31

A las nueve menos cinco se pasaba lista en la Prisión Especial. Esta operación, que en los campos de concentración requería mantener horas enteras a los presos bajo la helada —traslados de un lugar a otro, recuento de uno en uno, de cinco en cinco, de cien en cien, por brigadas—, en la sharashka discurría deprisa y sin molestias: los presos estaban tomando el té en sus mesitas de noche, entraban dos oficiales de servicio —el del turno saliente y el del entrante—, los presos se levantaban (algunos ni siquiera esto), y el nuevo oficial de servicio contaba atentamente las cabezas. Después, se leían los comunicados y se escuchaban de mal talante las quejas.

Aquel día, el oficial que entraba de servicio era el teniente Shustermann, alto, de pelo negro. Aunque no era propiamente siniestro, nunca mostraba ningún sentimiento humano: era como suelen ser los carceleros formados en la Lubianka. Lo habían enviado de la Lubianka a Marfino, junto con Nadelashin, para reforzar la disciplina penitenciaria en este lugar. Algunos presos de la sharashka recordaban a ambos de cuando estaban en la Lubianka; con el grado de sargento habían servido juntos de «escoliadores», es decir, recogían al preso, colocado de cara a la pared, y lo conducían por los famosos peldaños desgastados a un entresuelo entre el cuarto y quinto piso (se había practicado un paso desde la cárcel al edificio judicial, y hacía un tercio de siglo que se conducía por este paso a todos los presos de la prisión central: monárquicos, anarquistas, octubristas, cadetes, socialistas revolucionarios, mencheviques, bolcheviques, Savinkov, Kutepov, el guardián Piotr, Shulguin, Bujarin, Rykov, Tujashevski, el profesor Pletniov, el académico Vavílov, el mariscal de campo Von Paulus, el general Krasnov, científicos universalmente conocidos, poetas que apenas habían roto el cascarón, primero los criminales, luego sus esposas y más tarde sus hijas); los conducían hasta una mujer uniformada, con la estrella roja sobre el pecho, y allí cada preso firmaba en el grueso libro de Destinos Registrados, estampando su nombre en la rendija de una lámina metálica sin poder ver el apellido que le precedía ni el que le seguía; le hacían subir por una escalera en la que se habían tendido diversas redes, como en los saltos aéreos de un circo, para prevenir un posible salto del preso; lo llevaban por los larguísimos pasillos del ministerio de la Lubianka, donde reinaba el calor sofocante de la electricidad y el frío de los galones dorados de los coroneles.

Pero por más que los reos se encontraran hundidos en el abismo de la primera desesperación, advertían pronto la diferencia: Shustermann (como es natural, entonces no conocían su apellido) echaba por debajo de sus crecidas y espesas cejas unas miradas como lúgubres relámpagos, agarraba el codo del preso como clavándole las uñas y lo empujaba con fuerza brutal, por detrás, escaleras arriba. Nadelashin, el cara de luna, que tenía algo de castrado, iba siempre algo distante, sin tocarlos, y les decía cortésmente hacia dónde debían girar.

Sin embargo, Shustermann, aunque más joven, ya llevaba tres estrellas en los galones.

Nadelashin comunicó lo siguiente: los que iban a una entrevista deberían presentarse en Dirección a las diez de la mañana. A la pregunta de si habría cine hoy, respondió que no, que no habría. Sonó un ligero rumor de descontento, y Jorobrov replicó desde un rincón:

—Mejor que no haya nunca si ha de ser una mierda como Los cosacos del Kubán.

Shustermann se volvió bruscamente para localizar al que había hablado, y por este motivo se equivocó en la cuenta y tuvo que empezarla de nuevo.

En medio del silencio, alguien dijo de un modo casi imperceptible pero audible:

—Todo se anota en el expediente.

Jorobrov respondió contrayendo el labio superior:

—Así revienten, que anoten. Hay tantas cosas escritas sobre mí que ya no caben en la carpeta.

Dvoyetiosov, despeinado y en ropa interior, con sus largas y peludas piernas aún desnudas colgando de una litera superior, soltó un ronquido de gamberro:

—¡Subteniente! ¿Qué pasa con el árbol de Navidad? ¿Habrá o no habrá árbol?

—¡Habrá un árbol de Navidad! —respondió el «Sub», y era evidente que le satisfacía comunicar la agradable noticia—. Lo pondremos aquí, en el semicírculo.

—¿Podremos, pues, hacer juguetes? —gritó desde otra litera superior el alegre Ruska. Estaba arriba, sentado al estilo turco, había colocado un espejo sobre la almohada y se hacía el nudo de la corbata. Cinco minutos después debía entrevistarse con Clara, que ya venía de la garita de guardia por el patio, lo veía por la ventana.

—Lo preguntaremos, no tenemos instrucciones.

—¿Qué instrucciones necesitáis?

—¿Cómo puede haber un árbol de Navidad sin juguetes? ¡Ja, ja, ja!

—¡Amigos! ¡Haremos juguetes!

—¡Tranquilo, chico! ¿Y qué hay del agua caliente?

—¿Nos la suministrará el ministro?

La sala zumbaba alegremente opinando sobre el árbol navideño. Los oficiales de servicio habían dado ya media vuelta para salir cuando, a sus espaldas, Jorobrov cubrió el zumbido con su penetrante acento de Viatka:

—¡Informad, además, que deben dejarnos el árbol de Navidad hasta la Navidad ortodoxa! ¡El abeto es propio de la Navidad y no del Año Nuevo!

Los oficiales aparentaron no haberlo oído y salieron.

Hablaban casi todos a la vez. Jorobrov no había dicho aún a los oficiales todo lo que tenía que decir, y ahora, en silencio, se lo manifestaba a alguien invisible moviendo la piel de su rostro. Nunca había celebrado antes la Navidad ni la Pascua, había empezado a celebrarlas en la cárcel por espíritu de contradicción. Por lo menos, aquellos días no se distinguían por un endurecimiento de los registros ni por un endurecimiento del reglamento. Y para las fiestas de Octubre y del Primero de Mayo tenía pensado hacer la colada o coser.

Su vecino Abramson terminó el té, se enjugó el vaho de las gafas, de montura de plástico cuadrada, y dijo a Jorobrov:

—¡Iliá Teréntich! Olvida el segundo mandamiento del preso: no meterse.

Jorobrov despertó de su invisible discusión y miró bruscamente a Abramson como si lo hubiera mordido:

—Este es un mandamiento antiguo, de vuestra generación perdida.

—Fuisteis pacíficos y os exterminaron a todos.

El reproche era ciertamente injusto. Los que estaban presos con Abramson organizaron precisamente un paro general en Vorkuta y una huelga de hambre. El final fue el mismo para todos ellos, de todos modos. Y el mandamiento se difundió por sí mismo. Era el estado real de las cosas.

—Si armas escándalo te mandarán a otra parte —se limitó a encogerse de hombros Abramson—. A cualquier campo de presidiarios.

—¡Esto es lo que intento conseguir, Grigori Borísovich! Si hay que ir a presidio, voy a presidio, así revienten, por lo menos me encontraré en alegre compañía. Quizás allí exista por lo menos la libertad de expresión, y no haya chivatos.

Rubin, que aún no había terminado su té, estaba de pie con la barba desgreñada junto a la litera de Potapov y Nerzhin. A la altura de la segunda litera, dijo afectuosamente:

—Te felicito, mi joven Montaigne, mi tontín escéptico…

—Me siento muy halagado, Liobchik, pero por qué…

Nerzhin estaba de rodillas en su litera superior con un cartapacio en las manos. El cartapacio era el fino trabajo de un preso, o sea el trabajo más cuidadoso del mundo, pues como es sabido los presos no tienen prisa por ir a ninguna parte. En una tela de percal rojo oscuro se distribuían elegantemente unos departamentos con corchetes, chinchetas y paquetes de magnífico papel alemán, botín de guerra. Todo ello había sido fabricado, naturalmente, con el tiempo y el material de la Administración.

—… Además, en la sharashka prácticamente no dejan escribir nada como no sea una denuncia…

—Y te deseo… —los gruesos y grandes labios de Rubin se alargaron en forma de gracioso tubito—… que la luz de la verdad ilumine tu cerebro escéptico-ecléctico.

—¡Ah!, ¿de qué verdad me hablas, viejo? ¿Existe alguien que sepa lo que es la verdad? —suspiró Gleb. Su cara, rejuvenecida por las preocupaciones previas a la entrevista, volvía a enflaquecer con sus arrugas color ceniza. Y los cabellos le caían por los dos lados.

En la litera superior contigua, encima de Prianchikov, un ingeniero calvo, gordo, de mediana edad, aprovechaba los últimos segundos de tiempo libre para leer un periódico que había tomado de Potapov. Lo había abierto ampliamente y lo leía algo alejado del papel, frunciendo el ceño a veces y moviendo ligeramente los labios otras. Cuando en el pasillo sonó ruidosamente el timbre eléctrico, el ingeniero, disgustado, dobló de cualquier manera el periódico sin respetar los dobleces:

—Al cuerno con ellos, ¿por qué no hacen más que hablar y hablar de hegemonía mundial?

Y volvió la cabeza buscando dónde mejor arrojar el periódico.

El enorme Dvoyetiosov, en el otro extremo de la sala, se había puesto ya su desaseado mono, y sacaba su también enorme trasero al pisotear y hacer la cama superior bajo su persona. Replicó con voz grave:

—¿Quiénes hablan, Zemeliá?

—Pues todos.

—¿Tú también procuras la hegemonía mundial?

—¿Yo? —se asombró Zemeliá como si se tomara la pregunta en serio—. Nooo —mostró una ancha sonrisa—. ¿Para qué la quiero? No la busco —y comenzó a descender de la litera carraspeando.

—¡Bien, entonces vamos al tajo! —decidió Dvoyetiosov, y saltó ruidosamente al suelo con toda su carnadura. Iba al trabajo dominical sin peinarse, sin lavarse y sin acabar de abrocharse.

El timbre sonó prolongadamente. Anunciaba que se había terminado de pasar lista y que ya estaba abierta la «Puerta Santa» de la escalera del Instituto, por la que los presos podían salir rápidamente en compacto grupo.

La mayoría de los presos había salido ya. Doronin fue el primero en salir corriendo. Sologdin, que había cerrado la ventana a la hora de levantarse y tomar el té, volvió a dejarla de nuevo entreabierta. La trabó con un tomo de Ehrenburg y se apresuró a salir al pasillo para pillar al profesor Chelnov cuando este abandonara la celda «de los profesores». Rubin, como siempre, no había conseguido hacer nada por la mañana. Dejó lo que quedaba por comer y beber en la mesita de noche (derribando algo) y se afanó en hacer su corcovada, martirizada e imposible cama procurando vanamente arreglarla de modo que no le llamaran después a ordenarla de nuevo.

Por su parte, Nerzhin arreglaba su traje de «carnaval». En otro tiempo, hacía mucho de ello, los presos de la sharashka llevaban diariamente buenos trajes y abrigos, e iban con ellos a las entrevistas. Ahora, para mayor comodidad de la guardia, los vestían con monos azules (para que los centinelas de las torres distinguieran claramente a los presos de los externos). Para acudir a las entrevistas, sin embargo, la superioridad los obligaba a cambiarse de ropa dándoles trajes y camisas usados, puede que confiscados de guardarropas particulares al hacer inventario de bienes. A algunos presos les gustaba verse bien vestidos, aunque fuera por cortas horas, otros habrían evitado de buen grado aquel repugnante disfraz con ropa de difuntos, pero eran rotundamente rechazados si se presentaban en mono a las entrevistas: los parientes no debían pensar nada malo de la cárcel. Y en cuanto a renunciar a la visita de los parientes, nadie tenía un corazón tan inconmovible para eso. Por ello se disfrazaban.

La sala semicircular quedó vacía. Quedaban doce pares de literas, soldadas en dos pisos, ordenadas al estilo de los hospitales: con la sábana de debajo vuelta para arriba. Así recibía todo el polvo y no tardaba en ensuciarse. Este procedimiento sólo podía haberlo inventado la Administración, y debía haber salido necesariamente de la mente de un hombre, pues no lo habría utilizado en casa ni la esposa de quien lo había inventado. Sin embargo, así lo exigía el reglamento de la inspección sanitaria penitenciaria.

Se impuso en la sala un silencio benefactor, raro en aquel lugar, un silencio que nadie tenía ganas de romper.

Cuatro hombres permanecían en la sala: Nerzhin, que se estaba engalanando, Jorobrov, Abramson y el constructor calvo.

El constructor era uno de aquellos presos tímidos que ni después de permanecer años en la cárcel podían adquirir la insolencia del preso. Por nada del mundo se habría atrevido a no salir al trabajo, ni siquiera al trabajo dominical, pero hoy estaba un poco enfermo y se había provisto de un permiso médico para hacer fiesta. Había extendido sobre su litera muchos calcetines rotos, hilos y un huevo de cartón hecho por él mismo. Con el cuerpo tenso, rumiaba por dónde empezar.

Grigori Borísovich Abramson, que ya había cumplido «legalmente» diez años de condena (sin contar otros seis años de destierro con anterioridad), y que estaba condenado a una segunda decena de años, no diremos que no saliera los domingos, pero procuraba no salir. En otro tiempo, en su época de komsomol ni tirándole de las orejas habrían podido apartarle del trabajo voluntario dominguero. Pero este trabajo se entendía entonces como un impulso, algo para arreglar las cosas: un año o dos y todo marcharía perfectamente, empezaría el florecimiento general de los jardines. Sin embargo, pasaron las décadas y los ardorosos trabajos domingueros se convirtieron en algo fastidioso y en trabajos forzados, los árboles plantados no florecieron e incluso en su mayor parte fueron aplastados por los tractores oruga. En las prisiones de larga estancia, Abramson, a partir de sus observaciones y meditaciones, llegó a una conclusión opuesta: el hombre es hostil al trabajo por naturaleza, y por nada del mundo trabajaría si no le obligara el palo o la necesidad. Y, aunque por razones generales —de acuerdo con el objetivo comunista de la humanidad, que él no había perdido y que era el único posible—, todos estos esfuerzos, incluidos los domingos de trabajo voluntario, eran indudablemente una necesidad, Abramson había perdido personalmente la fuerza necesaria para participar en ellos. Era de los pocos que habían cumplido y rebasado los terribles diez años enteros, y sabía que no eran un mito ni un delirio del tribunal, que no eran una anécdota hasta que llegara la amnistía general en la que siempre creen los novatos, sino que eran diez años completos, diez, doce, quince agotadores años de la vida humana. Había aprendido a economizar los músculos en cada movimiento, en cada momento de descanso. Y sabía que la mejor manera de pasar el domingo era yaciendo inmóvil en la cama en ropa interior.

Liberó el pequeño volumen que había servido a Sologdin para trabar la ventana, cerró esta, se quitó lentamente el mono, y se tendió bajo la manta envuelto en su funda. Luego se limpió las gafas con un trozo de gamuza especial, se puso un caramelo en la boca, se arregló la almohada y sacó de debajo del colchón un libraco muy grueso envuelto en papel para mayor protección. Bastaba verle para sentirse cómodo.

Por el contrario, Jorobrov languidecía. Yacía en triste ociosidad, vestido, sobre la manta extendida, con los pies calzados encima de la barandilla de la cama. Debido a su carácter, digería larga y dolorosamente muchas cosas que los demás olvidaban fácilmente. Sobre la base de una voluntariedad total, cada sábado apuntaban a todos los presos, sin siquiera preguntárselo, que desearan trabajar voluntariamente el domingo y que así lo hubieran declarado en la cárcel. Si la inscripción hubiera sido efectivamente voluntaria, Jorobrov se habría apuntado siempre, y habría pasado de buen grado los días de fiesta ante el banco de trabajo. Pero como la inscripción era una burla declarada, Jorobrov debía acostarse y embrutecerse en la cárcel cerrada.

El preso de un campo de concentración no sueña en otra cosa que pasarse el domingo en la cama, en un local cerrado y caliente, pero al preso de una sharashka, ya se sabe, no le duelen los riñones.

¡Decididamente, no había nada en qué ocuparse! Todos los periódicos de que disponía los había leído ya la víspera. En un taburete, cerca de la cama, tenía un montón de libros —abiertos unos, cerrados otros— de la biblioteca de la prisión especial. Uno de ellos era una colección de artículos de eminentes escritores. Jorobrov vaciló un poco, pero al final lo abrió por el artículo de cierto Tolstói que, de tener más vergüenza, no se habría atrevido a firmar con este apellido. El artículo era de junio del 41 y en él: «los alemanes, azuzados por el terror y la locura, tropezaron en la frontera con un muro de hierro y fuego». Jorobrov soltó un taco en voz baja, cerró el libro y lo dejó. Cualquier libro que hojeara le ponía siempre el dedo en la llaga, porque a su alrededor todo era llaga. En los arrabales de Moscú, en unas dachas muy bien acondicionadas, estos dueños de las mentes sólo escuchaban la radio y veían sus cuadros de flores. Un koljosiano medio analfabeto sabía de la vida mucho más que ellos.

Los demás libros del montón eran de «literatura», pero su lectura era igualmente repulsiva para Jorobrov. Uno de ellos era el best-seller titulado Lejos de Moscú, que en aquel momento se estaba leyendo en todas partes fuera de la cárcel. Pero después de haberlo leído ayer un poco, y de haberlo intentado hoy, Jorobrov sintió náuseas. Aquel libro era un pastel sin relleno, un huevo vacío, un pájaro disecado: hablaba de la construcción con mano de obra presidiaría, y de los campos de concentración, pero en ninguna parte nombraba los campos ni decía cómo eran los presos, ni que les racionaban la comida y los metían en el calabozo, pues los había sustituido por komsomoles bien vestidos, bien calzados y con un alto espíritu. El lector experto advertía al instante que el autor conocía la verdad, que la había visto y tocado, puede incluso que fuera el oper de algún campo de concentración, pero mentía con ojos vidriosos.

Las tres palabras del taco, aunque en otro orden, fluyeron normalmente de su boca. Jorobrov abandonó el best-seller.

Había otro libro, Selecciones, del conocido Galajov. Dando cierta importancia al nombre de Galajov, y esperando algo de él, pese a todo, Jorobrov había empezado a leer aquel volumen, pero había interrumpido la lectura con la sensación de que se estaban burlando de él del mismo modo que cuando componían la lista de voluntarios para el trabajo dominguero. Incluso Galajov, que no escribía mal sobre el amor, se había deslizado, hacía tiempo, hacia ese reconocido estilo cuyas obras no parecen destinadas a las personas, sino a unos tontos que no han visto la vida y cuya debilidad mental se satisface con cualquier baratija. En aquellos libros no había nada de lo que realmente desgarra el corazón humano. De no haber empezado la guerra, los escritores no habrían tenido otra salida que convertirse en panegiristas. La guerra les abrió un acceso a sentimientos universalmente comprendidos. Pero también en este tema hinchaban conflictos absurdos, como el del komsomol que hacía descarrilar decenas de trenes de municiones en la retaguardia enemiga pero no formaba parte de ninguna organización de base y se martirizaba día y noche considerando si era o no un auténtico komsomol pues no pagaba las cuotas.

De nuevo cambió Jorobrov el orden de las palabras y de nuevo fluyó el taco.

Otro libro estaba también en el taburete: Relatos americanos, de escritores progresistas. Jorobrov no podía comprobar la veracidad de estos relatos comparándolos con la vida, pero la selección de los mismos era sorprendente: en cada relato había necesariamente alguna infamia sobre América. Reunidos venenosamente en un conjunto, pintaban tal cuadro de pesadilla que sólo cabía admirarse de que los americanos no hubieran huido del país o se hubieran ahorcado.

¡No había nada para leer!

Jorobrov pensó en fumar. Sacó un cigarrillo y empezó a ablandarlo entre los dedos. En el silencio absoluto de la sala podía oírse cómo crujía bajo sus dedos el papel fuertemente atiborrado de tabaco. Deseaba fumar allí mismo, sin salir, sin quitar los pies de la barandilla de la cama. Los presos fumadores saben que sólo proporciona un verdadero placer el cigarrillo que se fuma acostado, en su parte de catre, en su litera de vagón, un cigarrillo sin prisa, con la vista fija en el techo donde flotan cuadros de su irrecuperable pasado y de su incomprensible porvenir.

Pero el constructor calvo no fumaba ni era amante del humo, y en cuanto a Abramson, aunque era fumador, sostenía la errónea teoría de que en la sala debía haber aire puro. Habiendo asimilado en la cárcel, y muy sólidamente, que la libertad empieza con el respeto de los derechos de los demás, Jorobrov puso los pies en el suelo con un suspiro y se dirigió a la salida. Al mismo tiempo, vio el grueso libro en manos de Abramson y determinó al instante que un libro como aquel no pertenecería a la biblioteca de la cárcel y que por lo tanto procedía del exterior, donde no ofrecen un libro malo.

Pero Jorobrov no preguntó en voz alta como un novato: «¿Qué está leyendo?» o «¿De dónde lo ha sacado?» (la respuesta de Abramson habría podido oírla el constructor o Nerzhin). Se acercó a Abramson hasta casi tocarlo y dijo en voz baja:

—Grigori Borísovich, déjeme echar una ojeada al encabezamiento.

—Está bien, échala —permitió a disgusto Abramson.

Jorobrov abrió por la hoja del título y leyó muy impresionado: El conde de Montecristo.

Se limitó a silbar.

—Borísovich —preguntó afectuosamente—. ¿Alguien espera turno? ¿Tendría tiempo de leerlo?

Abramson se quitó las gafas y reflexionó.

—Veremos. ¿Podrías cortarme el pelo, tú, hoy?

A los presos no les gustaba el peluquero estajanovista[19] que acudía a la cárcel. Los artistas improvisados manejaban las tijeras siguiendo todos los caprichos, y lo hacían lentamente, pues la condena que tenían por delante era muy grande.

—¿Y de quién tomamos las tijeras?

—Tomaré las de Zablik.

—Bien, así sí, te cortaré el pelo.

—De acuerdo. Hay un pedazo de libro desenganchado, hasta la página ciento veintiocho, pronto te lo daré.

Al observar que Abramson estaba leyendo la 110, Jorobrov salió a fumar al pasillo de otro humor, más alegre.

Mientras, la sensación de fiesta iba apoderándose cada vez más de Gleb… En alguna parte, seguramente en la zona educacional de Stromynka, aquella última hora antes de la entrevista desasosegaba también a Nadia. En una entrevista los pensamientos se dispersan, se olvida lo que se quería decir, hay que apuntarlo enseguida en un papel, aprendérselo y destruirlo (no se puede llevar un papel encima), y recordar únicamente: ocho puntos, ocho puntos diciendo que es posible que te envíen fuera; que la condena no termina al final de la misma, que además habrá destierro; que…

Nerzhin pasó por el almacén y empezó a alisar la pechera. La pechera era una invención de Ruska Doronin y la utilizaban muchos. Se trataba de un retal blanco (de una sábana desgarrada en dieciséis partes, pero el furriel no lo sabía) al que habían cosido un cuello blanco. Al abrir el mono, este retal bastaba para tapar la camiseta interior con el sello negro «MGB — Prisión Especial n.º 1». Tenía dos cintas que se anudaban en la espalda. La pechera contribuía a crear ese aspecto de bienestar deseado por todos. Fácil de lavar, prestaba un buen servicio tanto los días laborables como los festivos, y no había que avergonzarse ante los colaboradores libres del Instituto.

Luego, en la escalera, con un trozo de betún seco desmenuzado, Nerzhin intentó vanamente sacar brillo a sus desgastados zapatos (la cárcel no les cambiaba los zapatos para ir a las entrevistas, porque no eran visibles debajo de la mesa).

Cuando volvió a la sala para afeitarse (las navajas estaban permitidas, incluso las que eran peligrosas, tal era la incoherencia del reglamento), Jorobrov ya leía con afán. El constructor cubría con sus abundantes remiendos no sólo la cama, sino también parte del suelo, donde cortaba, medía y señalaba con un lápiz. Abramson, con la cabeza inclinada fuera del libro, le aleccionaba con los ojos entornados:

—Un remiendo sólo será efectivo si está hecho a conciencia. Dios le libre de considerarlo una pura formalidad. No se apresure, coloque pespunte sobre pespunte y pase dos veces en cruz por cada punto. Otra equivocación muy extendida, también, es la de utilizar los bordes deshilachados de un desgarrón. No economice, no persiga conseguir unas mallas de más, corte alrededor del agujero. ¿Ha oído nombrar el apellido Berkalov?

—¿Cómo? ¿Berkalov? No.

—¡Claro, hombre! Berkalov, ese viejo ingeniero de artillería que inventó los cañones BS-3, sí señor, unos cañones magníficos con una velocidad inicial de locura. Pues bien, ese Berkalov se encontraba un domingo de esa guisa en la sharashka, zurciéndose los calcetines. La radio estaba conectada. «A Berkalov, teniente general, se le concede el Premio Stalin de primera clase». Antes de su arresto, no era más que general. Pues bien, zurció sus calcetines y empezó a freír unos buñuelos en un hornillo eléctrico. Entró el carcelero, lo pescó, le quitó el hornillo ilegal e hizo un informe al director de la cárcel solicitando la imposición de tres días de calabozo. Pero el director de la cárcel acudió corriendo como un muchacho: «¡Berkalov! ¡Tome sus efectos personales! ¡Al Kremlin! ¡Le llama Kalinin!». Así son los destinos rusos…