Siempre dominado por la misma excitación, Sologdin abrió con excesiva energía la puerta de la sala de diseños y entró en ella. Pero en lugar de la mucha gente que esperaba encontrar en la gran sala, siempre llena con el zumbido de las voces, vio solamente una gruesa figura de mujer junto a la ventana.
—¿Está sola, Larisa Nikolavna? —se sorprendió Sologdin atravesando la sala con paso rápido.
Larisa Nikoláyevna Yemina, copista, dama de unos treinta años, volvió la cabeza desde la ventana, donde tenía su mesa de dibujo, y sonrió por encima del hombro a Sologdin, que se acercaba.
—¿Dmitri Alexándrovich? Ya pensaba que me iba a pasar el día aquí sola aburriéndome.
Sologdin recorrió con la mirada la exuberante figura de la mujer, ataviada con un vestido de lana color verde vivo —falda de punto, blusa de punto— y se dirigió con paso decidido a su mesa, sin responder. Acto seguido, sin sentarse todavía, trazó un palote en una hoja de papel rosa algo apartado, y después, casi de espaldas a Yemina, fijó el croquis que traía en la mesa Kuhlmann, articulada e inclinada.
La sala de diseños, una estancia clara y espaciosa del segundo piso, con grandes ventanales al sur, disponía, además de las mesas de oficina corrientes, de una decena de esos Kuhlmann, fijados a veces casi verticalmente, a veces de forma inclinada, o bien completamente horizontales. El Kuhlmann de Sologdin estaba junto a la ventana del extremo, en la que se sentaba Yemina, fijado perpendicularmente y desplegado de manera que separara a Sologdin del jefe de la sala y de la puerta de entrada, y que los esquemas allí pegados recibieran el chorro de luz diurna.
Finálmente, Sologdin preguntó con sequedad:
—¿Por qué no hay nadie?
—Eso quería preguntarle a usted —oyó la cantarína respuesta.
Volviendo únicamente la cabeza hacia ella con rápido movimiento, dijo en son de burla:
—Lo único que puede saber por mí es dónde están los cuatro parias, los pre–sos, los pre-sos que trabajan en esta sala. Con mucho gusto. Uno ha sido llamado a una entrevista, Hugo Leonárdovich celebra la Navidad letona, yo estoy aquí, e Iván Ivánovich ha pedido permiso para zurcir sus calcetines. Pero yo, a mi vez, quisiera saber dónde están los dieciséis externos libres, es decir, unos camaradas considerablemente más responsables que nosotros.
Estaba de perfil con respecto a Yemina, y ella podía ver perfectamente su sonrisa de condescendencia entre sus pequeños y cuidados bigotes y su cuidada barbita francesa.
—¿Cómo? ¿No sabe que nuestro comandante se puso ayer de acuerdo con Antón Nikoláich y hoy es día festivo para la sala de diseños?
Y yo, como hecho aposta, estoy de servicio…
—¿Festivo? —frunció el ceño Sologdin—. ¿Con qué motivo?
—¿Cómo que con qué motivo? Por ser domingo.
—¿Desde cuándo aquí un domingo nos sale de pronto festivo?
—El comandante dijo que ahora no teníamos un trabajo urgente.
Sologdin se volvió bruscamente hacia Yemina.
—¿Que nosotros no tenemos un trabajo urgente? —exclamó casi airadamente—. ¡No está mal! ¡No tenemos un trabajo urgente! —un movimiento de impaciencia se deslizó por los labios rosados de Sologdin—. ¿Quiere que haga que a partir de mañana estéis los dieciséis sentados aquí copiando día y noche? ¿Lo quiere?
Las palabras «los dieciséis» casi las gritó con rabia.
Pese a la espantosa perspectiva de copiar día y noche, Yemina conservó una calma muy adecuada a su tranquila belleza entrada en carnes. Hoy ni siquiera había levantado el calco que cubría su mesa de trabajo ligeramente inclinada, de modo que sobre el calco estaba todavía la llave que utilizaba para abrir la sala. Acodada cómodamente sobre la mesa (su tensa manga de punto reproducía en extremo la plenitud de su antebrazo), y balanceándose de manera apenas perceptible, Yemina miró a Sologdin con sus ojos grandes y afectuosos:
—¡Dios nos libre! ¿Sería capaz de semejante maldad?
Mirándola fríamente, Sologdin preguntó:
—¿Por qué utiliza la palabra «Dios»? ¿No es usted la esposa de un chequista?
—¿Qué importancia tiene? —se asombró Yemina—. También hacemos bizcochos por Pascua. ¿Qué hay de raro?
—¡¿Biz-co-chos?!
—¡Y qué!
Sologdin miró desde arriba a Yemina, que estaba sentada. El verde de su traje de punto era vivo, provocativo. Tanto la falda como la parte superior del vestido denunciaban la abundancia de carnes al amoldarse al cuerpo. El vestido estaba desabrochado sobre el pecho, y el cuello de su ligera blusa blanca cabalgaba encima.
Sologdin hizo un palote en la hoja rosa y dijo con hostilidad:
—Pero, según dicen, su marido es teniente coronel del MVD, ¿verdad?
—¡Eso, mi marido! ¿Y mamá y yo, qué? ¡Somos mujeres! —mostró Yemina una sonrisa apaciguadora. Sus gruesas trenzas rubias le rodeaban la cabeza como una majestuosa corona. Al sonreír parecía efectivamente una mujer campesina, pero de las interpretadas por Emma Tsesarskaya[20].
Sologdin no replicó más, se sentó de lado ante su mesa, de modo que no viera a Yemina, y empezó a examinar, con los ojos entornados, el esquema clavado en el tablero. Se sentía cubierto con las flores del triunfo, que parecían mantenerse aún sobre sus hombros y sobre su pecho, y no deseaba destruir este estado de ánimo.
Algún día, ciertamente, debería empezar la auténtica Gran Vida.
Precisamente ahora.
El cénit del arco…
Aunque notaba una especie de duda atascada…
Era la siguiente. La insensibilidad ante los impulsos de la energía incompleta y la suficiencia de los momentos de giro estaban asegurados, así lo adivinaba Sologdin con su instinto interno, aunque sería necesario, naturalmente, contar siempre los signos de dos en dos. Pero la última observación de Chelnov acerca del caos fijo le inquietaba. No indicaba un defecto en su trabajo, sino una diferencia entre este trabajo y el ideal. Al mismo tiempo, presentía vagamente que en alguna parte de su trabajo había un inacabado «último centímetro» que no había presentido Chelnov ni percibido él mismo. Ahora, en la calma dominical que afortunadamente se había creado, era importante determinar en qué consistía y proceder a terminarlo. Sólo después de esto podría descubir su trabajo a Antón y empezar a agujerear con él sus muros de cemento.
Por ello, acometió ahora el esfuerzo de desconectarse de los pensamientos de Yemina y mantenerse dentro del círculo de ideas creadas por el profesor Chelnov. Hacía ya medio año que Yemina se sentaba a su lado, pero nunca habían tenido ocasión de charlar largamente. Nunca se había dado el caso de que se quedaran a solas, como hoy. A veces, Sologdin se burlaba un poco de ella cuando, planificadamente, se permitía cinco minutos de descanso. Por su posición laboral era una copista a sus órdenes, pero por su posición social era una dama de las capas del poder. Y la relación digna y natural que podía haber entre ellos debía ser la hostilidad.
Sologdin miraba el esquema, Yemina, siempre balanceándose ligeramente sobre el codo, le miraba a él. Y de pronto sonó la pregunta:
—¡Dmitri Alexándrovich! ¿Y a usted? ¿Quién le zurce a usted los calcetines?
Las cejas de Sologdin se levantaron. Ni siquiera comprendía la pregunta.
—¿Los calcetines? —continuó mirando el esquema—. Ah, ah. Iván Ivánovich lleva calcetines porque todavía es un novato. No hace ni tres años que está preso. Los calcetines son un eructo del llamado… —se atragantó al verse obligado a usar una palabra «ornitológica»— del capitalismo. Yo, simplemente, no llevo —y puso un palote en una hoja blanca.
—Pero, entonces… ¿qué lleva usted?
—Está usted franqueando los límites de la decencia, Larisa Nikolavna —Sologdin no pudo impedir una sonrisa—. Yo llevo el orgullo de nuestro calcetín ruso: portiankí[21].
Pronunció esta palabra saboreándola y, en parte, encontrando ya gusto en la conversación. Sus bruscos cambios de la severidad a la burla siempre asustaban y divertían a Yemina.
—¿Pero no los llevan… los soldados?
—Además de los soldados, los llevan otros dos estamentos: los presos y los campesinos.
—Pero luego también habrá que… lavarlos, remendarlos, ¿no es así?
—¡Se equivoca! ¿Quién lava hoy en día los portiankí? Se llevan simplemente un año, sin lavarlos, y luego se tiran y se reciben otros nuevos de la superioridad.
—¿Es posible? ¿En serio? —Yemina le miraba casi asustada.
Sologdin soltó una carcajada jovial y despreocupada.
—En todo caso, es mi estilo. Además, ¿con qué dinero voy a comprarme yo unos calcetines? Usted, por ejemplo, que es «trazadora-sobre-transparentes» del MGB, ¿cuánto cobra cada mes?
—Mil quinientos.
—¡Cla-ro! —exclamó Sologdin triunfante—. ¡Mil quinientos! ¡Pero yo, que soy «creador» —en la Lengua de la Claridad Máxima, eso significaba «ingeniero»—, cobro treinta rublos! ¿Dan para mucho? ¿Para calcetines?
Los ojos de Sologdin brillaron con alegría. No tenía nada que ver con Yemina, pero la mujer se había puesto como una grana.
El marido de Larisa Nikoláyevna era una foca. Desde hacía tiempo, la familia se había convertido para él en un blando almohadón, y él era para su esposa un elemento más del piso. Al llegar del trabajo comía largo rato con gran satisfacción, luego dormía. Más tarde, al despertar, leía los periódicos y ponía la radio (iba vendiendo todos sus receptores y comprando otros de nueva marca). Sólo los partidos de fútbol —dado el género de su trabajo, era hincha del Dinamo— provocaban su excitación e incluso su pasión. En todo lo demás era apagado y monótono.
Y en cuanto a los demás hombres de su ambiente, en sus momentos de ocio preferían hablar de sus méritos y de sus condecoraciones, o jugar a las cartas, o beber hasta ponerse púrpura, y ya borrachos meterse con ella y manosearla.
Sologdin había puesto de nuevo los ojos en su esquema. Larisa Nikoláyevna continuaba observando su cara sin apartar la mirada, contemplando una y otra vez sus bigotes, su barbita, sus labios jugosos.
Le entraban ganas de pincharse con aquella barba, de frotarse contra ella.
—¡Dmitri Alexándrovich! —volvió a romper ella el silencio—. ¿Le estoy estorbando mucho?
—Un poquito… —respondió Sologdin. Los últimos centímetros exigían una inquebrantable profundización del pensamiento. Y la vecina le estorbaba. Sologdin dejó el esquema por el momento, se volvió hacia la mesa, y por lo tanto hacia Yemina, y empezó a examinar papeles sin importancia.
Podía oírse el fino tic-tac del reloj en la muñeca de la mujer.
Pasó por el corredor un grupo de personas conversando a media voz. En la puerta vecina, la del Número 7, sonó la voz algo ceceante de Mamurin: «Bueno, ¿para cuándo el transformador?», y el grito irritado de Markushev: «¡No debí habérselo dado, Yákov Ivánich!».
Larisa Nikoláyevna puso los brazos sobre la mesa, los cruzó y clavó en ellos su mentón. Miraba lánguidamente a Sologdin desde abajo.
Y él leía.
—¡Cada día! ¡Cada hora! —susurró casi Yemina con veneración—. ¡Estar en la cárcel y trabajar de este modo! ¡Usted es un hombre extraordinario, Dmitri Alexándrovich!
Ante esta observación, Sologdin levantó inmediatamente la cabeza.
—¿Y qué importa que sea en la cárcel, Larisa Nikolavna? Entré en la cárcel a los veinticinco años, y dicen que saldré a los cuarenta y dos. Pero no lo creo. Necesariamente me añadirán más años. Y la mejor parte de mi vida, la flor de mis fuerzas jóvenes, discurrirá en los campos de concentración. No hay que someterse a las circunstancias externas, es humillante.
—¡Usted lo tiene todo sistematizado!
—¿Qué diferencia hay entre la libertad y la cárcel? El hombre debe cultivar en su persona una voluntad irreductible al servicio de la razón. Siete de mis años de campo de concentración los pasé alimentándome sólo de rancho, mi trabajo mental se desarrollaba sin azúcar ni fósforo. Si yo le contara…
¿Quién podría comprenderlo sin haberlo vivido?
La cárcel judicial, en el interior del campo, estaba excavada en una colina. El «compadre» (el oper), el teniente Kamyshan, hacía once meses que amenazaba a Sologdin con una segunda condena, con otros diez años. Solía pegar en los labios con el bastón, para que se cayeran los dientes ensangrentados. Si llegaba al campo a caballo (montaba muy bien), aquel día pegaba con el mango de la fusta.
Estaban en guerra. Ni los que estaban libres tenían nada para comer. ¿Y los del campo de concentración? ¿Y los de la Prisión de la Colina?
Sologdin no firmó nada, aleccionado por el primer juicio. Pero de todos modos le cayeron los diez años previstos. De la audiencia lo llevaron directamente al hospital. Se moría. Su cuerpo, condenado a descomponerse, no aceptaba ni pan, ni papillas, ni rancho.
Hubo un día en que lo arrojaron sobre unas parihuelas y lo llevaron al depósito de cadáveres, a que le destrozaran el cráneo con una gran maza de madera antes de transportarlo al cementerio. Pero él se movió…
—¡Cuéntemelo!
—¡No, Larisa Nikolavna! ¡Es decididamente imposible describirlo! —aseguró ahora Sologdin alegremente, frívolamente.
¡De allí! ¡Había salido de allí! ¡Oh, fuerza renovadora de la vida! ¡Y después de años de privación de libertad, después de años de trabajo, había conseguido levantar el vuelo! ¡Y de qué manera!
—¡Cuéntemelo! —porfió la bien cebada mujer que continuaba mirándole desde abajo, desde sus brazos cruzados.
Quizás había una sola cosa que ella era capaz de comprender: que en aquella historia andaba mezclada una mujer. La decisión de Kamyshan se precipitó por los celos que sentía de Sologdin y de una enfermera, también presa. Y no eran celos vanos. Todavía hoy recordaba Sologdin a la enfermera con tan claro agradecimiento corporal que, en parte, ni siquiera lamentaba que le hubieran impuesto otra condena por culpa de aquella mujer.
Había también cierto parecido entre aquella enfermera y esta copista: ambas eran opulentas. Para Sologdin, las mujeres pequeñas y flacas eran unos monstruos, un error de la naturaleza.
Con el dedo índice, de piel muy pulcra, de uña redondeada, carmesí por la manicura, Yemina alisaba sin objeto y sin éxito la arrugada esquina del calco extendido. Casi apoyaba por completo la cabeza en los brazos cruzados, de modo que presentaba a Sologdin la empinada corona de sus poderosas trenzas.
—He cometido una falta con usted, Dmitri Alexándrovich…
—¿Por qué?
—Un día estaba junto a su mesa, bajé los ojos y vi que escribía una carta… Bueno, ya sabe, suele suceder, fue completamente casual… Y en otra ocasión…
—¿… volvió a mirar de reojo por pura casualidad…?
—Y vi que de nuevo escribía una carta, y parecía la misma…
—¡Ah! ¿Incluso distinguió que se trataba de la misma? ¿Y la tercera vez? ¿Hubo una tercera vez?
—La hubo…
—Bieen… Si esto continúa así, Larisa Nikolavna, me veré obligado a prescindir de sus servicios como «trazadora-sobre-transparentes». Y será una lástima, porque no dibuja usted nada mal.
—¡Pero hace mucho tiempo de eso! Desde entonces no ha vuelto a escribir.
—Sin embargo, lo denunciaría inmediatamente al comandante Shikinida, ¿verdad?
—¿Por qué Shikinida?
—Bueno, Shikin. ¿Lo denunció?
—¿Cómo puede pensar esto?
—No hay nada que pensar. ¿No le encargó el comandante Shikinida que espiara mis acciones, mis palabras y hasta mis pensamientos? —Sologdin tomó un lápiz y trazó un palote en la hoja blanca—. ¿Se lo encargó? ¡Dígalo honestamente!
—Sí… me lo encargó…
—¿Y cuántas denuncias ha escrito usted?
—¡Dmitri Alexándrovich! ¡Por el contrario, he descrito sus mejores características!
—Hum… Bueno, de momento lo creeremos. Pero mi aviso continúa en vigor. Evidentemente, es un caso inocente de pura curiosidad femenina. Satisfaré esta curiosidad. Fue en setiembre. Cinco días seguidos, y no tres, estuve escribiendo una carta a mi esposa.
—Eso es lo que quería preguntarle: ¿tiene una esposa? ¿Ella le espera? ¿Le escribe usted tan largas cartas?
—Tengo una esposa —respondió Sologdin lentamente, profundamente—, pero es como si no la tuviera. Ahora, ni siquiera puedo escribirle ninguna carta. Cuando se las escribía… no, no las escribía largas, pero las retocaba largo tiempo. El arte epistolar, Larisa Nikolavna, es un arte muy difícil. A menudo escribimos cartas con excesiva negligencia y luego nos asombra ver que perdemos a nuestros amigos. Hace ya muchos años que mi esposa no me ha visto, que no ha sentido mis manos sobre ella. Las cartas son el único lazo que la retiene conmigo desde hace doce años.
Yemina se movió un poco hacia adelante. Extendió los codos hasta el canto de la mesa de Sologdin y los apoyó en él rodeándose su intrépido rostro con las palmas de las manos.
—¿Está seguro de retenerla? ¿Y por qué, Dmitri Alexándrovich, por qué? ¡Han pasado doce años y todavía quedan cinco! ¡Son diecisiete años! ¡Le está robando su juventud! ¿Para qué? ¡Déjela vivir!
La voz de Sologdin sonó solemnemente:
—Entre las mujeres, Larisa Nikoláyevna, las hay de una clase especial. Son las compañeras de los vikingos, son las pálidas Isoldas de alma diamantina. Usted no ha podido conocerlas, ha vivido en un corrupto bienestar.
Vivía en un ambiente ajeno, entre enemigos.
—¡Déjela vivir! —insistió Larisa Nikoláyevna.
Era imposible reconocer en ella a la imponente dama que pasaba majestuosamente por los pasillos y escaleras de la sharashka. Estaba sentada, pegada a la mesa de Sologdin, se oía su respiración. Su cara enardecida —¿preocupada por la desconocida esposa de Sologdin?— era ahora casi pueblerina.
Sologdin entornó los ojos. Conocía esta cualidad universal de las mujeres: un fino olfato de la exaltación, del éxito y de la victoria masculinos. Y la atención del vencedor se convierte de pronto en una necesidad para cada una de ellas. Yemina nada podía saber de la conversación con Chelnov, ni del final de su trabajo, pero lo percibía todo.
Y volaba tropezando con la férrea red del reglamento tendida entre ellos.
Sologdin miró de reojo las profundidades de su descompuesta blusa y trazó un palote en la hoja rosa.
—¡Dmitri Alexándrovich! También esto. Hace muchas semanas que me consumo intentando saber qué son esos palotes que coloca usted.
Y que luego tacha al cabo de unos días. ¿Qué significan?
—Me temo que de nuevo manifiesta esa tendencia suya a la observación —tomó en sus manos la hoja blanca—. Permítame: hago un palote cada vez que utilizo sin extrema necesidad una palabra extranjera en medio del idioma ruso. El número de estos palotes es la medida de mi imperfección. Por ejemplo, por la palabra «capitalismo», que no supe sustituir en seguida por «ricachonería», y por la palabra «espiar», que en mi ardor tuve pereza de cambiar por «no perder de vista», me he puesto estos dos palotes.
—¿Y en la hoja rosa? —inquirió ella.
—¿Ha observado que también los pongo en la rosa?
—Incluso con más frecuencia que en la blanca. ¿Es también la medida de su imperfección?
—También —afirmó bruscamente Sologdin—. En la rosa me pongo «penalizaciones», que en su lenguaje serían «multas», y luego me castigo según su número. Las expío. Cortando leña.
—Multas, ¿por qué? —preguntó ella en voz baja.
¡Así debía ser! Ya que había llegado al cénit de su arco, el destino caprichoso le presentaba sus excusas y le enviaba incluso una mujer. O quitarlo todo o darlo todo, así es el destino.
—¿Para qué quiere saberlo? —pregunto, severo aún.
—¿Para qué? —repitió Larisa débilmente, obtusamente.
Aquello era desquitarse de todos ellos, de su clan del MVD. El desquite y la posesión, la tortura y la posesión, convergen en algún punto.
—¿Ha observado usted cuándo las pongo?
—Lo he observado —respondió Larisa como aspirando el aire.
La llave de la puerta, con el número de la sala estampado en la etiqueta de aluminio, estaba sobre el calco extendido.
Y aquella bola grande y cálida de lana verde respiraba ante Sologdin.
Esperaba órdenes.
Sologdin entornó los ojos y ordenó:
—¡Ve a cerrar la puerta! ¡Rápido!
Larisa saltó de la mesa, se levantó bruscamente, y su silla se cayó con estrépito.
¡Qué había hecho ese insolente esclavo! ¿Iría a quejarse?
Larisa recogió la llave de un manotazo y fue a cerrar contoneándose.
Con mano apresurada, Sologdin marcó cinco palotes seguidos en la hoja rosa.
No tuvo tiempo para trazar más.