26

Amanecía.

La escarcha, generosa y majestuosa, aterciopelaba los postes de la zona y de la ante-zona, el alambre de espino trenzado con veinte hilos y doblado en miles de estrellitas, el inclinado techo de la torre de guardia y la mala hierba, todavía por segar, en el espacio desierto fuera de la alambrada.

Sin cubrirse los ojos, Dmitri Sologdin se recreaba contemplando aquella maravilla. Estaba de pie junto al trípode de aserrar la leña. Llevaba el mono azul, y encima la chaqueta acolchada de los trabajadores del campo de concentración. Su cabeza, con los primeros hilos de plata, no estaba cubierta. Era un insignificante esclavo sin derecho alguno. Llevaba ya doce años de cárcel, pero debido a una segunda sentencia no se preveía el fin de su encarcelamiento. Su esposa había secado su juventud en una espera infructuosa. Para que no la despidieran de su actual trabajo, y como ya la habían despedido de muchos otros, mentía diciendo que no tenía marido, que había cortado con él toda correspondencia. Sologdin nunca había visto a su único hijo: cuando lo arrestaron, su esposa estaba embarazada. Había pasado por los bosques de Cherdyn, por las minas de Vorkuta, por dos procesos, uno de medio año y otro de un año, y por un insomnio que agotaba las fuerzas y los jugos de su cuerpo. Su nombre y su futuro habían sido pisoteados en el fango hacía tiempo. Sus bienes consistían en unos pantalones acolchados, usados, y una chaqueta impermeable que guardaba en el almacén a la espera de tiempos más duros. Cobraba 30 rublos al mes, el valor de tres kilos de azúcar, y además no los cobraba en efectivo. Sólo podía respirar aire fresco en determinadas horas, las permitidas por las autoridades de la prisión.

Y el sosiego de su alma era imperturbable. Sus ojos relucían como los de un joven. Su pecho, abierto a la helada, se ensanchaba de plenitud de vida.

Sus músculos, que fueran como secas cuerdas en otro tiempo, en tiempo del proceso, ahora se habían hinchado y crecido de nuevo, y pedían acción. Por ello, voluntariamente, sin ninguna recompensa, cada mañana salía a partir y serrar leña para la cocina de la prisión.

No fue tan sencillo ni tan rápido conseguir que le confiaran el hacha y la sierra, armas terribles en manos de un presidiario. Las autoridades de la cárcel, por lo que cobraban, tenían la obligación de sospechar que cada acto de los presos, por inocente que fuera, ocultaba alguna perfidia. Además, juzgando por sí mismas, no podían creer de ninguna manera que un hombre aceptara voluntariamente trabajar gratis. Por ello sospecharon obstinadamente de Sologdin, creyendo que preparaba una evasión o un motín armado, y con mayor razón porque indicios de una cosa y otra figuraban en su expediente penitenciario. Se dictó una disposición: colocar un celador a cinco pasos de distancia de Sologdin cuando este trabajara, que el celador vigilara cada uno de sus movimientos y al mismo tiempo se mantuviera fuera del alcance del filo del hacha. Los vigilantes aceptaban el peligroso servicio, y semejante correlación —un vigilante por trabajador— no parecía un despilfarro a las autoridades, educadas en las buenas normas del Gulag. Pero Sologdin se puso terco (con lo que no hizo más que aumentar las sospechas): declaró sin reservas que no trabajaría ante un «madero». Durante cierto tiempo se dejó de partir leña (el jefe de la cárcel no podía obligar a los presos, no estaban en un campo de concentración: los presos llevaban a cabo un trabajo intelectual que no era de su jurisdicción). La principal desgracia estaba en que las autoridades planificado-ras y contables no habían previsto la necesidad de este trabajo, anejo al de la cocina. Por ello, las mujeres contratadas para preparar la comida de los presos no estaban dispuestas a partir leña, pues no se lo pagaban como trabajo extra. Intentaron endosar este trabajo a los carceleros de los turnos de descanso, arrancándolos de la partida de dominó en el cuarto de guardia. Los carceleros eran todos unos muchachotes, unos jóvenes elegidos rigurosamente por su robustez. Sin embargo, tras unos años de servicio en el personal de guardia parecían haber perdido la costumbre de trabajar, les empezaban a doler las espaldas y, además, los chicos se sentían atraídos por el dominó. Nunca partían tanta leña como era necesario. Y el jefe de la cárcel tuvo que ceder: autorizar a Sologdin y a otros presos (Nerzhin y Rubin las más de las veces) a aserrar y partir leña sin una guardia complementaria. Además, desde la torre de vigilancia se les podía ver como si estuvieran en la palma de la mano, y se ordenó a los oficiales de servicio que les echaran una mirada.

En la oscuridad, que se iba disipando bajo la pálida luz de los faroles y la luz del día, apareció por la esquina del edificio la figura redonda del portero Spiridón con su chubasquero y la gorra de orejeras que sólo a él habían proporcionado. El portero era también un presidiario, pero dependía del jefe del Instituto y no del de la cárcel, aunque para no entrar en discusiones afilaba las sierras y las hachas de la cárcel. A medida que se aproximaba, Sologdin iba distinguiendo en sus manos la sierra que faltaba de su sitio.

Spiridón Yegorov andaba sin escolta por el patio (vigilado este con ametralladoras) desde el toque de diana al toque de queda. Las autoridades le habían concedido estas libertades, además, porque Spiridón tenía un ojo completamente ciego y sólo tres décimas de visión en el otro. En la sharashka había una plantilla de tres porteros, porque el patio, con una superficie de dos hectáreas, constaba de varios patios unidos entre sí. Spiridón, que no lo sabía, trabajaba él solo por los tres, y no lo pasaba mal. Aquí, sobre todo, comía a placer de vientre, no menos de kilo y medio de pan negro, pues en lo del pan había libertad absoluta, y además los compañeros le cedían parte de sus gachas. Aquí, Spiridón se había recuperado y relajado visiblemente después de su estancia en Sevurallag, de tres inviernos de talar bosques y de tres primaveras de conducir maderos por las aguas acunando muchos millares de troncos.

—¡Eh! ¡Spiridón! —lo llamó impaciente Sologdin.

—¿Qué pasa?

La sonrosada cara de Spiridón, de bigotes y cejas rojizos y canosos, era muy expresiva, y a menudo mostraba muy buena disposición al responder, como en este caso. Pero Sologdin no sabía que un exceso de buena disposición significaba, en Spiridón, una burla.

—¿Qué pasa? Que la sierra se desliza mal.

—¿Y por qué no habría de deslizarse mal? —se sorprendió Spiridón—. ¡No os habéis quejado pocas veces este invierno! ¡Vamos, probemos un poco!

Y le alargó la sierra por uno de sus mangos.

Empezaron a serrar. La sierra saltó un par de veces, cambiando de lugar como si no se encontrara a gusto, luego mordió la madera y empezó a funcionar.

—Agarra usted el mango con demasiada fuerza —le aconsejó prudentemente Spiridón—. Rodee el mango con tres dedos, como una pluma, y dele libertad, suavemente… ve… ¡así, así! Y cuando tire hacia usted, no dé sacudidas…

Cada uno de ellos percibía su clara superioridad sobre el otro: Sologdin, porque conocía mecánica teórica, resistencia de materiales y muchas otras ciencias, y tenía una amplia visión de la vida social; Spiridón, porque todos los objetos le obedecían. Sin embargo, Sologdin no ocultaba su condescendencia hacia el portero, mientras que Spiridón disimulaba la suya hacia el ingeniero.

La sierra no se clavó en absoluto, ni siquiera al pasar por el centro del grueso tronco, sino que siguió su camino tintineando y escupiendo el amarillento serrín de pino sobre los pantalones de los monos de uno y otro.

—¡Eres un milagrero, Spiridón! Me has engañado. ¡Ayer afilaste y trenzaste la sierra!

Satisfecho, Spiridón pronunció al compás de la sierra:

—Come lo suyo, come, mastica fino, pero no traga, se lo entrega a otros… —Y presionando con la mano hizo caer el trozo de tronco casi totalmente aserrado—. No la afilé —dijo volviendo hacia el ingeniero la sierra panza arriba—. Mire los dientes, están como ayer.

Sologdin se inclinó sobre los dientes y no encontró, verdaderamente, limaduras recientes. Pero algo habría hecho aquel bergante con ella.

—Bueno, vamos, Spiridón, otro tronquito.

—Nooo —Spiridón se tentó las espaldas—. Estoy agotado. He cargado con todo el trabajo que mis abuelos y bisabuelos dejaron de hacer. A propósito, ya vienen sus amigos.

Sin embargo, los amigos no venían.

El amanecer mostraba ya toda su fuerza. Llegó una mañana solemne cubierta de escarcha. Incluso las cañerías, y toda la tierra, estaban engalanadas de escarcha. Sus azulados mechones adornaban las copas de los tilos en el patio de paseo, a lo lejos.

—¿Cómo fuiste a parar a la sharashka, eh, Spiridón? —preguntó Sologdin examinando al portero.

El caso era que no tenía nada mejor que hacer. Tras muchos años de campo de concentración, Sologdin sólo trataba ahora con personas cultas en la creencia de que nada valioso podía extraer de personas de baja condición intelectual.

—Sí —hizo chascar los labios Spiridón—, ya ve qué personas tan sabias han reunido aquí, y yo también estoy uncido en el mismo yugo que vosotros. En mi cartilla escribieron «soplador de vidrio». Ciertamente, en otro tiempo fui soplador de vidrio, maestro vidriero en nuestra fábrica de Briansk. Pero hace ya muchos años de eso, me fallan los ojos, y el trabajo de allí nada tiene que ver con el de aquí, aquí necesitan a un buen soplador, como Iván. En toda nuestra fábrica no creo que hubiera uno igual. Y sin embargo me trajeron por lo de la cartilla. Cuando advirtieron cómo era, querían enviarme de vuelta. Menos mal que el jefe me tomó de portero.

Gleb Nerzhin apareció por la esquina procedente del patio de paseo y del «estado mayor de la cárcel» sito en un edificio de una planta construido aparte. Venía con el mono desabrochado, la chaqueta acolchada negligentemente echada sobre los hombros, y una toalla de la Administración (corta, por ello, hasta ser cuadrada) sobre el cuello.

—Buenos días, amigos —saludó precipitadamente, quitándose la ropa por el camino: se bajó el mono hasta la cintura y se sacó la camiseta.

—¿Está loco, Gleb? ¿Dónde ves nieve? —le miró Sologdin de soslayo.

—Pues allí —replicó sombríamente Nerzhin trepando al techo del sótano. En aquel lugar había una capa escasa y aterciopelada de algo que tanto podía ser nieve como escarcha. Nerzhin la recogió a puñados y empezó a frotarse con ardor el pecho, la espalda y los costados. Todo el invierno se frotaba con nieve el cuerpo hasta la cintura, aunque los celadores, si estaban cerca, se lo impedían.

—Te pone el cuerpo al rojo —meneó la cabeza Spiridón.

—¿Todavía no hay carta, Spiridón Danílych? —replicó Nerzhin.

—¡Pues sí, la hay!

—¿Por qué no la has traído para leérnosla? ¿Todo bien?

—Hay carta, pero no se puede coger. La tiene la serpiente.

—¿Mishin? ¿Y no te la da? —Nerzhin detuvo sus fricciones.

—Me puso en la lista, pero el jefe decidió que ordenara el desván. Cuando me repuse, la serpiente ya había terminado la distribución. Ahora, hasta el lunes.

—¡Qué canalla! —suspiró Nerzhin enseñando los dientes.

—Para juzgar a los popes ya tenemos al diablo —le quitó importancia Spiridón mirando por el rabillo del ojo a Sologdin, a quien conocía poco—. Bueno, me largo.

Y con las orejeras de su gorro graciosamente caídas a los lados como las orejas de un mastín, Spiridón se fue en dirección a los cuerpos de guardia, donde no dejaban entrar a ningún otro presidiario.

—¿Y el hacha? ¡Spiridón! ¿Dónde está el hacha? —recordó Sologdin a sus espaldas.

—El guardia de servicio te la traerá —respondió Spiridón, y desapareció.

—Bueno —dijo Nerzhin frotando con fuerza el trapo velludo por su pecho y por su espalda—, estoy a malas con Antón. Me referí al Número 7 como al «cadáver de un borracho bajo la cerca de Marfino». Por si fuera poco, ayer por la tarde me propuso el traslado al grupo de criptografía y rehusé.

Sologdin movió la cabeza y soltó una risita que más parecía de desaprobación. Al sonreír, dentro de sus bigotes rubios, claros, algo canos, cuidadosamente recortados, y de la barbita de las mismas características, relucían las perlas de unos dientes robustos, no tocados por caries, pero cortados por alguna fuerza externa.

—No te comportas como un calculador, sino como un trovador.

Nerzhin no se sorprendió: tanto la palabra «matemático» como la palabra «poeta» habían sido sustituidas por la conocida extravagancia de Sologdin: hablar la llamada Lengua de la Claridad Máxima sin emplear palabras «ornitológicas», es decir, extranjeras.

Medio desnudo, friccionándose sin prisa con la pequeña toalla, Nerzhin dijo tristemente:

—Sí, no es propio de mí. Pero siento tanto fastidio por todo que ya no deseo nada. Si hay que ir a Siberia, iré a Siberia… Por desgracia observo que Liovka tiene razón, no valgo para escéptico. Es evidente que el escepticismo no es solamente un sistema de puntos de vista sino ante todo un carácter. Y a mí me gusta mezclarme en los acontecimientos. Y puede también que… darle a alguno en los morros.

Sologdin se apoyó más cómodamente en el trípode.

—Me alegra profundamente, amigo mío. Tu profundizada incredulidad (que se llama «escepticismo» en la Lengua de Aparente Claridad) era inevitable en el camino de vuelta del… narcótico satánico —quería decir del «marxismo», pero no sabía cómo sustituir esta palabra en ruso— a la luz de la verdad. Ya no eres un niño —Sologdin era seis años mayor que él— y debes definirte espiritualmente, comprender la correlación entre el bien y el mal en la vida humana. Y debes elegir.

Sologdin contempló a Nerzhin con aire significativo, pero este no manifestó ninguna intención de estudiar el asunto y elegir entre el bien y el mal. Gleb se puso la camiseta, que le venía pequeña, y metió los brazos en las mangas del mono. Luego repuso:

—¿Y por qué, en una declaración tan importante, no mencionas que tu razón es débil y que eres «una fuente de errores»? —y levantó la cabeza para mirar a su amigo como si fuera la primera vez que lo viera—: Escucha, pese a todo tú estás por… «la luz de la verdad» y por «la prostitución del bien», ¿verdad? ¿Y, en el duelo de Pushkin, tenía razón D’Anthés?

La sonrisa satisfecha de Sologdin puso al descubierto una hilera incompleta de dientes redondeados y alargados.

—Pero creo haber defendido con éxito estas proposiciones, ¿o no?

—Sí, claro, pero eso de que en una misma cavidad craneal, en un mismo pecho…

—Así es la vida, acostúmbrate a ello. Te confieso que soy como un huevo de madera desmontable. Hay en mí nueve esferas.

—¡Esfera es una palabra «ornitológica»!

—Lo siento. Ya ves qué poca inventiva tengo. Hay en mí nueve… «bolas». Raramente permito que nadie vea las del interior. No olvides que vivimos con la visera cerrada. ¡Toda la vida con la visera cerrada! Nos han obligado. Pero en general, la gente, sin necesidad de que la obliguen, es más complicada de como nos la describen las novelas. Los escritores se esfuerzan en explicarnos a las personas hasta el fin, y en la vida nunca las conocemos hasta el fin. Por esto me gusta Dostoyevski: ¡Stavroguin! ¡Svidrigailov! ¡Kirillov! ¿Qué clase de personas son? Cuanto más las conoces menos las entiendes.

—Por cierto, ¿dónde sale ese Stavroguin?

—¡En Diablos! ¿No lo has leído? —se asombró Sologdin.

La corta toallita, algo húmeda, envolvía ahora el cuello de Nerzhin a guisa de bufanda. Sobre la cabeza se había encasquetado una vieja gorra de oficial, de la época de la guerra, abierta ya por las costuras.

—¿Diablos? ¿Crees que mi generación…? ¡Vaya, hombre! ¿De dónde lo iba a sacar? ¡Es literatura contrarrevolucionaria! ¡Era sencillamente peligroso! —se puso también la chaqueta acolchada—. Pero en general no estoy de acuerdo contigo. Cuando un nuevo preso atraviesa el umbral de la celda y tú te asomas desde la litera y lo taladras con los ojos, ¿no haces una evaluación inmediata de lo principal, es decir, de si es un amigo o un enemigo? ¡Y siempre sin lugar a error, eso es lo sorprendente! ¿Y dices que es muy difícil comprender a un hombre? Por ejemplo, ¿cómo nos conocimos tú y yo? Llegaste a la sharashka cuando el lavabo estaba todavía en la escalera principal, ¿lo recuerdas?

—Claro.

—Yo bajé por la mañana silbando no sé qué, algo frívolo. Tú estabas secándote y separaste la cara de la toalla en la penumbra. ¡Me quedé de una pieza! Me pareció la faz de un icono. Más tarde lo miré mejor y vi que no tenías nada de santo, no voy a halagarte…

Sologdin soltó una carcajada.

—… Tu cara no era dulce en absoluto, pero sí extraordinaria… Y enseguida me inspiraste confianza, y cinco minutos después ya te estaba contando…

—Me impresionó tu ligereza.

—¡Un hombre con esos ojos no podía ser un chivato!

—Mala cosa si se puede leer en mí tan fácilmente. En el campo de concentración hay que parecer uno del montón.

—Y aquel mismo día, después de escuchar hasta la saciedad tus confidencias evangélicas, te lancé una preguntita…

—… propia de los Karamázov.

—¡Lo recuerdas!: ¿qué hacer con los presos comunes? ¿Y qué dijiste? ¡Al paredón! ¿No?

La mirada de Nerzhin parecía comprobar una cosa: ¿habría cambiado Sologdin de opinión?

Pero el azul de los ojos de Dmitri Sologdin era imperturbable. Cruzando teatralmente los brazos sobre el pecho —esta posición se le daba bien— pronunció con énfasis:

—¡Amigo mío! Sólo los que anhelan la muerte del cristianismo desean convertirse a la fe de los castrados. Pero el cristianismo es la fe de los fuertes de espíritu. Hemos de poseer el valor de ver el mal del mundo y extirparlo. Espera, ya llegarás tú también a Dios. Tu in-cre-du-li-dad-pe-se-a-to-do no es un buen terreno para el hombre que piensa, es pobreza de espíritu.

—Tú sabes que ni siquiera —Nerzhin suspiró— estoy en contra de admitir la existencia de un Creador del mundo, de una Razón Suprema del Universo. Incluso lo percibo, si quieres. Pero ¿crees que si me enterara de que Dios no existe sería menos moral?

—¡Desde luego!

—Yo no lo creo. ¿Y por qué quieres, por qué queréis todos vosotros, no sólo admitir la existencia de Dios en general, sino necesariamente la del Dios cristiano en concreto, y su trinidad y su inmaculada concepción?… ¿Vacilaría mi fe, mi deísmo filosófico, si me enterara de que no tuvo lugar ni uno solo de los milagros del Evangelio? ¡En absoluto!

Sologdin levantó severamente la mano con un dedo extendido:

—¡No hay otro camino! ¡Si pones en duda un solo dogma de la fe, una sola palabra de las Escrituras, todo se viene abajo! ¡Eres un ateo! —Cortaba el aire con la mano como si llevara en ella un sable.

—¡Así es como alejáis a los hombres! ¡O todo o nada! Ningún compromiso, ninguna indulgencia. ¿Y si no puedo aceptarlo todo por entero? ¿Qué puedo proponer? ¿Con qué defenderme? Es lo que digo: sólo sé que no sé nada.

El aprendiz de Sócrates cogió la sierra y tendió el otro mango a Sologdin.

—De acuerdo, de esto no hablaremos partiendo leña —aceptó el otro.

Se habían enfriado y emprendieron alegremente la tarea de aserrar. La sierra escupía el polvo marrón de la corteza. La sierra no se deslizaba tan sabiamente como con Spiridón, pero de todos modos iba ligera. Muchas mañanas de trabajo habían hecho adaptarse a los dos amigos a la tarea de aserrar, y esta se desarrollaba sin reproches recíprocos. Aserraban con esas ganas y ese placer que da el trabajo cuando no es forzado ni provocado por la necesidad.

Sólo en el cuarto corte, Sologdin, vivamente sonrosado, refunfuñó:

—Con tal de que no pillemos un nudo…

Y después del cuarto tronco, Nerzhin murmuró:

—Sí, era nudoso el carroña ese.

El aromático serrín, unas veces blanco y otras amarillo, se depositaba sobre los pantalones y los zapatos de los aserradores a cada susurro de la sierra. El trabajo uniforme imponía calma y reelaboraba los pensamientos.

Nerzhin, que se había levantado de malhumor aquella mañana, pensaba ahora que los campos de concentración sólo habían podido aturdirle el primer año, que ahora tenía un talante muy distinto: no intentaría hacerse el tonto ni temería a los presos comunes, sino que saldría lentamente, con conocimiento de las profundidades vitales, y acudiría a la llamada matinal con su chaqueta acolchada manchada de estuco o de mazut, a trabajar al máximo la jornada de doce horas, y lo haría así durante los cinco años de condena que le quedaban. Cinco años no es lo mismo que diez. Sobrevivir cinco años es posible. Basta con recordar continuamente que la cárcel no es sólo una maldición, sino también una bendición.

Así reflexionaba mientras iban tirando de la sierra por turno. De ningún modo habría podido imaginar que su compañero, al par que tiraba de la sierra, pensara que la cárcel no era más que una pura maldición de la cual debía liberarse algún día.

En aquel momento, Sologdin pensaba en un gran éxito, prometedor de libertad, que había conseguido secretamente en los últimos meses de trabajos forzados. Debía oír la sentencia definitiva después del desayuno, y preveía por anticipado que sería aprobado. Con tumultuoso orgullo pensaba ahora Sologdin en su cerebro agotado después de tantos años de procesos y de hambre en los campos de concentración, después de tantos años de privación de fósforo. ¡Pero que había sido capaz de resolver una destacada tarea de ingeniero! ¡Cómo se nota en los hombres de cuarenta años este despegue de las fuerzas vitales! Sobre todo cuando la exuberancia carnal no se encamina a engendrar niños, sino que de manera misteriosa se transforma en poderosas ideas.