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Por su parte, el Autócrata, animado por grandes pensamientos, caminaba pesadamente por el despacho nocturno. Una música interior iba creciendo en su persona, una especie de enorme orquesta de viento tocaba una marcha para él.

¿Qué había descontentos? Pues que los hubiera. Siempre los hubo y siempre los habría. Aunque había asimilado una historia universal muy simplificada, Stalin sabía que con el tiempo la gente perdona todo lo malo, o lo olvida, o incluso lo recuerda como bueno. Pueblos enteros se parecen a la reina Ana, la viuda del Ricardo III de Shakespeare: su ira es de corta duración, su voluntad no es firme, su memoria es débil, y siempre se entregan con gozo al vencedor.

La multitud viene a ser la tela de la historia. (¡Hay que anotarlo!). La misma cantidad que disminuye por un lado aumenta por otro. De manera que no hay por qué ahorrarla.

Por eso necesitaba vivir hasta los noventa años, porque la lucha no había terminado, el edificio no estaba construido, era una época insegura y nadie podía sustituirle.

Debía llevar a cabo la última guerra mundial y ganarla. Exterminar como a ratas a los socialdemócratas occidentales y a todos los enemigos supervivientes en todo el mundo. Después, naturalmente, elevar la productividad del trabajo. Resolver los diversos problemas económicos. En una palabra, como suele decirse, construir el comunismo.

Sobre este tema, precisamente, habían arraigado unas ideas absolutamente incorrectas que Stalin últimamente estudiaba y analizaba. Hombres ingenuos y miopes se imaginaban el comunismo como el reino de la saciedad y de la liberación de las necesidades. ¡Pero esta habría sido una sociedad imposible, todo el mundo sobre sus espaldas, semejante comunismo sería peor que la anarquía burguesa! El rasgo primero y principal del verdadero comunismo debe ser la disciplina, la rigurosa subordinación a los jefes y el cumplimiento de todas las indicaciones. (La intelectualidad debía someterse con especial rigor). Segundo rasgo: la saciedad debía ser mesurada, incluso insuficiente, pues los hombres completamente satisfechos caen en discrepancias ideológicas, como vemos en Occidente. Si el hombre no se preocupa de la comida, se libera de la fuerza material de la historia, la vida cotidiana deja de determinar la conciencia, y todo va patas arriba.

De modo que, analizando el caso, el verdadero comunismo estaba construido bajo Stalin.

Sin embargo, esto no se podía declarar, y entonces: ¿qué dirección tomar? El tiempo pasa, pasa continuamente, y hay que dirigirse a algún lugar.

Es evidente que, en general, nunca sería posible declarar que el comunismo ya estaba construido, sería un error metodológico.

Bonaparte, ese sí fue todo un tipo. No tuvo miedo de los ladridos de los clubs jacobinos y se declaró emperador. Asunto concluido.

La palabra «emperador» nada tiene de malo, significa soberano, jefe. No está en contradicción, en absoluto, con el comunismo mundial.

¡Y cómo sonaría! ¡Emperador del Planeta! ¡Emperador de la Tierra!

Seguía caminando, caminando, y las orquestas iban tocando.

Y además, quizás encontraran un medio, una medicina, que le hiciera inmortal, por lo menos a él. No, no lo conseguirían a tiempo.

¿Y cómo abandonar a la humanidad? ¿Y dejarla en manos de quién? Lo liarían todo, cometerían errores.

De acuerdo. Construir monumentos en su honor, todavía más grandes, todavía más altos (la técnica avanzaba). Elevar un monumento sobre el Kazbek, otro sobre el Elbruz, y que su cabeza se encontrara siempre por encima de las nubes. Entonces, de acuerdo, entonces podía morirse, sería el Más Grande de todos los Grandes, no tendría igual, nadie que pudiera comparársele en toda la historia de la Tierra.

De pronto se detuvo.

¿Pero y si… más arriba? Naturalmente, nadie había igual a él, ¿pero y si allí, por encima de las nubes, levantando más los ojos, resultaba que…?

De nuevo se puso a caminar, pero más lentamente.

Esta era la vaga interrogación que a veces se introducía subrepticiamente en Stalin.

Al parecer, se había demostrado hacía tiempo todo cuanto resultaba necesario, y todo aquello que estorbaba había sido refutado.

Mas, pese a todo, algo quedaba confuso.

Sobre todo por haber pasado la infancia bajo los auspicios de la Iglesia. Por haber mirado a los ojos de los iconos. Y haber cantado en el coro. Y ser capaz de cantar, aún hoy día, el Nunc dimittis sin equivocarse.

Por algún motivo, estos recuerdos se habían reanimado últimamente en el interior de Iosif.

Su madre, al morir, le había dicho: «Qué lástima que no hayas llegado a sacerdote». Era el Jefe del proletariado mundial, el Unificador del eslavismo, y a su madre le parecía un fracasado…

Por lo que pudiera ser, Stalin nunca hacía manifestaciones contra Dios, ya había bastantes oradores para ello. Lenin escupía en la cruz y la pisoteaba, Bujarin y Trotski se burlaban, Stalin callaba.

Stalin no dejó que molestaran al prefecto diocesano Abakadze, que había expulsado a Dshugaschvili del seminario. Dejó que viviera.

Y cuando el 3 de julio se le secó la garganta y afluyeron lágrimas a sus ojos —no de terror sino de lástima, de lástima de sí mismo—, no fue por casualidad que escapara de sus labios aquel «hermanos y hermanas». Ni a Lenin ni a ningún otro se le habría ocurrido hablar de esa manera.

Sus labios dijeron lo que estaban acostumbrados a decir en su juventud.

Nadie lo vio, nadie lo sabe, a nadie se lo dijo: aquellos días se encerraba en su habitación y rezaba, rezaba de verdad, aunque ante un rincón vacío, se arrodillaba y rezaba. En toda su vida no hubo tiempo más duro que aquellos tres meses.

En aquellos días le hizo a Dios una promesa: si pasaba el peligro y él se mantenía en su puesto, restablecería la Iglesia en Rusia, y los servicios religiosos, y no dejaría que la persiguieran ni que hubiera encarcelamientos por este motivo. (Antes ya no debió permitirse, era algo que se estableció en tiempos de Lenin). Y cuando el peligro hubo pasado, después de Stalingrado, Stalin cumplió su promesa.

Si hay Dios, Él es el único que puede saberlo.

Sólo que es dudoso, pese a todo, que lo haya. Pues sería demasiado benigno, perezoso en cierto modo. ¿Soportar tantas cosas teniendo tanto poder? ¿Y no mezclarse en los asuntos terrenos ni una sola vez? Pero ¿cómo es posible? Aparte de esta salvación de 1941, Stalin nunca había observado que nadie, excepto él, tomara disposiciones. Ni una sola vez le había dado Dios un codazo, ni siquiera le había rozado.

Pero si pese a todo Dios existía, si disponía de las almas, Stalin debía reconciliarse con él antes de que fuera tarde. Tanto más teniendo en cuenta su propia grandeza. Pues le rodeaba el vacío, no había nadie a su lado, ni cerca, toda la humanidad estaba en alguna parte de abajo. Y quizás el más cercano a él fuera Dios. También solitario.

En los últimos años, Stalin encontraba francamente agradable que en los rezos de las iglesias lo proclamaran Jefe por la Gracia de Dios. Por ello había hecho que los servicios de intendencia del Kremlin aprovisionaran a Lavra. A ningún primer ministro de ninguna gran potencia recibía Stalin como a su obediente y caduco patriarca: salía a recibirle a las puertas exteriores y lo llevaba del brazo hacia la mesa. Incluso tenía pensado si no debería buscar alguna pequeña hacienda, alguna iglesilla, y regalársela al patriarca. Sí, como antes solía hacerse en sufragio de las almas. Stalin supo que un escritor era hijo de un pope pero escondía este hecho. «¿Eres ortodoxo?», le preguntó a solas. El otro palideció, petrificado. «¡A ver, santíguate! ¿Sabes hacerlo?». El escritor se santiguó pensando que aquello era su fin. «¡Bravo!», dijo Stalin, y le dio unas palmaditas en el hombro.

Hubo sin embargo algunos excesos en la larga y difícil lucha de Stalin. Y no estaría mal que alrededor de su tumba se reuniera un coro eclesial y le cantara el Nunc dimittis

En general, Stalin observaba en sí mismo una extraña predisposición hacia la religión ortodoxa, y no sólo hacia la religión ortodoxa: una y otra vez, y otra más, sentía una especie de afecto hacia el mundo antiguo, hacia aquel mundo del que había salido y que, al servicio de los bolcheviques, estaba destruyendo desde hacía cuarenta años.

En los años treinta, guiado únicamente por motivos políticos, había resucitado la palabra «patria», que no se usaba desde hacía quince años y que sonaba al oído casi como una palabra deshonrosa. Pero, con los años, le resultaba personalmente muy agradable pronunciar «Rusia», «patria». Con ello, su propio poder parecía adquirir una solidez mayor. Una santidad.

Antes aplicaba las medidas del partido sin considerar a cuántos rusos había que despachar. Gradualmente, sin embargo, empezó a fijarse en el pueblo ruso y a encontrarlo agradable: era un pueblo que nunca lo había traicionado, que había pasado hambre tantos años como había sido preciso, que había ido tranquilamente a la guerra o al campo de concentración, que había aceptado cualquier dificultad y nunca se había rebelado. Era un pueblo fiel y sencillo. Igual que Poskriobyshov. Y después de la Victoria, Stalin dijo con toda sinceridad que el pueblo ruso tenía la mente clara, y un carácter y un aguante muy firmes.

Con los años, al propio Stalin le hubiera gustado que le consideraran un ruso.

Encontraba también agradables los juegos de palabras que recordaban al mundo antiguo: que hubiera entonces directores y no «jefes de escuela»; oficialidad y no «personal de mando»; Soviet Supremo (eso de «supremo» era una palabra muy bonita) y no VTsIK (Comité Ejecutivo Central de la Unión); que los oficiales tuvieran ordenanzas; que las colegialas estudiaran por separado de los colegiales, llevaran esclavinas y pagaran sus estudios; que cada administración civil tuviera su propio uniforme y sus distintivos; que los ciudadanos soviéticos descansaran como todos los cristianos en domingo y no en unos días numerados e impersonales; e incluso que sólo se reconociera el matrimonio legal como válido, aunque él personalmente lo hubiera pasado mal en su tiempo por este concepto, pensara Engels lo que pensara desde los abismos marinos; y aunque le aconsejaron fusilar a Bulgákov y quemar la obra teatral Los Turbin, cuyos protagonistas eran de la guardia blanca, una fuerza misteriosa empujó su codo hasta hacerle escribir: «que se permita en un teatro de Moscú».

Allí mismo, ante el espejo de su despacho nocturno, había aplicado por primera vez a su guerrera los antiguos galones rusos, y había sentido una satisfacción al hacerlo.

A fin de cuentas, tampoco tenía nada bochornoso una corona como signo supremo de distinción. A fin de cuentas era un mundo probado, sólido, que había resistido trescientos años. ¿Por qué no adoptar lo mejor de ese mundo?

Y aunque, en su día, la entrega de Port-Artur no pudo por menos que alegrar al revolucionario deportado que se había evadido de la región de Irkutsk, ahora, después de la derrota del Japón, es posible que no mintiera al decir que la entrega de Port-Artur había sido durante cuarenta años un borrón en su orgullo y en el de otros antiguos ciudadanos rusos.

¡Sí, sí, los antiguos rusos! Stalin pensaba a veces que no era ninguna casualidad que fuera él quien se hubiera afirmado en la jefatura del país y hubiera cautivado su corazón y no aquellos famosos vocingleros y aquellos talmudistas de puntiaguda barbita sin estirpe, sin raíces, sin carácter positivo.

Allí estaban, allí estaban todos, en los estantes, desprovistos de encuadernación, en folletos de los años veinte: ¡Ahogados, fusilados, envenenados, quemados, víctimas de accidentes de automóvil, suicidados! Eliminados en todas partes, anatematizados, apócrifos, ¡todos formaban allí! Cada noche le ofrecían sus páginas, sacudían sus barbitas, se retorcían las manos, le escupían, hablaban con voz ronca y le gritaban desde el estante: «¡Le avisamos!», «¡Era preciso hacerlo de otra manera!». No es difícil dar consejos a los demás. Para eso Stalin los había reunido allí, para estar más irritado por las noches cuando tomaba sus resoluciones. (Por algún motivo, siempre resultaba que los adversarios eliminados tenían su parte de razón. Stalin escuchaba cauteloso sus hostiles voces de ultratumba, y a veces utilizaba algo de lo dicho).

Su vencedor, con el uniforme de generalísimo, con su frente estrecha e inclinada hacia atrás como los pitecántropos, vagaba inseguro a lo largo de los estantes tocando, cogiendo y seleccionando con sus retorcidos dedos la formación de sus enemigos.

La invisible orquesta interna, a cuyos sones estaba paseando ahora, desafinó y se calló.

Las piernas empezaban a dolerle, casi dispuestas a fallarle. Pesadas olas golpeaban su cabeza, la debilitada cadena de pensamientos se deshizo. Olvidó por completo para qué se había acercado a los estantes. ¿En qué pensaba un momento antes?

Se dejó caer en una silla cercana y se cubrió el rostro con las manos.

Era la perra vejez… Una vejez sin amigos. Una vejez sin amor. Una vejez sin fe. Una vejez sin deseos.

Incluso su hija preferida le resultaba innecesaria, ajena.

La sensación de la memoria quebrada, del crepúsculo de la razón, del aislamiento de todo lo vivo, le llenó de impotente horror.

Recorrió la habitación con una mirada turbia sin distinguir si sus paredes estaban cerca o lejos.

Junto a él, en una mesita, había otra jarrita con candado. Stalin tentó la llave, atada al cinto con largo cordel (de darle un ataque, habría podido caérsele, requiriendo largo rato de búsqueda), abrió la jarrita, llenó y bebió un vaso de elixir vivificante.

Y continuó sentado con los ojos cerrados. Su cuerpo se encontraba mejor, mejor, bien.

Su mirada, aclarada, cayó sobre el teléfono. Algo que toda la noche había estado escapándosele se deslizó de nuevo por su memoria como la punta de la cola de una serpiente.

Era algo que debía preguntar a Abakumov… ¿Habían arrestado ya a Gomulka?

¡Claro! ¡Ya lo tenía! Se levantó, llegó al escritorio arrastrando suavemente los pies por la alfombra, tomó la estilográfica y anotó en el dietario: «Telefonía secreta».

Según le habían informado, se habían reunido las fuerzas más selectas, la base material era completa, había entusiasmo, compromisos contraídos. Pero ¿por qué no terminaban? Abakumov, el muy insolente, había estado allí una hora entera, el muy perro, ¡y no había dicho ni palabra!

Así eran todos, en todos los organismos. ¡Todos procuraban engañar a su Jefe! ¿Cómo era posible confiar en ellos? ¿Cómo era posible no trabajar por las noches?

Faltaban más de diez horas para el desayuno.

Llamó para que lo desnudaran y le trajeran la bata.

El despreocupado país podía dormir, ¡pero su Padre no podía dormir!