En fin, al parecer se había hecho ya todo para conseguir la inmortalidad.
Stalin tenía la impresión, sin embargo, de que sus contemporáneos, aunque lo llamaban el Más Sabio de los Sabios, no se entusiasmaban como merecían sus méritos; eran superficiales en sus entusiasmos, no valoraban toda la profundidad de su genio.
Y en los últimos tiempos le carcomía un pensamiento: no sólo ganar la tercera guerra mundial sino, además, llevar a cabo una hazaña científica, entregar su brillante aportación a alguna ciencia que no perteneciera a la filosofía ni a la historia.
Naturalmente, podía dar su aportación a la biología, pero en este campo confiaba en el trabajo de Lisenko, de este hombre honesto y enérgico salido del pueblo. No obstante, Stalin encontraba más cautivadora la matemática y hasta la física. Todos los fundadores del materialismo probaban impávidos sus fuerzas en estas disciplinas. Daba simplemente envidia leer los briosos razonamientos de Engels sobre el 0 o el —12. Admiraba Stalin también la decisión con que Lenin, siendo jurista, había penetrado en el dédalo de la física y había puesto los pelos de punta a los científicos en su propio terreno, demostrando que la materia no podía convertirse en ninguna clase de energía.
Pero Stalin, por más que hojeaba el manual de Algebra de Kiseliov y la Física de Sokolov, destinada a los cursos superiores, de ninguna manera podía encontrar impulso afortunado alguno.
Una acertada idea de este género —cierto que en un campo muy diferente, en el del lenguaje— se la ofreció un caso reciente ocurrido con el profesor Chikobav, de Tiflis. Stalin recordaba vagamente a este Chikobav, como a los demás georgianos que destacaban en algo: Chikobav frecuentaba la casa de Ignatoshvili hijo, un abogado de Tiflis, un menchevique, un contestatario inimaginable en otra parte que no fuera Georgia.
En su último artículo, Chikobav, que había llegado a esa edad respetable y a ese estado mental escéptico en los que se empieza a tener poco en cuenta lo terreno, se las apañó para escribir la herejía antimarxista evidente de que la lengua no era ninguna superestructura sino sencillamente una lengua, y que al parecer no existe una lengua burguesa y una lengua proletaria, sino simplemente una lengua nacional. Y se atrevió a atentar abiertamente contra el propio Marr.
Como quiera que uno y otro eran georgianos, la réplica tuvo lugar en el boletín de la Universidad de Georgia, un ejemplar gris sin encuadernar que se encontraba ahora ante Stalin con su afiligranado alfabeto georgiano. Varios lingüistas-marxistas-marristas descargaban sus acusaciones sobre el insolente, a quien, después de esto, ya no le quedaba sino esperar que el MGB llamara de noche a su puerta. Había saltado ya la alusión de que Chikobav era agente del imperialismo norteamericano.
Y nadie habría salvado a Chikobav si Stalin no hubiera cogido el teléfono y le hubiera dejado vivir. Lo dejó vivir, pero decidió exponer de modo inmortal sus ideas y dar un desarrollo genial a sus sencillos pensamientos provincianos.
Cierto que habría causado más efecto refutar, por ejemplo, la contrarrevolucionaria teoría de la relatividad o la mecánica ondulatoria. Pero con tantos asuntos de Estado pendientes no había tiempo para esto. La lingüística, pese a todo, andaba pareja con la gramática, y esta, por su dificultad, siempre le había parecido a Stalin al mismo nivel que las matemáticas.
Era algo que podía escribir con claridad y expresividad (ya lo estaba escribiendo): «Cualquier idioma de las naciones soviéticas que elijamos —el ruso, el ucraniano, el bielorruso, el uzbeko, el kazajo, el georgiano, el armenio, el estoniano, el letón, el lituano, el moldavo, el tártaro, el azerbaizhano, el bashkiro, el turkmeno… (diablo, con los años cada vez le resultaba más difícil detenerse en sus enumeraciones. ¿Pero era necesario detenerse? Así entraba mejor en la cabeza del lector, que perdía las ganas de replicar…)— resulta claro para cualquiera que…». Bueno, y entonces poner algo que fuera claro para cualquiera.
¿Y qué era claro? Nada era claro… La economía era la base, los fenómenos sociales la superestructura. Y no había una tercera cosa, como ocurre siempre en el marxismo.
Pero con su experiencia de toda una vida, Stalin comprendió que nada podía decir sin un tercer término. Por ejemplo, podían existir naciones neutrales (ya las destruiremos después una por una) y también partidos neutrales (naturalmente, no en nuestro país). Si en época de Lenin alguien hubiera pronunciado la siguiente frase: «Los que no están con nosotros no necesariamente están contra nosotros», lo hubieran expulsado al minuto «de las filas».
Y en cambio era así… Cosas de la dialéctica.
Lo mismo ocurría en este caso. Stalin reflexionó sobre los artículos de Chikobav, impresionado por una idea que nunca se le había ocurrido: si el idioma era una superestructura, ¿por qué no cambiaba en cada época? Si no era una superestructura, ¿qué era? ¿La base? ¿Un medio de producción?
Propiamente, la cosa era así: todo medio de producción consta de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Quizá no fuera posible llamar al idioma una relación. ¿Sería por lo tanto el idioma una fuerza productiva? Pero las fuerzas productivas eran: los instrumentos de producción, los medios de producción y las personas. Y, aunque las personas hablaran un idioma, este, de todos modos, no era una persona. Qué diablos, era un callejón sin salida.
Lo más honesto habría sido admitir que el idioma era un instrumento de producción, algo así como las máquinas, los ferrocarriles o el correo. En realidad era también un enlace. Lenin, en efecto, lo había dicho: «Sin correo no puede haber socialismo». Era evidente que tampoco sin un idioma…
Pero si se formulaba como una tesis que el idioma era un instrumento de producción, empezarían las risitas. No aquí, desde luego.
Y a nadie podía pedir consejo.
Bueno, se podía decir con más cautela: «En este sentido, el idioma, que se diferencia básicamente de la superestructura, no se diferencia sin embargo de los instrumentos de producción, por ejemplo de las máquinas, que son tan indiferentes a la existencia de clases como el idioma».
¡«Indiferentes a la existencia de clases»! Era también algo que, por lo común, no habría dicho antes…
Puso punto final. Bostezó con las manos en la nuca y se desperezó. No había estado pensando mucho y ya estaba cansado.
Stalin se levantó y paseó por el despacho. Se acercó a una ventanilla cuyos cristales habían sido sustituidos por dos chapas blindadas transparentes, de color amarillento, entre las cuales se mantenía una alta presión. Por lo demás, tras esta ventanilla había un pequeño jardín cercado por donde pasaba por las mañanas el jardinero bajo la observación de la guardia. Y durante días enteros no había nadie más.
Tras los impenetrables cristales, el jardincillo aparecía envuelto en una niebla. No podía verse ni el país, ni la Tierra, ni el Universo.
A esas horas de la noche, sin un sonido y sin una persona, Stalin no podía estar seguro de que su país existiera.
Después de la guerra había viajado varias veces al sur, pero sólo veía espacios abiertos, como muertos, ninguna Rusia viva, aunque recorrió miles de kilómetros por tierra (no confiaba su persona a los aviones). Si viajaba en automóvil, se extendía ante él una carretera vacía y una zona desierta a lo largo de esta. Si viajaba en tren, las estaciones estaban muertas, en las paradas el andén sólo lo ocupaba el cortejo que le acompañaba y algunos ferroviarios muy controlados (las más de las veces chekistas). Y se afirmó en él la sensación de estar solo, no solamente en su dacha de Kuntsevo, sino en general en toda Rusia, y de que esa Rusia era algo inventado (era sorprendente que los extranjeros creyeran en su existencia). Por suerte, no obstante, este espacio muerto abastecía sin fallos al gobierno, le proporcionaba trigo, legumbres, leche, carbón y hierro, y todo en las cantidades y los plazos previstos. Y este espacio suministraba también magníficos soldados. (Stalin nunca había visto por sus propios ojos estas divisiones, pero a juzgar por las ciudades conquistadas —que tampoco había visto— era indudable que existían).
Era tan grande la soledad de Stalin que no tenía ya con quién compararse, ni nadie que le sirviera de referencia.
Por lo demás, la mitad del universo la constituía su propio pecho, y era una mitad clara y armoniosa. Sólo la otra mitad —la realidad objetiva— se retorcía dentro de la niebla mundial.
Pero aquí, en este fortificado, vigilado y depurado despacho nocturno, Stalin no temía en absoluto a la segunda mitad, era consciente de disponer del poder necesario para combarla a voluntad. Sólo cuando debía pisar con sus propios pies esta realidad objetiva —por ejemplo, asistir a un gran banquete en la Sala de las Columnas—, sólo cuando debía atravesar con sus propios pies la pavorosa distancia entre el automóvil y la puerta, subir por la escalera a pie, cruzar además un salón excesivamente espacioso, y ver a los lados a unos invitados entusiasmados y respetuosos pero demasiado numerosos, pese a todo, entonces Stalin se sentía mal, no sabía siquiera cómo utilizar mejor sus manos, hace tiempo incapaces de una verdadera defensa. Se las colocaba sobre el vientre y sonreía. Los invitados pensaban que sonreía en atención a ellos, pero sonreía por confusión…
Él mismo había dado el nombre de «espacio» a la condición esencial de la existencia de la materia. Pero al dominar la sexta parte seca de este espacio, empezó a temerlo. Lo que tenía de bueno su despacho nocturno era que allí no había «espacio».
Stalin corrió la cortina metálica y arrastró de nuevo los pies hasta la mesa. Se tragó una tableta y volvió a sentarse.
Nunca había tenido suerte en la vida, pero era preciso trabajar. Las generaciones venideras lo apreciarían.
¿Cómo era que en lingüística se había impuesto un régimen digno de Arakchéyev[17]? Nadie se atrevía a decir palabra contra Marr. ¡Qué gente tan extraña! ¡Qué gente tan tímida! Les enseñaban democracia una y otra vez, se la masticaban, se la ponían en la boca, ¡y no la comían!
Todo debía hacerlo él, y también esto…
Y escribió con inspiración algunas frases:
«La superestructura es creada por la base para…».
«El idioma ha sido creado para…».
Al escribir diligentemente las palabras inclinó sobre la hoja de papel su rostro gris-castaño y su gran nariz-zapapico.
Este Lafargue, ¡menudo teórico!: «Hubo una súbita revolución lingüística entre 1789 y 1794». (¿Lo habría consensuado con su suegro?).
¡Qué tuvo eso de revolución! Había una lengua francesa y continuó habiendo una lengua francesa.
¡Hay que terminar con todas esas palabritas sobre revoluciones!
«En general, para conocimiento de los camaradas que se sienten atraídos por las rupturas, hay que decir que la ley del paso de una vieja calidad a una nueva calidad a través de una ruptura raramente es aplicable no sólo a la historia del desarrollo de un idioma, sino también a muchos otros fenómenos sociales».
Stalin se recostó y leyó lo escrito. Le había salido bien. Era preciso que los agitadores tuvieran especialmente claro este punto: que todas las revoluciones terminan a partir de cierto momento, y que entonces el desarrollo prosigue únicamente por la vía de la evolución. E incluso, quizá, la cantidad no se convierte en calidad. Pero de esto trataremos en otra ocasión.
¿Raramente? No, de momento no se podía decir así.
Stalin tachó «raramente» y escribió «no siempre».
¿Algún ejemplo?
«Hemos pasado del orden burgués del campesino individual (un nuevo término ese del orden, ¡y un buen término!), al koljós socialista».
Y después de poner punto final, como quien no quiere la cosa, reflexionó y puntualizó: «al orden koljosiano socialista». Era su estilo predilecto: remachar el clavo. Repetir todas las palabras le parecía que hacía la frase más comprensible. La inspirada pluma continuó escribiendo:
«Sin embargo, este cambio no se realizó por medio de una ruptura, es decir, derribando el régimen existente (¡es preciso que los agitadores expliquen especialmente este punto!), y creando un nuevo régimen» (¡que nadie lo pensara siquiera!)…
De la mano frívola de Lenin, la ciencia histórica soviética reconocía únicamente la revolución desde abajo, y consideraba la revolución desde arriba como una medida a medias, un aborto, un signo de mal gusto. Pero ya era hora de llamar a las cosas por su nombre:
… «sino que se consiguió porque hubo una revolución desde arriba, porque el cambio se llevó a cabo por iniciativa del régimen existente»…
Alto, esto no suena bien. ¿Resulta, pues, que la iniciativa de la colectivización no partió de los campesinos?
Stalin se recostó en la butaca, bostezó, y de pronto perdió la idea, todas las ideas que tenía hacía un momento. El ardor de la investigación encendido en él se había apagado.
Muy encorvado, tropezando con los largos faldones de la bata, el soberano de medio mundo pasó arrastrando los pies por una segunda puerta estrecha que no se diferenciaba de la pared y entró en un angosto laberinto, y por él, en un dormitorio bajo de techo, sin ventanas, con las paredes de cemento armado.
Se acostó con un gemido e intentó fortalecerse con sus reflexiones habituales: ni Napoleón ni Hitler pudieron conquistar Gran Bretaña porque tenían un enemigo en el continente. Pero él no lo tendría. Avanzarían desde el Elba hasta el Canal de la Mancha, Francia se descompondría como el serrín (los comunistas franceses colaborarían), y los Pirineos se tomarían al asalto en plena marcha. La Blitzkrieg, naturalmente, es algo problemático. Pero no se puede prescindir de la guerra relámpago.
Podemos empezar fabricando bombas atómicas y limpiando la retaguardia a fondo.
Con la mejilla hundida en la almohada, acarició los últimos pensamientos, incoherentes: en Corea también había que proceder de modo fulminante; con nuestros tanques, nuestra artillería y nuestra aviación podemos quizá prescindir de una Revolución de Octubre mundial.
Por lo demás, el camino al comunismo mundial será más sencillo a través de la tercera guerra mundial: primero unificar todo el mundo, y luego establecer el comunismo. De otro modo habría demasiadas complicaciones.
¡No se necesitaba ninguna revolución más! ¡Todas las revoluciones quedaban atrás, atrás! ¡Por delante, ni una sola!
Y se hundió en el sueño.