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Los cabellos del teniente coronel Klimentiev eran lo que se dice alquitrán: brillantemente negros, como fundidos, lisamente aplanados sobre la cabeza, partidos por una raya, y como pegados en el bigote de herradura. No tenía barriga, a los cuarenta y cinco años mantenía el aspecto de un joven y esbelto militar. Otra cosa: nunca sonreía cuando estaba de servicio, y esto aumentaba la oscura gravedad de su rostro.

Aquel día, pese a ser domingo, llegó incluso antes de lo habitual. Atravesó el patio de recreo en el momento más animado del paseo de los presos, y con media mirada tuvo bastante para observar que había desorden. Sin embargo, no olvidó su grado, no intervino en nada. Entró en la Dirección de la cárcel después de ordenar por el camino al oficial de servicio, Nadelashin, que llamara al preso Nerzhin y que se presentara también él mismo. Al atravesar el patio, el teniente coronel había observado sobre todo que los presos, al cruzarse con él, procuraban, unos, pasar lo más rápidamente posible, y otros retrasarse, darse la vuelta, sólo para no encontrarse con él y no saludarle una vez más. Klimentiev observó fríamente esta circunstancia y no se ofendió. Sabía que aquello era un verdadero desprecio a su cargo sólo en parte: más que nada se sentían violentos ante sus compañeros, temían parecer obsequiosos. Casi todos estos presos, si eran llamados individualmente a su despacho, se mostraban afables y algunos incluso serviles. Las rejas encerraban a gente muy diversa, y su valor era también diferente. Klimentiev lo había comprendido hacía tiempo. Respetando su derecho al orgullo, él defendía implacablemente su propio derecho a ser severo. Soldado en su espíritu, creía no haber impuesto en la cárcel la disciplina humillante del verdugo, sino la sensata disciplina militar.

Abrió el despacho. Hacía calor en él, y reinaba un desagradable olor debido a la pintura que se consumía en los radiadores. El teniente coronel abrió uno de los postigos, se quitó el capote, se sentó tras la mesa, envarado en su guerrera, y examinó la superficie libre del escritorio. En la hojita del calendario correspondiente al sábado, a la que aún no se había dado la vuelta, había una nota:

«¿Un árbol de Navidad?».

Desde este despacho medio vacío, donde los instrumentos de producción consistían únicamente en un archivador metálico con los «expedientes» penitenciarios, media docena de sillas, un teléfono y el pulsador de un timbre, el teniente coronel Klimentiev dirigía sin ningún aparente embrague, tracción ni engranaje la marcha de trescientas vidas presidiarías y el servicio de cincuenta vigilantes.

Pese a trabajar en domingo (tendría fiesta un día laborable) y haber llegado con media hora de anticipación, Klimentiev no había perdido su sangre fría ni su equilibrio habituales.

El subteniente Nadelashin se presentó algo intimidado. En sus mejillas aparecían sendas manchas redondas de rubor. El teniente coronel le daba mucho miedo, aunque ni una sola vez le había estropeado la hoja de servicios pese a sus numerosas negligencias. Ridículo, con su cara redonda y su aspecto nada militar, Nadelashin intentaba vanamente adoptar la posición de firmes.

Informó que la vigilancia nocturna se había desarrollado en completo orden, que no había habido ninguna infracción y que los sucesos extraordinarios eran dos: uno quedaba expuesto en el informe (puso el informe ante Klimentiev, pero lo depositó en un ángulo de la mesa y el informe se desprendió inmediatamente, trazó una rebuscada curva y planeó hasta quedar debajo de una lejana silla; Nadelashin se precipitó tras él y lo trajo de nuevo a la mesa), y el otro era que los presos Bobynin y Prianchikov habían sido llamados por el ministro de Seguridad del Estado.

El teniente coronel frunció las cejas y le interrogó con más detalle acerca de la llamada y del regreso. La noticia, como es natural, era desagradable y hasta inquietante. Ser jefe de la Prisión Especial n.º 1 representaba estar siempre sobre un volcán, y siempre a los ojos del ministro. No se trataba de ningún campo de concentración lejano en medio del bosque, donde el jefe puede tener un harén, unos juglares y dictar sentencia como un señor feudal. Aquí era preciso ser legalista, bailar la cuerda floja de las instrucciones y no soltar ni una gota de ira o de compasión personales. Y Klimentiev era así. No creía que Bobynin o Prianchikov pudieran, aquella noche, quejarse de nada ilegal que él hubiera cometido. Su larga experiencia en el servicio le impedía temer las calumnias por parte de los presidiarios. Quienes podían calumniarlo eran sus compañeros de armas.

Luego leyó por encima el informe de Nadelashin y comprendió que todo aquello era un disparate. Por esto mantenía a Nadelashin a su servicio, porque era instruido y sensato.

Pero ¡cuántos defectos tenía! El teniente coronel lo amonestó detallándole circunstancialmente cuáles habían sido sus negligencias en el último servicio: se había retrasado dos minutos la salida al trabajo de los presos; en las celdas, muchas literas estaban ordenadas con descuido, y Nadelashin no había dado muestras de firmeza llamando a los correspondientes presos para que dejaran el trabajo y las arreglaran de nuevo. De todo esto ya se le había hablado antes, pero por mucho que se esforzara era como si a Nadelashin le entrara por un oído y le saliera por el otro. ¿Y en el paseo matinal de hoy? El joven Doronin estaba inmóvil en el límite mismo de la pista de paseo contemplando atentamente la zona y el espacio situado más allá de la zona por el lado de los invernaderos. En realidad, allí el terreno era quebrado, había un pequeño barranco, muy cómodo para una fuga. La condena de Doronin era de veinticinco años, ¡sobre sus espaldas pesaba la falsificación de documentos y una búsqueda de dos años por toda la URSS! Y ningún guardia de servicio había exigido que Doronin no se demorara y siguiera dando vueltas por el círculo. Otra cosa: ¿por dónde paseaba Guerásimovich? Separado de los demás, detrás de los grandes tilos, por el lado de los talleres. ¿Y qué «expediente» tenía Guerásimovich? Guerásimovich cumplía una segunda condena, tenía un «58.1 A 19», es decir, traición a la patria con intencionalidad. No la había traicionado, pero tampoco había demostrado que en los primeros días de la guerra no fuera a Leningrado para esperar allí a los alemanes. ¿Comprendía Nadelashin que había que estudiar continuamente a los presos tanto mediante la observación directa como la de sus expedientes personales? Finalmente, ¿cuál era el aspecto del propio Nadelashin? La guerrera no estaba tirante (Nadelashin la puso tirante), la estrella de la gorra aparecía torcida (Nadelashin la puso como es debido), hacía el saludo militar como una mujerona. ¿Era de extrañar que cuando Nadelashin estaba de servicio los presos no arreglaran sus literas? Las literas desarregladas eran una mancha en la disciplina penitenciaria. Hoy no arreglaban las literas, mañana se amotinarían y no saldrían a trabajar.

Después, el teniente coronel pasó a dar órdenes: reunir en la tercera sala, para darles instrucciones, a los vigilantes que debían acompañar a los presos en sus entrevistas. El preso Nerzhin, que continuara esperando en el pasillo. Puede retirarse.

Nadelashin salió con el rostro encendido. Al escuchar a sus jefes, cada vez se sentía sinceramente acongojado por la justicia de sus reproches e indicaciones, y juraba no volverlas a infringir. Pero el servicio continuaba su curso y él tropezaba de nuevo con decenas de voluntades, las de los presos, que tiraban en diferentes direcciones, cada uno con el deseo de obtener algún pedacito de libertad, y Nadelashin no podía negarles este pedacito esperando que quizá pasara inadvertido.

Klimentiev tomó la estilográfica y tachó la nota «¿Un árbol de Navidad?» del calendario. El día anterior había adoptado ya una resolución.

En la cárcel especial nunca había habido árboles de Navidad. Pero aquel año los presos pedían insistentemente montar uno, lo habían pedido más de una vez, lo habían pedido los presos de más consideración. Y Klimentiev empezó a pensar: ¿por qué, realmente, no permitírselo? Estaba claro que por culpa del árbol no sucedería nada malo, ni habría ningún incendio: allí todos eran profesores de electricidad. En cambio sería muy importante que la noche de Año Nuevo, cuando los trabajadores externos del instituto se marcharan a Moscú a divertirse, se descargara también aquí la tensión. Sabía muy bien que las vísperas de las fiestas son las más duras para los presos, que alguno puede decidirse a cometer algún acto desesperado y absurdo. Y el día anterior había telefoneado a la Dirección Penitenciaria, de la que dependía directamente, para consensuar lo del árbol de Navidad. Las instrucciones rezaban que se prohibían los instrumentos musicales, pero nadie encontró nada en ninguna parte sobre los árboles de Navidad, y, por ello, aunque no dieron permiso tampoco impusieron una prohibición directa. Un largo servicio irreprochable confería estabilidad y seguridad a las acciones del teniente coronel Klimentiev. Y por la tarde, en las escaleras mecánicas del metro, camino de su casa, Klimentiev decidió: ¡de acuerdo, que haya árbol de Navidad!

Y al entrar en el vagón, pensó con satisfacción en sí mismo, pensó que en esencia era un ejecutivo inteligente, no un burócrata, e incluso que era una buena persona, pero que los presos nunca lo valorarían, nunca sabrían quién no quería permitirles el árbol de Navidad y quién se lo había permitido.

Y también el propio Klimentiev se sentía satisfecho de la resolución tomada. No tuvo prisa alguna en introducirse en el vagón con los demás moscovitas, entró el último, antes de que se juntaran las puertas, y no intentó apoderarse de un asiento, se agarró a la barra vertical y contempló su imagen varonil vagamente reflejada en el cristal de la ventanilla tras la cual se precipitaba la negrura del túnel con sus inacabables tubos y cables. Después dirigió la mirada a una mujer joven sentada cerca de él. Su vestido era cuidado pero barato: llevaba una pelliza negra de astracán artificial y un gorrito del mismo material. Una cartera atiborrada descansaba sobre sus rodillas. Klimentiev la miró y pensó que tenía una cara agradable, sólo que cansada, y una mirada poco usual en las mujeres jóvenes, una mirada desprovista de interés por cuanto la rodeaba.

En aquel instante, precisamente, la mujer miró en su dirección, y ambos se miraron un cierto espacio de tiempo, el tiempo que se posan sin expresión las miradas de dos casuales compañeros de viaje. Y en este tiempo los ojos de la mujer se pusieron en guardia, como si una inquietante e insegura pregunta fulgurara en ellos. Klimentiev, fisonomista por su profesión, reconoció a la mujer y no tuvo tiempo de disimular en su mirada que la había reconocido. Ella, por su parte, advirtió esa vacilación y por lo visto se afirmó en sus suposiciones.

Era la esposa del preso Nerzhin, Klimentiev la había visto en sus visitas, en la Taganka.

Ella frunció el ceño, apartó la mirada y de nuevo volvió a ponerla en Klimentiev. Él contemplaba ya el túnel, pero por el rabillo del ojo presentía que ella le estaba mirando. Y de pronto la mujer se levantó decidida y se acercó a él, de modo que Klimentiev se vio obligado a volverse de nuevo hacia ella.

Se levantó decidida, pero una vez de pie perdió esta decisión. Perdió toda la firmeza de una joven independiente que viaja en metro, y más bien parecía que ella, con su pesada cartera, se disponía a cederle el asiento al teniente coronel. Pesaba sobre sus hombros el desgraciado destino de todas las esposas de presos políticos, es decir de las esposas de los «enemigos del pueblo»: se dirigieran a quien se dirigieran, fueran donde fueran, si se conocía su desafortunado matrimonio parecían arrastrar el imborrable deshonor de sus maridos, a los ojos de todos parecían compartir el peso de la culpa del siniestro malvado al que un día confiaran incautamente su destino. Y las mujeres empezaban a sentirse realmente culpables, cosa que los propios «enemigos del pueblo», sus sufridos maridos, por el contrario no sentían.

Cerca ya para dominar el estruendo del tren, la mujer preguntó:

—¡Camarada teniente coronel! ¡Le ruego encarecidamente que me disculpe! ¿No es usted… el jefe de mi marido? ¿Me equivoco?

Durante sus muchos años de servicio como oficial de prisiones, Klimentiev había visto levantarse y ponerse ante él a gran cantidad de mujeres de toda clase, y nunca había encontrado nada extraordinario en su aspecto tímido y dependiente. Pero allí, en el metro, aunque se lo había preguntado de una forma muy delicada, aquella figura de mujer suplicante podía parecer indecente a los ojos de los presentes.

—Usted… ¿por qué se ha levantado? Siéntese, siéntese —dijo turbado, intentando que se sentara tirándole de la manga.

—¡No, no, no tiene importancia! —le apartó la mujer mirando al teniente coronel con ojos insistentes, casi fanáticos—. Dígame, ¿por qué hace un año entero que no hay entrevis… que no puedo verlo? ¿Cuándo podré verlo? Dígamelo.

Su encuentro era una casualidad tan grande como si un grano de arena acertara a otro grano de arena a cuarenta pasos de distancia. Hacía una semana, había llegado de la Dirección Penitenciaria del MGB un permiso, entre otros, para que el preso Nerzhin pudiera ver a su esposa el domingo 25 de diciembre de 1949 en la prisión de Lefortovo. Pero al mismo tiempo se hacía la observación de que se prohibía enviar la notificación del permiso a la esposa «a la lista de correos» como pedía el preso.

Nerzhin había sido llamado, en esta ocasión, y se le había preguntado la verdadera dirección de su mujer. Él balbuceó que no la sabía. Klimentiev, adiestrado por los reglamentos penitenciarios a no decir nunca la verdad a los presidiarios, tampoco creía que estos fueran sinceros. Nerzhin, naturalmente, la sabía, pero no quería decirlo, y estaba claro por qué no quería, por el mismo motivo que impulsaba a la Dirección Penitenciaria a no admitir como dirección la «lista de correos»: la notificación de la entrevista se enviaba escrita en una tarjeta postal. Decía: «Se le permite entrevistarse con su marido en tal cárcel». Además de que la Dirección quedaba registrada en el MGB, el Ministerio conseguía que hubiera menos mujeres deseosas de recibir tal tarjeta, que las esposas de los enemigos del pueblo fueran conocidas por todos sus vecinos, que tales esposas quedaran descubiertas, aisladas, y que se creara sobre ellas una sana opinión pública. Y esto era precisamente lo que temían las esposas. La de Nerzhin incluso llevaba un apellido diferente. Era evidente que se ocultaba del MGB. Y Klimentiev le dijo entonces a Nerzhin que, por lo tanto, no habría entrevista. Y no envió la notificación.

Y ahora esta mujer se levantaba y se ponía ante él, de manera degradante, bajo la atención silenciosa de los que los rodeaban.

—No se puede escribir a una lista de correos —dijo con voz mesuradamente fuerte, para que sólo ella lo oyera por encima del estruendo—. Hay que dar la dirección.

—¡Pero si voy a marcharme! —cambió vivamente el rostro de la mujer—. Me iré muy pronto, y ya no tengo un domicilio fijo —mintió, evidentemente.

La idea de Klimentiev era apearse en la primera estación y, si ella le seguía, explicarle en el vestíbulo, donde habría poca gente, que aquellas conversaciones fuera del ámbito del servicio eran inadmisibles.

¡La esposa de un enemigo del pueblo parecía haber olvidado su inmarcesible culpa! Dirigía a los ojos del teniente coronel una mirada seca, ardiente, suplicante, ida. A Klimentiev le impresionó aquella mirada: ¿qué fuerza la encadenaba con tanta obstinación y desesperanza a un hombre que hacía años que no veía y que sólo era la perdición de su vida?

—¡Para mí es muy importante, muy importante! —afirmó ella con los ojos desorbitados al percibir una vacilación en la cara de Klimentiev.

Este recordó un documento que guardaba en la caja fuerte de la Prisión Especial. Aquel papel desarrollaba la Disposición para Reforzar la Retaguardia descargando un nuevo golpe contra los parientes que evitaban dar su dirección. El comandante Mishin se disponía a comunicar el contenido del documento a los presos el próximo lunes. Si aquella mujer no daba su dirección, si no la daba mañana, no vería a su marido en adelante y puede que nunca más. Pero si se lo decía ahora, no se habría enviado una notificación formal, no se habría registrado en el libro, y sería como si ella hubiera ido a Lefortovo por azar.

El tren aminoró la marcha.

Todos estos pensamientos pasaron rápidamente por la cabeza del teniente coronel Klimentiev. Sabía quién era el principal enemigo de los presos: los mismos presos. Y sabía quién era el enemigo principal de cualquier mujer: esa misma mujer. La gente no sabe callarse aunque de ello dependa su propia salvación. Había ocurrido ya durante su carrera: había manifestado una estúpida debilidad permitiendo a alguien algo no permitido, y nadie se hubiera enterado nunca, pero los mismos que se beneficiaban del privilegio se las apañaban para proclamarlo a los cuatro vientos.

¡Tampoco ahora es posible hacer concesiones!

Sin embargo, cuando el tren empezó a retumbar menos sonoramente, cuando ya se vislumbraba el mármol de color de la estación, Klimentiev dijo a la mujer:

—La entrevista se le ha concedido. Mañana a las diez de la mañana vaya a… —no dijo «a la cárcel de Lefortovo», pues los pasajeros se acercaban a la puerta y estaban a su lado—. ¿Conoce usted el baluarte de Lefortovo?

—Sí, lo conozco —asintió gozosa la mujer con la cabeza.

Y sus ojos, hasta ahora secos, estaban llenos de lágrimas.

Para librarse de estas lágrimas, de agradecimientos o de cualquier otra charla, Klimentiev bajó al andén para tomar el tren siguiente.

Le sorprendía y le molestaba haber dicho aquello.

El teniente coronel dejó que Nerzhin esperara en el pasillo de la Dirección de la cárcel porque, en general, Nerzhin era un preso insolente que siempre buscaba el punto flaco de la ley.

El cálculo del teniente coronel fue acertado: después de permanecer largo tiempo de pie en el pasillo, Nerzhin no sólo perdió toda esperanza de conseguir la entrevista, sino que, acostumbrado a toda clase de desgracias, esperaba algo nuevo y malo.

Tanto más le impresionó saber que dentro de una hora acudiría a la entrevista. Según el código de la más alta ética presidiaría, que él mismo había difundido entre los demás, no se debía mostrar alegría en absoluto, ni siquiera satisfacción, sino precisar con indiferencia a qué hora debía estar preparado, y marcharse. Consideraba indispensable esta conducta para que las autoridades comprendieran menos el espíritu del preso y no conocieran el alcance de su influencia sobre el mismo. Pero el cambio fue tan brusco, y la alegría tan grande, que Nerzhin no se contuvo, se iluminó su rostro y dio las gracias al teniente coronel de todo corazón.

Por el contrario, la cara del teniente coronel ni siquiera tembló.

Y se fue acto seguido a dar instrucciones a los vigilantes que debían acompañar a los presos a la entrevista.

Formaban parte de estas instrucciones: recordar la importancia del estricto secreto del centro; explicar la maldad del crimen de lesa patria de los criminales empedernidos que iban aquel día a la entrevista, y su obstinada y única intención de aprovechar la entrevista de hoy para entregar directamente a Estados Unidos, a través de sus esposas, los secretos de Estado a que tenían acceso. (Los vigilantes no conocían ni aproximadamente lo que se estaba elaborando entre los muros de los laboratorios y era fácil infundirles el sagrado temor de que un pedazo de papel transmitido desde aquí podía perder a todo el país). Seguía la enumeración de los fundamentales escondrijos posibles en la ropa, en el calzado, así como los procedimientos para descubrirlos (por lo demás, la ropa se les entregaba una hora antes de la entrevista. Era una ropa especial, para causar buena impresión). Una charla permitía conocer hasta qué punto se habían asimilado las instrucciones sobre el cacheo; finalmente, se elaboraban diferentes ejemplos sobre el giro que podían tomar las conversaciones de los que se entrevistaban, cómo escucharlas y cortar cualquier tema que no fuera personal o familiar.

El teniente coronel conocía el reglamento y era amante del orden.