25

Pronunció este nombre, Agnia, y un céfiro de sensaciones muy diversas envolvió su cuerpo, mimado por el bienestar.

Tenía entonces veintiséis años y ella veintiuno.

Aquella muchacha no era de este mundo. Para su desgracia, el refinamiento y la exigencia de aquella muchacha era superior a la medida que permite a un hombre vivir. Sus cejas y las ventanas de su nariz palpitaban durante la conversación como si se dispusiera a levantar el vuelo con ellas. Nadie le había dicho nunca a Yákonov tantas palabras severas, ni le había reprochado unos actos totalmente normales en apariencia: veía de un modo impresionante todo lo bajo e innoble de dichos actos. Y cuantos más defectos encontraba en Antón, más se enamoraba este de ella, así de extraño.

Para discutir con ella había que proceder con cautela. Débil de salud como era, le cansaba ascender a una montaña, le cansaban las idas y venidas, e incluso una animada conversación.

Sin embargo encontraba fuerzas para pasear días enteros sola por el bosque. Pese a cualquier imagen de la muchacha de ciudad en un bosque, ella nunca se llevaba un libro: la habría estorbado, la habría distraído del bosque. Se limitaba a vagar por el bosque, se sentaba, estudiaba con sus propias luces los secretos de la naturaleza. Desdeñaba la naturaleza descrita por Turguéniev, la encontraba superficial. Cuando Antón la acompañaba, quedaba impresionado por las observaciones de la muchacha: ora era un fino tronco de abedul inclinado hasta el suelo en recuerdo de la nevada; ora cómo cambiaba por la tarde el matiz de la hierba del bosque. Él no advertía nada semejante: el bosque era un bosque, aire fresco y verdor.

Arroyo del Bosque, así la llamaba Yákonov en el verano de 1927, que pasaron en dachas vecinas. Salían y entraban juntos, y a los ojos de todos pasaban por novios.

Pero en realidad estaban muy lejos de serlo.

Agnia no era guapa ni fea. Su cara variaba a menudo: ora una sonrisa agraciada, ora una cara larga poco agraciada. Era más alta que el común de las muchachas, pero estrecha, frágil, y su paso era tan ligero como si Agnia no necesitara en absoluto tocar el suelo. Y aunque Antón ya era bastante experto y valoraba la carne en el cuerpo femenino, no era el cuerpo lo que le atraía de Agnia: al acostumbrarse a ella, se persuadió a sí mismo de que también le gustaba como mujer, de que ya se desarrollaría.

Sin embargo, aunque la muchacha compartía gustosa con Antón los largos días estivales, aunque penetraba con él muchos kilómetros en las profundidades verdes y se tendía a su lado en los prados, muy a disgusto permitía que le acariciara la mano, preguntaba: «¿Para qué?», e intentaba liberarse. No era por vergüenza ante los demás: al volver a la urbanización cedía al amor propio de su acompañante e iba sumisamente del brazo con él.

Razonando en su interior que la amaba, Antón se declaró, cayó ante sus rodillas en un pradecillo del bosque. Pero un profundo abatimiento se apoderó de Agnia. «Qué triste», le dijo. «Tengo la impresión de estar engañándote. Nada tengo para corresponderte. No experimento nada. Y esto me quita incluso las ganas de vivir. Eres inteligente y brillante, y yo debería estar muy contenta, y no tengo ganas de vivir…».

Hablaba así, pero cada mañana esperaba inquieta que hubiera algún cambio en la cara de su amigo, en su actitud.

Hablaba así, pero hablaba también de otra manera: «En Moscú hay muchas chicas. En otoño conocerás a una muchacha hermosa y te olvidarás de mí».

Se dejaba abrazar, e incluso besar, pero sus brazos y sus labios carecían de vida al hacerlo. «¡Qué duro es eso!», sufría la muchacha. «Creía que el amor era el descenso de un ángel de fuego. Y ahora tú me amas, nunca podría encontrar a nadie mejor que tú, pero yo no siento alegría, no tengo ningunas ganas de vivir».

Había en ella una puerilidad que se resistía al paso del tiempo. Temía esos misterios que relacionan al hombre con la mujer en el matrimonio, y con voz abatida le preguntaba: «¿Y no es posible prescindir de eso?». «¡Pero si no es con mucho lo principal!», le respondió un día Antón, inspirado. «¡Sólo es un complemento a nuestra unión espiritual!». Y entonces, por primera vez, los labios de Agnia se movieron débilmente al besar, y la muchacha dijo: «Gracias. De otro modo, ¿para qué vivir? Creo que empiezo a quererte. Procuraré amarte».

Aquel mismo otoño, al anochecer, iban un día por unos callejones cercanos a la plaza Taganskaya cuando Agnia dijo con su voz suave del bosque, que resultaba difícil de oír en el estruendo ciudadano:

—¿Quieres que te enseñe uno de los lugares más bellos de Moscú?

Y le condujo a la cerca de una pequeña iglesia de ladrillo pintada de blanco y rojo, con el altar orientado hacia un tortuoso callejón sin nombre. Dentro de la cerca había muy poco espacio, sólo un camino estrecho alrededor de la iglesilla para el vía crucis, para que pudieran pasar el sacerdote y el diácono uno al lado de otro. Tras las ventanitas enrejadas podía verse, en las profundidades, la apacible luz de los cirios del altar y de las lamparillas de colores. Y en un rincón de la cerca crecía un roble grande y viejo más alto que la iglesia, sus ramas daban sombra tanto a la cúpula como al callejón, de modo que la iglesia parecía diminuta.

—Es la iglesia de San Nikita mártir —dijo Agnia.

—Pero no es el lugar más bello de Moscú.

—Espera.

Le hizo pasar entre los pilares del portillo. Sobre las losas del patio había hojas de roble amarillas y anaranjadas. Casi bajo este mismo roble se elevaba también un antiguo campanario piramidal. Este, y una casita adyacente a la iglesia, tras la cerca, tapaban ya el bajo sol del crepúsculo. En la parte anterior del templo, ante la puerta de hierro, de doble hoja, abierta ahora de par en par, se encorvaba una vieja pordiosera y se santiguaba de cara al canto de vísperas, luminoso y dorado, que llegaba del interior.

—«Siendo la iglesia esa maravillosa por su belleza y luminosidad…» —citó casi musitando Agnia manteniendo su hombro arrimado al de él.

—¿De qué siglo es?

—¿Necesitas saber el siglo? ¿Y sin saberlo?

—Es bonita, naturalmente, pero no…

—¡Pues mira! —Con el brazo extendido, Agnia atrajo rápidamente a Antón camino adelante, hacia el atrio de la entrada principal, salió de la sombra para entrar en el tumultuoso crepúsculo y se sentó en un bajo pretil de piedra donde se interrumpía la cerca y empezaba el vano de la puerta.

Antón lanzó una exclamación. Parecían haber salido súbitamente de las estrecheces de la ciudad para encontrarse en una colina de pronunciada pendiente con un gran espacio abierto hasta la lejanía. El atrio, en el centro del interrumpido pretil, se desparramaba en una larga escalera de piedra blanca, con muchos peldaños alternando con descansillos, que se extendía por la pendiente de la montaña hasta llegar al Moskova. El río ardía bajo el sol. A la izquierda estaba la Zamoskvorechie deslumbrando con el brillo amarillo de los cristales; frente a ellos, humeaban en el cielo del ocaso las negras chimeneas de la Central Eléctrica de Moscú; casi a sus pies, el Yauza mezclaba sus aguas pajizas con las del Moskova; a la derecha se extendía la Casa Tutelar de Menores; tras ella se elevaban los cincelados contornos del Kremlin, y un poco más lejos llameaban al sol las cinco cúpulas, como ducados de oro, del templo de Cristo Salvador.

Y en medio de todo este brillo áureo, Agnia, cubierta con un chal amarillo que también parecía de oro, permanecía sentada al sol con los ojos entornados.

—¡Sí! ¡Esto es Moscú! —pronunció cautivado Antón.

—¡Qué bien sabían los antiguos rusos elegir la ubicación de las iglesias y de los monasterios! —dijo Agnia con la voz entrecortada—. He viajado por el Volga y por el Oka, y en todas partes los construyeron así, en los lugares más majestuosos. Los arquitectos eran peregrinos, los picapedreros hombres justos.

—Síí, esto es Moscú…

—Pero desaparece, Antón —afirmó Agnia con voz cantarína—. ¡Moscú desaparece!

—¿Dónde quieres que vaya? Es una fantasía.

—Van a destruir esta iglesia, Antón —se empeñó Agnia.

—¿Cómo lo sabes? —se enfadó Antón—. Es un monumento artístico, lo dejarán —miró el diminuto campanario por cuyas aberturas unas ramas de roble echaban un vistazo a las campanas.

—¡La destruirán! —profetizó Agnia muy segura, sentada con la misma inmovilidad de antes, bajo la luz amarilla, bajo el chal amarillo.

En la familia de Agnia nadie la había educado para que creyera en Dios, sino todo lo contrario: en los años en que era preceptivo asistir a misa, su madre y su abuela no iban, no ayunaban ni hacían abstinencia, se reían de los popes y se burlaban de la religión que tan dulcemente se avenía con la servidumbre. La abuela, la madre y las tías de Agnia eran firmes en sus creencias: siempre estaban de parte de los oprimidos, de los perseguidos, de los apresados, de aquellos a quienes acosaban las autoridades. Al parecer, la abuela era conocida de todos los miembros de Naródnaya Volia, pues los acogía en su casa y les ayudaba en todo lo que podía. Sus hijas imitaron su ejemplo y escondieron a los socialistas revolucionarios y a los socialdemócratas clandestinos. Y la pequeña Agnia siempre estaba a favor de la liebre, de que no la acertaran, y del caballo, de que no lo fustigaran. Pero creció, e inesperadamente para sus mayores, este modo de ser se volcó en favor de la Iglesia, porque era perseguida.

Insistía en que ahora sería ruin evitar la Iglesia, y ante el horror de su madre y de su abuela empezó a frecuentarla, con lo que involuntariamente fue tomando gusto por el servicio religioso.

—¿Y en qué notas que la persiguen? —se asombró Antón—. Nadie les impide tocar las campanas, ni cocer sus panecillos, y si quieren hacer una procesión, adelante, pueden. Pero en la ciudad y en la escuela nada tienen que hacer.

—La persiguen, ya lo creo —replicó Agnia quedamente como siempre, con poca sonoridad—. Hablan y publican de ella lo que quieren, y no le permiten justificarse, embargan los bienes del culto y deportan a los sacerdotes, ¿no es esto perseguir?

—¿Dónde has visto que los deporten?

—Son cosas que no se ven por la calle.

—¡Y aunque los persiguieran! —replicó enérgicamente Antón—. Hace diez años que la persiguen, ¿y durante cuántos años nos ha perseguido ella? ¿Diez siglos?

—Yo entonces no vivía —encogió Agnia sus estrechos hombros—. En realidad, vivo ahora… Veo lo que sucede durante mi vida.

—¡Pero hay que conocer la historia! ¡La ignorancia no es una justificación! ¿Nunca has pensado cómo es posible que nuestra Iglesia haya podido sobrevivir a doscientos cincuenta años de yugo tártaro?

—¿Porque la fe era muy profunda? —intentó adivinar ella—. ¿Porque los ortodoxos fueron espiritualmente más fuertes que los musulmanes?

Antón sonrió condescendiente:

—¡Soñadora! ¿Crees que nuestro país ha sido alguna vez cristiano en el fondo de su alma? ¿Crees que después de mil años de implantar el cristianismo perdonamos a quienes nos persiguen y amamos a quienes nos odian? Nuestra Iglesia sobrevivió porque después de la invasión el arzobispo Kiril fue el primer ruso que acudió a rendir pleitesía al Kan y a pedirle un salvoconducto para la clerecía. ¡Con la espada tártara! ¡Con ella la clerecía rusa defendió sus tierras, sus braceros y sus oficios religiosos! Y, si quieres, el arzobispo Kiril tuvo razón, fue un político realista. Así hay que ser. Sólo así se logra la victoria.

Cuando la acosaban, Agnia no discutía. Dilataba los ojos bajo el vuelo de las cejas y miraba a su novio con aire nuevo de sorpresa.

—¡Ya ves sobre qué se han construido todas estas bellas iglesias en lugares de elección tan afortunada! —tronó Antón—. ¡Sobre cismáticos quemados vivos! ¡Sobre sectarios azotados! Pues vaya cosa lamentas: ¡que persigan a la Iglesia! —Se sentó a su lado sobre la piedra recalentada del pretil—: Por lo demás, no eres justa con los bolcheviques. No te has tomado el trabajo de leer sus grandes libros. Tienen la actitud más respetuosa con la cultura mundial. Están a favor de que no exista la arbitrariedad del hombre sobre el hombre, sino que reine la razón. Y sobre todo, ¡están a favor de la igualdad! Imagínate: una igualdad absoluta, total y universal. Nadie gozará de privilegios respecto a los demás, nadie tendrá preferencias en el salario ni en la posición. ¿Hay algo más atractivo que esta sociedad? ¿No justifica las víctimas? —(Aparte lo atractivo de la sociedad, Antón tenía unos orígenes que le obligaban a adherirse a la idea lo más pronto posible, antes de que fuera tarde)—. Y con tus remilgos lo único que haces es cerrarte todos los caminos, incluso el del instituto. ¿Y significa mucho, en general, tu protesta? ¿Qué puedes hacer tú?

—¿Y qué puede hacer una mujer en general? —Sus finas trencitas (en aquellos años ya nadie llevaba trenzas, todas se habían cortado el pelo, pero ella las llevaba por espíritu de contradicción, aunque no le caían bien) levantaron el vuelo, una sobre la espalda, la otra sobre el pecho—. La mujer sólo sirve para apartar al hombre de las grandes gestas. Incluso mujeres como Natasha Rostov[18]. No puedo sufrirla.

—¿Por qué? —se impresionó Antón.

—¡Pues porque no dejaría que Pierre fuera con los decembristas! —y su débil voz se cortó de nuevo.

Siempre tenía salidas bruscas como esta.

Su chal amarillo, transparente, colgaba de sus hombros sobre los codos medio abatidos, era como unas finas alas de oro.

Antón envolvió los codos de la muchacha con las palmas de ambas manos, como si temiera que se rompieran.

—¿Y tú? ¿Se lo habrías permitido?

—Sí —dijo Agnia.

Por lo demás, él no tenía en perspectiva ninguna gesta que hubieran de permitirle realizar. Su vida hervía, su trabajo era interesante y le conducía cada vez más arriba.

Subían de la ribera peregrinos retrasados, pasaban ante ellos y se santiguaban ante las puertas abiertas del templo. Al entrar en la cerca, los hombres se quitaban el gorro. Por lo demás, había muchísimos menos hombres que mujeres, y no los había jóvenes.

—¿No tienes miedo de que te vean cerca de una iglesia? —preguntó Agnia sin ánimo de burla, pero resultó una burla.

Realmente, había empezado una época en la que resultaba peligroso que alguno de los compañeros de trabajo le viera a uno cerca de una iglesia. Y Antón, ciertamente, se sentía allí demasiado a la vista, no estaba a gusto.

—Ten cuidado, Agnia —le aleccionó él, empezando a irritarse—. Hay que saber distinguir a tiempo lo nuevo, y quien no lo distingue queda rezagado irremisiblemente. Si te atrae la Iglesia es porque aquí lisonjean tus pocos deseos de vivir. Ten cuidado. Necesitas distraerte, en fin, obligarte a tomar interés por… sencillamente, por el proceso de la vida, si así quieres.

Agnia se sintió abatida. Su mano, con la sortija de oro de Antón, colgaba falta de voluntad. La figura de la muchacha parecía huesuda y realmente muy flaca.

—Sí, sí —confirmó con voz de desánimo—. A veces concibo perfectamente que vivir es para mí muy difícil, que no lo deseo en absoluto. Los que son como yo sobramos en este mundo…

Él sintió que algo se desgarraba en su interior. ¡Agnia hacía todo lo posible para no atraerle! Se debilitó su valor, el valor de cumplir su promesa y casarse con Agnia.

La joven levantó hacia él una mirada inquisitiva, sin una sonrisa.

«Y además es fea», pensó Antón.

—Seguramente te espera la fama, el éxito, un bienestar estable —dijo ella tristemente—. Pero ¿serás feliz, Antón? Ten cuidado también tú. Al interesarnos por el «proceso» de la vida, perdemos… perdemos… —juntó la punta de los dedos y se los frotó buscando la palabra; su cara se tomó dolorosamente inquieta—. Mira, acaba de tocar la campana, sus sones han levantado armoniosamente el vuelo y ya no podemos recuperarlos, y toda la música está en ellos. ¿Comprendes? —La muchacha continuaba buscando ejemplos—. Imagínate que cuando mueras se te ocurra pedir: «Enterradme según el rito ortodoxo».

Luego insistió en entrar a rezar. Él no podía dejar que fuera sola. Entraron. Bajo gruesas bóvedas, una galería circular con ventanas enrejadas al estilo ruso antiguo rodeaba la iglesia. Un arco bajo y ancho llevaba de la galería a la nave de la capilla central.

El sol poniente llenaba la iglesia de luz a través de las pequeñas ventanas de la cúpula y se difundía en un centelleo dorado por encima del iconostasio y de la imagen en mosaico del Dios Sabaoth.

Había pocos fieles. Agnia colocó un delgado cirio en un gran candelero de cobre y permaneció inmóvil con aire severo, casi sin persignarse, doblando la muñeca sobre su pecho, mirando hacia adelante con ojos de inspiración. Tanto la difusa luz del crepúsculo como los reflejos anaranjados de las velas habían devuelto vida y calor a las mejillas de Agnia.

Faltaban dos días para la Natividad de María, y estaban recitando sus largas letanías. Estas eran inagotablemente expresivas, y los epítetos y loores a la Virgen María se derramaban como un alud. Yákonov comprendió por primera vez el éxtasis y la poesía de aquella oración. Era una letanía que no habría compuesto una insensible rata de sacristía, sino un gran poeta desconocido encerrado en un monasterio; y no le movería el breve frenesí masculino por el cuerpo femenino, sino aquel entusiasmo excelso que es capaz de inspirarnos la mujer.

Yákonov volvió a la realidad. Estrujaba su abrigo de piel sentado sobre un montón de punzantes escombros en el atrio de la iglesia de San Nikita mártir.

Sí, habían destruido absurdamente el pequeño campanario piramidal y levantado las piedras de la escalera que bajaba hasta el río. Resultaba imposible creer que aquella soleada tarde y este amanecer de diciembre hubieran tenido lugar en los mismos metros cuadrados de tierra moscovita. Pero el panorama visible desde la colina continuaba siendo igualmente amplio, e iguales eran los meandros del río, repetidos por los últimos faroles…

Poco después había marchado en misión oficial al extranjero. A su vuelta, le habrían encargado que redactara, o casi sólo que firmara, un artículo periodístico sobre la descomposición de Occidente, de su sociedad, de su moral, de su cultura, sobre la situación mísera de su intelectualidad y sobre su impotencia para desarrollar Ja ciencia. No era la verdad, pero tampoco parecía una mentira. Los hechos existían, aunque no había sólo eso. Como no estaba adscrito al partido, le convocaron en el comité del partido y le presionaron. Las vacilaciones de Yákonov habrían podido suscitar suspicacias, manchar su reputación. Además, ¿a quién podía perjudicar aquel artículo? ¿Sufriría Europa por él?

El artículo fue publicado. Agnia le devolvió el anillo por correo cosiéndolo con un hilo al papel: «Al arzobispo Kiril».

Él se sintió aliviado.

Se levantó. Estaba ante una de las ventanas enrejadas, echó una mirada al interior. Olía a ladrillo húmedo, a frío y a podredumbre. Ante sus ojos se perfilaba claramente que en el interior había también montones de piedras rotas y de basura.

Yákonov se apartó de la ventana, y al notar que disminuía el ritmo de su corazón se apoyó en la jamba de una puerta de hierro oxidado que llevaba muchos años sin abrirse.

La amenaza de Abakumov se abatió de nuevo sobre él en forma de helado pavor.

Yákonov se encontraba en la cima del poder visible. Era un alto cargo en un poderoso ministerio. Era inteligente, tenía talento, y era conocido por esas dos cualidades. En casa le esperaba una esposa amante, y dormían su sueño rosado dos maravillosas niñas. Unas habitaciones de alto techo con balcón, en un viejo edificio moscovita, constituían su vivienda. Su salario mensual ascendía a varios miles de rublos. Un automóvil Pobeda esperaba su llamada.

Y él permanecía en pie con los codos apoyados en las piedras muertas, y no tenía ganas de vivir. Tanta desesperanza había en su alma que carecía de fuerzas para mover una mano o un pie. No sentía siquiera inclinación a volver la cabeza para contemplar la belleza del alba.

Amanecía.

El aire helado era de una pureza solemne. Abundante escarcha velluda aterciopelaba el anchísimo tocón del roble talado, las cornisas de la iglesia medio derruida, las afiligranadas rejas de sus ventanas, los cables que descendían hacia la casita contigua y el ribete de la larga valla circular de abajo, de la cerca que rodeaba el solar donde iba a construirse un futuro rascacielos.