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El viejo profesor de matemáticas Chelnov era conocido en muchas sharashkas. Chelnov, el hombre que en el apartado «nacionalidad» no había escrito «ruso» sino «presidiario», y que en 1950 había cumplido su decimoctavo año de encierro, había aplicado la punta de su lápiz a muchos inventos técnicos, desde la caldera a calefacción directa hasta el motor a reacción, y en algunos de ellos había puesto incluso su alma.

Por lo demás, el profesor Chelnov aseguraba que la expresión «poner el alma» debía emplearse con precaución, que sólo los presos tenían con seguridad un alma inmortal, pues al hombre «libre» se le ha negado por su futilidad. En una amistosa conversación entre presos ante una escudilla de bodrio frío, o ante un vaso de humeante cacao, Chelnov no ocultaba que este razonamiento lo había copiado de Pierre Bezujov. Cuando un soldado francés no permitió que Pierre cruzara un camino, es sabido que Pierre soltó una carcajada: «¡Ja, ja! El soldado no me permite cruzar. ¿A quién? ¿A mí? ¿Es a mi alma inmortal a la que no deja pasar?».

En la sharashka de Marfino, el profesor Chelnov era el único preso a quien se permitía no usar mono (esta cuestión se consultó con Abakumov en persona). El argumento principal en apoyo de este privilegio se basaba en que Chelnov no era un preso fijo de la sharashka de Marfino, sino un preso ocasional: miembro correspondiente de la Academia de Ciencias en el pasado y director del Instituto Matemático, estaba a disposición especial de Beria y era enviado a cualquier sharashka en la que se hubiera presentado un problema matemático inaplazable. Cuando lo había resuelto en líneas generales y había indicado la metodología de las operaciones, era enviado a otro lugar.

Pero el profesor Chelnov no aprovechaba su libertad de elegir la vestimenta como la aprovecharían las personas habitualmente vanidosas: llevaba un traje barato, la chaqueta y los pantalones ni siquiera coincidían en el color; sus pies calzaban botas de fieltro; sobre su cabeza, que conservaba unos poquísimos cabellos grises, se ponía un gorro de lana, de punto, que lo mismo podía ser de esquiador que de muchacha; se distinguía especialmente por la estrambótica manta de lana envolvía sus hombros y su espalda, y que también parecía, en parte, un pañuelo femenino de abrigo.

No obstante, Chelnov sabía llevar esta manta y este gorro de una manera que no hacían su figura ridícula sino majestuosa. El alargado óvalo de su rostro, su agudo perfil, su autoritaria manera de hablar con la Administración de la cárcel, y el color azulado de sus ojos descoloridos, ese color que sólo ofrecen las mentes abstractas, hacía que, de un modo raro, Chelnov se pareciera quizás a Descartes o a Arquímedes.

Chelnov fue enviado a Marfino para elaborar las bases matemáticas de un codificador absoluto, es decir, de un aparato poseedor de giro mecánico que pudiera asegurar la conexión y desconexión de muchos relés que enmarañaran el orden de envío de los impulsos rectangulares de un lenguaje deformado, de modo que aunque hubiera centenares de personas aplicando aparatos análogos no pudieran descifrar la conversación que discurría por los conductores.

En la oficina de planificación seguía su curso la búsqueda de una solución práctica de semejante codificador. Todos los ingenieros, excepto Sologdin, se ocupaban de ello.

Llegado a la sharashka procedente de Inta, Sologdin echó una ojeada y declaró inmediatamente a todo el mundo que su memoria se había debilitado con las prolongadas hambres, que sus facultades, ya limitadas de por sí, se hallaban disminuidas, y que sólo estaba en condiciones de efectuar un trabajo auxiliar. Pudo jugar su juego con tanta osadía porque en Inta no tenía un trabajo de ingeniería común, sino un buen cargo de ingeniero, y no temía volver allí. (Por esto, en sus conversaciones profesionales con las autoridades de la sharashka, podía permitirse el lujo de buscar palabras sustitutorias de las extranjeras, incluso de palabras tales como «ingeniero» o «metal», obligando a que le esperaran mientras las inventaba. Esto habría sido imposible si hubiera procurado hacer méritos o conseguir, por lo menos, un ascenso en su categoría de alimentación).

Sin embargo, no lo devolvieron a su lugar de origen, lo dejaron a prueba. De esta manera, Sologdin escapó del cauce principal del trabajo, donde reinaba la tensión, la prisa y el nerviosismo, y fue a parar a otro cauce lateral tranquilo. Allí, sin honores ni tampoco reproches, estaba débilmente controlado por la superioridad, y disponía de suficiente tiempo libre. Por las noches, secretamente, sin vigilancia, empezó a elaborar su propio método para construir el codificador absoluto.

Consideraba que las grandes ideas sólo pueden nacer de la luz que se hace en un cerebro solitario.

Y, efectivamente, en el último medio año había encontrado la solución que no encontraban de ninguna manera decenas de ingenieros designados especialmente para ello pero azuzados e importunados continuamente. (Pero las orejas de Sologdin estaban abiertas, oían cómo se planteaba la tarea y en qué consistía su fracaso). Dos días antes, Sologdin había presentado su trabajo a la observación del profesor Chelnov, también de modo no oficial. Ahora subía por la escalera al lado del profesor, sosteniéndolo respetuosamente por el codo, y esperando el veredicto.

Pero Chelnov nunca mezclaba el trabajo con el descanso.

Durante el largo camino que recorrieron por el pasillo y la escalera, no dejó caer una sola palabra acerca de una valoración que Sologdin esperaba con afán, sino que habló despreocupadamente de su paseo matinal con Lev Rubin. Cuando a Rubin no le dejaron ir «a la leña», le recitó a Chelnov sus versos sobre tema bíblico. El ritmo de la poesía no tendría más que un par de fallos, y rimas las había muy acertadas, por ejemplo, «iris-Osiris». En general, había que considerar que la poesía no era mala. Por su contenido, era una balada sobre Moisés, que condujo durante cuarenta años a los judíos por el desierto, donde sufrieron privaciones, hambre y sed. El pueblo deliraba con locura y se amotinaba, pero no tenía razón, quien tenía razón era Moisés, pues sabía que al final llegarían a la tierra prometida. ¡Rubin subrayó especialmente que no habían transcurrido todavía cuarenta años!

¿Qué le respondió Chelnov?

Chelnov llamó la atención de Rubin sobre la geografía de la ruta de Moisés: para ir del Nilo a Jerusalén, los judíos no necesitaban recorrer más de cuatrocientos kilómetros, por lo tanto, aunque descansaran los sábados, ¡habrían podido llegar fácilmente en tres semanas! ¿No cabe suponer, por lo tanto, que el resto de los cuarenta años Moisés, en vez de «guiarlos», los «llevaba» por el desierto de Arabia para que murieran todos los que recordaban la opulenta esclavitud egipcia, y para que, los que quedaran, valoraran más el modesto paraíso que Moisés podía ofrecerles?

Ante la puerta del despacho de Yákonov, Chelnov tomó la llave de su habitación de manos del externo de servicio en el instituto. Esta confianza sólo la merecía la Máscara de Hierro, pero ningún otro preso. Ningún preso tenía derecho a permanecer un solo segundo en el taller donde trabajaba si no era vigilado por un externo, pues la virtud de la buena vigilancia sugería que el preso utilizaría necesariamente este segundo sin control para descerrajar el armario de hierro con un lápiz y fotografiar documentos secretos con los botones de sus pantalones.

Pero Chelnov trabajaba en una habitación en la que sólo había un armario no secreto y dos mesas desnudas. Y decidieron (después de consultarlo con el ministerio, desde luego) aprobar la entrega de la llave personalmente al profesor Chelnov. A partir de entonces, su habitación se convirtió en objeto de continuas preocupaciones por parte del oper del Instituto, el comandante Shikin. Durante las horas que los presos pasaban encerrados en la cárcel tras una puerta reforzada con hierro, este camarada bien pagado, sin horario de trabajo preestablecido, iba por sus propios pies a la habitación del profesor, golpeaba las paredes, bailoteaba sobre las tablas del parquet, echaba una mirada al espacio polvoriento de detrás del armario y meneaba abatido la cabeza.

Por lo demás, la obtención de la llave no era todo. Cuatro o cinco puertas más allá, en el pasillo del segundo piso, estaba el puesto de control del Departamento de Secretos de Estado. El puesto de control consistía en una silla al lado de una mesita, y sobre la silla una señora de la limpieza, pero no simplemente una señora para barrer el suelo o preparar el té (para eso ya había otras), sino con un destino especial: comprobar los pases de quienes iban al Departamento de Secretos de Estado. Los pases, impresos en la tipografía principal del Ministerio, eran de tres clases: permanentes, para una sola vez y semanales, y los extendía el propio comandante Shikin (a quien pertenecía la idea de convertir en Departamento de Secretos de Estado el callejón sin salida del pasillo).

En el puesto de control, el trabajo no era fácil: la gente pasaba raramente por allí, y hacer calceta estaba rigurosamente prohibido, tanto por el reglamento, colgado allí mismo, como por las repetidas indicaciones verbales del comandante Shikin. Las señoras de la limpieza (se turnaban dos cada veinticuatro horas) luchaban dolorosamente contra el sueño durante las horas de servicio. Aquel puesto de control resultaba igualmente muy incómodo para el coronel Yákonov, pues todo el día lo molestaban dándole pases para firmar.

Y, sin embargo, el puesto de control existía. Y para compensar el salario de estas señoras de la limpieza, sólo había un portero, el citado Spiridón, en lugar de los tres previstos por la plantilla.

Aunque Chelnov sabía perfectamente que la mujer que ocupaba el puesto de guardia en aquel momento se llamaba María Ivánovna, y aunque esta dejaba pasar al anciano de cabello cano muchas veces cada día, ahora pidió sobresaltada:

—El pase.

Chelnov mostró su pase de cartón y Sologdin el suyo de papel.

Dejaron atrás el puesto de guardia, otro par de puertas y una vidriera clausurada y revocada con yeso, la que daba a la escalera posterior donde se ubicaba el taller del siervo pintor. Dejaron atrás la puerta de la habitación privada de la Máscara de Hierro, y abrieron la puerta de Chelnov.

Era una habitación pequeña y confortable, con una sola ventana que daba al patinillo de recreo de los presos y a un bosquecillo de tilos centenarios, cuyo destino había sido inmisericorde con ellos al incluirlos en la zona, vigilada con fuego de ametralladora. Las alargadas copas de los tilos estaban cubiertas también de generosa escarcha.

Un cielo blanco y turbio iluminaba la Tierra.

A la izquierda de los tilos, dentro de la zona, podía verse una antiquísima casita agrisada por el tiempo pero blanqueada ahora por la escarcha. Era de dos plantas y en otro tiempo la habitaba el patriarca, que vivía junto al seminario, por lo que el sendero que llevaba hasta allí se llamaba Camino de Monseñor. Más allá asomaban los techos de la aldehuela de Marfino y luego se extendían unos campos delimitados por la línea férrea. El vapor vivamente plateado de una locomotora procedente de Leningrado se elevaba en el ambiente turbio destacando de un modo claramente perceptible.

Pero Sologdin ni siquiera miró por la ventana. Ágil, sintiendo bajo el cuerpo dos piernas firmes y jóvenes, no atendió a la invitación de sentarse, sino que apoyó el hombro en el marco de la ventana y clavó los ojos en su rollo de papel, abandonado sobre la mesa de Chelnov.

Este propuso abrir los postigos de la ventana, y se sentó en un duro sillón de alto respaldo vertical. Se arregló la manta sobre los hombros, abrió sus notas, escritas en una hojita del bloc de notas, y tomó un lápiz tan largo y afilado que parecía una lanza. Luego miró severamente a Sologdin, y acto seguido se hizo imposible el tono de broma que hasta el momento había reinado en su conversación.

Era como si unas enormes alas se abrieran y batieran dentro de la pequeña habitación. Chelnov no habló más de dos minutos, pero de forma tan condensada que entre sus pensamientos no había tiempo para un suspiro.

Comprendió que Chelnov había hecho más de lo que Sologdin le había pedido. Había desarrollado una hipótesis de teoría de probabilidades y de teoría de cálculo sobre las posibilidades del diseño que proponía Sologdin. Este diseño prometía un resultado no muy distante del requerido, por lo menos hasta que no se consiguiera pasar a aparatos netamente electrónicos. Sin embargo, era indispensable:

—pensar cómo hacerlo insensible a los impulsos de energía incompleta;

—precisar la importancia de las fuerzas inertes del mecanismo para convencerse de que los momentos de giro eran suficientes.

—Y después… —Chelnov irradió a Sologdin con el centelleo de su mirada—, no olvide una cosa: su codificación se basa en un principio caótico, y esto es bueno. Pero un caos, una vez elegido, una vez determinado, es ya un sistema. Se podría, aunque fuera más arduo, perfeccionar la solución de modo que el caos se cambiara por otro más caótico todavía.

El profesor se quedó meditabundo, dobló la hoja por la mitad y se calló. Sologdin, por su parte, cerró los párpados como ante una viva luz y permaneció de pie en esta postura, invidente.

Al oír las primeras palabras del profesor ya había experimentado el choque de una oleada ardiente. Ahora, apoyó el hombro y el costado en el marco de la ventana como para no levantar el vuelo hacia el techo en su entusiasmo. Su vida alcanzaba quizá el cénit de su arco.

… Procedía de una antigua familia noble que iba fundiéndose como si fuera de cera, pero que la llama de la revolución había pulverizado sin dejar rastro: a unos los habían fusilado, otros habían emigrado, unos terceros se habían emboscado y hasta habían cambiado de piel. El joven Sologdin dudó mucho tiempo sobre qué actitud adoptar ante la revolución. La odiaba, la consideraba un motín de chusma enardecida y envidiosa, pero en su rectitud implacable y en su incansable energía percibía algo familiar. Y rezaba en las agonizantes capillas moscovitas con el ardor de los antiguos rusos llameando en sus ojos. Luego, vistiendo un blusón, como todo el mundo en aquella época, y con el cuello desabrochado al estilo proletario, ingresó en una célula del komsomol Nadie habría podido aconsejarle con certeza si era mejor buscar una carabina para disparar contra aquella pandilla o abrirse camino para conseguir ser uno de sus cabecillas. Era sinceramente piadoso y conmovedoramente vanidoso. Era sacrificado y a la vez codicioso. ¿Dónde hay un corazón joven que no desee los bienes terrenales? Compartía las convicciones del ateo Demócrito: «Feliz aquel que posee bienes e inteligencia». Inteligencia siempre la tuvo, pero carecía de bienes.

A los dieciocho años (¡era el último año de la NEP!), Sologdin se planteó, como primera tarea inexcusable, conseguir un millón. Precisa, necesaria y exactamente un millón, un millón costara lo que costara. No se trataba siquiera de la riqueza, ni de poseer recursos propios: ganar un millón era un test de hombre activo, la demostración de que no era un fantasioso vacío. Después podría plantearse otras tareas prácticas.

Se proponía encontrar el camino hacia este millón a través de algún deslumbrante invento, pero no renunciaba tampoco a otro camino inteligente que, aunque no discurriera por la ingeniería, fuera en cambio más corto. Por otra parte, era imposible encontrar un ambiente más hostil a su tarea del millón que el plan quinquenal staliniano. Su mesa de delineante sólo proporcionaba a Sologdin la cartilla de racionamiento del pan y un mísero salario. Y aunque mañana propusiera al Estado un asombroso todo-terreno, o una provechosa reconversión de toda la industria, eso no le daría ni el millón ni la fama, quizás incluso atrajera la desconfianza y la persecución.

La cosa acabó en que las medidas de Sologdin resultaron mayores que los agujeros estándar de la red: fue capturado en una de las pescas y recibió la primera condena. Ya en el campo, le cayó también la segunda.

Hacía doce años que no salía del campo de concentración. Debía abandonar y olvidar la tarea del millón. Mas he aquí por qué raro y sinuoso camino se veía de nuevo elevado a la torre, y con mano temblorosa sostenía el manojo de llaves y escogía la que abría su puerta de acero.

¿A quién se lo decían? ¿A quién? ¿Era a él a quien ese Descartes con gorra de muchacha decía tan halagadoras palabras?

Chelnov dobló en cuatro partes la hoja de sus consideraciones, y luego en ocho:

—Como ve, el trabajo no es poco. Pero este montaje es el mejor de los propuestos hasta ahora. Le proporcionará la libertad, la anulación de cargos. Y si los jefes no se apoderan de ello, incluso un pedazo de Premio Stalin.

Chelnov sonrió. Su sonrisa era aguda y fina, como toda la forma de su rostro.

La sonrisa iba dirigida a sí mismo. Porque a él, que en diferentes sharashkas y en diferentes épocas había hecho mucho más de lo que ahora proponía Sologdin, no le amenazaba ni el premio, ni la anulación de cargos, ni la libertad. Además, cargos no los había habido en absoluto: en cierta ocasión se refirió al Sabio Padre llamándolo «reptil abyecto» y ya llevaba dieciocho años de prisión sin sentencia y sin esperanzas.

Sologdin abrió sus radiantes ojos azules, se enderezó con aire juvenil y dijo con cierta teatralidad:

—¡Vladímir Erástovich! ¡Me ha dado apoyo y seguridad! No encuentro palabras para agradecer su atención. ¡Estoy en deuda con usted!

Pero una distraída sonrisa vagaba ya por sus labios.

Al devolver el rollo a Sologdin, el profesor recordó otra cosa:

—Por lo demás, soy culpable con usted. Me pidió que Antón Nikoláyevich no viera este esquema. Pero ayer sucedió que entró en la habitación durante mi ausencia, desplegó el rollo como tiene por costumbre y, naturalmente, comprendió enseguida de qué se trataba. Tuve que desvelar su incógnito. —La sonrisa desapareció de los labios de Sologdin, que frunció el ceño—. ¿Tan esencial es para usted? ¿Por qué? Un día antes, un día después…

El propio Sologdin estaba intrigado. ¿No había llegado el momento de llevar la hoja a Antón?

—No sé qué decirle, Vladímir Erástovich… ¿No le parece que hay en este invento algo moralmente dudoso? Porque ahora no se trata de un puente, de un grifo o de una máquina. Se trata de un encargo no industrial, de un encargo de los mismos que nos han encerrado. Hasta ahora yo lo hacía sólo… para poner a prueba mis fuerzas. Para mí mismo.

Para sí mismo.

Chelnov conocía muy bien esta forma de trabajar. En general, era la forma suprema de investigar.

—Pero en las circunstancias dadas… ¿no sería un lujo excesivo para usted? —Chelnov le miraba con ojos pálidos y tranquilos.

—Discúlpeme —se enderezó y corrigió Sologdin—. Lo decía porque sí, pensaba en voz alta. No debe reprocharse nada. ¡Le quedo muy agradecido, muy agradecido!

Retuvo respetuosamente su mano en la débil y delicada de Chelnov y se marchó con el rollo de papel bajo el brazo.

Había entrado en aquella habitación sólo como un pretendiente, todavía libre.

Salía de ella como un vencedor cargado de responsabilidad. Había dejado de ser dueño de su tiempo, de sus intenciones y de su trabajo.

Por su parte, Chelnov continuó largo rato sentado, sin apoyarse en el respaldo del sillón, con los ojos cerrados, erecto, con su fino rostro, y su gorro de lana que terminaba en punta.