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Cuando aún no conocía ni la décima parte de Moscú, Nadia había aprendido muy bien la disposición de las cárceles moscovitas, la triste geografía de las mujeres rusas. Las prisiones de Moscú eran muchas y estaban distribuidas por la capital de una manera uniforme, planificada, de modo que cada punto de Moscú tuviera una cárcel cerca. En la entrega de paquetes, en la petición de informes, o en las entrevistas, Nadia aprendió gradualmente a conocer la Gran Lubianka, prisión estatal, y la Pequeña Lubianka, regional. Supo que había prisiones judiciales en cada estación de ferrocarril, y que se llamaban KPZ. Había estado más de una vez en la prisión de Butyrki y en la de Taganka. Sabía qué tranvías iban a Lefortovo (aunque no figuraba en sus tableros de rutas) o llevaban a Krasnaya Presnaya. Y en cuanto a la cárcel Matrósskaya Tishiná, abolida durante la revolución y después restablecida y restaurada, Nadia vivía en sus proximidades.

Cuando Gleb fue devuelto a Moscú desde el lejano campo de concentración —y esta vez no iba destinado a un campo, sino a un asombroso establecimiento, a una cárcel especial, donde los alimentaban magníficamente y ellos trabajaban en cosas científicas—, Nadia volvió a verse con su marido de vez en cuando. Pero las esposas no debían saber con exactitud dónde estaban encerrados sus maridos, y para estas poco frecuentes entrevistas los llevaban a diferentes cárceles de Moscú.

Las entrevistas más alegres eran las de la prisión de Taganka. No era una cárcel para políticos, sino para ladrones, y las normas eran excitantes. Las entrevistas tenían lugar en el club de los celadores; llevaban a los presos por la desierta calle de Kamenschikov en un autobús abierto, las esposas esperaban alerta en la acera, y antes de que empezara la entrevista oficial cada preso podía abrazar a su mujer, demorarse un momento con ella, decirle las cosas que las normas no permitían decir, e incluso entregarle algo de propia mano. Y la entrevista en sí se desarrollaba despreocupadamente, se sentaban uno al lado del otro y sólo había un guardia para escuchar las conversaciones de cuatro parejas.

La prisión de Butyrki, en esencia blanda y alegre también, dejaba heladas a las mujeres. A los presos que llegaban a Butyrki procedentes de la Lubianka les alegraba inmediatamente el alma la relajación general de la disciplina: en los box no había una luz deslumbrante, por los pasillos se podía caminar sin llevar las manos en la espalda, en la celda se podía hablar en voz alta, mirar por debajo de las mordazas, yacer de día en las literas e incluso dormir debajo de ellas. Había otras cosas agradables en Butyrki: de noche se podían esconder los brazos bajo el capote y no retiraban las gafas, admitían las cerillas en las celdas, no destripaban cada cigarrillo, y el pan de los paquetes que venían de fuera sólo era cortado en cuatro partes y no en pequeños pedazos.

Las mujeres no conocían todos estos privilegios. Veían el muro de la fortaleza —de una altura de cuatro cuerpos humanos— extendiéndose por toda una manzana de la calle Novoslobodskaya. Veían unas sólidas columnas de cemento sosteniendo unas puertas de hierro que, además, no eran normales: se abrían mecánicamente, desplazándose lentamente y abriendo y cerrando sus fauces tras los cuervos. Y cuando admitían a las mujeres para las entrevistas, las introducían a través de un muro de piedra de dos metros de espesor y las conducían por unos murallones que tenían la altura de varios cuerpos humanos y rodeaban la terrible torre de Pugachov. Se concedían las siguientes clases de entrevista: al preso corriente, a través de dos rejas entre las cuales paseaba un celador, como si fuera él quien estuviera metido en una jaula; al preso del círculo superior, al de la sharashka, a través de una ancha mesa bajo la cual una separación compacta no permitía que se tocaran los pies para darse señales, y en cuya cabecera había un celador, estatua insomne que escuchaba la conversación. Pero lo más deprimente de Butyrki era que los maridos aparecían como salidos de las entrañas de la cárcel. Parecían emerger durante media hora de aquellas gruesas y húmedas paredes, mostraban cierta sonrisa transparente, aseguraban que vivían bien, que nada necesitaban y de nuevo desaparecían tras los muros.

Aquel día era la primera vez que se entrevistaban en Lefortovo.

El guardia de la entrada puso una palomita en la lista e indicó a Nadia el edificio anejo.

En una habitación desnuda, con dos largos bancos y una mesa igualmente desnuda, esperaban algunas mujeres. Habían depositado sobre la mesa una cesta trenzada y algunas bolsas de cuero artificial, por lo visto llenas de comestibles. Y aunque los presos de la sharashka saciaban su apetito por completo, Nadia, que había ido con un saquito de liviana «fruta de sartén» se sintió humillada y avergonzada al ver que ni siquiera una vez al año podía mimar a su marido con algo más sabroso. Se había levantado temprano, cuando en la residencia todavía dormían, y había condimentado aquel tejeringo con restos de harina blanca y azúcar amasados con restos de mantequilla. No tuvo tiempo de comprar caramelos ni pasteles, y además le quedaba poco dinero hasta que cobrara el estipendio. El día de la entrevista había coincidido con el cumpleaños de su marido, ¡y no tenía nada que regalarle! ¿Un buen libro? Incluso esto era imposible después de la última entrevista: Nadia le había llevado un librito de versos de Yesenin conseguido de milagro. Su marido había tenido uno igual en el frente y se había perdido con el arresto. Aludiendo a ello, Nadia había escrito en la hoja del título:

«Del mismo modo, todo lo perdido te será devuelto».

Pero el teniente coronel Klimentiev arrancó en su presencia la hoja del título que contenía la frase y la devolvió diciendo que en los paquetes no podía haber ningún texto, el texto debía ir aparte y pasando la censura. Al enterarse, Gleb rechinó los dientes y rogó que no le entregaran más libros.

Alrededor de la mesa se sentaban cuatro mujeres, una de ellas joven con una niña de tres años. Nadia no conocía a ninguna. Saludó. Las mujeres respondieron y continuaron su animada charla.

En un banco adosado a la pared opuesta se sentaba, algo apartada, una mujer de unos treinta y cinco o cuarenta años, con una pelliza que distaba muchísimo de ser nueva, y en la cabeza un pañuelo gris cuya lana se había caído totalmente descubriendo por todas partes la simple malla del tejido. Con una pierna sobre otra y los brazos arqueados, la mujer contemplaba con tensa atención el suelo que tenía ante ella. Toda su postura expresaba el decidido deseo de no hablar ni tener contacto con nadie. Ni en sus manos ni cerca de ella había nada parecido a un paquete.

El grupo de mujeres habría aceptado a Nadia, pero esta no quiso ir con ellas: tenía también en gran estima su estado de ánimo aquella mañana. Al acercarse a la mujer solitaria, le hizo una pregunta, pues no había, en el corto banco, espacio suficiente para sentarse más lejos:

—¿Me permite?

La mujer levantó los ojos. No tenían color en absoluto. No había en ellos indicios de que comprendiera lo que Nadia le había preguntado. Aquellos ojos miraban a Nadia y más allá de Nadia.

Nadia se sentó, escondió las muñecas dentro de las mangas, inclinó a un lado la cabeza y metió la mejilla en el falso astracán del cuello.

Y también se quedó inmóvil.

En aquel momento habría querido no escuchar nada, ni pensar en ninguna otra cosa que en Gleb, en la conversación que iban a entablar, y en aquella cosa duradera que desaparecía interminablemente en las brumas del pasado y en las del futuro, aquella cosa que no era él ni era ella, sino los dos juntos, y que se llamaba con una palabra raída por la costumbre, la palabra «amor».

Pero no conseguía desconectarse, ni dejar de oír las conversaciones de la mesa. Contaban con qué alimentaban a sus maridos, qué les servían por la mañana, qué por la tarde, con qué frecuencia les lavaban la ropa en la cárcel. ¿Cómo sabrían todo aquello? ¿Malgastarían en ello los preciosos minutos de la entrevista? Enumeraban los víveres, y los gramos o los kilos de lo que traían en los paquetes. Había en todo ello esa tenaz solicitud femenina que hace que una familia sea una familia y que sostiene al género humano. Pero Nadia no pensaba así, pensaba: ¡eran cosas cotidianas y era una lástima trocar por ellas unos instantes maravillosos! ¿Sería posible que a aquellas mujeres no se les ocurriera pensar en algo mejor, pensar en quién se había atrevido a encerrar a sus maridos? ¡La verdad, sus maridos podrían no haberse encontrado entre rejas y no necesitar de aquella comida carcelaria!

La espera fue larga. Las habían convocado para las diez, pero hasta las once no se presentó nadie.

Después de las demás, con retraso y jadeando, llegó la séptima mujer, de cabello ya cano. Nadia la conocía de una de las pasadas entrevistas: era la mujer del grabador, su tercera mujer, aunque la primera también. Ella misma contaba de buen grado su historia: siempre había adorado a su esposo, considerándolo un gran talento. Pero en cierta ocasión, el marido declaró que le disgustaba cierto complejo que veía en la esposa, la abandonó con un hijo y se marchó con otra. Vivió tres años con la otra, una pelirroja, hasta que fue movilizado. Cayó prisionero enseguida, pero vivía libre en Alemania y, ¡ay!, tuvo también sus amoríos. Cuando volvía del cautiverio le arrestaron en la frontera y le condenaron a diez años. Desde la cárcel de Butyrki comunicó a la pelirroja que estaba preso, que le enviara paquetes, pero la pelirroja dijo: «¡Más le hubiera valido traicionarme a mí que a la patria! ¡Me habría sido más fácil perdonarle!». Entonces se lo suplicó a ella, a la primera, y ella empezó a enviarle paquetes y a acudir a las entrevistas. Ahora él suplicaba su perdón y le juraba amor eterno.

A Nadia le impresionó que la mujer del grabador hiciera en este relato la siguiente predicción: seguramente, lo mejor que se puede hacer cuando el marido está en la cárcel es serle infiel, pues entonces, cuando salga, apreciará lo que valemos. De otro modo pensará que nadie nos necesitó durante este tiempo, que, sencillamente, nadie nos quiso. La impresionó porque Nadia a veces pensaba lo mismo.

La recién llegada dio un giro a la conversación de la mesa. Empezó a contar sus gestiones con los abogados de la consulta jurídica de la calle Nikolskaya. Esta consulta llevaba desde hacía tiempo el título de «ejemplar». Sus abogados cobraban muchos miles de rublos a sus clientes y visitaban a menudo los restaurantes moscovitas, dejando los asuntos de los clientes tal como estaban. Finalmente, disgustaron por algo a no se sabe quién. Los arrestaron a todos, les echaron diez años a cada uno, quitaron el rótulo de «ejemplar», y ya en su nueva calidad de no ejemplar la consulta se llenó de nuevos abogados que empezaron a cobrar muchos miles de rublos y que de nuevo dejaban los asuntos de los clientes tal como estaban. Los abogados explicaban en privado que la necesidad de pagar tan grandes honorarios era porque debían compartirlos, no los cobraban únicamente para ellos, pues los expedientes pasaban por muchas manos. Las mujeres se encontraban ante el muro de cemento de la ley como ante los muros de tres cuerpos de altura de Butyrki, no había alas que pudieran levantar el vuelo y sobrevolarlos, no había más remedio que hacer reverencia ante cada portillo que se abriera. Tras los muros, los asuntos judiciales parecían las revoluciones misteriosas de una grandiosa máquina en la que, a despecho de una culpa evidente, a despecho de la contradicción entre acusado y Estado, a veces pasaba como en la lotería, donde por puro milagro salen premios afortunados. Y las mujeres pagaban a los abogados no tanto por los premios como por poder soñar con ellos.

La esposa del grabador creía indefectiblemente en el éxito final. Se deducía de sus palabras que había reunido unos cuarenta mil rublos gracias a la venta de una habitación y a la aportación de sus familiares, y que todo este dinero lo había pagado a los abogados: iba por el cuarto, se habían presentado tres peticiones de gracia y cinco apelaciones. La mujer seguía el curso de estos recursos, y en muchos sitios le habían prometido revisarlos favorablemente. Conocía por sus nombres a todos los fiscales de las tres principales fiscalías, y respiraba la atmósfera de la antesala del Tribunal Supremo y del Soviet Supremo. Fiel a la peculiaridad de muchas personas confiadas, especialmente mujeres, sobrevaloraba la importancia de cada observación esperanzadora y de cada mirada que no fuera hostil.

—¡Hay que escribir! ¡Hay que escribirles a todos! —repetía enérgicamente empujando a las demás mujeres a precipitarse por el mismo camino que ella—. Nuestros maridos están sufriendo. La libertad no llegará por sí misma. ¡Hay que escribir!

También esta narración sacó a Nadia de su estado de ánimo, y también la hirió dolorosamente. La envejecida mujer del grabador hablaba con tanta inspiración que parecía verdad: ¡se había adelantado a todas ellas con su astucia, sacaría sin falta a su marido de la cárcel! Y de esto nacía un reproche: ¿y yo? ¿Por qué yo no he podido hacer lo mismo? ¿Por qué no he sido una esposa fiel hasta este punto?

Sólo una vez tuvo tratos Nadia con la consulta «ejemplar», redactó con el abogado una súplica y le pagó únicamente 2500 rublos, lo que seguramente era poco: el hombre se ofendió y no hizo nada.

—Sí —dijo en voz baja, casi como si hablara para sí misma—. ¿Hemos hecho todo lo posible? ¿Está limpia nuestra conciencia?

En la mesa, con la conversación general, no la oyeron. Pero la vecina volvió de pronto la cabeza, vivamente, como si Nadia la hubiera empujado u ofendido.

—¿Y qué se puede hacer? —pronunció con hostil precisión—. ¡Todo esto es un delirio! ¡El Artículo 58 significa cadena perpetua! ¡El Artículo 58 no los considera criminales sino enemigos! ¡Del Artículo 58 no se rescata ni con un millón!

Su cara estaba llena de arrugas. En su voz sonaba un sufrimiento consolidado y purificado.

El corazón de Nadia se abrió a esta mujer, de más edad que ella. En un tono de disculpa por el énfasis de sus palabras, replicó:

—Quería decir que no nos entregamos a fondo… Las mujeres de los decembristas, por ejemplo, no lamentaron nada, lo abandonaron todo y fueron con ellos… Si no la liberación, ¿no sería posible gestionar su destierro? Estaría de acuerdo en que lo enviaran a cualquier taiga, al Círculo Polar Ártico, yo me iría con él, lo abandonaría todo…

La mujer de la severa cara de monja y del raído pañuelo gris contempló a Nadia con admiración y respeto:

—¿Todavía le quedan fuerzas para ir a la taiga? ¡Qué afortunada es! A mí no me quedan ya fuerzas para nada. Creo que si algún anciano próspero aceptara casarse conmigo, me casaría.

—¿Y podría abandonar a su marido? ¿Tras las rejas…?

La mujer cogió a Nadia de la manga:

—¡Querida! ¡En el siglo XIX era fácil amar! ¿Acaso realizaron una gesta las esposas de los decembristas? ¿Las obligaban a llenar formularios, los departamentos de personal? ¿Necesitaban ocultar su matrimonio como si fuera la peste? ¿Necesitaban ocultarlo para que no las echaran del trabajo, para que no les arrebataran esos únicos quinientos rublos al mes, para que no les hicieran el boicot en el piso comunal? ¿Necesitaban ocultarlo para que en la fuente del patio no sisearan que eran enemigas del pueblo? ¿Las empujaban al sentido común y al divorcio sus propias madres y hermanas? ¡Oh, al contrario! ¡Las acompañaba el rumor de admiración de lo mejor de la sociedad! Y ellas, condescendientes, ofrecían a los poetas la leyenda de sus gestas. Al partir para Siberia en sus propias carrozas caras, no perdían, junto con el empadronamiento en Moscú, los miserables nueve metros cuadrados de su último rincón, ni se preocupaban por las insignificancias que les aguardaban, tales como un carnet de trabajo manchado, un mal desván donde no hay una cacerola ni hay pan negro. ¡Es muy bonito decir: «A la taiga»! ¡Seguramente, usted no hace mucho tiempo que espera!

Su voz estaba a punto de cortarse. Las apasionadas comparaciones de su vecina llenaron de lágrimas los ojos de Nadia.

—Pronto hará cinco años que tengo a mi marido en la cárcel —se justificó Nadia—. Y además, en el frente…

—¡Esto no cuenta! —replicó vivamente la mujer—. ¡En el frente no es lo mismo! ¡Entonces es fácil esperar! ¡Entonces esperaban todas! ¡Entonces se podía hablar abiertamente, leer las cartas! ¡Pero esperar y encima tener que ocultarlo!…

Se detuvo. Vio que no era preciso explicárselo a Nadia. Eran ya las once y media. Entró por fin el teniente coronel Klimentiev acompañado de un brigada gordo y malévolo. El brigada empezó a tomar los paquetes abriendo los envoltorios de fábrica de los pasteles y rompiendo por la mitad cada pastel casero. También partió el tejeringo de Nadia a la busca de una nota cocida en ella, de dinero o de veneno. Klimentiev retiró los pases de todas ellas, anotó el nombre de las presentes en un gran libro, y luego se enderezó al estilo militar y manifestó con precisión:

—¡Atención! ¿Conocen el reglamento? La entrevista es de treinta minutos. No deben entregar nada a los presos. No deben tomar nada de los presos. Está prohibido interrogar a los presos sobre su trabajo, su vida, su horario. El Código Penal castiga la infracción de estas normas. Además, a partir de la entrevista de hoy quedan prohibidos los abrazos y los besos. En caso de infracción, la entrevista se interrumpirá inmediatamente.

Las resignadas mujeres guardaron silencio.

—¡Natalia Pávlovna Guerásimovich! —llamó Klimentiev a la primera.

La vecina de Nadia se levantó y salió al pasillo pisando firmemente el suelo con sus botas de fieltro fabricadas antes de la guerra.