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Al citar la definición de trabajo que daba el manual escolar de física, el subteniente Nadelashin no mentía. Aunque su trabajo sólo se prolongaba durante doce horas cada dos días, era un trabajo embarazoso, lleno de carreras por los pisos y con un alto grado de responsabilidad.

La noche anterior, el servicio de guardia había sido especialmente dificultoso. Entró de servicio a las nueve de la noche, y apenas había empezado a comprobar que todos los presos, en número de 281, estuvieran presentes, a mandarlos al trabajo nocturno, y a distribuir los puestos de guardia (en el descansillo de la escalera, en el pasillo de Dirección, y una patrulla bajo las ventanas de la cárcel), tuvo que abandonar la tarea de dar de comer e instalar a un nuevo contingente de presos al ser llamado por el oper, el comandante Mishin, que todavía no se había marchado a casa.

Nadelashin era un hombre excepcional, no sólo entre los carceleros (o, como ahora se les llamaba, los obreros penitenciarios), sino en general, entre sus compatriotas. En un país en que el vodka no se diferencia del agua ni por el aspecto de la palabra§, Nadelashin no lo tomaba ni cuando estaba resfriado. En un país en el que uno de cada dos hombres ha pasado por la academia de la palabrota, sea en el campo de concentración sea en el frente de guerra, y en el que utilizan con sencillez los tacos no sólo los borrachos en presencia de los niños (y los niños en sus juegos infantiles), y no sólo al subir en un autobús interurbano, sino también en conversaciones íntimas, Nadelashin no sabía blasfemar, ni siquiera utilizar palabras tales como «diablo» y «canalla». Cuando estaba irritado, sólo se servía de una frase hecha, «¡así un toro te cornee!», y a menudo ni siquiera en voz alta.

También esta vez dijo «así un toro te cornee», y se apresuró a presentarse ante el comandante.

El oper Mishin, el comandante patológicamente gordo y de cara amoratada a quien Bobynin había tachado injustamente de parásito en su conversación con el ministro, se había quedado a «trabajar» aquella tarde de sábado debido a extraordinarias circunstancias. Confió a Nadelashin una misión:

—comprobar si había empezado la celebración de la Navidad alemana y letona;

—tomar nota, en cada grupo, de todos aquellos que celebraran la Navidad;

—vigilar personalmente, y también por medio de carceleros ordinarios enviados cada diez minutos, si se bebía vino con este motivo, de qué hablaban entre ellos y, sobre todo, si hacían propaganda antisoviética;

—en lo posible, descubrir infracciones del régimen penitenciario y cortar aquella absurda orgía religiosa.

No dijo «cortar» a secas sino «en lo posible». La celebración pacífica de la Navidad no era un acto directamente prohibido, sin embargo el corazón del camarada Mishin, entregado al partido, no podía soportarlo.

El subteniente Nadelashin, con su fisonomía de impasible luna invernal, recordó al comandante que ni él, ni menos aún sus carceleros, conocían el idioma alemán y el idioma letón (incluso sabían el ruso bastante mal).

Mishin recordó que él mismo, después de cuatro años de comisario en una compañía destinada a un campo de concentración de prisioneros de guerra alemanes, sólo había aprendido tres palabras: Halt!, Zurück! y Weg§! y redujo las exigencias de sus instrucciones.

Oída la orden, Nadelashin saludó torpemente (de vez en cuando les daban también instrucción militar) y fue a distribuir los presos recién llegados, para lo cual tenía también una lista del oper indicando en qué sala y en qué litera debía colocar a cada uno. (Mishin concedía gran importancia a la distribución planificada de literas en las salas penitenciarias, donde había repartido uniformemente también a sus informadores. Sabía que las conversaciones más sinceras no tienen lugar en medio de la agitada jornada laboral, sino antes de dormir, y que las más sombrías manifestaciones antisoviéticas se dan por las mañanas, por lo que resulta especialmente importante vigilar a la gente junto a su cama).

Luego, Nadelashin pasó puntualmente, una sola vez, por cada habitación donde se celebraba la Navidad, como si calculara cuántos vatios tenían las bombillas que allí había. Y mandó a los carceleros que pasaran una vez. Y anotó los nombres en una pequeña lista.

Después, el comandante Mishin volvió a llamarlo, y Nadelashin le entregó la lista. A Mishin le interesó especialmente que Rubin hubiera estado con los alemanes. Anotó este hecho en el expediente.

Más tarde llegó el momento del cambio de guardia, y de mediar en la disputa de dos celadores sobre quién había estado más tiempo de guardia la última vez y quién debía tiempo a quién.

Finalmente, el toque de queda, la discusión con Prianchikov acerca del agua caliente, la inspección de todas las habitaciones, la extinción de la luz blanca y el encendido de la azul. Entonces lo llamó de nuevo el comandante Mishin, que continuaba sin marcharse a su casa (en casa tenía la mujer enferma y no quería pasarse la noche escuchando sus lamentaciones). El comandante Mishin estaba sentado en su butaca y tenía a Nadelashin de pie. Le preguntó si había observado con quién paseaba Rubin habitualmente, y si en la última semana se habían dado casos de que hablara provocativamente de la Administración penitenciaria o presentara alguna demanda en representación de la masa de presidiarios.

Nadelashin ocupaba un puesto especial entre sus colegas, los oficiales del MGB, jefes de los turnos de guardia. Le reprendían mucho y con frecuencia. Su innata bondad le había impedido durante largo tiempo servir en los órganos de seguridad. De no haberse adaptado, lo habrían expulsado hacía tiempo o incluso llevado a los tribunales. Cediendo a su inclinación natural, Nadelashin nunca había sido grosero con los presidiarios, les sonreía con sincera bondad y, en toda insignificancia en la que pudiera dulcificar el régimen, lo dulcificaba. Por todo esto, los presos lo querían, nunca se quejaban de él, nada hacían contra su voluntad, e incluso no les intimidaba su presencia cuando conversaban. Estaba alerta para vigilar y para oír, era bastante culto y anotaba todo en una agenda especial, de cuyos materiales informaba a la superioridad compensando con ello las demás faltas que cometía en el servicio.

En esta ocasión, sacó su agenda y comunicó al comandante que el 17 de diciembre los presos iban en grupo por el pasillo inferior para salir de paseo y Nadelashin les seguía. Los presos refunfuñaban diciendo que el día siguiente era domingo y no había manera de que las autoridades les concedieran el derecho a paseo, pero Rubin dijo: «¿Cuándo comprenderéis, compañeros, que no conmoveréis a esos canallas?».

—¿Lo dijo así: «esos canallas»? —se iluminó el amoratado Mishin.

—Así lo dijo —confirmó cara de luna Nadelashin con mansa sonrisa.

Myshin volvió a abrir el mismo expediente, lo anotó, y ordenó además que formalizara aparte la denuncia.

El comandante Mishin odiaba a Rubin y coleccionaba material que lo perjudicara. Cuando entró a trabajar en Marfino y se enteró de que Rubin, un excomunista, se jactaba en todas partes de continuar siéndolo en su interior a despecho del «encarcelamiento», Mishin lo llamó y sostuvo con él una conversación sobre la vida en general y sobre su «trabajo conjunto» en particular. Mishin planteó la cuestión a Rubin como recomendaban en las reuniones de instrucción:

—si eres un hombre soviético, nos ayudarás;

—si no nos ayudas, no eres un hombre soviético;

—si no eres un hombre soviético, serás un hombre antisoviético, digno de una nueva condena.

Pero Rubin preguntó: «¿Y con qué hay que escribir las delaciones, con tinta o con lápiz?». «Mejor con tinta», aconsejó Mishin. «Pues verá, mi fidelidad al régimen soviético ya la he demostrado con sangre, no necesito demostrarla ahora con tinta».

Así descubrió Rubin al comandante toda su falsía y duplicidad. El comandante le llamó aún en otra ocasión.

Entonces, Rubin, con evidente perfidia, salió del paso diciendo que si lo habían encerrado era evidente que desconfiaban políticamente de él, y mientras esto fuera así no podía llevar a cabo ningún trabajo conjunto con el oper.

A partir de entonces, Mishin le guardaba rencor y reunía contra él todo lo que podía.

No había terminado todavía la conversación entre el comandante y el subteniente cuando llegó un automóvil del Ministerio de Seguridad del Estado en busca de Bobynin. Aprovechando tan feliz concatenación de circunstancias, Mishin, que había salido con sólo la guerrera puesta, no se apartó del coche, e invitó al oficial recién llegado a entrar a calentarse, llamando su atención sobre el hecho de que se pasaba allí las noches. Al mismo tiempo, apremiaba y daba órdenes a Nadelashin, y, por lo que pudiera ser, preguntaba al propio Bobynin si se había puesto ropa de abrigo (con toda intención, Bobynin no se había puesto, para ese trayecto, el buen abrigo que le habían entregado, sino la chaqueta acolchada del campo de concentración).

Después de la partida de Bobynin no tardaron en llamar a Prianchikov. ¡Con mayor motivo, el comandante no podía irse a casa! Para matar el tiempo, a la espera de que llamaran a alguien más y de que volviera, el comandante fue a comprobar cómo pasaba el tiempo el turno de vigilancia que estaba de descanso (se batían al dominó) y empezó a examinarles sobre el tema de la historia del partido (pues era responsable de su nivel político). Los celadores, aunque teóricamente estaban de servicio en aquel momento, respondían a las preguntas del comandante con un disgusto muy legítimo. Sus respuestas fueron lamentables: aquellos guerreros no sólo no recordaban el título de ninguna obra de Lenin y de Stalin, sino que incluso dijeron que Plejánov era un ministro del zar, y que mandó disparar contra los obreros petersburgueses el 9 de enero. Por todo ello, Mishin amonestó a Nadelashin, culpable de la relajación de su turno de vigilancia.

Más tarde, Bobynin y Prianchikov volvieron juntos, en el mismo coche, pero, como no deseaban contarle nada al comandante, se fueron a dormir. Desilusionado, y más aún, alarmado, el comandante se fue en el mismo coche para no ir a pie: los autobuses ya no funcionaban.

Los celadores libres de guardia denostaron al comandante a sus espaldas, y decidieron acostarse —también Nadelashin tenía intención de echar una cabezadita con un ojo abierto—, pero no fue ese el caso: sonó el teléfono en el cuarto de guardia de los vigilantes de escolta, encargados de las torres que rodeaban el edificio de Marfino. El jefe de la guardia comunicó muy excitado que le había telefoneado el centinela de la torre del ángulo sudoeste. En medio de una niebla que se tornaba densa por momentos, había visto claramente a un hombre de pie, escondido tras la esquina del cobertizo de la leña; después, el hombre había intentado arrastrarse hasta el alambre de espino de la parte anterior a la zona, pero asustado por el grito del centinela había huido a las profundidades del patio. El jefe de la guardia comunicó que telefonearía inmediatamente al estado mayor de su regimiento y redactaría un informe de aquel suceso extraordinario, pero que de momento pedía al oficial de servicio que diera una batida por el patio.

Aunque Nadelashin estaba firmemente convencido de que todo eran figuraciones del centinela, y que los presos estaban bien encerrados tras las nuevas puertas de hierro y los antiguos y sólidos muros de cuatro ladrillos de anchura, el hecho de que el jefe de la guardia redactara un informe exigía de él enérgicas medidas, así como el correspondiente informe. Por ello puso en estado de alerta al tumo de descanso y condujo a sus hombres, provistos de lamparillas del modelo Murciélago, por el gran patio envuelto en la niebla. Después, fue personalmente por todas las salas, guardándose de encender la luz blanca (para que no hubiera excesivas quejas). Bajo la luz azul no veía lo bastante y se golpeó fuertemente la rodilla en un catre antes de comprobar, iluminando con la lamparilla eléctrica las cabezas de los presos dormidos, que eran doscientas ochenta y una.

Hecho esto, fue a la oficina y redactó un informe de lo sucedido con su caligrafía redonda y clara que reflejaba la transparencia de su alma. Lo hizo en nombre del jefe de la Prisión Especial, teniente coronel Klimentiev.

Y ya había llegado la mañana, ya era hora de comprobar la cocina, de probar la comida y de tocar diana.

Así pasó la noche del subteniente Nadelashin, quien podía decir a Nerzhin con fundamento que no se comía el pan de balde.

La edad de Nadelashin pasaba mucho de los treinta años, aunque parecía más joven gracias a su rostro fresco, sin bigote ni barba.

El padre y el abuelo de Nadelashin habían sido sastres, no sastres de lujo, sino artesanos al servicio de la clase media, unos sastres que no desdeñaban tampoco el encargo de darle la vuelta a un traje, de ajustar la ropa del hijo mayor a la talla del menor, o de someterse a la prisa de cada uno. A este oficio habían también destinado a su hijo. A Nadelashin le gustaba desde la infancia este trabajo afable y suave, y se preparaba para él observando y ayudando a los mayores. Pero era el final de la NEP. Fueron a cobrarle a su padre el impuesto anual y lo pagó. Dos días después fueron a cobrarle otro impuesto anual y el padre también lo pagó. Con absoluta desvergüenza, dos días después le fueron a cobrar otro impuesto anual, este triplicado. El padre hizo pedazos la licencia, quitó el letrero e ingresó en la cooperativa. No tardaron en movilizar al hijo, el cual pasó del ejército a las tropas del MVD, de las que más tarde fue trasladado al servicio penitenciario.

Su carrera fue descolorida. En catorce años de servicio, tres o cuatro oleadas de celadores le fueron adelantando, algunos ya eran ahora capitanes, mientras que él sólo hacía un mes que había recibido la primera estrella.

Nadelashin, cuando hablaba, comprendía muchísimo más de lo que decía. Comprendía que aquellas personas presas, privadas de sus derechos, en realidad eran a menudo superiores a él. Y además, con esa cualidad propia de todos los hombres —la de ver a los demás muy parecidos a uno mismo—, Nadelashin no podía concebir que los presos fueran los malvados sanguinarios que pintaban caso por caso en el curso de política.

Con un recuerdo más exacto que el que tenía de determinados trabajos del curso de física, que había estudiado en la escuela nocturna, recordaba cada recoveco de los cinco corredores de la cárcel Bolshaya Lubianka y el interior de cada una de sus 110 celdas. De acuerdo con el reglamento de la Lubianka, los vigilantes se cambiaban cada dos horas, trasladándolos de una parte del corredor a otra (se hacía por precaución, para que no trabaran amistad con sus presos, para que estos no los convencieran o sobornaran; por lo demás, los vigilantes cobraban más que los profesores o los ingenieros). El vigilante tenía la obligación de echar un vistazo a cada mirilla al menos una vez cada tres minutos. Nadelashin, fisonomista excepcional, creía recordar a todos los presos de su planta, del primero al último, de 1935 a 1947 (año en que lo trasladaron a Marfino). Creía recordar tanto a los líderes famosos, como Bujarin, como a los simples oficiales del frente, como Nerzhin. Creía poder reconocer a cualquiera de ellos por la calle con cualquier traje, sólo que nunca volvían a la calle. Únicamente aquí, en Marfino, encontró a algunos de sus antiguos presos, aunque, naturalmente, sin dar a entender que los hubiera reconocido.

Los recordaba embrutecidos por los forzados insomnios en unos boks de un metro cuadrado de superficie deslumbrantemente iluminados; los recordaba comiendo sus cuatrocientos gramos de pan húmedo cortado con un hilo; absortos en antiguos y hermosos libros que la biblioteca de la cárcel poseía en abundancia; saliendo en grupo al retrete; poniéndose las manos en la espalda al ser llamados a interrogatorio; conversando alegremente en la última media hora antes del toque de queda; yaciendo las noches de invierno bajo una viva luz con los brazos encima de la manta y envueltos en toallas para tenerlos calientes: el reglamento exigía que se despertara a quienes escondieran los brazos bajo la manta, y que se les obligara a sacarlos.

A Nadelashin le gustaba sobre todo escuchar las discusiones y las conversaciones de aquellos académicos de barba blanca, sacerdotes, antiguos bolcheviques, generales y chistosos extranjeros. Debía escucharlos por imposición del servicio, pero los escuchaba también por su propia iniciativa. Nadelashin habría querido —debido a sus obligaciones nunca lo conseguía— escuchar un relato del principio al fin: cómo vivía antes aquella persona y por qué la habían encarcelado. Le impresionaba que, en los peligrosos meses en que se rompía su vida y se decidía su destino, aquellos hombres encontraran el valor necesario para no hablar de sus sufrimientos, sino de lo primero que se les ocurría: de los pintores italianos, de las costumbres de las abejas, de la batida contra los lobos, o de cómo construía las casas cierto Kar-bu-sie, aunque no las hubiera construido para ellos.

Un día, Nadelashin tuvo ocasión de escuchar una conversación que le interesó particularmente. Estaba sentado en la parte trasera de un furgón celular y daba escolta a dos presos encerrados dentro. Los trasladaban de Bolshaya Lubianka a la dacha Sujanovski, siniestra prisión de los arrabales de Moscú, de la que muchos salían para ir a la tumba o al manicomio. Nadelashin no había trabajado allí, pero había oído decir que en aquel lugar la alimentación de los presos era un rebuscado tormento: no se les cocinaba una comida basta y cargante como en todas partes, sino que de la casa de reposo vecina les traían una comida delicada y aromática. El tormento consistía en las porciones: daban al preso medio plato de sopa, una octava parte de chuleta, dos trozos de patata cocida. No los alimentaban, les recordaban lo que habían perdido. Era mucho más fastidioso que una escudilla de un bodrio sin sustancia, y servía también para enloquecer a la gente.

Sucedió que, por la razón que fuera, no separaron a los dos presos en el coche celular, sino que los llevaron juntos. Nadelashin no oyó lo que dijeron al principio debido al ruido del motor. Luego el motor tuvo una avería, el chófer se marchó a alguna parte y el oficial se quedó en la cabina. Nadelashin escuchó, a través de la reja de la puerta posterior, la conversación que los presos sostenían en voz baja. Estaban insultando al gobierno y al zar, pero no al actual ni a Stalin, estaban insultando… al emperador Pedro el Grande. ¿Qué mal les había hecho? Lo ponían de vuelta y media. Uno de ellos lo denostaba, entre otras cosas, porque Pedro había deformado y abolido la vestimenta popular rusa y con ello había hecho que el pueblo perdiera su personalidad ante los demás. El preso enumeraba detalladamente los trajes y vestidos que había, el aspecto que tenían y en qué ocasiones se llevaban. Aseguraba que todavía no era tarde para recuperar algunos detalles de estos vestidos y aplicarlos digna y cómodamente al traje moderno en lugar de copiar ciegamente a Parí$. El otro preso bromeaba —¡aún podía bromear!— diciendo que para ello se necesitaban dos hombres: un sastre genial que fuera capaz de combinar todo esto, y un tenor de moda que llevara esos trajes y se fotografiara con ellos. Después, toda Rusia los imitaría rápidamente.

Esta conversación interesó particularmente a Nadelashin porque el trabajo de sastre continuaba siendo su secreta pasión. Después de prestar servicio en la ardiente locura de los pasillos de la principal prisión política, le sosegaba el susurro de la tela, la flexibilidad de los pliegues, la mansedumbre del trabajo.

Cosía para los niños, hacía vestidos para su esposa y trajes para sí mismo. Pero lo mantenía en secreto.

Se consideraba vergonzoso para un militar.