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Cuando la abollada camioneta se llevó a Nadia del frente saltando sobre las raíces descubiertas de los pinos y rugiendo sobre la arena, y cuando Gleb estaba ya lejos, en el camino forestal, y este, cada vez más largo y oscuro, se lo tragaba, ¿quién habría podido decirles que su separación no sólo no terminaría con la guerra, sino que apenas había empezado?

Esperar que el marido vuelva de la guerra siempre es duro, pero lo más duro de todo son los últimos meses antes del final: la metralla y las balas, ya se sabe, no distinguen cuánto tiempo ha combatido un hombre.

Precisamente entonces se interrumpieron las cartas de Gleb. Nadia acechaba al cartero. Escribía a su marido, escribía a los amigos de este, escribía a sus jefes, y todos daban la callada por respuesta como si se hubieran conjurado.

Sin embargo, tampoco llegaba la notificación de su muerte.

En la primavera del 45, cada tarde estallaban en el cielo las salvas de artillería: Kónigsberg, Breslau, Frankfurt, Berlín, Praga, habían caído, caído, caído.

Pero cartas, no había. La luz se debilitaba. No sentía ganas de hacer nada. ¡Pero no debía desmoralizarse! ¡Si estaba vivo y volvía, él le reprocharía el tiempo perdido! Y todos los días estudiaba para su aspirantado de química, aprendía idiomas extranjeros y materialismo dialéctico. Sólo por las noches lloraba.

De pronto, por primera vez, la Comandancia Militar no pagó a Nadia la asignación de oficial.

Esto debía de significar que su marido había muerto.

¡Y acto seguido terminaron los cuatro años de guerra! La gente, loca de alegría, corría por las delirantes calles. Alguien disparaba al aire con una pistola. Todos los altavoces de la Unión Soviética tocaban marchas victoriosas sobre el país herido y hambriento.

En la Comandancia Militar no le dijeron que hubiera caído, le dijeron «desaparecido». Osado a la hora de arrestar, el Estado era tímido en la de confesarlo.

Y el corazón humano, que nunca desea aceptar lo irreparable, empezó a imaginar absurdos: ¿le habrían enviado de reconocimiento muy adentro de las líneas enemigas? ¿Estaría realizando una misión especial? Siendo de una generación educada en la suspicacia y el secreto, creía verlos donde no los había.

El verano era caluroso, meridional, pero el sol del cielo no iluminaba a la joven viuda.

Ella continuaba estudiando química, idiomas y materialismo dialéctico, temiendo no gustarle cuando volviera.

Y pasaron cuatro meses desde el fin de la guerra. Era tiempo de reconocer que Gleb ya no estaba en este mundo. Y llegó entonces el ajado triángulo de Krasnaya Presnaya: «¡Querida mía! ¡Ahora serán otros diez años!».

Sus parientes y amigos no podían comprenderla: al enterarse de que tenía el marido en la cárcel se había iluminado y alegrado toda ella. ¡Qué felicidad que no fueran veinte ni quince años! ¡De la tumba nadie vuelve, del presidio sí! Su nueva situación era incluso una nueva cota romántica que elevaba su anterior y vulgar matrimonio estudiantil.

Ahora, que ya no había muerte, que tampoco había una terrible traición interna, que sólo había una soga al cuello, nuevas fuerzas afluyeron en Nadia. ¡Él estaba en Moscú, por lo tanto era preciso ir a Moscú y salvarlo! (Imaginaba que bastaba con estar a su lado para que fuera posible salvarlo).

Pero ¿cómo ir? Nuestros descendientes nunca imaginarán lo que significaba viajar entonces, especialmente a Moscú. Primero, como en los años treinta, el ciudadano debía demostrar documentalmente por qué no se estaba quieto, qué necesidad del servicio le obligaba a sobrecargar el transporte con su persona. Después, se le facilitaba un salvoconducto que le daba derecho a moverse durante una semana por las colas de las estaciones, a dormir en un suelo lleno de escupitajos o a dar un tímido soborno por la puerta posterior de la taquilla.

Nadia descubrió un medio: ingresar en la inaccesible universidad de Moscú. Y, pagando el triple por un billete, voló en avión a Moscú. Llevaba sobre las rodillas una cartera con los manuales de estudio y unas botas de fieltro para la taiga que esperaba a su marido.

Estaba en aquella cumbre moral de la vida en la que unas fuerzas benefactoras nos ayudan y hacen que lo consigamos todo. Y la más alta facultad universitaria del país aceptó a aquella desconocida provinciana sin nombre, sin dinero, sin influencias, sin una llamada telefónica…

Era un milagro, ¡pero resultó aún más fácil que conseguir una entrevista en la cárcel de tránsito de Krasnaya Presnaya! No se la concedieron. En general, no se concedían entrevistas: todos los canales del Gulag estaban sobrecargados, afluía de Europa un torrente de presos que impresionaba la imaginación.

Pero junto a la caseta de tablas del puesto de guardia, donde esperaba respuesta a sus vanas peticiones, Nadia fue testigo de que sacaban por aquella puerta de madera sin pintar a una columna de presos que iba a trabajar a los embarcaderos del Moscova. Y con esa serena corazonada que suele proporcionar el éxito, Nadia se dijo: ¡Gleb está aquí!

Sacaban a unos doscientos hombres. Todos ellos se encontraban en ese estado intermedio en el que el hombre se desprende de su vestido «libre» y se va acostumbrando a la ajada ropa gris y negra del preso. Quedaba en cada uno de ellos algo que recordaba su pasado: un gorro militar con ribete de color pero sin correa ni estrella, o unas botas de charol que aún no había cambiado por pan ni le habían quitado los presos comunes, o una camisa de seda con la espalda deshilachada. Todos iban rapados al cero y se cubrían la cabeza como podían bajo el sol estival. Todos iban sin afeitar, flacos, algunos incluso exhaustos.

Nadia no tuvo que recorrerlos con la vista: al instante presintió, y luego vio, dónde estaba Gleb. Caminaba con el cuello desabrochado, llevaba una guerrera de lana que conservaba aún los ribetes rojos de las bocamangas, y en el pecho las manchas de la tela no descolorida que cubriera las condecoraciones. Iba con las manos a la espalda como todos. Desde su altura, no miraba los soleados espacios, al parecer tan atractivos para un preso, ni miraba a los lados, a las mujeres con paquetes (en la prisión de tránsito no se recibían cartas, y no sabía que Nadia estuviera en Moscú). Tan amarillento y flaco como sus compañeros, escuchaba radiante, con aprobación y éxtasis, a su vecino, un anciano de buena presencia y barba gris.

Nadia corrió al lado de la columna gritando el nombre de su marido, pero él no la oyó debido a la conversación y al estridente ladrido de los perros de guardia. Ella, jadeante, corría para empaparse más y más de la cara de su marido. ¡Le compadecía tanto por haberse pasado meses pudriéndose en oscuras y malolientes celdas! ¡Era tanta su felicidad al verle allí, junto a ella! ¡Estaba tan orgullosa de que no se hubiera desmoralizado! ¡Se sentía tan ofendida al ver que no estaba apenado, que había olvidado a su esposa! Y creció en ella un dolor por sí misma, el dolor por ver que la hacía desgraciada, que la víctima no era él sino ella.

¡Y todo esto ocurrió sólo en un instante! Le chillaron los soldados de escolta, y los terribles canes amaestrados, devoradores de hombres, daban tirones de la trailla, se ponían tensos y ladraban con los ojos inyectados en sangre. Echaron a Nadia. La columna entró en una estrecha pendiente donde no había posibilidad de introducirse a su lado. Por su parte, los últimos soldados de la escolta cerraban el espacio prohibido, se mantenían muy rezagados y, al seguirlos, Nadia ya no alcanzó la columna, que descendió por la montaña y desapareció tras otra valla compacta.

A la caída de la tarde, y por la noche, cuando no podían verlo los habitantes de Krasnaya Presnaya —arrabal moscovita célebre por su lucha por la libertad—, unos convoyes con vagones de ganado llegaban para el traslado; los pelotones de escolta hacían subir a los presos con bamboleo de faroles, densos ladridos, gritos entrecortados, blasfemias y golpes. Metían cuarenta personas en cada vagón y se los llevaban por millares al Pechora, a Inta, a Vorkuta, a Sovgavan, a Norilsk, y a campos de concentración menores de Irkutsk, Chita, Krasnoyarsk, Novosibirsk, Asia Central, Karaganda, Dzhekazgan, Baljash, Irtish, Tobolsk, Ural, Saratov, Viatka, Vologda, Perm, Solvychegodsk, Ribin, Potma, Sujobezvodnaya y otros muchos lugares. En pequeñas partidas de cien o doscientos hombres, se los llevaban de día en la caja cerrada de los camiones a Serebriani Bor, Novi Ierusalim, Pavshino, Jobrino, Beskudnikovo, Jimki, Dmitrov y Solnechnogorsk, y de noche a muchos lugares de Moscú, donde tras las tablas compactas de las vallas de madera, y tras una alambrada, construían una capital digna de una potencia invencible.

El destino envió a Nadia un premio inesperado pero merecido: sucedió que no se llevaron a Gleb al Círculo Polar Ártico, sino que lo dejaron en el mismo Moscú, en un pequeño campo que construía una casa para el MGB y el MVD, una casa semicircular en la Puerta de Kaluga.

Cuando Nadia acudió a la primera entrevista fue para ella como si lo hubieran liberado a medias.

Por la calle Bolshaya Kaluzhskaya iban y venían las limousines, algunas incluso del cuerpo diplomático; los autobuses y trolebuses se detenían al final de la reja de Neskuchnovo Sada, donde estaba el puesto de guardia del campo, parecido a una simple construcción provisional; en las alturas, sobre la obra de piedra, hormigueaban personas que vestían ropa sucia y harapienta, pero los obreros de la construcción siempre tienen este aspecto, y ninguno de los que pasaban a pie o en coche descubría que fueran presos.

Y los que lo descubrían se callaban.

Era la época del dinero barato y del pan caro. Se vendían los enseres domésticos, y Nadia llevaba paquetes a su marido. Los paquetes eran aceptados. Las entrevistas no se concedían a menudo: Gleb no superaba la norma de trabajo establecida.

En las entrevistas resultaba irreconocible. Como en todos los hombres orgullosos, la desgracia había tenido una influencia benéfica sobre él. Se había ablandado, besaba la mano de su esposa y seguía atento el centelleo de sus ojos. ¡Aquello para él no era la cárcel! La vida en el campo de concentración, que por su carácter implacable superaba todo cuanto se sabe de la vida de los caníbales y de las ratas, le había doblegado. Pero él se mantenía conscientemente en un límite en el que no se siente compasión de uno mismo, y repetía obstinadamente:

—¡Querida! No sabes lo que te aguarda. Me esperarás un año, incluso tres, o puede que cinco, pero cuanto más cerca esté el final más difícil te será esperar. Los últimos años serán los más insoportables. No tenemos hijos. Así pues, no estropees tu juventud, ¡abandóname! Cásate.

Lo proponía sin acabar de creérselo. Ella se negaba sin creerlo por completo.

—¿Buscas una excusa para librarte de mí?

Los presos vivían en la misma casa que estaban construyendo, en una de sus alas medio terminada. Al bajar del trolebús, las mujeres que traían paquetes veían por encima de la valla dos o tres ventanas del dormitorio masculino, y a los hombres que se agrupaban en las ventanas. A veces, mezcladas con los hombres, aparecían algunas shalashovkas§ Un día, una de estas mujeres abrazaba en la ventana a su compañero y gritaba por encima de la valla a la esposa legítima de este:

—¡Basta de rondar por aquí, puta! ¡Entrega tu último paquete y lárgate! ¡Si vuelvo a verte otra vez en el puesto de guardia, te araño los morros!

Se acercaban las primeras elecciones al Soviet Supremo de la posguerra. Moscú se preparaba diligentemente para ellas como si realmente alguien pudiera no votar a alguien. Mantener en Moscú a los del «Artículo 58» era deseable (eran buenos obreros) pero molesto (se debilitaba la vigilancia). Para asustarlos a todos era preciso enviar al destierro por lo menos a una parte. Por los campos de concentración corrieron amenazadores rumores de inminentes traslados al Norte. Los presos que tenían patatas, las cocían para el camino.

Para salvaguardar el entusiasmo de los electores, se prohibieron todas las entrevistas en los campos de concentración moscovitas antes de las elecciones. Nadia hizo llegar a Gleb una toalla con una nota cosida en ella:

«¡Amado mío! Por muchos años que pasen, y por muchas tempestades que caigan sobre nuestras cabezas (a Nadia le gustaba expresarse en tono elevado), tu niña te será fiel mientras viva. Se dice que van a trasladar vuestro “Artículo 58”. Estarás en tierras lejanas, apartado durante largos años de nuestras entrevistas, de las miradas que arrojamos a hurtadillas por encima del alambre de espino. Si en esta vida siniestra e inconsolable un poco de diversión puede aventar la congoja de tu alma, está bien, me conformo, te lo permito, querido, incluso insisto, seme infiel, ve con otras mujeres. ¡Todo con tal de que conserves tu ánimo! No tengo miedo: en realidad, de todos modos volverás a mí, ¿no es verdad?».