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Ni a sus espaldas, ni incluso en su fuero interno, casi nadie se atrevía a llamarle Sashka, sólo Alexandr Nikoláyevich. «Ha llamado Poskriobyshov» significaba: ha llamado EL. «Lo ha dispuesto Poskriobyshov» significaba: lo ha dispuesto EL. Hacía más de quince años que Poskriobyshov se mantenía en el puesto de jefe del secretariado particular de Stalin. Era mucho tiempo, y cualquiera que no lo conociera íntimamente podía asombrarse de que su cabeza continuara intacta. El secreto era muy simple: en el fondo de su alma era un ordenanza, y en carácter de tal se había afirmado en su cargo. Incluso cuando lo ascendieron a teniente general, a miembro del Comité Central y a jefe del Departamento Especial destinado a investigar a los miembros del Comité Central, Poskriobyshov no se sentía más que una nulidad ante su Amo. Con una risita vanidosa brindaba con él por su aldea natal de Sopliaki. El olfato de Stalin, que nunca le engañaba, no advertía en Poskriobyshov ni dudas ni fingimientos. Su apellido estaba justificado§: al sacarlo del horno no rascaron lo suficiente para eliminar todas las cualidades de su inteligencia y de su carácter.

Sin embargo, al dirigirse a sus inferiores, este cortesano calvo de aspecto sencillo adquiría una enorme importancia. Su voz apenas emitía sonidos al hablar por teléfono con los inferiores, que debían meter la cabeza en el auricular para entenderlo. Algunas veces era posible bromear con él sobre bagatelas, pero la lengua no habría podido moverse para preguntarle qué tal iban las cosas por allí.

Hoy, Poskriobyshov había dicho a Abakumov: «Iosif Vissariónovich está trabajando. Puede que no le reciba. Ordenó que esperara».

Le había quitado la cartera (para verle a EL era preciso entregarla), le condujo a la antecámara y se marchó.

Así pues, Abakumov ni siquiera se atrevió a preguntar lo que más deseaba saber: cuál era aquel día el humor del Amo. Se quedó solo en la antesala con el corazón latiendo pesadamente.

Este hombre alto, fuerte y enérgico quedaba petrificado de terror cada vez que iba allí. Era un miedo no menor que el que podía haber sentido al escuchar pasos en la escalera cuando el arresto de ciudadanos en plena noche estaba en su apogeo. A efectos del terror, sus orejas al principio se helaban, luego cedían y se inyectaban de fuego.

Y cada vez, además, Abakumov temía que el continuo ardor de sus orejas provocara la suspicacia del Amo. Stalin sospechaba de cada minucia. No le gustaba, por ejemplo, que metieran mano a los bolsillos interiores en su presencia. Por esta razón, Abakumov sacaba del bolsillo interior las dos estilográficas, preparadas para tomar notas, y las trasladaba al bolsillo exterior, sobre el pecho.

El mando de la Seguridad del Estado había ido pasando gradualmente a manos de Beria, de quien Abakumov recibía gran parte de las directrices. Pero una vez al mes, el Autócrata quería observar, como personalidad viva, al hombre a quien había confiado la salvaguarda del orden más avanzado del mundo.

Estas entrevistas, de una hora, eran el duro precio que Abakumov debía pagar por toda su autoridad y todo su poder. Sólo vivía y disfrutaba entre entrevista y entrevista. Cuando llegaba el momento, todo se paralizaba en él, sus orejas se helaban. Entregaba la cartera sin saber si se la devolverían, inclinaba ante el despacho su cabeza bovina sin saber si podría enderezar el cuello una hora después.

Lo terrible de Stalin era que una sola equivocación con él era como el único error en la vida de un hombre que manipula un detonador, un error imposible de corregir. Stalin era terrible porque no escuchaba las justificaciones, ni siquiera lanzaba acusaciones. Sólo temblaba la punta de uno de sus bigotes, y en el interior de estos se pronunciaba una sentencia, aunque el condenado no lo supiera: se marchaba pacíficamente, lo arrestaban por la noche y lo fusilaban al amanecer.

Lo peor de todo era cuando Stalin guardaba silencio. Entonces había que sufrir el martirio de las conjeturas. Pero si Stalin te arrojaba algo pesado o puntiagudo, si te pisaba el pie con la bota, si te escupía o te soplaba a la cara la ceniza de su pipa, esta ira no era definitiva, ¡esta ira pasaría! Si Stalin se mostraba grosero e insultante, Abakumov se alegraba: significaba que Stalin tenía aún esperanzas de corregir a su ministro y de continuar trabajando con él.

Como es natural, ahora Abakumov comprendía que con su tesón había ascendido demasiado: en un plano inferior se encontraría más seguro, con los «alejados» Stalin hablaba bondadosa y agradablemente. Pero no había ningún camino para volver atrás, para dejar de ser de los «cercanos».

Sólo quedaba esperar la muerte. La suya. O la de… pero esto era impronunciable.

Invariablemente, los asuntos presentaban siempre tal cariz que, al aparecer ante Stalin, Abakumov siempre temía que descubriera algo.

Empezaba ya por temblar ante el temor de que se descubriera la historia de su enriquecimiento en Alemania.

… Al final de la guerra, Abakumov era el jefe del Smersh de la Unión y tenía a sus órdenes el contraespionaje de todos los frentes y ejércitos activos. Había sido un tiempo especial, breve, de enriquecimiento incontrolado. Para descargar con más seguridad el golpe definitivo contra Alemania, Stalin copió el procedimiento hitleriano de los envíos del frente a la retaguardia: combatir por el honor de la patria está bien, hacerlo por Stalin aún mejor, pero si era preciso arrojarse sobre las alambradas en el momento más desagradable —al final de la guerra—, ¿por qué no dar al combatiente un interés material en la Victoria, o sea, el derecho a enviar a casa cinco kilos de botín al mes, si era soldado, diez si oficial y dieciséis si general? (Esta distribución era justa, pues el petate del soldado no debía ser una carga durante la marcha, mientras que el general siempre tendría su automóvil). Sin embargo, el contraespionaje Smersh se encontraba en una posición incomparablemente más ventajosa. El vuelo de los proyectiles enemigos no llegaba hasta ellos. Los aviones adversarios no los bombardeaban. Se encontraban siempre en una franja del frente que el fuego había ya abandonado, pero a la que no habían llegado todavía los inspectores de la Administración. Sus oficiales vivían envueltos en una nube de misterio. Nadie se atrevería a comprobar lo que sellaban en un vagón, lo que sacaban de una hacienda, ni qué sitio rodeaban de centinelas. Los camiones, los trenes y los aviones trasladaban las riquezas de los oficiales del Smersh. Los oficiales sacaron riquezas por millares, los coroneles por centenares de miles, Abakumov se apoderó de millones.

Ciertamente, no podía imaginar que se dieran unas extrañas circunstancias que le derribaran de su puesto de ministro o que hicieran caer el régimen que él custodiaba: el dinero lo habría salvado incluso en el caso de tenerlo en un banco suizo. Pero estaba claro, por otra parte, que ningún tesoro podría salvar a un decapitado. Sin embargo, había algo que era superior a sus fuerzas: ¡ver que sus subordinados se enriquecían y no coger nada para él! ¡Un sacrificio como este no se le puede exigir a un hombre vivo! Y envió una y otra vez a pelotones especiales de búsqueda. Ni siquiera pudo renunciar a dos maletas llenas de tirantes masculinos. Practicaba el saqueo como hipnotizado.

Sin embargo, este tesoro de los Nibelungos, que no aportó a Abakumov una riqueza sosegada, se convirtió en la fuente de su continuo terror a ser descubierto. Ninguno de los que estaban al corriente se habría atrevido a denunciar al todopoderoso ministro, pero una casualidad cualquiera podía emerger a la superficie y hacerle perder la cabeza. El expolio había sido inútil, ¡pero no iba a declararlo ahora al Ministerio de Hacienda!

… Había llegado a las dos y media de la noche, pero a las tres y diez todavía estaba con su gran bloc de papel limpio en la mano paseando por la antesala, angustiado, sintiendo en su interior la debilidad del miedo mientras sus orejas se encendían pérfidamente. Lo que más le alegraría ahora sería que Stalin se hartara de trabajar y no lo recibiera: Abakumov temía un castigo por lo de la telefonía secreta. Ya no sabía qué mentira decir.

Pero se entreabrió la pesada puerta hasta la mitad. Por la parte abierta entró Poskriobyshov silenciosamente, casi de puntillas, y le invitó a pasar con la mano, en silencio. Abakumov avanzó procurando no apoyar en el suelo toda la ruda planta de su pie. Al llegar a la puerta siguiente, también entreabierta, introdujo su corpachón por ella reteniéndola por la limpia manilla de bronce para que no se abriera más. Y en el umbral, dijo:

—¡Buenas noches, camarada Stalin! ¿Me permite?

Había cometido un error, no había carraspeado a tiempo, y por ello su voz había salido ronca, no suficientemente leal.

Stalin vestía una guerrera de botones dorados con varias hileras de distintivos pero sin galones. Estaba en la mesa escribiendo. Terminó la frase y sólo después levantó la cabeza para echar al recién llegado una mirada maligna, de lechuza.

Y no dijo palabra.

¡Muy mala señal!: no había dicho una sola palabra…

Y se puso de nuevo a escribir.

Abakumov cerró la puerta pero no se atrevió a avanzar más sin la invitación de un gesto o de un movimiento de cabeza. Permaneció de pie con sus largos brazos pegados a las caderas, algo inclinado hacia adelante, y con una sonrisa de respetuosa bienvenida en sus carnosos labios. Pero sus orejas ardían.

Como si el ministro de la Seguridad del Estado no conociera todavía este sencillo procedimiento judicial y no lo hubiera empleado él mismo: recibir al que entra con un silencio hostil. Pero por más que lo supiera, cuando Stalin lo recibía así, Abakumov sentía interiormente una especie de principio de pánico.

En aquel pequeño despacho nocturno, pegado a la tierra, no había cuadros ni adornos, y las ventanas eran pequeñas. Unos paneles de roble tallado cubrían las paredes, poco altas, y por una de ellas se extendían pequeños estantes de libros. La mesa escritorio no tocaba la pared. Había además un gramófono en un rincón, y a su lado un estante con discos: a Stalin le gustaba poner de noche la grabación de sus antiguos discursos, y escucharlos.

Abakumov se inclinó un poco más con aire de interrogación y esperó.

Sí, estaba por completo en las manos del Jefe, pero en parte también el Jefe estaba en sus manos. En el frente, cuando uno de los contendientes avanza con excesiva fuerza, se produce una dislocación, un mutuo acordonamiento, y no siempre es fácil comprender quién rodea a quién. Lo mismo aquí: Stalin había conectado su persona (y a todo el Comité Central) al sistema del MGB, todo cuanto vestía, comía, bebía, todo cuanto le servía para sentarse o para tenderse, todo era competencia del MGB y sólo lo guardaba el MGB. De modo que, en cierto sentido tergiversadamente irónico, Stalin era un subordinado de Abakumov. Sólo que difícilmente tendría ocasión Abakumov de poner de manifiesto este poder.

El corpulento ministro continuaba esperando, de pie, inclinado. Stalin escribía. Cada vez que entraba Abakumov estaba escribiendo. Cabía pensar que no dormía nunca, y que escribía continuamente con su aire de importancia y responsabilidad, como si cada palabra que manara de la pluma cayera inmediatamente en la historia. La lámpara de sobremesa arrojaba su luz sobre el papel; por su parte, la luz superior, procedente de unas fuentes de iluminación disimuladas, no era muy intensa. Stalin no escribía de corrido, se recostaba, tosía hacia uno de los lados, hacia el suelo, o echaba una mirada malévola a Abakumov como si prestara atención a algún ruido, aunque en la estancia no lo había en absoluto.

¿De dónde procedía este modo de mandar, esta importancia de cada minúsculo movimiento? ¿Acaso el joven Koba no agitaba los dedos, no movía las manos o arqueaba las cejas de la misma manera? Pero entonces esto no asustaba a nadie, nadie deducía de estos movimientos un terrible sentido. Sólo después de cierto número de nucas marcadas la gente empezó a ver en los más pequeños movimientos del Jefe una alusión, un aviso, una amenaza, una orden. Y al observarlo en los demás, Stalin empezó a fijarse en sí mismo, y vio también en sus gestos y en sus miradas ese sentido interno amenazador. A partir de entonces empezó a elaborar conscientemente sus movimientos, con lo que resultaban mejores e influían más certeramente en los que le rodeaban.

Finalmente, Stalin miró con mucha severidad a Abakumov, y pinchando el aire con la pipa le indicó dónde debía sentarse hoy. Abakumov se removió alegremente, avanzó ligero y se sentó, aunque no ocupó todo el asiento sino únicamente la parte delantera del mismo. No era cómodo en absoluto pero en cambio podría incorporarse más prestamente cuando fuera necesario.

—¿Y bien? —masculló Stalin con la vista en sus papeles.

¡Había llegado el momento! ¡Ahora era preciso no perder la iniciativa!

Abakumov carraspeó. Con la garganta limpia, se apresuró a hablar y lo hizo casi con exaltación. (Luego se maldijo por este servilismo verbal en el despacho de Stalin, por sus desmedidas promesas, pero siempre solía ocurrir, casi espontáneamente, que cuanto más malévolamente le recibía su Amo, más incontinente era Abakumov en sus afirmaciones, lo que le arrastraba a más y más promesas).

Lo que más atraía a Stalin de los informes nocturnos de Abakumov, su continuo adorno, era que siempre figuraba en ellos el descubrimiento de algún grupo hostil muy importante y muy ramificado. Sin la desarticulación de un grupo (cada vez diferente), Abakumov no se presentaba. También hoy había preparado uno de estos grupos, el de la Academia Frunze, y podía llenar mucho tiempo con los detalles.

Primero, sin embargo, empezó a contar los éxitos conseguidos (ni él mismo sabía si auténticos o imaginarios) en la preparación de un atentado contra Tito. Dijo que se colocaría una bomba de acción retardada en el yate de Tito antes de que fuera enviado a la isla Brioni.

Stalin levantó la cabeza, se puso en la boca la pipa apagada y dio dos chupadas. No hizo ningún otro movimiento, no manifestó ningún interés, pero Abakumov, que entendía algo de su jefe, presintió que había dado en el clavo.

—¿Y Rankovich? —preguntó Stalin.

¡Sí, sí! ¡Había que hallar la ocasión para que Rankovich, Kardelj y Moshe Piade, toda la banda, volaran juntos por los aires! ¡Según los cálculos, eso debía producirse no más tarde de la primavera! (Con la explosión debía perecer también la tripulación del yate, sin embargo el ministro no aludió a esta minucia, y su interlocutor no interrogó sobre el caso).

¿En qué pensaría mientras chupaba la pipa apagada mirando inexpresivamente al ministro por encima de su nariz ganchuda y colgante?

No pensaría, naturalmente, que el partido a su mando había nacido rechazando el terror individual. Ni tampoco en que toda su vida no había hecho más que cabalgar sobre el terror. Mientras chupaba la pipa y contemplaba a aquel hombre apuesto, bien cebado, de sonrosadas mejillas y ardientes orejas, Stalin pensaba lo que siempre solía pensar a la vista de aquellos subordinados celosos, dispuestos a todo, serviles. No era siquiera un pensamiento sino un movimiento de sus sentimientos: ¿hasta qué punto puedo confiar hoy en este hombre?

Y un segundo movimiento: ¿habrá llegado ya el momento de sacrificar a este hombre?

Stalin sabía perfectamente que Abakumov se había enriquecido en 1945. Pero no tenía prisa en castigarlo. A Stalin le gustaba que Abakumov fuera así. Los hombres como él eran más fáciles de gobernar. En toda su vida, Stalin se había guardado sobre todo de los llamados «idealistas», al estilo de Bujarin. Eran los simuladores más hábiles, y resultaba difícil descubrirlos.

Pero no se podía confiar ni en el transparente Abakumov. En general, no se podía confiar en nadie sobre la Tierra.

No confiaba ni en su madre. Ni en Dios. Ni en los revolucionarios. Ni en los campesinos (¿quién sembraría el trigo y recogería la cosecha si no les obligaban a hacerlo?). Ni en los obreros (¿quién trabajaría si no se les imponía una norma?). Y con mayor razón, no confiaba en los ingenieros. Tampoco tenía confianza en los soldados y en los generales que combatieran sin pelotones de castigo y de barrera. No confiaba en sus íntimos. No confiaba en sus esposas y amantes. Tampoco confiaba en sus propios hijos. ¡Y siempre tuvo razón!

Y confió únicamente en una sola persona, una sola en toda su vida inequívocamente desconfiada. Y esta persona, que se mostraba ante todo el mundo tan decidida tanto en la amistad como en la enemistad, de la noche a la mañana dejó de ser su enemigo y le tendió la mano de amigo. No era un charlatán, era un hombre práctico.

¡Y Stalin confió en él!

Este hombre era Adolf Hitler.

Con aprobación y maligna alegría contempló Stalin cómo Hitler derrotaba a Polonia, a Francia, a Bélgica, y cómo sus aviones cubrían el cielo de Inglaterra. Molotov volvió de Berlín muy asustado. El espionaje informaba que Hitler trasladaba tropas al este. Hess huyó a Inglaterra. Churchill avisó a Stalin del ataque. Todas las chovas de los pobos de Bielorrusia y de los álamos de Galizia graznaban hablando de guerra. En su propio país, todas las mujeronas de los mercados auguraban la guerra de un día para otro. Sólo Stalin permanecía inmutable. Enviaba a Alemania trenes de materias primas, no fortificaba las fronteras, temía ofender a su colega.

¡Creía en Hitler!

A punto estuvo de pagar esta confianza con su cabeza.

¡Y con mayor razón, ahora definitivamente no creía en nadie!

Abakumov habría podido responder con palabras muy amargas a la presión de esta desconfianza, pero no se atrevía a pronunciarlas. No debía jugar a soldaditos ni llamar al mentecato de Popivod para estudiar con él unos artículos contra Tito. Tampoco debía rechazar, basándose en la hoja de servicios (si has vivido en el extranjero no eres de los nuestros), a unos muchachos magníficos que Abakumov se disponía a enviar a la caza del oso, a unos muchachos que conocían el idioma, las costumbres, e incluso a Tito en persona, no debía rechazarlos sino utilizarlos, creer en ellos. Ahora bien, naturalmente, el diablo sabe cómo saldría aquel atentado. Al propio Abakumov le irritaba tan poca flexibilidad.

¡Pero conocía a su Amo! Había que servirle con una parte de sus fuerzas, más de la mitad, pero nunca con todas. Stalin no toleraba el incumplimiento patente. Pero odiaba un cumplimiento que tuviera excesivo éxito: creía que ello era socavar su carácter de hombre único. ¡Nadie que no fuera él debía saber, poder y hacer nada irreprochablemente!

Y Abakumov —¡lo mismo que los cuarenta y cinco ministros!—, aparentando hacer un gran esfuerzo en los arreos del Ministerio, tiraba del carro con medio hombro.

Si el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba, Stalin lo convertía en mediocridad.

Hoy, sin embargo, la cara de Stalin iba aclarándose a medida que avanzaba el informe de Abakumov. Y antes de entrar en detalles sobre la explosión prevista, el ministro continuó informando de los arrestos efectuados en la Academia de Teología, y luego, con especial minuciosidad, de los habidos en la Academia Frunze, del estado del espionaje en Corea del Sur, y después…

Su deber inmediato, y el sentido común, le obligaba ahora a informar de la llamada telefónica a la embajada norteamericana. Pero podía también no hablar de ella, podía pensar que Beria o Vyshinski ya habrían informado del asunto, o una excusa más acertada: que a él mismo todavía no se lo habían comunicado aquella noche. Stalin, en su desconfianza, había creado un paralelismo en todo, y por esto mismo cada funcionario uncido al carro podía tirar con medio hombro. Sería más provechoso no salir ahora con promesas de encontrar al culpable mediante una técnica especializada. Hoy temía por partida doble cualquier mención del teléfono, para que el Amo no recordara la telefonía secreta.

Y Abakumov procuraba incluso no mirar el teléfono de sobremesa, para que sus ojos no llevaran al Amo hasta el aparato.

¡Pero Stalin estaba haciendo memoria! ¡Recordaba algo! ¡Quizá la telefonía secreta! Juntaba en la frente duras arrugas, se ponían tensos los cartílagos de su gran nariz, su mirada tenaz se clavaba en Abakumov (el ministro daba a su rostro la mayor expresión posible de honrada y sincera franqueza), ¡pero no le vino a la memoria! El pensamiento, apenas retenido, se perdió en el abismo de la memoria. Las arrugas de su frente gris se separaron impotentes.

Stalin suspiró, llenó la pipa y la encendió.

—¡Sí! —recordó algo con la primera bocanada de humo, pero lo recordaba de pasada, y no era el asunto principal que trataba de recordar—. ¿Se ha detenido a Gomulka?

En Polonia, recientemente, Gomulka había sido destituido de todos sus cargos y rodaba hacia el abismo sin dilación.

—¡Se ha detenido! —confirmó aliviado Abakumov incorporándose ligeramente en la silla. (Además, a Stalin ya le habían informado de ello).

Pulsando un botón de la mesa, Stalin aumentó la intensidad de la luz superior: unas cuantas lámparas en las paredes. Se levantó y empezó a pasear echando humo con la pipa. Abakumov comprendió que su informe había terminado y que ahora iban a dictarle las instrucciones. Abrió el gran bloc sobre sus rodillas, sacó la estilográfica y se dispuso a escribir. (Al Amo le gustaba que sus palabras se anotaran inmediatamente).

Pero Stalin iba y venía del gramófono a la mesa echando humo con la pipa sin decir palabra, como si hubiera olvidado por completo a Abakumov. Su cara gris, picada de viruela, $e había ensombrecido en el doloroso esfuerzo de recordar. Cuando pasó de perfil ante Abakumov, el ministro vio que sus hombros ya se arqueaban, que la espalda del Jefe ya se encorvaba, con lo que el hombre parecía menos alto, verdaderamente pequeño. Y Abakumov hizo cábalas en su fuero interno (habitualmente se prohibía a sí mismo tener semejantes pensamientos en aquel lugar, para que de alguna manera no los presintiera el Comandante Supremo), y calculó que el Padrecito no viviría diez años más, que moriría. Quizá no fuera sensato, pero deseaba que esto sucediera cuanto antes: parecía que todos ellos, todos sus íntimos, entrarían entonces en una vida fácil y libre.

Stalin estaba anonadado por este nuevo fallo de la memoria: ¡su cabeza se negaba a servirle! Al venir del dormitorio pensaba en lo que debía preguntar a Abakumov, y ahora lo había olvidado. En su impotencia ya no sabía qué piel debía arrugar para recordar.

De pronto echó la cabeza hacia atrás, miró a la parte superior de la pared opuesta, ¡y recordó!, pero no lo que debía recordar ahora, sino algo que no pudo recordar hacía dos noches, en el Museo de la Revolución, algo que le había parecido desagradable.

… Fue en el año 37. En el vigésimo aniversario de la revolución, cuando la interpretación de tantas cosas había cambiado, decidió examinar personalmente la exposición del Museo, no fuera que hubieran cometido alguna confusión. En una de las salas, la misma en la que hoy estaba el enorme televisor, sus ojos perspicaces vieron desde el umbral que en la parte superior de la pared opuesta había unos grandes retratos de Zhelianov y de Perovskaya[16]. Sus rostros aparecían sinceros, impávidos, sus miradas indomables incitaban a cada visitante: «¡Muerte al tirano!».

Como herido por dos flechas en la garganta —las dos miradas de los miembros de Naródnaya Volia— Stalin retrocedió, emitió un sonido ronco, carraspeó, y en medio de su tos sacudió el dedo señalando los retratos.

Los quitaron inmediatamente.

Del museo de Leningrado retiraron también la primera reliquia de la revolución: un pedazo de la carroza de Alejandro II.

A partir de aquel día, Stalin ordenó que le construyeran refugios y viviendas en diferentes lugares, a veces atravesando montañas enteras, como en el río Jolodni. Y perdido el gusto de vivir rodeado por una ciudad de densa población, llegó a retirarse en esta dacha de las afueras, en este despacho nocturno de bajo techo, cercano al cuarto de servicio de su guardia personal.

Cuantas más eran las personas a las que quitaba la vida, con más insistencia le oprimía un continuo terror a perder la suya. Su cerebro inventó muchos y valiosos perfeccionamientos en el sistema de vigilancia, como por ejemplo que la composición de la guardia no se comunicara hasta una hora antes de su entrada en servicio, y que cada equipo estuviera compuesto por soldados diferentes, de cuarteles alejados unos de otros: al juntarse para hacer la guardia, se encontraban por primera vez, y sólo por veinticuatro horas, y así no podían confabularse. También la dacha se la hizo construir como el laberinto de una ratonera, con tres tapias cuyas puertas no se encontraban una enfrente de otra. Y montó varios dormitorios, indicando, inmediatamente antes de acostarse, dónde debían hacer la cama.

Todas estas precauciones no tenían que ver con la cobardía, sino sólo con la sensatez. Pues su persona tenía un valor incalculable para la historia humana. Sin embargo, otras personas podían no comprenderlo. Y para no destacar de los demás, dictó medidas semejantes para todos los jefecillos de la capital y de provincias: prohibió que fueran al retrete sin escolta, dispuso que viajaran en fila india en tres automóviles iguales.

… También ahora, bajo la influencia del recuerdo vivo de los retratos de los líderes de Naródnaya Volia, se detuvo en mitad de la habitación, se volvió hacia Abakumov y dijo agitando ligeramente la pipa en el aire:

—¿Y qué medidas adoptas en el plano de la seguridad del personal del partido?

Y acto seguido le miró con aire maligno, hostil, torciendo el cuello a un lado.

Con el bloc abierto en blanco, Abakumov se incorporó en dirección al Jefe (pero no se levantó, pues sabía que a Stalin le agradaba la inmovilidad de sus interlocutores), y con brevedad (el Amo consideraba insinceras las explicaciones largas) y buena disposición empezó a hablar de cosas que no había preparado (esta continua disposición a improvisar era allí una cualidad capital, Stalin habría interpretado cualquier turbación como una confirmación de malas intenciones).

—¡Camarada Stalin! —la voz de Abakumov tembló ofendida. De todo corazón habría dicho afectuosamente «Iosif Vissariónovich», pero no era conveniente este tratamiento, habría sido como una pretensión de intimidad con el Dirigente, casi situarse a su misma altura—. ¡Para eso estamos nosotros, los órganos de seguridad, todo nuestro Ministerio, para que usted, camarada Stalin, pueda trabajar, pensar y dirigir el país con toda tranquilidad!

(Stalin había dicho «la seguridad del personal del partido», pero sólo esperaba una respuesta relativa a su persona, ¡Abakumov lo sabía!).

—¡No pasa un día sin que controle, arreste o estudie los expedientes!

Stalin miraba atentamente con la misma pose de antes, la de un cuervo con el cuello retorcido.

—Escucha —preguntó meditabundo—, ¿y qué pasa? ¿Continúa habiendo expedientes sobre terroristas? ¿No se acaban?

Abakumov suspiró amargamente.

—Mucho me alegraría decirle, camarada Stalin, que no hay expedientes sobre terroristas. Pero los hay. Los neutralizamos… bueno, en los sitios más inesperados.

Stalin cerró un ojo, y en el otro podía verse su satisfacción.

—¡Esto está bien! —asintió con la cabeza—. O sea, que trabajáis.

—¡Cómo no, camarada Stalin! —Para Abakumov era insoportable, pese a todo, permanecer sentado ante el Jefe de pie, y se incorporó un poco sin enderezar por completo sus rodillas (y nunca se presentaba allí con tacones altos)—. No dejamos que todos estos asuntos maduren hasta una preparación total. ¡Los cogemos en proyecto! ¡En intención! ¡Por el Artículo 19!

—Bien, bien —con ademán tranquilizador, Stalin hizo que Abakumov se sentara (sólo faltaría que aquella mole se elevara por encima de él)—. O sea, que consideras que todavía hay descontentos, ¿verdad?

Abakumov volvió a suspirar.

—Sí, camarada Stalin. Hay todavía un tanto por ciento…

(¡Buena la habría hecho si decía que no! ¿Para qué le necesitarían entonces a él y a su empresa?).

—Dices bien —aseguró cordialmente Stalin. En su voz sobresalía la ronquera y el carraspeo por encima de la sonoridad—. Por lo tanto, puedes trabajar en la Seguridad del Estado. Pero a mí me dicen que ya no hay descontentos, que todos los que en las elecciones votan a favor están contentos. ¿Eh? —Stalin sonrió—: ¡Qué ceguera política! El enemigo se oculta, vota a favor, ¡pero no está contento! ¿Un cinco por ciento, eh? ¿O quizás un ocho?

(¡Esta perspicacia, esta autocrítica, esta resistencia a las adulaciones, era lo que Stalin apreciaba especialmente en su propia persona!).

—Sí, camarada Stalin —confirmó convencido Abakumov—. Eso precisamente, un cinco por ciento. O un siete.

Stalin continuó su camino por el despacho y rodeó la mesa escritorio.

—Este es mi defecto, camarada Stalin —se envalentonó Abakumov, cuyas orejas se habían enfriado por completo—, que no puedo quedarme tranquilo.

Stalin golpeó ligeramente el cenicero con la pipa.

—¿Y el estado de ánimo de la juventud?

Una tras otra las preguntas venían como cuchillos, y bastaba con uno para cortarse. Si decía «es bueno», dirían que era ceguera política. Si decía «es malo», que no tenía fe en nuestro futuro.

Abakumov abrió los dedos y de momento se abstuvo de las palabras.

Sin esperar la respuesta, Stalin dio unos golpecitos con la pipa y dijo gravemente:

—Hay que preocuparse más de la juventud. ¡Hay que ser especialmente implacable con los vicios de la juventud!

Abakumov volvió a la realidad y se puso a escribir.

El pensamiento cautivaba a Stalin, sus ojos se encendieron con brillo de tigre. Llenó de nuevo la pipa, la encendió y paseó otra vez por la estancia muchísimo más animado:

—¡Hay que reforzar la atención sobre el estado de ánimo de los estudiantes! ¡Hay que extirpar, no individualidades sino grupos enteros! ¡Y hay que pasar a la medida completa que ofrece la ley: veinticinco años y no diez! ¡Diez años es como ir a la escuela, y no a la cárcel! ¡A los colegiales se les pueden dar diez años! ¡Pero a los que les sale el bigote, veinticinco! ¡Son jóvenes! ¡Sobrevivirán!

Abakumov iba escribiendo con rapidez. Los primeros engranajes de una larga cadena habían empezado a girar.

—¡Y hay que acabar con esas condiciones de balneario en las cárceles políticas! Me ha dicho Beria que en las cárceles políticas todavía se permite la entrega de paquetes. ¿Es verdad?

—¡Se los quitaremos! ¡Lo prohibiremos! —exclamó Abakumov con dolor en la voz, y continuó escribiendo—. ¡Ha sido nuestro error, camarada Stalin, perdónenos!

(¡Sí, realmente había sido un fallo! ¡Habría podido adivinarlo por sí mismo!).

Stalin se puso ante Abakumov con las piernas abiertas:

—¿Cuántas veces tendré que decírselo? A ver si comprende por fin…

Hablaba sin ira. Sus ojos, dulcificados, expresaban confianza en Abakumov, confianza en que asimilaría lo dicho, lo comprendería. Abakumov no recordaba que Stalin le hubiera hablado nunca con tanta sencillez y benevolencia. La sensación de miedo le abandonó por completo, y su cerebro empezó a funcionar como el de un hombre normal en circunstancias normales. Y una circunstancia del servicio, una circunstancia que hacía tiempo le estorbaba como un hueso atravesado en la garganta, encontró ahora salida. Con cara reanimada, Abakumov dijo:

—¡Lo comprendemos, camarada Stalin! Nosotros —hablaba por todo el Ministerio— lo comprendemos: ¡se agudizará la lucha de clases! Y entonces, con mayor razón, póngase en nuestro lugar, camarada Stalin, ¡comprenda cómo nos ata las manos la abolición de la pena de muerte! Vea cómo vamos trampeando desde hace dos años y medio: no podemos poner en ningún documento a los fusilados. Por lo tanto, hay que redactar dos sentencias. Además, el sueldo de los ejecutores no puede figurar directamente en la contabilidad, y se lían los cálculos. Por si fuera poco, en los campos de concentración no tenemos con qué asustar a la gente. ¡Cómo necesitamos la pena de muerte! ¡Camarada Stalin, devuélvanos la pena de muerte! —rogó Abakumov afectuosamente, de todo corazón, poniéndose los cinco dedos en el pecho y mirando con esperanza la oscura faz del Jefe.

Y Stalin pareció sonreír ligerísimamente. Sus rígidos bigotes temblaron, pero suavemente.

—Lo sé —dijo en voz baja cotí aire comprensivo—. Lo he pensado.

¡Sorprendente! ¡Todo lo sabía! ¡Pensaba en todo! Antes de que se lo pidieran. Como una divinidad cerniéndose en las alturas, se anticipaba a los pensamientos humanos.

—Dentro de unos días os devolveré la pena de muerte —dijo meditabundo, con la mirada profunda hacia adelante, como mirando a años y más años venideros—. Será una medida educativa muy buena.

¡Sólo faltaría que no hubiera pensado en esta medida! Hacía tres años que sufría más que nadie por haber cedido al impulso de vanagloriarse ante Occidente, por haberse traicionado a sí mismo al creer que los hombres no estaban definitivamente corrompidos.

Este había sido el rasgo distintivo de toda su vida de hombre de Estado: ni la destitución, ni la persecución general, ni el manicomio, ni la cadena perpetua, ni el destierro, le habían parecido medidas represivas suficientes para un hombre considerado peligroso. Sólo la muerte era el pago seguro y completo. Sólo la muerte del infractor confirmaba que él, Stalin, poseía un poder real y total.

Y cuando la punta de sus bigotes temblaba de indignación, la sentencia era siempre sólo una: la muerte.

En su escala no cabía, sencillamente, un castigo menor.

Stalin apartó la mirada del luminoso y lejano pasado que acababa de contemplar y trasladó los ojos a Abakumov. Casi cerrando los párpados inferiores, preguntó:

—¿Y tú no temes ser el primero que fusilemos?

Casi no acabó de pronunciar este «fusilemos», lo dijo en una caída de voz, en un susurro, como suave terminación de algo que podía ser adivinado por el contexto.

Pero la palabra se deshizo en hielo sobre Abakumov. El más Querido y Amado estaba de pie ante él, sólo un poco más allá de la distancia que abarcaría Abakumov extendiendo el puño, y vigilaba cada pequeño rasgo del ministro para ver cómo se tomaba la chanza.

No osando levantarse ni tampoco permanecer sentado, Abakumov se incorporó ligeramente sobre sus tensas piernas, y la tensión hizo que le temblaran las rodillas:

—¡Camarada Stalin! Si lo merezco… Si es necesario…

Stalin tenía la mirada sensata y penetrante. Se asesoraba en silencio consultando con su sempiterno segundo pensamiento sobre cuantos lo rodeaban. Ay, conocía esa fatalidad humana: con el tiempo era necesario renunciar a sus más fervorosos ayudantes y apartarse de ellos, eran comprometedores.

—¡Perfecto! —dijo Stalin con una sonrisa de buena disposición, como elogiando la imaginación de su interlocutor—. Cuando te lo merezcas, te fusilaremos.

Pasó la mano por el aire indicando a Abakumov que se sentara, que tomara asiento. Abakumov volvió a sentarse.

Stalin se quedó meditabundo y empezó a hablar con una cordialidad que el ministro de la Seguridad del Estado no había tenido aún ocasión de escuchar:

—Pronto habrá mucho trabajo para usted, Abakumov. Vamos a aplicar una vez más las medidas del año 37. Todo el mundo está contra nosotros. Hace tiempo que la guerra es inevitable. Y antes de una graaan guerra se necesita una graaan depuración.

—Pero ¡camarada Stalin! —se atrevió a replicar Abakumov—, ¿no llenamos ahora las cárceles?

—¿A esto llamas llenar? —repuso Stalin con una sonrisa bondadosa—. ¡Ya verás cuando empecemos a llenarlas! Y durante la guerra avanzaremos, ¡y empezaremos a meter a Europa en la cárcel! Refuerza los órganos de seguridad. ¡Refuerza los órganos! ¡Nunca te negaré ni el personal ni el dinero! —y lo despidió pacíficamente—: Bueno, de momento, vete.

Abakumov no sentía si caminaba o volaba por la antecámara en busca de la cartera que guardaba Poskriobyshov. No sólo podría ahora vivir un mes entero sino que, ¿no empezaría una nueva época en sus relaciones con el Amo?

Cierto que además había la amenaza de que también a él lo fusilaran. Pero, en realidad, aquello era una broma.