Seguían serrando y serrando, sus cuerpos estaban enardecidos, sus caras llameaban, sus chaquetas habían sido arrojadas sobre los troncos, y los leños se apilaban en un buen montón junto al trípode. Todavía no tenían el hacha.
—¿No habrá bastante? —preguntó Nerzhin—. Quizá estamos serrando demasiada.
—Descansemos —aceptó Sologdin dejando la sierra, que al doblarse emitió el zumbido de una chapa.
Ambos se quitaron la gorra. Los espesos cabellos de Nerzhin y los ralos de Sologdin desprendían vapor. Respiraron profundamente. El aire parecía penetrar en los más estantíos rincones de su interior.
—Pero si te envían al campo de concentración —preguntó Sologdin—, ¿qué va a ser de tu trabajo sobre el Nuevo Tiempo Turbio? —(Eso significaba «antes de la revolución»).
—¿Y qué? No soy aquí un privilegiado, ya sabes. La amenaza del calabozo por guardar una sola línea escrita es igual aquí que allí. Tampoco aquí puedo consultar en una biblioteca pública. Y a los archivos no me darán acceso, probablemente, en todos los días de mi vida. Y si hablamos de papel limpio, una corteza de abedul o de pino la encontraré también en la taiga. Y no hay registro que me pueda quitar mi supremacía: el dolor experimentado, y el que he visto en los demás, puede sugerirme no pocas hipótesis sobre la historia, ¿eh? ¿No te parece?
—¡Mag-ní-fi-co! —soltó Sologdin como un denso suspiro—. Veo que algo has comprendido. Veo que ya has renunciado a pasarte primero quince años leyendo todos los libros que traten del tema, ¿verdad?
—Por una parte sí; pero, por otra parte, ¿de dónde los iba a sacar?
—¡Sin el «por otra parte»! —exclamó Sologdin previniéndole—. Compréndelo: ¡el pensamiento! —levantó la cabeza y la mano—. ¡Una fuerte idea inicial determina el éxito de cualquier asunto! ¡Y la idea debe ser propia! El pensamiento, como un árbol vivo, da fruto sólo si se desarrolla de modo natural. ¡Los libros y las ideas ajenas son las tijeras que recortan la vida de tu pensamiento! Primero hay que encontrar las ideas por uno mismo, y sólo luego comprobarlas con los libros. —Sologdin miró a su amigo inquisitivamente—: ¿Mantienes tu intención de leerte los treinta volúmenes rojos de pe a pa?
—¡Sí! Comprender a Lenin es comprender la mitad de la revolución. ¿Y dónde se manifiesta mejor sino en sus libros? Además, los encontraré en cualquier parte, en cualquier isba-biblioteca.
Sologdin se puso la gorra y se sentó incómodamente en el trípode. Su rostro se había oscurecido.
—Eres un loco. Vas a martillearte la cabeza. ¡No sacarás nada! Mi deber es prevenirte.
Nerzhin tomó también la gorra del saliente del trípode y se sentó sobre un montón de leños.
—Sé digno de tu… ciencia calculadora. Aplica el procedimiento de los puntos condicionales. ¿Cómo se investiga un fenómeno desconocido? ¿Cómo se busca una curva no especificada? ¿Por el total? ¿O por puntos aislados? ¡Está muy claro! —apresuró Nerzhin, que era enemigo de las digresiones—. Buscamos los puntos de ruptura, los puntos de retorno, los puntos extremos y finalmente los puntos cero. Y la curva está en nuestras manos.
—Entonces, ¿por qué no aplicar esto a la «faceta cotidiana»? —(A la faceta histórica, tradujo en su fuero interno Nerzhin a la Lengua de Aparente Claridad)—. Abarca la vida de Lenin con un ojo, advierte en ella las principales rupturas de la continuidad, los intensos cambios de orientación, y lee sólo aquello que haga referencia a ellos. ¿Cómo se comportó en esos instantes? Y tienes a todo el hombre. El resto no te sirve absolutamente para nada.
—O sea que, cuando te pregunté qué hacer con los presos comunes, ¿te apliqué sin darme cuenta el método de los puntos convencionales? —le preguntó Nerzhin.
Una sonrisa esquiva estrechó los párpados alrededor de los ojos claros de Sologdin. Con aire de preocupación se echó la chaqueta sobre los hombros y cambió de postura sobre el trípode aunque consiguiendo la misma incomodidad.
—Me has emocionado, Glebchik. Ahora, tu partida puede llegar súbitamente. Nos separaremos. Uno de los dos perecerá. O los dos. ¿Viviremos hasta el día en que la gente se encuentre y charle abiertamente? Desearía tener tiempo para confiarte por lo menos… por lo menos algunas conclusiones sobre las vías de la creatividad, sobre la unidad entre el objetivo, su ejecutor y el trabajo de este. Podrían serte útiles. Como es natural, me estorba mucho la imperfección de mi lenguaje, lo expondría de algún modo torpe…
¡Era el estilo de Sologdin! Antes de arriesgarse a uno de sus brillantes pensamientos, nunca dejaba de rebajarse a sí mismo.
—Sí, claro —le apoyó Nerzhin para acelerar el proceso—, tu débil memoria, y el hecho de que eres un «recipiente de errores»…
—Sí, sí, precisamente —confirmó Sologdin con una breve sonrisa—. Así pues, conociendo mis imperfecciones, he empleado largos años de cárcel en elaborar esas normas que concentran la voluntad como estrechándola dentro de una anilla de hierro. Estas normas vienen a ser «una observación general de las vías de acceso» al trabajo.
Una metodología, tradujo como de costumbre Nerzhin esa perífrasis de la Lengua de la Claridad Máxima. Sentía sus hombros transidos de frío y también se echó la chaqueta encima.
Era evidente, por el aumento de la luz diurna, que pronto deberían abandonar la leña y acudir a la llamada matutina. A lo lejos, ante la dirección de la cárcel, bajo el bosquecillo de los tilos hechizados y helados de Marfino, se vislumbraba el paseo matinal de los presidiarios. Entre los paseantes se elevaba la erecta y flaca figura del pintor Kondrashov-Ivánov, de cincuenta años, y la no menos larga, pero de hombros encorvados, del exarquitecto particular de Stalin, el ahora olvidado Merzhanov. Podía verse también a Lev Rubin, que se había dormido y ahora intentaba llegar a «la leña», pero el vigilante no se lo permitía: era tarde.
—Mira, allí está Liovka con la barba enmarañada.
Soltaron una carcajada.
—De modo que, si quieres, cada mañana te comunicaré algunas normas de esas.
—Adelante. Probemos.
—Por ejemplo: ¿cómo enfrentarse a las dificultades?
—¿No desmoralizándose?
—No basta.
Sologdin contemplaba, por encima de Nerzhin, las pequeñas y densas matas abatidas por la escarcha y apenas acariciadas por el inseguro color rosa de oriente: el sol vacilaba, no sabía si mostrarse o no. La cara de Sologdin, seria, flaca, con rubia barbita rizada y cortos bigotes rubios, recordaba en algo la faz de Alexandr Nevski.
—¿Cómo enfrentarse a las dificultades? —proclamó—. En el campo de lo ignoto hay que considerar las dificultades como un tesoro escondido. Normalmente, cuanto más difícil, más útil. Pero las dificultades no son tan valiosas si provienen de la lucha con uno mismo. ¡Sin embargo, cuando las dificultades tienen su origen en la creciente resistencia del asunto, es magnífico! —Por el rostro enardecido de Alexandr Nevski pasó una especie de rosado crepúsculo que tenía el reflejo de unas dificultades maravillosas como el sol—. La vía de investigación más gratificante es cuando una resistencia externa mayor se enfrenta a una resistencia interna menor. Hay que considerar los fracasos como la necesidad de continuar aplicando esfuerzo y concentración de voluntad. Y si los esfuerzos aplicados ya eran considerables, ¡tanto más satisfactorio es el fracaso! ¡Significa que nuestra palanca ha golpeado el arca de hierro del tesoro! ¡Y la superación de crecientes dificultades es tanto más valiosa porque el fracaso hace que el ejecutor crezca a la par que la dificultad a la que se enfrenta!
—¡Bravo! ¡Eso tiene fuerza! —dijo Nerzhin desde los troncos.
—Esto no significa que nunca se deba renunciar a poner más esfuerzo. Nuestra palanca puede golpear también la piedra. Una vez convencido de que los recursos son insuficientes o de que el ambiente es vivamente hostil, uno puede renunciar incluso al objetivo propuesto. ¡Pero lo importante es fundamentar rigurosamente esta renuncia!
—En esto, yo no creo… estar de acuerdo —repuso Nerzhin lentamente—. ¿Qué ambiente puede haber más hostil que la cárcel? ¿Dónde pueden ser más insuficientes nuestros recursos? Y en cambio llevamos a cabo nuestra tarea. Renunciar ahora podría ser renunciar para siempre.
Los matices del crepúsculo recorrieron el matorral y fueron ahogados por compactas nubes grises.
Como si separara los ojos de unas tablas que acabara de leer, Sologdin miró con aire distraído a Nerzhin desde arriba. Y de nuevo hizo como si leyera, con voz ligeramente cantarína:
—Ahora escucha: ¡La regla de los últimos centímetros! ¡El campo de los últimos centímetros! En la Lengua de la Claridad Máxima se comprende enseguida de qué se trata. El trabajo está ya casi terminado, el objetivo casi alcanzado, todo parece cumplido y superado, ¡pero la calidad del objeto no es la debida! Se necesitan añadiduras, tal vez investigaciones. En este instante de fatiga y de autosatisfacción resulta especialmente tentador abandonar el trabajo sin haber alcanzado la cima de la calidad. El trabajo en el campo de los últimos centímetros es complejo, muy complejo, pero también es especialmente valioso ¡pues se ejecuta con los medios más perfectos! ¡La regla de los últimos centímetros consiste precisamente en no renunciar a este trabajo! ¡Ni tampoco aplazarlo, pues el sistema mental del ejecutor abandonaría el campo de los últimos centímetros! ¡Ni escatimar el tiempo que va a emplearse en ello, pues el objetivo es siempre conseguir la perfección, no una rápida terminación!
—¡Muuuy bien! —murmuró Nerzhin.
Con una voz muy diferente, algo basta y burlona, Sologdin dijo:
—¿Qué hace usted, subteniente? No le reconozco. ¿Por qué nos retiene el hacha? Ya no nos queda tiempo para partir la leña.
El subteniente Nadelashin, de cara de luna, era brigada desde hacía poco. Al ascenderle a oficial, los presos de la sharashka, que sentían afecto por él, lo rebautizaron con el nombre de «Sub».
En aquel momento llegaba a pequeños pasitos, jadeando graciosamente. Entregó el hacha, sonrió con aire culpable y respondió prestamente:
—Se lo ruego, se lo ruego muy encarecidamente, Sologdin, ¡parta leña! En la cocina no queda nada, no tienen con qué hacer la comida. ¡No puede imaginarse el trabajo que tengo, aparte de ocuparme de vosotros!
—¡Quéé! —resopló Nerzhin—. ¿Trabajo? ¡Subteniente! Pero ¿acaso usted trabaja?
El oficial de servicio volvió su cara de luna hacia Nerzhin. Frunciendo la frente, recitó de memoria:
—“El trabajo es la superación de la resistencia”. Cuando ando de prisa supero la resistencia del aire, y por lo tanto también trabajo —quiso permanecer imperturbable, pero una sonrisa iluminó su rostro cuando Sologdin y Nerzhin soltaron la carcajada al aire, ligeramente helado—. ¡Por tanto, partidla, os lo ruego!
Y dando media vuelta se fue arrastrando los pies hacia la Dirección de la cárcel, donde en aquel momento se vislumbraba la figura y el capote del jefe de la misma, el teniente coronel Klimentiev.
—Glebchik —se sorprendió Sologdin—. ¿Me traicionan los ojos? ¿Es Klimentiadis? —Aquel año los periódicos hablaban mucho de los presos griegos que desde sus celdas telegrafiaban a todos los Parlamentos, y a la ONU, comunicando las calamidades que estaban soportando. En la sharashka, donde no siempre los presos podían enviar ni siquiera postales a sus esposas, y no hablemos ya de enviarlas a los parlamentos extranjeros, se adoptó la costumbre de cambiar por nombres griegos los apellidos de los jefes de la cárcel: Myshinopulo, Klimentiadis, Shikinidi—. ¿Qué hace aquí Klimentiadis en domingo?
—¿No lo sabes? Seis hombres tienen entrevista.
Al recordarle esto a Nerzhin, el alma de este, tan inspirada durante la leña de la mañana, volvió a inundarse de amargura. Había pasado casi un año desde que le concedieran la última entrevista, ocho meses desde que presentó la instancia, y no se la habían negado ni concedido. Entre otros muchos motivos, se debía a que no daba la dirección de la residencia estudiantil donde vivía su esposa —para salvar los estudios de esta, que aspiraba al puesto de ayudante en la universidad—, sólo la de “lista de correos”. Y la cárcel no quería enviar cartas a la lista de correos. Gracias a su concentrada vida interior, Nerzhin estaba libre del sentimiento de la envidia. Ni el salario ni la alimentación de otros presos más dignos enturbiaba su tranquilidad. Pero la sensación de injusticia en las entrevistas, la sensación de que unos las tenían cada dos meses mientras su vulnerable esposa vagaba suspirando bajo los muros de la fortaleza de la prisión, lo martirizaba.
Por si fuera poco, aquel día era su cumpleaños.
—¿Tienen entrevista? Síí… —sintió envidia también Sologdin, con la misma amargura—. Los chivatos la tienen cada mes. Y yo no veré nunca más a mi Nínochka…
(Sologdin no utilizaba la expresión “hasta que termine la condena”, porque había tenido ocasión de saber que las condenas pueden no tener fin).
Vio que Klimentiev se detenía un momento con Nadelashin y entraba en Dirección.
Y de pronto dijo rápidamente:
—¡Gleb! Tu mujer, Nadia, conoce a la mía. Si te visita, procura rogarle que busque a Nínochka y que le diga tres palabras de mi parte —miró al cielo—: ¡Te ama! ¡Te saluda! ¡Te adora!
—¿Qué dices? ¡Pero si a mí me han prohibido las entrevistas! —dijo Nerzhin despechado mientras se las apañaba para cortar su leño por la mitad.
—¡Pues mira!
Nerzhin volvió la cabeza. El «Sub» iba hacia ellos y lo llamaba desde lejos con el dedo. Gleb dejó caer el hacha, cogió la chaqueta, que derribó la sierra con breve tañido, y echó a correr como un crío. Sologdin contempló cómo el «Sub» conducía a Nerzhin a Dirección, luego puso el tronco verticalmente y descargó el instrumento con tal encarnizamiento que no sólo partió el leño en dos trozos, sino que clavó además el hacha en la tierra.
Por lo demás, el hacha era de la Administración.