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A mediodía, Yákonov no estaba ya en la calma aterciopelada y el confort pulido de su despacho: estaba en el Número 7 ocupado en la «boda» del Clipper con el Vocoder (la idea de unir estos dos dispositivos había nacido aquella mañana en la mente del ambicioso Markushev, y había sido aceptada por muchos, cada uno de los cuales tenía su propio interés en el asunto; sólo estuvieron en contra Bobynin, Prianchikov y Reutmann, pero no les escucharon).

Permanecían en el despacho Selivanovski, el general Bulbaniuk en representación de Riumin, el teniente de Marfino Smolosidov y el preso Rubin.

El teniente Smolodisov era un hombre desagradable. Incluso admitiendo que cada ser vivo tiene algo bueno, resultaba difícil encontrar este algo en su mirada de hierro nunca sonriente, o en la apretada comisura, triste y deforme, de sus gruesos labios. Su cargo en uno de los laboratorios era de los más insignificantes, un poco por encima de los montadores de radio, cobraba como la última de las chicas, menos de dos mil rublos al mes, y robaba otros mil del Instituto vendiendo en el mercado negro piezas de radio deficientes. Todos comprendían, sin embargo, que la posición y los ingresos de Smolosidov no se limitaban a esto.

Los externos de la sharashka, e incluso los amigos que jugaban con él al voleibol, le temían. Su faz, en la que era imposible provocar una sombra de sinceridad, era terrible. También era terrible la confianza especial que le dispensaban las más altas autoridades. ¿Dónde vivía? Y, por lo demás, ¿tenía una casa? ¿Una familia? No hacía visitas a sus compañeros de armas, no compartía con ninguno de ellos su ocio pasada la cerca del instituto. Nada se sabía de su vida pasada si no era por las tres condecoraciones de guerra que ostentaba sobre el pecho y por su imprudente jactancia al asegurar un día que en toda la guerra el mariscal Rokossovski no había pronunciado una palabra que él, Smolosidov, no oyera. Cuando le preguntaron cómo era posible, respondió que había sido el radiotelegrafista personal del mariscal.

Y apenas se planteó la cuestión de encargar a alguien el mantenimiento de aquel magnetófono y de su ardiente y misteriosa cinta, la cancillería del ministro indicó: Smolosidov.

En aquel momento, Smolosidov estaba examinando el magnetófono sobre una mesita lacada mientras el general Bulbaniuk, cuya cabeza era como una patata exorbitantemente grande, con los salientes de la nariz y las orejas, decía:

—Usted es un preso, Rubin. Pero en otro tiempo fue comunista, y puede que algún día vuelva a serlo.

«¡También ahora soy comunista!», quiso exclamar Rubin, pero era humillante demostrárselo a Bulbaniuk.

—Así pues, el gobierno soviético y nuestros órganos de seguridad consideran posible dispensarle su confianza. En este magnetófono oirá ahora un secreto de Estado de importancia mundial. Esperamos que nos ayude a descubrir a ese canalla que quiere que arrojen la bomba atómica sobre su patria. Como comprenderá, al menor intento de difundir el secreto será usted liquidado. ¿Está claro?

—Está claro —cortó Rubin. Lo que más temía ahora era que lo apartaran de la cinta. Desde hacía tiempo, Rubin había renunciado a todo éxito personal y vivía la vida de la humanidad como la de su propia familia. Aquella cinta, que aún no había escuchado, le interesaba personalmente.

Smolosidov conectó la reproducción.

En el silencio del despacho sonó el diálogo entre el torpe americano y el desesperado ruso con ligeros susurros interferentes.

Rubin clavó la mirada en el forro de abigarrados colores que cubría el altavoz como si buscara distinguir allí la cara de su enemigo. Cuando Rubin miraba tan fijamente, su rostro se ponía tenso y llegaba a parecer cruel. Imposible conseguir la piedad de un hombre con un rostro como aquel.

Después de las palabras: «¿Quién es usted? Deme su nombre», Rubin se recostó en el respaldo del sillón convertido en otro hombre. Olvidó el grado militar de los asistentes, y que desde hacía mucho tiempo no brillaban sobre él las estrellas de comandante. Encendió de nuevo el apagado cigarrillo y ordenó brevemente:

—Bien. Otra vez.

Smolosidov conectó el rebobinado.

Todos callaban. Todos sentían el roce de una rueda de fuego.

Rubin fumaba masticando y apretando la boquilla del cigarrillo. Le dominaba un estado de plenitud, de eclosión. Degradado y deshonrado, ¡ahora también lo necesitaban! También él tendría ocasión de trabajar a fondo en la vieja Historia. ¡Formaba de nuevo en las filas! ¡Salía de nuevo en defensa de la Revolución Mundial!

El odioso Smolosidov estaba ante el magnetófono como un perro lúgubre. En el otro lado de la espaciosa mesa de Antón, el arrogante Bulbaniuk se sostenía con gravedad su apatatada cabeza, y en su cuello de buey aparecía mucha piel superflua que salía presionada por encima de las palmas de sus manos. ¿Cuándo y de dónde había proliferado aquella casta satisfecha e impenetrable? ¿De la envanecida mala hierba comunista? ¡Qué vivamente imaginativos eran antes los camaradas! ¿Cómo podía ser que estos se hubieran hecho con todo el aparato y que ahora empujaran al resto del país a la perdición?

Rubin los encontraba repulsivos y no quería mirarlos. ¡Debería aniquilarlos allí mismo, en el despacho, con una bomba de mano!

Pero las cosas habían tomado tal cariz que, objetivamente, en la presente encrucijada de la historia, constituían sus fuerzas positivas, eran la personificación de las dictaduras del proletariado y de su patria.

¡Era necesario ponerse por encima de los sentimientos! ¡Y ayudarles!

Unos cerdos como aquellos, pero del departamento político del ejército, eran los que habían empujado a Rubin a la cárcel sin quitarle ni su talento ni su honestidad. Unos cerdos como aquellos, pero de la fiscalía militar central, habían estado cuatro años echando a la papelera decenas de quejas-clamores de Rubin en las que decía que no era culpable.

¡Y era necesario ponerse por encima de su desgraciado destino! Salvar la idea. Salvar la bandera. Servir a la formación de vanguardia.

Se terminó la cinta.

Rubin retorció la punta de la colilla y la ahogó en el cenicero. Procurando mirar a Selivanovski, que tenía un aspecto completamente decente, dijo:

—Muy bien. Probemos. Pero, si no sospecháis de nadie, ¿cómo buscar? No vamos a grabar la voz de todos los moscotivas. ¿Con quién he de comparar la voz?

Bulbaniuk le tranquilizó:

—Pescamos a cuatro allí mismo, junto al teléfono público. Pero dudo que sean ellos. Del Ministerio de Asuntos Exteriores pudimos sacar cinco nombres posibles. No tengo en consideración, naturalmente, ni a Gromyko ni a algún otro. A estos cinco los anoté sencillamente, sin sus títulos, y no indico el cargo que ocupan, para que usted no tema acusar a quien sea.

Le tendió una corta lista sacada de su agenda. Figuraba en ella:

1. Petrov

2. Siagoviti

3. Volodin

4. Schevronok

5. Zavarzin

Rubin leyó la lista y quiso quedársela.

—¡No, no! —le previno prestamente Selivanovski—. La lista la guardará Smolosidov.

Rubin la devolvió. Esta precaución no le ofendió, le hizo gracia. Como si aquellos cinco apellidos no ardieran ya en su memoria: ¡Petrov!, ¡Siagoviti!, ¡Volodin!, ¡Schevronok!, ¡Zavarzin! Los largos trabajos lingüísticos se habían incrustado en Rubin hasta el punto que ahora, de pasada, estaba señalando el origen de los apellidos: siagoviti significaba «el que salta lejos», schevronok, «alondra».

—Propongo —dijo secamente— que se graben conversaciones telefónicas de los cinco.

—Mañana las recibirá.

—Otra cosa: al lado de cada nombre pongan la edad —Rubin reflexionó—… y enumeren qué idiomas domina cada uno.

—Sí —apoyó Selivanovski—, también lo había pensado: ¿por qué no pasó a ninguna otra lengua, a una lengua extranjera? ¿Qué clase de diplomático es ese? ¿O es por astucia?

—¡Pudo habérselo encargado a algún necio! —dijo Bulbaniuk dando una palmada en la mesa con su fofa mano.

—¿A quién confiar una cosa así?

—Lo que debemos saber cuanto antes —opinó Bulbaniuk— es si hay o no un criminal entre estos cinco. Si no lo hay, tomaremos a otros cinco, ¡a otros veinticinco!

Rubin escuchó lo dicho y señaló el magnetófono con la cabeza:

—Necesitaré tener continuamente esta cinta desde hoy mismo.

—La tendrá el teniente Smolosidov. Se proporcionará a los dos una habitación aparte en el sector de secretos de Estado.

—Ya la están preparando.

La experiencia de funcionario enseñó a Rubin a evitar la peligrosa frase «¿para cuándo?», así tampoco le formularían a él semejante pregunta. Sabía que había trabajo para una y para dos semanas, y si se proponía dilatarlo aquello prometía durar varios meses, pero si preguntaba a los jefes: «¿Para cuándo lo necesitan?», le dirían: «Para mañana por la mañana». Se informó:

—¿Con quién puedo hablar de este trabajo?

Selivanovski cambió una mirada con Bulbaniuk y respondió:

—Sólo con el comandante Reutmann. Con Fomá Guriánovich. Y con el propio ministro.

Bulbaniuk preguntó:

—¿Recuerda todo cuanto le he prevenido? ¿Se lo repito?

Rubin se levantó sin pedir permiso y miró con los ojos entornados al general como quien mira algo diminuto.

—Debo irme a pensar —dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Nadie replicó.

Rubin salió del despacho con el rostro sombrío, pasó junto al ordenanza externo de servicio en el instituto, y sin ver a nadie empezó a bajar por la escalera siguiendo las alfombras rojas.

Sería preciso integrar a Gleb en este nuevo grupo. ¿Cómo trabajar sin nadie con quien aconsejarse? La tarea prometía ser muy difícil. El estudio de las voces, el que estaban llevando a cabo, no había hecho sino empezar. Estaban en la primera clasificación. En los primeros términos.

La pasión del investigador había prendido en él.

En esencia, era una ciencia nueva: encontrar a un criminal por las huellas de su voz.

Hasta entonces los encontraban por las huellas de sus dedos. La ciencia se llamaba dactiloscopia, el examen de los dedos. Se había ido formando a través de los siglos.

La nueva ciencia se podría llamar fono-observación (así la llamaría Sologdin), fonoscopia. Y habría que crearla en unos cuantos días.

Petrov. Siagoviti. Volodin. Schevronok, Zavarzin.