasivo—. Aliméntate mejor. ¿No puedes alimentarte mejor?
«¿Soy fea?», preguntaron los ojos de Nadia.
«¡Continúas siendo aquella chica maravillosa!», respondieron los ojos del marido.
(Aunque el teniente coronel no había prohibido estas palabras, era imposible pronunciarlas ante un extraño…).
—Ya como —mintió ella—, pero la vida es inquieta, movida.
—Cuéntame en qué es inquieta.
—No, tú primero.
—¿Qué quieres que te diga? —sonrió Gleb—. Yo no estoy mal.
—Bueno, verás… —empezó ella con timidez.
El carcelero, de pie a medio metro de la mesa, corpulento, con aspecto de bulldog, contemplaba desde arriba a los que se entrevistaban, y los miraba con la misma atención y desdén con que miran a los transeúntes los leones de piedra de las entradas.
Había que encontrar un tono certero que fuera inaccesible para él, el lenguaje alado de las alusiones a medias. La superioridad de su inteligencia, que percibían fácilmente, debía sugerirles ese tono.
—¿Es tuyo el traje? —saltó ella a otro tema.
Nerzhin frunció los ojos y sacudió cómicamente la cabeza.
—¿Cómo ha de ser mío? Operación Potemkin[25]. Por tres horas. Que no te turbe la Esfinge.
—No puedo evitarlo —alargó los labios coquetamente, al modo lastimero infantil, convencida de que continuaba gustando a su marido.
—Nos hemos acostumbrado a aceptarlo bajo su aspecto humorístico.
Nadia recordó su conversación con la Guerásimovich y suspiró.
—Pues nosotras no.
Nerzhin hizo un intento de abrazar las rodillas de su mujer con las suyas, pero el inoportuno travesaño de la mesa, colocado a la altura necesaria para que el acusado no pudiera estirar las piernas, impidió incluso este contacto. La mesita se tambaleó. Gleb apoyó los codos en ella, se inclinó hacia su mujer, y dijo con despecho:
—Ya lo ves, impedimentos por todas partes.
«¿Eres mía? ¿Mía?», preguntó su mirada.
«Soy aquella que amabas. ¡No he empeorado, créeme!», irradiaron sus ojos grises.
—¿Y qué tal con los impedimentos en el trabajo? Anda, cuéntame. ¿Ya no estás entre las aspirantes?
—No.
—Así pues, ¿has presentado la tesina?
—Tampoco.
—¿Cómo puede ser esto?
—Pues verás… —y empezó a hablar deprisa, muy deprisa, asustada por la gran cantidad de tiempo que ya había pasado—. Nadie presenta su tesina antes de tres años. Alargan el plazo, dan tiempo complementario. Por ejemplo, una aspirante estuvo dos años escribiendo la tesis Problemas de la alimentación social y le anularon el tema…
(¿Para qué hablar de eso? ¡Carece de toda importancia!).
—… Yo tengo la tesina preparada y mecanografiada, pero me retrasan diferentes problemas…
(La lucha contra el servilismo, pero ¿cómo explicar esto aquí?).
—… y además, las fotocopias, las fotografías… Todavía no sé qué hacer con lo de la encuadernación. Hay muchísimos problemas…
—¿Cobras el estipendio?
—No.
—¿Pues de qué vives?
—De un salario.
—¿O sea que trabajas? ¿Dónde?
—Allí mismo, en la universidad.
—¿De qué trabajas?
—Un cargo fantasma, que no figura en plantilla, ¿comprendes? Por lo demás, en todas partes estoy sin derecho… También vivo en la residencia sin tener derecho a ello. En realidad…
Miró de reojo al carcelero. Se disponía a decir que la policía debía haberla dado de baja en Stromynka hacía tiempo, y sólo por error le había prolongado el permiso medio año. ¡Y esto podía descubrirse cualquier día! Con mayor razón, era algo que no se podía contar ante un sargento del MGB…
—… En realidad, incluso la entrevista de hoy la he conseguido… ha sucedido de la siguiente manera…
(¡Ah, no se puede contar en media hora!).
—Espera, ya me lo dirás después. Quiero preguntarte una cosa: ¿hay impedimentos relacionados conmigo?
—Los hay y muy duros, querido. Cuando me ofrecen… cuando quieren ofrecerme un tema especial… Intento no tomarlo.
—¿Qué es un tema especial?
Nadia suspiró y miró de reojo al carcelero. Su cara, puesta en guardia como si estuviera a punto de ladrar o de morderle la cabeza, colgaba a menos de un metro de sus rostros.
Nadia abrió los brazos en un gesto de desesperación. Debería explicarle que, incluso en la universidad, ya no quedaban trabajos que no fueran secreto de Estado. Toda la ciencia era secreto de arriba abajo. Por su parte, un tema secreto significaba: un cuestionario nuevo, más detallado, sobre su marido, sobre los parientes de su marido y sobre los parientes de estos parientes. Si escribían en la encuesta: «el marido ha sido condenado por el Artículo 58» no sólo no podría trabajar en la universidad, sino que tampoco le permitirían presentar la tesina. Si mentía diciendo «mi marido desapareció en la guerra», tendría que dar el apellido de este, y bastaría comprobarlo en los archivos del MVD para que la condenaran a ella por dar informes falsos. Y Nadia había elegido una tercera posibilidad, pero ahora, bajo la atenta mirada de Gleb, evitó hablar de ella y empezó a contar cosas con mucha animación:
—Sabes, actúo con los músicos aficionados de la universidad. Nos envían continuamente a dar conciertos. No hace mucho toqué en la Sala de las Columnas, en una velada con Yákov Zak.
Gleb sonrió y meneó la cabeza como si no quisiera creérselo.
—Por lo demás, era una velada de los Sindicatos, fue casual que resultara así, pero de todos modos… ¿Sabes qué ridiculez?: prohibieron mi mejor vestido, dijeron que no se podía salir a escena de aquella manera, llamaron al teatro y trajeron otro, maravilloso, hasta los tobillos.
—Y, después de tocar, ¿se lo llevaron?
—Ajá. En general, las chicas me reprochan que me dedique a la música. Y yo les digo: es mejor dedicarse a algo que a alguien…
Esto no lo dijo de pasada, esto Nadia lo dijo sonoramente: ¡Era su nuevo principio formulado acertadamente! Y la joven levantó la cabeza a la espera de elogios.
Nerzhin miró a su esposa con agradecimiento e inquietud. Pero no supo decir ese elogio, esa palabra de aliento.
—Espera. O sea que respecto al tema especial…
Nadia bajó inmediatamente los ojos y dejó colgar la cabeza.
—Quería decirte… Pero no te lo tomes a mal —nicht wahr!— en otro tiempo insististe en que… nos divorciáramos… —terminó con voz completamente débil.
(Era la tercera posibilidad —¡la única que le abría un camino en la vida!—, pero en el cuestionario no debía figurar la palabra «divorciada», ya que dicho cuestionario exigía de todos modos el nombre del exmarido, la dirección actual del exmarido, los padres del exmarido, e incluso la fecha de nacimiento de estos. Era preciso que en su lugar figurara la palabra «soltera». Para ello era preciso divorciarse, también en secreto, en otra ciudad).
Sí, en otro tiempo había insistido… Pero ahora se estremeció. Y sólo entonces advirtió que el anillo de boda, del que Nadia nunca se separaba, no estaba en su dedo.
—Sí, naturalmente —confirmó él con mucha decisión.
Con esta misma mano, desprovista del anillo, Nadia frotaba la palma contra la mesa, como si hiciera hojuelas con una masa dura.
—Así pues… ¿no te opondrás… si… resulta necesario… hacerlo? —Nadia levantó la cabeza. Sus ojos se dilataron. En el puntiagudo iris gris de sus ojos brillaba una súplica de perdón y comprensión—. Sería un pseudo… —añadió sólo con el aliento, sin voz.
—Bravo. ¡Ya era hora! —aceptó Gleb con firme convencimiento mientras en su interior no experimentaba ni firmeza ni convencimiento, y retrasaba para después de la entrevista todo análisis de lo sucedido.
—¡Puede que ni sea necesario! —dijo ella suplicante, poniéndose de nuevo la pelliza sobre los hombros. En aquel momento tenía un aspecto cansado y atormentado—. Te lo he preguntado por lo que pueda ser, para que nos pusiéramos de acuerdo. Puede que no sea necesario.
—No, no, tienes razón, por qué no, muy bien —repitió Gleb reafirmándolo, mientras su pensamiento se conectaba ya a lo principal que había preparado en su lista y que ahora era el momento de arrojar sobre ella—. Lo importante, querida, es que te hayas dado perfecta cuenta. No alimentes demasiadas esperanzas en el final de mi condena.
Nerzhin estaba plenamente preparado para una segunda condena y para permanecer perpetuamente en la cárcel, como les había ocurrido ya a muchos de sus compañeros. Debía manifestar ahora todo cuanto fuera completamente imposible escribir en una carta.
Pero en la cara de Nadia apareció una expresión medrosa.
—Una sentencia es un convencionalismo —explicó Gleb dura y rápidamente, acentuando las palabras al azar para que el carcelero no tuviera tiempo de percibirlas—. Puede repetirse en espiral. La historia es rica en ejemplos. Incluso si por milagro se termina, no cabe pensar que volvamos tú y yo a nuestra ciudad natal y a nuestra vida de antes. Debes comprender, aclarar y aprender una cosa: no se venden billetes para el país del pasado. Por ejemplo, lo que más me duele es no ser zapatero. ¡Con lo indispensable que es en cualquier poblado de la taiga, en la de Krasnoyarsk o en las tierras bajas del Angar! Para esa vida es para lo único que hay que prepararse.
Había conseguido su objetivo: el gángster jubilado no se movía, sólo tenía tiempo de parpadear en pos de las frases pronunciadas.
Gleb había olvidado —no, no lo había olvidado, pero no lo comprendía (como ninguno de ellos comprendía)— que los que están acostumbrados a andar por la tibia tierra gris no pueden cernerse de golpe sobre las heladas cordilleras, no son capaces. No comprendía que su esposa, tanto ahora como al principio, continuaba contando —con mucha práctica y método— los días y las semanas de su condena. Para él, la condena era una clara y fría serie interminable de días, pero para ella quedaban doscientas sesenta y cuatro semanas, sesenta y un meses, cinco años y pico, muchísimo menos tiempo del que había transcurrido desde que se fue a la guerra para no volver.
A medida que Gleb iba pronunciando sus palabras, el temor que expresaba la cara de Nadia se iba transformando en pavor de color ceniza.
—¡No, no! —exclamó ella atropellándose en las palabras—. ¡No me hables de esto, querido! —(Se había olvidado ya del carcelero, no sentía timidez)—. ¡No me arrebates la esperanza! ¡No quiero creer esto! ¡No puedo creerlo! ¡Simplemente, no puede ser! ¿Has pensado, realmente, que te iba a abandonar?
Tembló su labio superior, se alteró su rostro, los ojos expresaban sólo fidelidad, únicamente fidelidad.
—¡Lo creo, lo creo, Nadiúshenka! —se alteró la voz de Gleb—. Así lo he comprendido.
Ella guardó silencio y se sosegó, pasada la tensión.
El gallardo y negro teniente coronel se colocó en la puerta abierta del cuarto, contempló con ojo penetrante las tres cabezas que se movían al mismo tiempo y llamó en voz baja al carcelero.
El gángster con cuello de picador de toros se apartó de ellos como si le hicieran abandonar un pastel de jalea de frutas y se dirigió al teniente coronel. Cambiaron unas palabras a cuatro pasos de la espalda de Nadia, pero en este espacio Gleb tuvo tiempo de preguntar ahogando la voz:
—¿Conoces a la esposa de Sologdin?
Entrenada en esta clase de giros de la conversación, Nadia consiguió conectarse al nuevo tema:
—Sí.
—¿Y dónde vive?
—Sí.
—No le conceden entrevistas, dile que él…
Volvió el gángster.
—… ¡la ama! ¡La respeta! ¡La adora! —dijo Gleb separando las palabras ante el carcelero. Por alguna razón, las palabras de Sologdin no parecían demasiado enfáticas en presencia del gángster.
—Ama-respeta-adora —repitió Nadia con melancólico suspiro. Y miró fijamente a su marido. Aquel hombre que otrora observara con celo, un celo muy femenino pero discreto atendiendo la juventud de la muchacha, aquel hombre que en otro tiempo parecía conocido, ahora era completamente nuevo, completamente desconocido.
—Te va —asintió ella tristemente.
—¿Qué me va?
—Todo en general. Estar aquí. Todo esto. Encontrarte aquí —dijo enmascarando las palabras con diversos tonos de voz para que el carcelero no las percibiera: a este hombre le sienta bien estar en la cárcel, quería decir.
Pero esta aureola no le acercaba a ella. Le alejaba.
Ella también dejaba para más tarde, para después de la entrevista, el trabajo de meditar y analizar todo lo nuevo que iba averiguando. No sabía qué deduciría de todo ello, pero su corazón se adelantaba buscando ahora en Gleb debilidad, cansancio, enfermedad, petición de ayuda, algo que induzca a una mujer a aportar los restos de su vida, a esperarlo aunque sea otros diez años, o a irse con él a la taiga.
¡Pero él sonreía! ¡Sonreía con tanta suficiencia como entonces en Krasnaya Presnaya! Siempre fue autosuficiente, nunca necesitó la compasión de nadie. Incluso parecía estar cómodo en su desnudo y pequeño taburete, y miraba a su alrededor satisfecho, como recogiendo, también allí, materiales para la historia. Parecía sano, sus ojos chispeantes se burlaban de los carceleros. ¿Necesitaba, en general, la fidelidad de una mujer?
Por lo demás, Nadia todavía no había meditado sobre todo esto.
Y Gleb no sospechaba qué pensamientos rondaban a su mujer.
—¡Es hora de terminar! —dijo Klimentiev en la puerta.
—¿Ya? —se asombró Nadia.
Gleb frunció la frente intentando recordar qué otra cosa era la más importante de aquella lista de «cosas a decir» que se había aprendido de memoria para la entrevista.
—¡Sí! No te sorprendas si me llevan fuera de aquí, lejos, y se interrumpe completamente la correspondencia.
—¿Pueden hacerlo? ¿Adónde? —exclamó Nadia.
¡Y sólo ahora le daba semejante noticia!
—Sabe Dios —se encogió de hombros significativamente al pronunciarlo.
—¿No habrás empezado a creer en Dios?
(¡No habían hablado de nada!).
Gleb sonrió:
—¿Y por qué no? Pascal, Newton, Einstein…
—¡He dicho que no se pueden mencionar apellidos! —chilló el carcelero—. ¡Se ha terminado! ¡Se ha terminado!
Marido y mujer se levantaron a la vez, y ahora, que ya no se arriesgaban a perder la entrevista, Gleb abrazó por encima de la mesilla el fino cuello de Nadia, se lo besó y se pegó a sus blandos labios, que había olvidado por completo. No esperaba continuar en Moscú dentro de un año para volverlos a besar. Su voz tembló de ternura:
—En todo haz lo mejor para ti. En cuanto a mí…
No terminó la frase.
Se miraron a los ojos.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Les anulo la entrevista! —mugió el carcelero tirando del hombro de Nerzhin.
Este se liberó.
—Pues anúlala, el diablo te lleve —balbuceó con voz apenas audible.
Nadia retrocedió de espaldas hacia la puerta y se despidió de su marido agitando sólo los dedos de la mano levantada, la del anillo.
Así desapareció tras la jamba de la puerta.