30

Casi derribando al «sub» Nadelashin en la penumbra del pasillo de Dirección, Nerzhin corrió al dormitorio de la cárcel. La corta y velluda toalla continuaba bamboleándose en su cuello debajo de la chaqueta acolchada.

Por una cualidad sorprendente de las personas, todo había cambiado instantáneamente en Nerzhin. No hacía cinco minutos, cuando estaba en el pasillo esperando que lo llamaran, sus treinta años de vida le parecían una absurda y apabullante cadena de fracasos de los que carecía de fuerzas para librarse. Y los principales fracasos eran: marcharse a la guerra poco después de casarse, posteriormente la detención y los muchos años de separación de su mujer. Veía claramente que su amor era fatal, condenado a ser pisoteado.

Y ahora le comunicaban que tendría la entrevista hoy a mediodía, y sus treinta años de vida aparecían bajo un nuevo sol: una vida tensa como la cuerda de un arco; una vida llena de sentido en lo insignificante y en lo importante; una vida que iba de un osado éxito a otro, y en la que los peldaños más inesperados hacia el objetivo eran la marcha a la guerra, el arresto y los muchos años de separación de su mujer. Aparentemente desgraciado, Gleb era feliz en su desgracia. Bebía, su desgracia, como agua de un manantial, había conocido allí a unas personas y vivido unos acontecimientos que en ninguna otra parte de la Tierra habría podido conocer ni vivir, y menos aún, naturalmente, en el tranquilo y satisfecho círculo de su hogar. Desde su juventud, lo que más temía Gleb era enfangarse en la vida cotidiana. Como dice el proverbio: no es el mar el que ahoga, sino el charco.

¡Volvería con su mujer! ¡La unión de sus almas era incesante! ¡Una entrevista! ¡Precisamente el día de su cumpleaños! ¡Precisamente después de la conversación de la víspera con Antón! ¡Aquí ya no le concederían más entrevistas, pero esta de hoy era muy importante! Los pensamientos se encendían y penetraban como saetas de fuego: ¡no olvidarse de esto! ¡Decirle aquello! ¡Aquello otro! ¡Lo de más allá!

Entró corriendo en la habitación semicircular, donde los presos iban y venían, alborotados. Unos regresaban de desayunar, otros todavía iban a lavarse, y Valentulia, en ropa interior, se había quitado la manta y gesticulaba y reía a carcajadas mientras contaba su conversación nocturna con una autoridad que resultó ser, según se supo después, el ministro. ¡Había que escuchar a Valentulia! Vivía este asombroso minuto de la vida cuando la caja torácica se deshace en música por dentro, cuando parece que cien años no bastarían para transformarlo todo. Pero también era imposible pasar por alto el desayuno: el destino del preso no ofrece siempre, ni mucho menos, un suceso semejante al desayuno. Por lo demás, el relato de Valentulia llegó a un final sin gloria: la sala pronunció su sentencia, la de que Valentulia no era sino un desgraciado y una insignificancia, pues no había comunicado a Abakumov las imperiosas necesidades de los presos. Y aunque se resistía y chillaba, cinco verdugos voluntarios le sacaron los calzoncillos y lo pasearon por la estancia bajo las carcajadas y los aullidos de todos, que lo calentaban con los cinturones y lo salpicaban de té ardiente con las cucharillas.

Andrei Andréyevich Potapov tomaba el té matinal en su litera inferior, debajo de la de Nerzhin y frente a la de Valentulia, ahora vacía, en el pasillo lateral que daba a la ventana central. Contemplaba la diversión general y se reía hasta saltársele las lágrimas, que se enjugaba por debajo de las gafas. Desde el toque de diana, la cama de Potapov tomaba la forma de duro paralelepípedo rectangular. Potapov ponía una capa muy fina de mantequilla sobre el pan del té: no compraba nada en la tienda de la cárcel y enviaba a su «vieja» todo el dinero que ganaba. (Le pagaban mucho, para estar interno en la sharashka: 150 rublos al mes, la tercera parte de lo que cobraba una mujer de la limpieza en el exterior, pues era un especialista insustituible, muy bien visto por los jefes).

Nerzhin se quitó la chaqueta sobre la marcha, la echó sobre su litera, arriba, aún por arreglar, saludó a Potapov aunque sin pararse a escuchar su respuesta, y corrió a desayunar.

Potapov era el ingeniero que había reconocido en el juicio de instrucción —lo había firmado en el proceso, y lo había confirmado en la audiencia— haber vendido personalmente a los alemanes, y además barata, la primera obra de los planes quinquenales de Stalin, la central eléctrica Dneprogués. Cierto que cuando ya la habían volado. Por esta maldad inimaginable y sin par, Potapov, gracias a la misericordia de un tribunal humano, sólo fue castigado a diez años de prisión y cinco más de pérdida de los derechos civiles, lo que en el lenguaje de los presos se llama «diez y cinco de bozal».

Ninguno de los que conocieron a Potapov en su juventud, y él menos que nadie, habría podido soñar que al llegar a los cuarenta años le metieran en la cárcel por un delito político. Los amigos de Potapov lo llamaban con toda justicia el «robot». La vida de Potapov era sólo trabajar; le molestaban incluso las fiestas de tres días, y sólo había pedido vacaciones una sola vez en su vida: para casarse. Los demás años no encontraban a nadie que pudiera sustituirlo, y él renunciaba de buen grado a las vacaciones. Si había carestía de pan, de legumbres o de azúcar, notaba poco estos acontecimientos externos: hacía otro agujero en el cinturón, se lo ceñía un poco más y continuaba ocupándose animadamente de la única cosa interesante que había en el mundo: las redes de alta tensión. Bromas aparte, tenía una idea muy vaga de los demás, de las otras personas que no se ocupaban de las redes de alta tensión. Y en cuanto a los que nada creaban con sus manos, y sólo gritaban en las reuniones o escribían en los periódicos, a esos Potapov no los consideraba personas. Dirigía todos los trabajos de medición eléctrica en Dneprostroi, y en Dneprostroi se había casado, entregando la vida de su mujer, como la suya propia, a la hoguera insaciable de los planes quinquenales.

En 1941 estaban construyendo una nueva central eléctrica. Potapov estaba exento del servicio militar. Sin embargo, al enterarse de que la central Dneprogués, la obra de la juventud de ambos, había sido volada, dijo a su esposa:

«¡Katia! Ya ves, hay que ir».

Y ella le respondió:

«¡Sí, Andriusha, ve!».

Y Potapov fue, con sus gafas de tres dioptrías, con su cinturón de una vuelta y media, con su guerrera de pliegues y arrugas, y con la pistolera vacía, aunque llevara un rombo en los galones: en el segundo año de esta guerra tan bien preparada todavía faltaban armas para los oficiales. Cayó prisionero en Kastornaya, en medio del humo del centeno incendiado y del tórrido calor de julio. Se fugó, pero antes de llegar a los suyos cayó prisionero de nuevo. Se fugó por segunda vez, pero en campo raso le vino encima un desembarco de paracaidistas y volvió a caer prisionero por tercera vez.

Estuvo en los campos caníbales de Novograd-Volynsk y de Czestochowa, donde los prisioneros comían las cortezas de los árboles, las hierbas y los camaradas muertos. Los alemanes lo sacaron de este último campo y lo llevaron a Berlín, donde un hombre («cortés pero canalla») que hablaba perfectamente el ruso le preguntó si podía creer que fuera el mismo ingeniero Potapov de Dneprostroi. ¿Podía dibujar como prueba, digamos, el esquema de conexión del generador de aquella central?

Aquel esquema había sido profusamente publicado en otro tiempo, y Potapov lo dibujó sin vacilar. Él mismo lo contó después en la investigación, y podía no haber dicho nada.

Esto era lo que su expediente llamaba «entrega de los secretos de Dneprogués».

Sin embargo, en el expediente no constaba lo que siguió: el ruso desconocido, convencido por este procedimiento de la personalidad de Potapov, le propuso firmar una declaración voluntaria diciendo que estaba dispuesto a reconstruir la central Dneprogués si conseguía la inmediata liberación del campo, las cartillas de racionamiento, dinero y su trabajo predilecto.

Esta seductora hoja de papel que se le ofrecía hizo que se cerniera una honda preocupación sobre la faz arrugada del robot. Sin darse golpes en el pecho, ni gritar palabras de orgullo, ni pretender convertirse en Héroe de la Unión Soviética a título póstumo, Potapov respondió modestamente con su pronunciación meridional:

«Comprendedlo, firmé mi juramento de lealtad. Si ahora firmo esto, ¿no sería una contradicción?».

Con esta suavidad, sin ninguna teatralidad, Potapov prefirió la muerte al bienestar.

«Muy bien, respeto sus convicciones», respondió el ruso desconocido, y devolvió a Potapov al campo caníbal.

El tribunal soviético no lo juzgó por todo esto, y lo condenó sólo a diez años.

El ingeniero Markushev, por el contrario, firmó la mencionada declaración y fue a trabajar con los alemanes, y el tribunal lo condenó también a diez años.

¡Era la marca de fábrica de Stalin! ¡Esa ceguera de igualar amigos y enemigos le distingue en toda la historia de la humanidad!

Tampoco juzgó el tribunal a Potapov por el hecho de que en 1945, subido a un tanque como soldado de choque, con sus gafas rotas y mal atadas, irrumpiera en Berlín metralleta en mano.

De modo que Potapov salió bien librado con la sentencia de «diez y cinco de bozal».

Nerzhin volvió de desayunar, arrojó los zapatos y se subió arriba balanceando su cuerpo y el de Potapov.

Debía ejecutar su ejercicio acrobático diario: hacerse la cama sin arrugas estando de pie en ella. Sin embargo, apenas separó la almohada descubrió una pitillera roja de plástico transparente conteniendo una capa de doce cigarrillos Belomorkanal pegados uno junto a otro. Iba envuelta en una faja de papel sencillo en la que habían escrito con letra de delineante:

«De este modo perdió diez años,

la mejor flor de la vida».

No había posibilidad de error. De toda la sharashka, sólo Potapov conciliaba en su persona la facultad de fabricar piezas de taller con las citas de Eugenio Oneguin aprendidas en el instituto.

—¡Andréich! —se abalanzó Gleb cabeza abajo.

Terminado su té, Potapov había desplegado el periódico y lo leía sin acostarse para no arrugar la cama.

—Y bien, ¿qué quiere? —refunfuñó.

—¿Esto es obra suya, verdad?

—No lo sé. ¿Se lo ha encontrado? —procuró no sonreír.

—¡An-dré-ich! —alargó Nerzhin.

Las bondadosas y picaras arrugas se profundizaron y multiplicaron en el rostro de Potapov. Se arregló las gafas y repuso:

—Cuando estaba preso en la Lubianka con el duque de Esterhazy, los dos en una celda sacando la cubeta, usted ya me entiende, yo los días pares y él los impares, y enseñándole el idioma ruso mediante el Reglamento penitenciario pegado a la pared, le regalé por su cumpleaños tres botones de pan —se los habían arrancado todos— y me juró que ninguno de los Habsburgos había recibido un regalo más oportuno.

En la «clasificación de voces», la de Potapov había sido definida como «sorda y crepitante».

Colgando aún cabeza abajo, Nerzhin miraba con agrado la cara de Potapov, bastamente tallada. Con las gafas puestas, no parecía mayor de sus cuarenta y cinco años, e incluso tenía un aspecto enérgico. Pero cuando se las quitaba dejaba al descubierto unas profundas y oscuras cavidades oculares, poco menos que las de un cadáver.

—Me siento incómodo, Andréich. Ya sabe que yo no puedo regalarle nada semejante, no tengo unas manos así… ¿Cómo ha podido acordarse de mi cumpleaños?

—Cu-cú —respondió Potapov— ¿y qué otras fechas dignas de mención han quedado en nuestras vidas?

Ambos suspiraron.

—¿Quiere té? —propuso Potapov—. Tengo una esencia especial.

—No, Andréich, no estoy para tés, voy a una entrevista.

—¡Magnífico! —se alegró Potapov—. ¿Con la vieja?

—¡Ajá!

—¡Desconecte su cháchara, Valentulia!

—¿Y qué derecho tiene un hombre a burlarse de los demás?

—¿Qué dice el periódico, Andréich? —preguntó Nerzhin.

Entornando los ojos con la picardía de un ucraniano, Potapov miró hacia arriba, hacia la cabeza colgante de Nerzhin:

La musa británica del absurdo

inquieta el sueño de los adolescentes.

Esos cí-ni-cos afirman que…

Hacía cuatro años, el segundo año de la posguerra, Nerzhin y Potapov se habían conocido en una celda de la prisión de Butyrki, ruidosa, inquietante, llena en exceso y casi oscura incluso en los días de julio. En aquella época se cruzaron allí vidas multicolores y caminos muy diversos. El torrente de turno procedía entonces de Europa. Pasaban por la celda unos novatos que conservaban aún algunas migajas de la libertad europea. Pasaban también recios «prisioneros» rusos que apenas habían tenido tiempo de cambiar el cautiverio alemán por la cárcel patria. Pasaban por la celda presos batidos y rehogados en los campos de concentración, trasladados ahora de las cavernas del Gulag a los oasis de las sharashkas. Al entrar en la celda, Nerzhin se había deslizado sobre los codos por el negro espacio que quedaba bajo los catres (tan bajos eran), y allí, sobre el sucio suelo de asfalto, distinguiendo poco todavía en la oscuridad, había preguntado alegremente:

«¿Quién es el último, amigos?».

Y le respondió una voz sorda y crepitante:

«¡Cu-cú! Va detrás de mí».

Después, día tras día, a medida que iban sacando presos de la sala para enviarlos al destierro, ellos se trasladaban por debajo de los catres «de la cubeta hacia la ventana», y tres semanas después hicieron el camino de vuelta «de la ventana a la cubeta», pero ahora ya sobre los catres. Y más tarde avanzaron de nuevo hacia la ventana por encima de los catres de madera. Así se consolidó su amistad pese a la diferencia de edades, biografías y gustos.

Fue allí, después del juicio, en unas meditaciones que se alargaron muchos meses, cuando Potapov le confesó a Nerzhin que nunca se habría interesado por la política si la política no hubiera empezado a desgarrarle y romperle las costillas.

Bajo los catres de la cárcel de Butyrki, el robot se sintió por primera vez desconcertado, cosa que, como se sabe, es algo contraindicado para los robots. Bueno, como antes, no se arrepentía de haber renunciado al pan alemán, no le dolían los tres años perdidos en un cautiverio hambriento y mortal. Y, como antes, no consideraba la posibilidad de presentar nuestros desórdenes internos ante la opinión de los extranjeros.

Pero la chispa de una duda había caído en él y continuaba viva.

El desconcertado robot se preguntó por primera vez: «¿Y para qué diablos se construyó la Dneprogués?».