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Cuando el ingeniero coronel Yákonov salió del Ministerio por la gran entrada lateral de la calle Dzerzhinskaya, y rodeó el ala de mármol negro del edificio pasando bajo las pilastras de Furkasovskaya, ni siquiera reconoció de momento su automóvil Pobeda, y accionaba ya la manilla para subirse a otro.

Toda la noche pasada había flotado una niebla densa. Amenazaba con nevar desde el anochecer, pero la nieve al principio se fundía, luego dejó de caer. Ahora, en la madrugada, la niebla se pegaba al suelo, y el agua de la nieve fundida se cubría de una fina capa de frágil hielo.

Hacía frío.

Pronto serían las cinco de la madrugada. En el cielo reinaba la negra noche de los faroles.

Pasó por su lado un estudiante de primer curso (había pasado la noche de pie en la entrada de una casa con su amiga) y contempló con envidia cómo Yákonov subía al automóvil. Suspiró: ¿vería él llegado el día de poseer un coche? Sólo había viajado en la caja de un camión, en un koljós, cuando la recolección, no hablemos ya de pasear a una muchacha en automóvil.

Pero no sabía a quién estaba envidiando.

El chófer preguntó:

—¿A casa?

Con la mente vacía, Yákonov tenía el reloj de bolsillo en la palma de la mano sin comprender qué hora indicaba.

—¿A casa? —preguntó el chófer.

Yákonov le miró con cara extraña.

—¿Cómo? No.

—¿A Marfino? —se sorprendió el chófer. Aunque esperaba con botas de fieltro y pelliza estaba aterido y quería dormir.

—No —respondió el ingeniero coronel poniéndose la mano en la zona del corazón.

El chófer miró la cara de su jefe, a su lado, dentro de la turbia mancha del farol que llegaba a través del parabrisas.

Aquel hombre no era su jefe. Los labios de Yákonov, normalmente blandos y tranquilos, quizá a veces despectivos y apretados, temblaban ahora impotentes.

Continuaba con el reloj en la mano sin comprender nada.

Y aunque el chófer esperaba desde medianoche, estaba irritado contra el coronel, y había soltado tacos dentro del cuello de piel de oveja de la pelliza echándole en cara todas sus malas acciones de los dos últimos años, ahora no preguntó nada más y partió al azar. Su irritación había desaparecido.

Era tan tarde que ya empezaba a ser temprano. Raro era el automóvil que encontraban en las calles desiertas. Ya no había policía, ni los que despojan del abrigo ni aquellos a los que despojan. Pronto empezarían a funcionar los trolebuses.

El chófer volvió varias veces la cabeza hacia el coronel: de todos modos, era preciso decidir algo. Dejó Miasnitskie Vorota, llegó por los bulevares hasta Trubnaya y torció por la Neglinka. ¡Pero no iba a viajar de aquella manera hasta la mañana!

Yákonov apoyaba su mirada vacía e inmóvil en lo que tenía delante, en la nada.

Vivía en Bolshaya Serpujovka. Considerando que la vista de barrios conocidos, cercanos a su casa, suscitaría en el ingeniero coronel el deseo de volver al hogar, el chófer dirigió el vehículo hacia Zamoskvorechie. De Ojotny Riad torció hacia la Plaza Roja, rigurosamente desierta.

Las almenas de los muros y las cimas de los abetos estaban cubiertas de escarcha. El adoquinado era especialmente resbaladizo. La niebla se pegaba al pavimento bajo las ruedas del coche.

A doscientos metros, tras las almenas, que los poetas adjetivaban únicamente con la palabra «sagradas», tras los vestíbulos de entrada, los cuerpos de guardia, las garitas y los centinelas, las patrullas y los guardias emboscados, vivía el Vigilante —según los mismos poetas— que ahora debía de terminar su noche solitaria.

Y ellos pasaron de largo, sin acordarse siquiera de él.

Descendieron por Vasili Blazhenni, y al torcer a la izquierda por la ribera del río el chófer frenó y volvió a preguntar:

—¿Vamos a casa, quizá, camarada coronel?

A casa era precisamente donde debían ir. Quizá quedaban menos noches de permanencia en casa que dedos en la mano. Pero del mismo modo que el perro huye para morir en soledad, Yákonov debía también marcharse a alguna parte, fuera de la familia.

Recogió los faldones de su abrigo de piel para bajar del Pobeda y dijo al chófer:

—Vete a dormir, hermano, yo iré a pie.

Nunca llamaba «hermano» al chófer. Pero en su voz sonó una gran aflicción, como si se despidiera.

Una ondulante manta de niebla cubría el Moskova hasta sus orillas.

Yákonov echó a andar por la ribera sin abrocharse el abrigo, con el peludo gorro de coronel ligeramente ladeado, resbalando de vez en cuando.

El chófer quiso llamarlo y seguirlo con el coche, pero luego pensó que, probablemente, los de su graduación no suelen ahogarse, y dio media vuelta y se marchó.

Yákonov siguió por un largo tramo voladizo sin caminos que lo cruzaran; tenía a su izquierda una pequeña e interminable cerca, el río a la derecha. Caminaba por el asfalto, por el centro, mirando sin parpadear las lejanas luces de los faroles.

Y una vez recorrido un trozo advirtió que aquella caminata fúnebre en completa soledad le proporcionaba un placer sencillo, no experimentado hacía tiempo.

Cuando lo llamaron a presencia del ministro por segunda vez sucedió lo irreparable. Tuvo la sensación de que se derrumbaban todos los techos habituales que lo cubrían. Abakumov iba de un lado para otro como una fiera. Se echaba sobre ellos dispersándolos por el despacho, soltaba tacos, les escupía casi, y al final metió desmedidamente el puño en la cara de Yákonov, oprimió su blanca y blanda nariz con el evidente deseo de causarle dolor e hizo brotar la sangre.

Degradó a Selivanovski al grado de teniente y lo mandó en misión especial al Círculo Polar; devolvió a Oskolupov a su cargo de celador ordinario en la cárcel de Butyrki, donde había empezado su carrera en 1925; a Yákonov, por su engaño y por sabotaje reincidente, lo arrestó y lo envió, con el mono azul ordinario, al grupo Número 7, a Bobynin, para que ayudara con sus propias manos en el Proyecto de lenguaje clipado.

Luego se tomó un respiro y les concedió el último plazo: hasta el aniversario de Lenin.

El enorme despacho, decorado con mal gusto, flotaba y se balanceaba a los ojos de Yákonov, que intentaba secarse la nariz con el pañuelo. Estaba indefenso ante Abakumov, y pensaba en aquellas mujeres que le acompañaban solamente una hora al día pero que eran su único motivo para plegarse, luchar y tiranizar las restantes horas de la jornada: dos niñas de ocho y diez años respectivamente y su esposa Variusha, más querida si cabe por no haberse casado pronto con ella. Se casó a los treinta y seis años, apenas salió de aquel lugar a donde ahora le empujaba de nuevo el férreo puño del ministro.

Luego, Selivanovski los llevó a su despacho y los amenazó diciendo que los pondría a ambos tras las rejas, pero que no se dejaría degradar a teniente del Círculo Polar.

Después, Oskolupov se llevó a Yákonov a su casa y le manifestó llanamente que ahora relacionaría para siempre el pasado penal de Yákonov con su sabotaje presente.

… Yákonov se acercó a un alto puente de cemento, situado a su derecha, que conducía al Moskova. Pero no lo rodeó ni subió a la entrada del mismo, sino que pasó por debajo, por un túnel donde un policía hacía su ronda.

El policía siguió con una larga y suspicaz mirada a aquel extraño borracho con quevedos y gorra de coronel.

Después, Yákonov atravesó un pequeño puente sobre un estrecho río. Era la desembocadura del Yauza, pero él no intentó reconocer el lugar donde se encontraba.

Sí, se había organizado un juego asfixiante que tocaba ahora a su fin. Más de una vez, Yákonov había advertido a su alrededor, y en sí mismo, esta loca carrera imposible que fustigaba a todo el país: a los comisarios de pueblo y a los comisarios regionales, a los científicos, ingenieros, directores y maestros de obras, a los jefes de taller y de brigada, a los obreros y a las sencillas mujeres de un koljós. Cualquier persona que emprendiera cualquier trabajo no tardaba en encontrarse agarrado y apabullado por unos plazos inverosímiles, imposibles, aplastantes: ¡Más! ¡Más deprisa! ¡Más y más! ¡La norma! ¡Superar la norma! ¡Triplicar la norma! ¡Guardia de honor! ¡Compromiso contraído! ¡Antes de plazo! ¡Mucho antes de plazo! Los edificios no se sostenían, los puentes no aguantaban, reventaban las construcciones, se pudrían las cosechas o no brotaban en absoluto, y el hombre que se encontraba en ese torbellino, es decir, cada hombre en particular, no tenía al parecer otra salida que enfermar, que caer herido entre estos engranajes, que volverse loco o tener un accidente. Sólo entonces podía descansar en una clínica, en un balneario, hacer que se olvidaran de él, respirar el aire del bosque, para más tarde introducirse, una y otra vez, gradualmente, en los mismos arreos de siempre.

En este país sólo podían vivir sin inquietudes los enfermos a solas con su enfermedad (¡no en una clínica!).

Hasta el presente, sin embargo, Yákonov siempre había sabido salir airoso de estos asuntos, irremisiblemente estropeados por la prisa, saltando a otros asuntos más tranquilos o que todavía estaban en sus comienzos.

Era la primera vez que presentía que no podría escapar. El aparato del clipado no se podía salvar tan rápidamente. No había tampoco otro asunto al que trasladarse.

También había perdido la ocasión de ponerse enfermo.

De pie ante el pretil de la orilla, miraba hacia abajo. La niebla se despegaba del hielo dejándolo completamente al descubierto; debajo de Yákonov aparecía una mancha negra de podredumbre invernal: el agua deshelada.

El negro abismo del pasado —la cárcel— volvía a abrirse ampliamente ante él y reclamaba su regreso.

Yákonov consideraba sus seis años de permanencia allí como una grieta podrida, pestífera, un deshonor, el gran fracaso de su vida.

Fue encarcelado en 1932 cuando era un joven ingeniero de radio enviado por dos veces en misión oficial al extranjero (por culpa de estas misiones había ido a parar a la cárcel). Se encontró entonces entre los primeros presos que formaron una de las primeras sharashkas.

¡Cómo quería olvidar su pasado penal! ¡Olvidarlo él mismo y que lo olvidaran los demás! ¡Y que lo olvidara su destino! ¡Cómo se apartaba de los que le recordaban aquella desgraciada época, de aquellos que lo habían conocido preso!

Impulsivamente, se apartó lo más lejos posible del pretil, cruzó la orilla y se dirigió a una empinada pendiente. Un sendero pisoteado, que conservaba un hielo poco resbaladizo, rodeaba la larga cerca de un solar por edificar.

Sólo el fichero central del MGB sabía que también bajo los uniformes del MGB se escondían a veces antiguos presidiarios.

Además de Yákonov, había otros dos en el Instituto Marfino.

Yákonov los evitaba escrupulosamente, procuraba no entablar conversaciones fuera del servicio ni quedarse a solas con ellos en un despacho, no fuera que terceros pensaran mal.

Uno de ellos era Kniazhenetski, un profesor de química de setenta años, el alumno predilecto de Mendeleyev. Cumplió su condena de diez años y después, en atención a su larga lista de méritos científicos, fue enviado a Marfino como «externo» y trabajó allí tres años, hasta que lo abatió el sibilante látigo del Decreto de Consolidación de la Retaguardia. En cierta ocasión, en pleno día, fue llamado por teléfono al Ministerio y ya no volvió. Yákonov recordaba cómo Kniazhenetski bajaba por la escalera alfombrada de rojo del Instituto y cómo temblequeaba su cabeza de cabellos de plata sin saber todavía para qué le llamaban por media hora, mientras a su espalda, en el descansillo superior de la misma escalera, el oper Shikin recortaba ya con un cortaplumas la fotografía del profesor arrancándola de la tabla de honor del Instituto.

El otro, Altynov, no era un célebre científico, sino solamente un hombre práctico. Después de la primera condena era reservado, suspicaz, con esa perspicaz desconfianza del mundo de los presos. Y apenas el Decreto de Consolidación empezó a extender sus ondas por la capital, Altynov se las apañó para ser ingresado en una clínica cardíaca. Y se las ingenió con tanta naturalidad y para tan largo tiempo que ahora ni siquiera los doctores esperaban salvarlo, y los amigos dejaron de cuchichear comprendiendo que, sencillamente, su agobiado corazón no aguantaba ir saliendo del paso durante treinta años seguidos.

También Yákonov, condenado el año pasado por expresidiario, ahora caía por segunda vez por sabotaje.

El abismo llamaba a sus hijos para que volvieran.

… Yákonov subió por el sendero a través de una zona desierta sin advertir dónde iba, sin advertir la cuesta. Finalmente, el ahogo le detuvo. También sus pies estaban cansados, desarticulados por las desigualdades del terreno.

Y entonces, desde el alto lugar al que había trepado, echó por fin una mirada con ojos serenos intentando comprender dónde se hallaba.

Hacía una hora que había bajado del automóvil, y la noche, que iba desapareciendo y que continuaba fría, había cambiado hasta lo irreconocible. La niebla había descendido y desaparecido por completo. Bajo sus pies todo se adivinaba blancuzco —la tierra cubierta de pedazos de ladrillo, guijos y cristales rotos, así como un deforme cobertizo o garita de tablas que había en la vecindad, y también la cerca que rodeaba abajo el solar por edificar—, todo parecía blanco, en algunas partes por la nieve no derretida, en otras por la escarcha depositada.

En el raro abandono de aquel montículo, situado cerca del centro de la ciudad, había unos peldaños blancos, en número aproximado de siete, que conducían más arriba, y que luego cesaban para empezar, al parecer, de nuevo.

Un sordo recuerdo vibró en Yákonov a la vista de aquellos peldaños ascendentes. Desconcertado, subió por ellos, por el terraplén de escoria que seguía después, y finalmente por otros peldaños. El edificio de arriba al que conducían los peldaños se distinguía poco en la oscuridad, tenía una forma extraña, a la vez intacta y ruinosa.

¿Serían aquellas ruinas los restos de bombas caídas? Pero en Moscú no dejaban así semejantes lugares. ¿Qué fuerza lo habría destruido allí todo?

Una plazoleta de piedra separaba un tramo de escalera del siguiente. Ahora había gruesas piedras en los peldaños que obstaculizaban el paso, y la escalera ascendía hasta el edificio por unos salientes parecidos al atrio de una iglesia.

Se llegaba así a unas anchas puertas de hierro totalmente cerradas y cubiertas de guijarros hasta la altura de las rodillas.

¡Sí! ¡Sí! Un doloroso recuerdo fustigó a Yákonov. Volvió la cabeza. Marcado por dos hileras de faroles, el río zigzagueaba en el lejano fondo, en un meandro extrañamente familiar que desaparecía bajo un puente, y más allá, en el Kremlin.

Pero ¿y los campanarios? No estaban. ¿Serían esos montones de piedras?

Yákonov sintió comezón en los ojos. Cerró los párpados.

Se sentó calladamente en las piedras que cubrían el atrio.

Veintidós años atrás había estado en aquel mismo lugar con una muchacha llamada Agnia.