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Se había averiado el motor del cuervo que tenía la orden de llevar a los presos a la entrevista y, con las llamadas telefónicas para pedir instrucciones, se produjo un retraso. Alrededor de las once llamaron a Gleb Nerzhin en el laboratorio de acústica, y, cuando llegó al «cacheo», los otros seis presos que iban a la entrevista ya estaban allí. Estaban terminando el registro de algunos de ellos, otros ya lo habían pasado y esperaban con el cuerpo en diferentes posturas: quién con el pecho apoyado en la gran mesa, quién paseando por la estancia fuera de la raya de cacheo. Sobre esta misma raya, junto a la pared, estaba el teniente coronel Klimentiev, acicalado, erecto, liso, como un militar de carrera en una revista. Sus densos y negros bigotes, y su cabeza morena, olían fuertemente a agua de colonia.

Tenía las manos en la espalda y parecía absolutamente indiferente, pero en realidad su presencia obligaba a los celadores a cachear a conciencia.

En la línea de cacheo, uno de los celadores más quisquillosos, Krasnogubenki, acogió a Nerzhin con los brazos extendidos y le preguntó acto seguido:

—¿Qué hay en los bolsillos?

Hacía tiempo que Nerzhin había abandonado aquel obsequioso afán que ponen de manifiesto los presos novatos ante los celadores y la escolta. No se tomó el trabajo de responder ni se dispuso a volver del revés los bolsillos de aquel traje de cheviot al que no estaba acostumbrado. Puso un matiz soñoliento en la mirada que dirigía a Krasnogubenki y apartó ligeramente las manos de los costados ofreciéndole la posibilidad de adentrarse en sus bolsillos. Después de cinco años de cárcel y de muchos preparativos y cacheos semejantes, a Nerzhin ya no le parecía —como ocurre las primeras veces— que aquello fuera una burda arbitrariedad, ni que unos dedos sucios se pasearan por su corazón herido. No, nada de lo que hicieran con su cuerpo podía oscurecer la creciente luminosidad de su estado de ánimo.

Krasnogubenki abrió la pitillera, reciente regalo de Potapov, y examinó la embocadura de todos Jos cigarrillos por si había algo dentro; rebuscó entre las cerillas de la caja por si había algo debajo; comprobó el dobladillo del pañuelo, por si había algo cosido, y no descubrió ninguna cosa más en los bolsillos. Entonces, metiendo las manos entre la camiseta y la chaqueta desabrochada, tanteó todo el cuerpo de Nerzhin, lo palpó, por si había algo metido bajo la camisa, o entre la camisa y la pechera. Luego se puso en cuclillas y recorrió de arriba abajo una de las piernas de Nerzhin apretándola estrechamente con los dedos de ambas manos, y después hizo lo mismo con la otra. Cuando Krasnogubenki se agachó, Nerzhin pudo ver perfectamente a uno de los presos, un grabador-calígrafo, que paseaba nerviosamente de arriba abajo, y adivinó por qué estaba tan inquieto: el grabador había descubierto en la cárcel que era capaz de escribir novelas, y las escribía. Trataban del cautiverio alemán, de los encuentros en las celdas, de los tribunales. Había sacado de la cárcel una o dos de tales novelas a través de su mujer, pero ¿a quién podía mostrarlas? Debía también esconderlas. Y aquí tampoco podía dejarlas. Y nunca sería posible llevarse consigo ni un mal pedazo de lo escrito. Pero un vejete amigo de la familia las había leído y había comunicado al autor, a través de la esposa, que ni Chéjov mostraba a menudo una maestría tan expresiva y refinada. Esta opinión animó fuertemente al grabador.

Para la entrevista de hoy había escrito una novela a su entender magnífica. Pero en el momento del cacheo se había acobardado ante aquel mismo Krasnogubenki, y dándose la vuelta se había tragado la bola de papel de calcar donde había escrito la novela con letra microscópica. Ahora languidecía por habérsela tragado: quizás habría conseguido pasarla.

Krasnogubenki dijo a Nerzhin:

—Los zapatos. Quíteselos.

Nerzhin puso el pie sobre un taburete, se desabrochó el zapato, y con un movimiento, como si se tendiera, se lo sacudió del pie sin mirar adonde iba a parar, y puso con ello al descubierto su calcetín agujereado. Krasnogubenki recogió el zapato, lo recorrió por dentro con la mano y dobló la suela. Con la misma cara imperturbable, Nerzhin arrojó el segundo zapato y puso al descubierto el segundo calcetín agujereado. Como fuera que los calcetines tenían grandes agujeros, Krasnogubenki no sospechó que hubiera nada escondido y no exigió que se los quitara.

Nerzhin se calzó. Krasnogubenki encendió un cigarrillo.

El rostro del teniente coronel se había contraído cuando Nerzhin tiró los zapatos. Aquello era humillar intencionadamente a su celador. Si no intervenía en favor de este, los presos acabarían tomando el pelo a la administración de la cárcel. Klimentiev se arrepentía de nuevo de haberse mostrado bondadoso, y estaba casi decidido a buscar tres pies al gato para prohibir la entrevista a aquel insolente que no se avergonzaba de su situación de criminal, sino que incluso parecía recrearse con ella.

—¡Atención! —dijo severamente, y los siete presos y los siete celadores se volvieron hacia él—. ¿Conocéis las normas? No entregar nada a los parientes. No tomar nada de los parientes. Todas las entregas deben hacerse únicamente a través de mí. En las conversaciones, no hay que tratar de lo siguiente: el trabajo, las condiciones de trabajo, las condiciones de vida, el horario de la jornada, la disposición interior del centro. No mencionar ningún apellido. De uno mismo sólo es posible decir que todo va bien y que no necesita nada.

—¿De qué hemos de hablar, pues? —gritó alguien—. ¿De política?

Klimentiev no se tomó siquiera la molestia de responder a esto, tan claramente absurdo era.

—De nuestra culpa —aconsejó lúgubremente otro de los presos—. Del arrepentimiento.

—Tampoco se puede hablar del sumario, es secreto —desechó imperturbablemente Klimentiev—. Preguntad por la familia, por los hijos. Prosigo. Hay una nueva norma: a partir de la entrevista de hoy se prohíben los apretones de manos y los besos.

Nerzhin, que mostraba una indiferencia total ante el cacheo y ante las obtusas instrucciones que ya sabía cómo burlar, sintió que se le oscurecían los ojos al oír la prohibición de besar.

—Nos vemos una sola vez al año… —gritó roncamente a Klimentiev, y este se volvió satisfecho hacia él esperando que continuara soltando su alegato.

Nerzhin casi oía ya cómo Klimentiev chillaba acto seguido:

«¡Le anulo la entrevista!».

Y se quedó sin aliento.

La entrevista, que le comunicaron a última hora, sólo parecía legal a medias y nada costaría anularla…

Siempre hay un pensamiento como este que detiene a quienes podrían gritar la verdad o conseguir justicia.

Como preso antiguo, debía ser dueño de su ira.

Al no encontrar ninguna rebeldía, Klimentiev, impasible y preciso, añadió aún:

—En caso de besos, apretones de mano o alguna otra infracción, la entrevista cesará inmediatamente.

—¡Pero mi esposa no lo sabe! ¡Ella me besará! —manifestó impetuosamente el grabador.

—¡Los parientes serán igualmente avisados! —había previsto Klimentiev.

—¡Nunca había habido esta norma!

—Pues ahora la hay.

(¡Estúpidos! Y estúpida su indignación. ¡Como si la norma la hubiera inventado él y no procediera de unas instrucciones recientes!).

—¿Cuánto durará la entrevista?

—Y, si viene mi madre, ¿no dejarán pasar a mi madre?

—La entrevista es de treinta minutos. Sólo dejaré pasar al que figure en la convocatoria.

—¿Y mi hija de cinco años?

—Hasta los quince años, los niños pasan con los adultos.

—¿Y los de dieciséis?

—No los dejamos pasar. ¿Más preguntas? Iniciemos el embarque. ¡A la salida!

¡Sorpresa! No los llevaban en un cuervo como en los últimos tiempos, sino en un autobús urbano azul de reducidas dimensiones.

El microbús estaba aparcado ante la puerta de Dirección. Los tres carceleros, unos tipos nuevos, vestidos de paisano con sombreros flexibles y las manos en los bolsillos (llevaban allí las pistolas), fueron los primeros en entrar en el vehículo, donde ocuparon tres esquinas. Dos de ellos tenían aspecto de boxeadores retirados o de gangsters. Los abrigos que llevaban eran muy buenos.

La escarcha matinal se iba fundiendo. No había helada ni deshielo.

Los siete presos subieron al autobús por la única puerta, la anterior, y tomaron asiento.

Subieron cuatro carceleros uniformados.

El chófer cerró la portezuela de golpe y puso el motor en marcha.

El teniente coronel Klimentiev subió a un automóvil.