Nadie sentía deseos de trabajar en domingo, tampoco los externos. Iban al trabajo con desgana, sin las habituales apreturas en los tranvías, y buscaban la manera de pasar el rato hasta las seis de la tarde.
Pero aquel domingo resultó más desasosegado que un día laborable. Alrededor de las diez de la mañana se acercaron a la puerta principal tres automóviles muy largos y muy aerodinámicos. Los vigilantes del puesto de guardia saludaron con la mano en la visera. Los automóviles dejaron atrás la puerta de entrada, y después al portero pelirrojo Spiridón, que los miraba con los ojos entornados y la escoba en la mano, y rodaron por el sendero de grava, limpio de nieve, hasta la entrada principal del Instituto. De los tres coches empezaron a bajar oficiales de alta graduación, brillantes con el oro de sus galones, y sin demora alguna, sin esperar siquiera que salieran a recibirlos, subieron inmediatamente al segundo piso, al despacho de Yákonov. Nadie tuvo tiempo de examinarlos como es debido. En algunos laboratorios corrió el rumor de que había llegado el propio ministro Abakumov en compañía de ocho generales. En otros laboratorios continuaron tranquilamente sentados sin tener conocimiento de la tempestad que se avecinaba.
La verdad estaba a la mitad: sólo había llegado el viceministro, Selivanovski, acompañado de cuatro generales.
Pero ocurrió algo inaudito: el ingeniero coronel Yákonov todavía no estaba en su puesto. Mientras el asustado ordenanza de servicio (después de cerrar ágilmente el cajón de la mesa, donde guardaba la novela policíaca que leía disimuladamente) llamaba a Yákonov a su casa e informaba después al viceministro que el coronel Yákonov estaba acostado en su domicilio, víctima de un serio ataque, pero que ya se vestía y venía, el adjunto de Yákonov, el comandante Reutmann, flaco, de talle ceñido, salió rápidamente del laboratorio de acústica arreglándose el incómodo correaje y tropezando en las alfombras (era muy miope). Y se presentó a los jefes. No sólo se apresuró porque así lo disponía el reglamento, sino también para poder defender los intereses de la oposición interna del instituto que él acaudillaba: Yákonov siempre lo marginaba en las conversaciones con las altas autoridades. Reutmann se había enterado ya de algunos detalles de la llamada nocturna que exigió la presencia de Prianchikov, y se apresuró a corregir la situación persuadiendo a la alta comisión de que el estado del Vocoder no era tan desesperado como, por ejemplo, el del clipado. Pese a sus treinta años de edad, Reutmann había sido laureado ya con el Premio Stalin, y metía impávido a su laboratorio en el torbellino de las tribulaciones estatales.
Le escuchaba una decena de los recién llegados, dos de los cuales entendían un poco la esencia técnica del asunto, los demás no hacían sino darse tono. No obstante, llamado por Oskolupov, el amarillento Mamurin consiguió llegar enseguida tras Reutmann y, tartamudeando de rabia, se puso a defender el clipado, que ya casi estaba preparado para salir a la luz. Poco después llegó también Yákonov, con los ojos hundidos, oscurecidos, y la cara blanca, casi azul. Se dejó caer en una silla junto a la pared. La conversación se fraccionó, se lio, y pronto no quedó nadie que comprendiera cómo sacar del apuro aquella empresa perdida.
Y tuvo que darse también la desgracia de que el corazón del instituto y la conciencia del instituto —el oper, camarada Shikin, y el secretario de la organización del partido, camarada Stepánov— se hubieran permitido aquel domingo la debilidad perfectamente natural de no acudir al servicio ni encabezar el colectivo que dirigían los días laborables. (Acción muy disculpable porque, como se sabe, cuando se plantea correctamente el trabajo de explicación y organización de masas ya no es absolutamente necesario que los jefes estén personalmente presentes en el proceso del trabajo). La alarma, y la conciencia de tener una responsabilidad inesperada, se apoderaron del ordenanza de servicio en el Instituto. Arriesgándose personalmente, abandonó los teléfonos y fue corriendo a los laboratorios, a comunicar en voz baja a los jefes de estos la llegada de aquellos visitantes extraordinarios, para que así pudieran duplicar su atención. Estaba tan agitado, y tenía tanta prisa por volver a sus teléfonos, que no concedió importancia a la puerta cerrada del laboratorio de diseños, ni consiguió llegar al Laboratorio del Vacío, donde prestaba servicio Clara Makaryguin sin que hubiera ningún externo más aquel día.
A su vez, los jefes de laboratorio, aunque no comunicaron nada en voz alta —era imposible pedir públicamente que se adoptara una actitud laboriosa debido a la visita de unas autoridades—, recorrieron todas las mesas y con un susurro avergonzado previnieron a todos y a cada uno.
Así pues, todo el instituto estaba a la espera de las autoridades. Después de discutirlo, una parte de los jefes se quedó en el despacho de Yákonov, otra parte fue al Número 7, y sólo Selivanovski y Reutmann bajaron al laboratorio de acústica: para librarse de esta nueva preocupación, Yákonov había recomendado el laboratorio de acústica como base cómoda para llevar a cabo el encargo de Riumin.
—¿De qué modo piensa descubrir a este hombre? —preguntó Selivanovski a Reutmann por el camino.
Reutmann no podía pensar nada, pues sólo hacía cinco minutos que se había enterado del encargo: lo había pensado Oskolupov por él la noche pasada, cuando aceptó aquel trabajo sin reflexionar. Pero también Reutmann había conseguido reflexionar un poco en cinco minutos.
—Verá usted —dijo llamando al viceministro por el nombre y el patronímico sin ningún género de obsequiosidad—, tenemos en efecto un aparato de lenguaje visible, el VIR, que imprime las llamadas fonografías, y hay un hombre que lee estas fonografías, cierto Rubin.
—¿Un preso?
—Sí. Profesor de filología. Últimamente lo tengo ocupado buscando en las fonografías las peculiaridades individuales del lenguaje. Espero que transformando esta conversación telefónica en fonografías, y comparando estas con las de los sospechosos…
—Hum… Habrá que ponerse de acuerdo con Abakumov respecto a este filólogo —meneó la cabeza Selivanovski.
—¿En el sentido de lo confidencial del asunto?
—Sí.
Entretanto, en el laboratorio de acústica, aunque todos conocían la llegada de los jefes, no podían superar la dolorosa inercia de la ociosidad, y por ello fingían, revolvían perezosamente los cajones de las lámparas de radio, examinaban los esquemas de las revistas o bostezaban de cara a la ventana. Las muchachas contratadas se habían agrupado para murmurar sus cotilleos. El ayudante de Reutmann las dispersó. Por suerte para ella, Símochka no estaba en el trabajo, libraba para compensar un día trabajado de más, evitándose así el tormento de ver a Nerzhin engalanado y radiante a la espera de entrevistarse con una mujer que tenía sobre él más derechos que Símochka.
Nerzhin se sentía como un homenajeado, era la tercera vez que entraba en el laboratorio de acústica sin necesidad, sencillamente por el nerviosismo de la espera de un cuervo que se retrasaba excesivamente. No tomó asiento en su sitio sino en el alféizar de la ventana, donde chupaba con placer un cigarrillo y escuchaba a Rubin. Este, que no había encontrado en el profesor Chelnov un digno oyente de su balada sobre Moisés, ahora la recitaba para Gleb con sosegado ardor. Rubin no era poeta, pero a veces componía versos tiernos, inteligentes. Recientemente, Gleb le había hecho grandes elogios por su amplitud de miras en un bosquejo poético de Aliosha Karamázov, que simultáneamente defendía a Perekop[22] vestido de oficial y conquistaba Perekop vestido de soldado rojo. En aquel momento, Rubin sentía grandes deseos de que Gleb valorase la balada de Moisés, y llegara también a la conclusión de que esperar y tener fe durante cuarenta años era algo sensato, necesario e indispensable.
Rubin no podía existir sin los amigos, se ahogaba cuando le faltaban. La soledad era para él insoportable hasta el punto que ni siquiera permitía que sus ideas madurasen únicamente en su cabeza, de modo que apenas encontraba media idea corría a compartirla. Toda su vida había sido rico en amigos, pero en la cárcel se daba el caso de que sus amigos no eran sus correligionarios, y sus correligionarios no eran sus amigos.
Así pues, en el laboratorio de acústica nadie se ocupaba todavía de trabajar, sólo Prianchikov, invariablemente jovial y activo, superado ya el recuerdo del Moscú nocturno y de su loca salida, elaboraba una nueva mejora de su esquema canturreando:
Bendzi-bendzi-bendzi-ba-ar…
Bendzi-bendzi-bendzi-ba-ar…
Y en aquel momento entraron Selivanovski y Reutmann. Reutmann continuaba hablando:
—En estas fonografías el lenguaje se desarrolla instantáneamente en tres dimensiones: por la frecuencia, a través de la cinta; por el tiempo, a lo largo de la cinta; por la amplitud, según el espesor del dibujo. Además, cada sonido se perfila de una forma tan singular y original que es fácil de reconocer, e incluso se puede leer todo lo que se dice a lo largo de la cinta. Mire… —condujo a Selivanovski al fondo del laboratorio—… el aparato VTR construido en nuestro laboratorio —Reutmann había olvidado que el aparato era un plagio de una revista americana—, y aquí… —con toda precaución hizo que el viceministro girara hacia la ventana— el doctor en ciencias filológicas Rubin, el único hombre de la Unión Soviética que lee el lenguaje visible. (Rubin se levantó y se inclinó en silencio).
Pero cuando, en la puerta, Reutmann había pronunciado la palabra «fonografías», Rubin y Nerzhin se habían estremecido: su trabajo, del que hasta ahora en gran parte se burlaban, emergía a este bendito mundo. En los cuarenta y cinco segundos que empleó Reutmann para conducir a Selivanovski hasta Rubin, tanto este como Nerzhin comprendieron, con la agudeza y rapidez propia sólo de los presos, que iba a producirse una demostración: Rubin leería las fonografías, y la frase sólo podía pronunciarla ante el micrófono uno de los «locutores-patrón», y Nerzhin era el único que había en la sala. Del mismo modo se dieron perfecta cuenta de que, aunque Rubin leía efectivamente las fonografías, podía meter la pata en el examen, y meter la pata era impermisible, significaría caer rodando de la sharashka al infierno del campo de concentración.
De todo esto no se dijeron una palabra, sólo se miraron el uno al otro con aire significativo.
Y Rubin murmuró:
—Si eres tú, y la frase es de tu elección, di: «Las fonografías permiten al sordo hablar por teléfono».
Nerzhin, por su parte, murmuró:
—Si la frase es suya, adivínala por los sonidos. Si me aliso los cabellos, has acertado, si me arreglo la corbata, has fallado.
Y fue entonces cuando Rubin se levantó y se inclinó en silencio.
Con la voz entrecortada, de disculpa, que aun oyéndola de espaldas se podía atribuir sólo a un intelectual, Reutmann continuó diciendo:
—Ahora, Lev Grigórich nos hará una demostración de su arte. A ver, uno de los locutores… por ejemplo, Gleb Vikéntich… pronunciará alguna frase ante el micrófono de la cabina acústica, el VIR la grabará y Lev Grigórich intentará descifrarla.
De pie, a un paso del viceministro, Nerzhin clavó en él una insolente mirada de presidiario:
—¿Inventará usted la frase? —preguntó severamente.
—No, no —respondió cortésmente Selivanovski desviando los ojos—, componga alguna usted mismo desde allí.
Nerzhin se sometió, tomó una hoja de papel, reflexionó un momento, y luego con aire inspirado escribió la frase. En medio del silencio general se la entregó a Selivanovski de manera que nadie pudiera leerla, ni siquiera Reutmann.
«Las fonografías permiten al sordo hablar por teléfono».
—¿Es realmente así? —se sorprendió Selivanovski.
—Sí.
—Léalo, por favor.
El VIR empezó a zumbar. Nerzhin fue a la cabina (¡ah, qué aspecto tan bochornoso el de la arpillera que la revestía! ¡Esa sempiterna carestía de materiales en el almacén!), y se encerró impenetrablemente en ella. Se oyó el ruido de los mecanismos. Una cinta húmeda de dos metros, garabateada con multitud de franjas de tinta y de sucias manchas, se depositó sobre la mesa de Rubin.
Todo el laboratorio había dejado de «trabajar» y miraba con tensa atención. Reutmann estaba visiblemente inquieto. Nerzhin había salido de la cabina y observaba de lejos a Rubin con indiferencia. Todos estaban de pie alrededor de Rubin, y Rubin, el único que permanecía sentado, les iluminaba con el brillo de su calva. Respetando la impaciencia de los presentes, no hizo un secreto de su arte mágico, y acto seguido señalizó la cinta húmeda con un lápiz rojo-azul, mal afilado como siempre.
—Como verán, hay ciertos sonidos que se pueden descubrir sin el más mínimo trabajo, por ejemplo, las vocales acentuadas o sonoras. En la segunda palabra se ve con precisión que hay dos r§. En la primera palabra el sonido acentuado de una «i» precedida de una «v» débil, pues en esta posición no podría ser fuerte. Un poco antes tenemos la forma «a», pero hay que recordar que en la primera sílaba antes de la acentuada también la «o» se pronuncia como «a». En cambio la «u» conserva su peculiaridad incluso alejada del acento, y es característica suya una franja de baja frecuencia. El tercer sonido de la primera palabra es indiscutiblemente una «u». Tras ella viene una sorda explosiva, lo más probable una «k», de modo que tenemos: «ukovi» o bien «ukavi». Pero la «v» fuerte se distingue notablemente de la débil, y no tiene franjas por encima de los dos mil trescientos herzios. «Vukovi…». Luego, una sonora explosiva fuerte y al final una vocal reducida, cosa que puedo interpretar como «dy». Por lo tanto «vukovidy». Queda por adivinar el primer sonido, que está borroso y podría tomar por una «s» si el contexto no me sugiriera que se trata de una «z». ¡Así, pues, la primera palabra es «zvukovidy» (fonografías)! Prosigamos. En la segunda palabra, como ya he dicho, hay dos «r», y quizá la terminación verbal típica «ayet», aunque tratándose de un plural sería «ayut». Evidentemente «pazryvayut», «pazreshayut»… Voy a precisarlo, enseguida… Antonina Valeriánovna, ¿ha cogido usted mi lupa? ¿Puedo pedírsela por un momento?
No necesitaba en absoluto una lupa, pues el VIR daba una anotación de lo más amplia, pero se hacía, en expresión presidiaría, «para aparentar», y Nerzhin se reía en su fuero interno mientras con aire distraído se iba alisando sus más que lisos cabellos. Rubin le miró de pasada y tomó la lupa que le ofrecían. La tensión general iba creciendo, tanto más porque nadie sabía si Rubin lo adivinaba acertadamente. Selivanovski murmuraba impresionado:
—Sorprendente… Sorprendente…
Nadie advirtió que el teniente Shustermann entraba de puntillas en la sala. No tenía derecho a entrar allí, por eso se mantenía apartado. Shustermann hizo una seña a Nerzhin para que fuera cuanto antes, pero no salió con él, buscaba el momento oportuno de llamar a Rubin. Lo necesitaba para obligarle a ir al dormitorio a rehacer la cama y dejarla como es debido. No era la primera vez que sacaba de sus casillas a Rubin con estos repetidos arreglos.
Mientras, Rubin ya había descubierto la palabra «sordos» y empezaba a adivinar el cuarto vocablo. Reutmann estaba radiante, no sólo porque compartía el triunfo, sino porque se alegraba sinceramente de cualquier éxito en el trabajo. Y entonces Rubin levantó casualmente los ojos y tropezó con la mirada ceñuda de Shustermann.
Y le obsequió con una maliciosa mirada de respuesta: «¡Arréglala tú!».
—Las últimas palabras, «por teléfono», es una combinación tan frecuente en nuestro país que ya me he acostumbrado a ella, la veo enseguida. Eso es todo.
—¡Impresionante! —repitió Selivanovski—. Disculpe, ¿cuál es su nombre y apellido?
—Lev Grigórich.
—Bien, Lev Grigórich, ¿puede distinguir con las fonografías las peculiaridades individuales de las voces?
—Nosotros lo llamamos la variante individual del lenguaje. ¡Sí! En este momento es precisamente el objeto de nuestra investigación.
—¡Formidable! Creo que tengo una tarea in-te-re-san-te para usted.
Shustermann se marchó de puntillas.