37

Reclinado en el blando respaldo del cómodo asiento, Nerzhin ocupaba su sitio junto a la ventanilla entregado al agradable balanceo inicial. A su lado, en un asiento doble, estaba Illarión Pávlovich Guerásimovich, físico especializado en óptica, hombre bajo, estrecho de hombros, con la cara de refinado intelectual y, por si fuera poco, con esos quevedos que llevan los espías en nuestras carteleras.

—Ya ve, parece que me acostumbro a todo —se confió Nerzhin a él en voz baja—. Puedo sentarme casi de buen grado en la nieve con el trasero al aire, soportar a veinticinco hombres en un compartimento del tren, y a una escolta que despanzurra las maletas. Ya nada me amarga la vida ni me saca de mis casillas. Pero hay todavía en mi corazón una cuerda viva, que nunca morirá, y que ansia la libertad: el amor a mi mujer. No puedo soportar cuanto se refiere a ella. ¿Verse una vez al año y no besarse? En esta entrevista me escupen en el alma, los muy canallas.

Guerásimovich separó sus finas cejas. Parecían afligidas incluso cuando estaba simplemente meditando sobre un esquema de física.

—Probablemente —respondió—, sólo hay un camino hacia la invulnerabilidad: matar en uno mismo todos los afectos y renunciar a todos los deseos.

Sólo hacía pocos meses que Guerásimovich estaba en la sharashka de Marfino, y Nerzhin no había tenido tiempo de conocerlo de cerca. Pero Guerásimovich, inexplicablemente, le agradaba.

No continuaron la conversación, guardaron silencio enseguida: el trayecto hasta la entrevista era un acontecimiento demasiado grande en la vida de un preso. Llega el momento de despertar el alma querida y olvidada, que duerme en el panteón familiar. Emergen unos recuerdos que no tienen cabida en los días ordinarios. Se reúnen los sentimientos y pensamientos de todo un año, y de muchos años, para cimentar, en estos cortos minutos, la unión con la persona querida.

El autobús se detuvo ante el puesto de guardia. El sargento subió al estribo, se asomó por la portezuela dél autobús y contó dos veces a los presos que salían (el celador jefe ya había firmado previamente en el cuerpo de guardia la entrega de siete personas). Luego se metió debajo del autobús, comprobó que no había nadie agarrado a las ballestas (un diablo incorpóreo no se habría mantenido allí ni un minuto), y volvió al cuerpo de guardia. Sólo entonces se abrieron las primeras puertas, y después las segundas. El autobús franqueó la raya encantada susurrando con sus alegres neumáticos y rodó por la escarcha de la carretera Vladikinskaya a lo largo del Jardín Botánico.

Los presos de Marfino debían estos trayectos al alto secreto del centro: los parientes que acudían a entrevistarse con ellos no debían saber dónde vivían sus muertos vivientes, si los llevaban a cien kilómetros o si los sacaban por las Puertas Spasski, si los traían del aeropuerto o del otro mundo. Sólo debían ver a unos hombres bien alimentados, bien vestidos, con las manos blancas, que habían perdido su anterior locuacidad, que sonreían tristemente y que aseguraban tenerlo todo y no necesitar nada.

Estas entrevistas eran algo parecido a las lápidas de la antigua Grecia, cuyos bajorrelieves representaban tanto al difunto como a los vivos que le habían levantado el monumento. Pero en las losas había siempre una pequeña franja que separaba el otro mundo de este. Los vivos miraban afectuosamente al difunto, y este miraba al Hades con una mirada ni alegre ni triste, sino transparente, la mirada de quien sabe demasiado.

Nerzhin se volvió para ver desde la colina algo que casi no había tenido ocasión de ver: el edificio en el que vivían y trabajaban, el edificio de ladrillo oscuro del seminario, con su cúpula esférica de color óxido oscuro sobre la bella sala semicircular, y más arriba el hexágono, como llamaban en la antigua Rusia a las torres de seis caras. En la fachada meridional, donde daban el laboratorio de acústica, el Número 7, el taller de diseños y el despacho de Yákonov, aparecían unas hileras de ventanas clausuradas, uniformes e impávidas, y los moscovitas de los arrabales, así como los que paseaban por el parque de Ostankino, no habrían podido imaginar cuántas vidas singulares, cuántos impulsos pisoteados, pasiones barridas y secretos estatales se reunían, apretujaban y trenzaban en este viejo edificio solitario y suburbial recalentado hasta el rojo. Y el misterio penetraba incluso en el interior del edificio. Una estancia no sabía de otra. Un vecino de otro. Y los oper no sabían de las mujeres, de las veintidós insensatas y locas mujeres, colaboradoras externas, admitidas en aquel severo edificio, como esas mujeres no sabían una de otra lo que sólo el cielo podía saber de ellas, a saber, que las veintidós, pese a la espada que pendía sobre sus cabezas, pese a la continua repetición de instrucciones, o habían encontrado allí una relación secreta, amaban y besaban a alguien a hurtadillas, o se compadecían de alguien y le servían de enlace con la familia.

Gleb abrió la pitillera roja y encendió un cigarrillo con esa satisfacción especial que producen los cigarrillos encendidos en los momentos extraordinarios de la vida.

Y aunque el pensamiento de Nadia era ahora elevado y devorador, el cuerpo de Nerzhin, acariciado por lo inusual del viaje, sólo deseaba viajar, viajar, viajar… Que el tiempo se detuviera, y el autobús rodara, rodara y rodara por aquella carretera nevada dejando las marcas negras de los neumáticos, que siguiera a lo largo de aquel parque blanco de escarcha, de sus ramas densamente cubiertas de nieve, de los niños que aparecían momentáneamente y cuyo parloteo no escuchaba Nerzhin, al parecer, desde el comienzo de la guerra. Ni los soldados ni los presos tienen ocasión de oír voces infantiles.

Nadia y Gleb habían vivido juntos únicamente un año. Había sido un año de carreras con la cartera a cuestas. Tanto él como ella estudiaban quinto curso, redactaban sus tesinas y se presentaban a los exámenes estatales.

Después, de pronto, vino la guerra.

Algunos tenían ahora pequeñajos que corrían graciosamente con sus cortas piernas.

Ellos no…

Un niño quiso atravesar la carretera. El chófer viró bruscamente para esquivarlo. El pequeño se asustó, se detuvo y se puso la manecita, cubierta de manopla azul, en su enrojecido rostro.

Y Nerzhin, que durante años no había pensado en ningún niño, comprendió de pronto con toda claridad que Stalin les había robado los niños, a él y a Nadia. Aunque terminara la condena, aunque volvieran a estar juntos, su esposa tendría treinta y seis años, si no cuarenta, demasiado tarde para tener un niño…

Dejando a la izquierda el palacio de Ostankino, y a la derecha el lago con multicolores niños patinando, el autobús se adentró en unas callejuelas y empezó a temblequear sobre el adoquinado.

Al describir las cárceles siempre se procura cargar las tintas de los horrores. ¿Y no es horrible cuando no hay horrores? ¿Cuando el horror es la gris monotonía de las semanas? El horror es olvidar que se ha quebrado la única vida que nos ha sido dada en la Tierra. Y uno está dispuesto a perdonar, ya ha perdonado a los cerdos. Su pensamiento se ocupa ahora en buscar la manera de apoderarse de la mejor parte de pan de la bandeja de la cárcel, y no de la rebanada central, de recibir, en el baño de turno, ropa blanca suficiente y entera.

Todo esto hay que vivirlo. No es posible inventarlo. Para escribir: «Estoy tras las rejas, en una celda oscura», o bien «abridme el calabozo, dadme una doncella de ojos negros», casi no es necesario haber estado en la cárcel, es fácil de imaginar. Pero esto es primitivo. Sólo continuos e incesantes años educan en un preso la sensación de cárcel.

Nadia escribía en una carta: «Cuando vuelvas…». Este es el horror, que no habrá regreso. Volver es imposible. Después de catorce años de guerra y de cárcel, es posible que no quede una sola célula de las que había. Lo único posible es ir de nuevo. Volverá un hombre nuevo y desconocido que llevará el apellido de tu anterior marido, y la mujer de antes verá que su primer y único hombre, el que estuvo esperando catorce años encerrada en sí misma, ya no existe, se ha evaporado molécula a molécula.

Y menos mal si en esta nueva y segunda vida vuelven a amarse.

Pero ¿y si no?

Además, después de tantos años, ¿desearás tú mismo salir a esa libertad, a ese torbellino desenfrenado del exterior, hostil al corazón humano e incómodo para la tranquilidad espiritual? Te detendrás en el umbral de la cárcel, fruncirás los ojos: ¿voy o no voy?

Las calles de los suburbios de Moscú desfilaban ante las ventanillas. Por las noches, bajo el difuso resplandor del cielo, les parecía desde su encierro que Moscú brillaba toda ella, que era deslumbrante. Pero aquí se sucedían unas casas de planta baja, o de un piso, hacía tiempo no reparadas, con el estuco raído, y unas cercas de madera inclinadas. Cierto que desde la guerra no se habían ocupado de ellas, habían empleado en otras cosas sus esfuerzos, que no llegaban para eso. Y en alguna parte, de Riazán a Ruzayevka, donde no llevan a los extranjeros, se podían recorrer trescientos kilómetros sin ver más que techos de paja podrida.

Con la cabeza apoyada en el cristal empañado y tembloroso, oyéndose apenas por el ruido del motor, Gleb murmuró con un cuarto de voz:

—Rusia mía… vida mía… ¿sufriremos aún por mucho tiempo?

El autobús entró en la amplia y populosa plaza de la Estación de Riga. Sobre el fondo turbio y nebuloso, cubierto de escarcha, iban y venían los tranvías, los autobuses, los automóviles, la gente, pero el color verdaderamente llamativo era sólo uno: el color vivo, rojo-violeta, de unos uniformes que Nerzhin no había visto nunca hasta entonces.

Sumido en sus pensamientos, Guerásimovich también advirtió aquellos uniformes de papagayo, levantó las cejas y dijo a todo el autobús:

—¡Mirad! ¡Han aparecido guardias municipales[23]! De nuevo hay guardias municipales.

¡Ah!, ¿son estos? Gleb recordó que a principios de los años treinta, uno de los líderes del komsomol les había dicho: «Vosotros, jóvenes camaradas pioneros, ya no tendréis nunca ocasión de ver a un guardia municipal vivo».

—La hemos tenido… —sonrió Gleb.

—¿Qué? —no comprendió Guerásimovich.

Nerzhin se inclinó hacia su oído:

—La gente está tan embrutecida que si ahora nos pusiéramos en mitad de la calle gritando «¡Muera el tirano! ¡Viva la libertad!», ni siquiera comprendería de qué tirano y de qué libertad se trata.

Guerásimovich barrió las arrugas de su frente de abajo arriba.

—¿Y está seguro de que usted, por ejemplo, lo comprende?

—Supongo que sí —afirmó Nerzhin con los labios torcidos.

—No se precipite a asegurarlo. La gente imagina muy mal qué clase de libertad conviene a una sociedad organizada sensatamente.

—¿Y se imagina alguien una sociedad organizada sensatamente? ¿Acaso es posible esa sociedad?

—Creo que sí.

—No me la describirá ni aproximadamente. Nadie lo ha conseguido todavía.

—Pero algún día se conseguirá —insistió Guerásimovich con modesta firmeza.

Se miraron uno a otro inquisitivamente.

—Ya lo oiremos decir —manifestó Nerzhin sin insistencia.

—Algún día —asintió Guerásimovich con su pequeña y estrecha cabeza.

Y de nuevo fueron soportando las sacudidas mientras absorbían la calle con los ojos y se entregaban a sus discontinuos pensamientos.

… Era incomprensible que Nadia pudiera esperarle tantos años. Andar en medio de aquella multitud siempre agitada en busca de algo, ver sobre su persona las miradas masculinas y no sentir nunca mecido el corazón. Gleb imaginaba que si fuera al contrario, que si hubieran metido a Nadia en la cárcel y él estuviera en libertad, seguramente no habría resistido ni un año. ¿Cómo habría podido pasar de largo junto a todas esas mujeres? Nunca hubiera supuesto antes que su débil esposa tuviera una decisión tan granítica. Durante el primer año de cárcel, el segundo y el tercero estaba seguro de que Nadia cambiaría, saltaría la barrera, se disiparía, lo abandonaría. Pero no había sucedido. Por eso Gleb empezaba a considerar su espera como la única posible vocación de su esposa.

Ya en la etapa de Krasnaya Presnaya, después de medio año de instrucción sumarial, al conseguir el derecho a mantener correspondencia, había escrito con un trozo de pizarrín en un papel de embalaje ajado, doblado en triángulo y sin sellos:

«¡Querida mía! Me has esperado durante los cuatro años de guerra, no me maldigas por haberme esperado en vano: ahora serán otros diez años. Toda la vida recordaré nuestra breve felicidad como se recuerda el sol. Pero tú eres libre a partir de hoy. No hay necesidad de que también tu vida perezca. Cásate».

De toda la carta, sin embargo, Nadia sólo comprendió una cosa:

«¿O sea que has dejado de amarme? ¿Cómo puedes entregarme a otro?».

La había llamado para que fuera a verle incluso al frente, a la cabeza de puente de Dnepr, con una cartilla militar falsificada. Ella se abrió camino entre los controles de las patrullas de vigilancia. En la cabeza de puente, poco ha mortal pero ahora tranquila en sus defensas, en aquella tierra cubierta de despreocupadas hierbas, recuperaron unos breves días de la felicidad que les habían robado.

Pero despertaron los ejércitos, pasaron a la ofensiva, y Nadia tuvo que irse a casa, de nuevo con aquella deforme guerrera y con la misma cartilla militar falsificada. Una camioneta se la llevó por un camino forestal, y ella estuvo largo tiempo agitando la mano hacia su marido desde la caja de la camioneta.

… En las paradas se apiñaba la gente formando desordenadas colas. Cuando se acercaba un autobús, unos se mantenían al final de la cola mientras otros se abrían paso a codazos. En Sadovoye Koltsó, el tentador autobús azul medio vacío se detuvo ante un semáforo en rojo sobrepasando la parada. Un enloquecido moscovita se precipitó tras él a la carrera y saltó al estribo. Empujaba la portezuela y gritaba:

—¿Va a la ribera Kotelnicheskaya? ¿Va a la Kotelnicheskaya?

—¡Fuera! ¡Fuera! —le agitó la mano un carcelero.

—¡Sí que va! ¡Sube, hombre, que te llevamos! —gritó Iván, soplador de vidrio, riendo sonoramente. Iván era un habitual, iba sin dificultad a la entrevista cada mes.

Se rieron también los demás presos. El moscovita no podía comprender qué autobús era aquel ni por qué no podía subir. Sin embargo, estaba acostumbrado a que en muchos casos de esta vida algo fuera imposible, y saltó del estribo. Con él se retiraron también otros cinco pasajeros que también habían acudido.

El autobús azul torció hacia la izquierda abandonando Sadovoye Koltsó. Por lo tanto no iban a Butyrki como era costumbre. Por lo visto irían a Taganka.

… Al avanzar hacia el oeste con el frente, Nerzhin recogía libros en las casas destruidas, en las bibliotecas derrumbadas, en ciertos cobertizos, en los sótanos, en los desvanes. Eran libros prohibidos, malditos, que en la Unión Soviética eran incinerados. Sus consumidas hojas constituían un invencible toque a rebato mudo.

En El noventa y tres de Víctor Hugo, Lantenac está sentado sobre una duna. Ve a la vez varios campanarios, y hay un gran tumulto en todos ellos, todas las campanas tocan a rebato, pero el viento huracanado se lleva los sonidos, y lo que él oye es el silencio.

De la misma manera, gracias a un raro oído, Nerzhin percibía desde la adolescencia este toque a rebato mudo: oía todos los ruidos vivos, gemidos, gritos, clamores, alaridos de moribundos, arrebatados a los oídos humanos por un viento intenso continuo.

La vida de Nerzhin habría discurrido imperturbablemente en el cálculo de integración de ecuaciones diferenciales de no haber nacido en Rusia, o no haber aparecido en los años en que acababan de matar y de llevar a la Nada Universal a un gran cuerpo querido.

Pero el lugar en que había yacido ese cuerpo aún estaba caliente. Y Nerzhin aceptó una carga que nadie había cargado nunca sobre él: recoger estas partículas del calor que aún no se había disipado, resucitar al difunto y mostrar a todo el mundo cómo había sido; y abrir los ojos de otros sobre cómo no había sido.

Gleb creció sin haber leído un solo libro de Mayne Reed, pero a los doce años ya abría el enorme Izvestia, con el que habría podido cubrirse de la cabeza a los pies, y leía detalladamente el informe taquigráfico del proceso de los ingenieros saboteadores. El muchacho desconfió al instante de este proceso. Gleb no sabía por qué, no podía abarcarlo con su razón, pero distinguía claramente que todo aquello era mentira, una farsa. Conocía a ingenieros de familias amigas, y no podía imaginar que aquella gente saboteara en lugar de construir.

Tanto a los trece como a los catorce años, Gleb no corría a la calle al terminar las lecciones, sino que se ponía a leer periódicos. Sabía los apellidos de nuestros embajadores en cada país y de los embajadores extranjeros en el nuestro. Leía todos los discursos pronunciados en las asambleas. Además, en la escuela, estudiaban ya elementos de economía política desde cuarto curso, y a partir de quinto había sociología casi cada día, y algo de Feuerbach. Después vino la historia del partido, que cambiaba poco menos que cada año.

La continua inclinación a descubrir las mentiras históricas, nacida en edad muy temprana, se desarrolló agudamente en el muchacho. No era Gleb más que un estudiante de noveno curso cuando una mañana de diciembre se abrió paso en la calle hasta la vitrina de los periódicos[24] y leyó que habían asesinado a Kírov. Y de pronto, sin saber por qué, como bajo una luz penetrante, vio claramente que quien había matado a Kírov era Stalin y nadie más. Y su propia soledad le dio escalofríos: ¡los adultos que se congregaban a su lado no comprendían una cosa tan sencilla!

Y lo mismo los viejos bolcheviques que se presentaban ante los tribunales e inexplicablemente se arrepentían, se insultaban a sí mismos locuazmente con los más terribles denuestos y admitían estar al servicio de todos los espionajes extranjeros del mundo. ¡Era tan desmesurado, tan burdo, tan excesivo, que se hacía estridente en los oídos!

Pero llegaba del poste-altavoz la voz teatral del locutor, y los ciudadanos de la acera se agrupaban como confiadas ovejas.

Y los escritores rusos, que se atrevían a establecer su genealogía desde Pushkin y Tolstói, alababan al tirano de un modo dulzarrón y mareante.

Y los compositores rusos, educados en la calle Herzen, se apretujaban para depositar a los pies del trono sus serviles cánticos.

¡Pero para Gleb el toque a rebato mudo retumbó durante toda su juventud! Y de forma inarrancable enraizó en él una decisión: ¡conocer y comprender! ¡Desenterrar y recordar!

Y al anochecer, en los bulevares de su ciudad natal, donde lo más correcto habría sido suspirar por las muchachas, Gleb iba a soñar que un día penetraría en la más Grande y Principal de las cárceles del país y encontraría las huellas de los difuntos y la llave del misterio.

Provinciano como era, todavía no sabía que esa cárcel se llamaba Gran Lubianka.

Y que si nuestros deseos son grandes, necesariamente se realizan.

Pasaron los años. Todo se realizó y se cumplió en la vida de Gleb.

Nerzhin, aunque no resultó nada fácil ni agradable. Fue detenido y llevado precisamente allí y encontró a aquellas personas, a las que habían sobrevivido, que no se sorprendieron de sus suposiciones pues tenían aún cien veces más cosas que contar.

Todo se realizó y se cumplió, pero después de esto ya no le quedó a Nerzhin ni ciencia, ni tiempo, ni vida, ni incluso amor por su mujer. Le parecía que no podía haber en la Tierra esposa mejor, pero al propio tiempo es dudoso que la amara. Cuando se apodera repentinamente de nuestra alma una gran pasión, desplaza cruelmente todo lo demás. No hay en nosotros lugar para dos pasiones.

… El autobús temblequeó por un puente y continuó su camino por unas calles tortuosas y ariscas.

Nerzhin volvió a la realidad:

—¿O sea que tampoco nos llevan a la Taganka? ¿Adónde, pues? No comprendo nada.

Guerásimovich, abandonando unos tristes pensamientos semejantes, respondió:

—Estamos llegando a Lefortovo.

Abrieron las puertas al autobús. El vehículo entró en el patio de servicio y se detuvo ante una construcción aneja a la alta prisión. El teniente coronel Klimentiev estaba ya en la puerta, con aire juvenil, sin capote ni gorra.

La helada, ciertamente, era poca. Bajo un cielo densamente cubierto se extendía una nebulosidad invernal sin viento.

A una seña del teniente coronel, los carceleros bajaron del autobús y formaron en fila (sólo dos continuaron sentados en los rincones traseros con la pistola en el bolsillo), mientras los presos, sin tiempo para examinar el edificio principal de la cárcel, entraban en el anejo detrás del teniente coronel.

Había un largo y estrecho pasillo, y en el pasillo siete puertas abiertas. El teniente coronel iba delante y daba órdenes tajantes, como si se encontrara en combate:

—¡Guerásimovich, aquí! ¡Lukashenko, en esta! ¡Nerzhin, la tercera!

Y los presos torcían hacia allí uno a uno.

También de uno en uno, Klimentiev repartió entre ellos a los siete carceleros. A Nerzhin le tocó el gángster disfrazado.

Las estancias, todas iguales, eran despachos de investigación: una ventana que daba poca luz y, por si fuera poco, enrejada; el sillón y la mesa del juez junto a la ventana; una mesita y un taburete para el interrogado.

Nerzhin trasladó el sillón del juez más cerca de la puerta y lo preparó para su esposa, tomando para sí el pequeño taburete con una raja que amenazaba pellizcar. En un taburete semejante, y ante una mesita miserable como aquella, se había sentado Nerzhin en otro tiempo durante los seis meses de investigación.

La puerta permaneció abierta. Nerzhin oyó el golpeteo de los ligeros tacones de su esposa por el pasillo. Sonó su encantadora voz:

—¿En esta?

Y entró.