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Dos terceras partes de siglo representan una lejanía nebulosa, al principio de la cual ni el más osado podría imaginar en sueños el final, y al final de la cual sería difícil revivir y creer en el principio.

Esta vida había comenzado sin esperanzas. Hijo ilegítimo cuyo padre putativo era un zapatero remendón pobre y borracho. Una madre analfabeta. El guarro de Soso se pasaba el día en los charcos al pie de la colina de la Reina Tamara. El problema no era ya cómo llegar a ser el dueño del mundo, sino cómo aquel niño podría salir de la posición más humillante y más baja.

Pese a todo, el causante de su vida hizo gestiones en su favor, y saltándose las normas de la Iglesia, el chico fue aceptado —pese a no proceder de familia piadosa— primero en la escuela de la iglesia parroquial y luego incluso en el seminario.

Desde las alturas del oscuro iconostasio, el Dios Yavé llamó con aire severo al seminarista tendido sobre las frías losas de piedra. ¡Oh, con qué tesón se puso el muchacho a servir a Dios! ¡Qué fe tenía en él! En siete años de estudios empolló concienzudamente el Antiguo y el Nuevo Testamento, la vida de los santos y la historia de la Iglesia, a la par que ayudaba con gran celo en los actos litúrgicos.

En la Biografía había una fotografía del joven Dshugaschvili al terminar la escuela religiosa: levitón gris con cuello redondo cerrado; el óvalo del rostro, mate, como agotado por las oraciones, era el de un adolescente; largos cabellos preparados para el servicio religioso, austeramente recogidos, humildemente untados con aceite de candil, cabalgando sobre las orejas. Sólo los ojos y las tensas cejas delataban que aquel seminarista quizá llegara a arzobispo.

Pero Dios lo engañó… Aquel aletargado y aborrecible pueblecito, entre verdes y redondeadas colinas, entre los meandros del Medzhuda y del Liajva, estaba atrasado: en la ruidosa Tiflis las personas inteligentes hacía tiempo que se burlaban de Dios. Y la escalera por la que Soso ascendía firmemente resultó que no conducía al cielo, sino al desván.

¡Pero la edad ardorosa y pendenciera exigía acción! ¡El tiempo pasaba y nada se había hecho! No había dinero para la universidad, para el servicio al Estado, para empezar un negocio, pero en cambio estaba el socialismo, que aceptaba a todo el mundo, un socialismo que estaba acostumbrado a los seminaristas. Faltaba la inclinación por las ciencias o por las artes, faltaba la habilidad para desempeñar un oficio o dedicarse al robo, faltaba suerte para convertirse en el amante de una dama rica. Pero la revolución llamaba a todo el mundo con los brazos abiertos, los aceptaba a todos y les prometía un puesto.

Aconsejó que se incluyera también en la Biografía una foto de esta época, su fotografía preferida. Estaba casi de perfil. No llevaba barba, ni bigote, ni patillas (todavía no había decidido qué llevaría), sencillamente, hacía tiempo que no se afeitaba, y todo lo enumerado crecía simultáneamente en forma de una tumultuosa pelambrera masculina. Estaba dispuesto a precipitarse hacia donde fuera, pero no sabía dónde. ¡Qué joven tan simpático! Una cara enérgica, inteligente, sincera, ni rastro de aquel seminarista fanático. Liberados del aceite, los cabellos estaban sueltos, sus densos rizos embellecían la cabeza y cubrían, sinuosos, lo que en él podía ser poco afortunado: una frente estrecha e inclinada hacia atrás. El joven era pobre. Llevaba una triste chaqueta de segunda mano, y la bufanda a cuadros, barata, envolvía su cuello con aire de independencia bohemia cubriendo su estrecho y enfermizo pecho, donde no había siquiera una camisa. ¿No estaría ya condenado a la tuberculosis aquel plebeyo de Tiflis?

Cada vez que Stalin contemplaba esta fotografía, su corazón rebosaba piedad (pues no hay corazón que sea absolutamente incapaz de sentirla). ¡Qué difícil era todo, cómo estaba todo en contra de aquel magnífico joven que se cobijaba gratuitamente en el frío desván del observatorio y que ya había sido expulsado del seminario! (Para asegurarse la subsistencia compaginaba una cosa con la otra: durante cuatro años había asistido a los círculos socialdemócratas al tiempo que continuaba rezando y aplicándose en la catequesis, pero de todos modos lo expulsaron).

Once años inclinándose y rezando en vano, lástima de tiempo perdido… ¡Y con mayor resolución aún dirigió su juventud a la revolución!

Pero la revolución también le engañó… Además, ¿qué revolución era aquella, la de Tiflis, sino un juego de jactanciosas vanidades en las bodegas? Uno se perdía en aquel hormiguero de mediocridades: ni correctos avances progresivos, ni méritos, sólo se trataba de ver quién era más charlatán que los demás. El exseminarista odiaba a aquellos charlatanes más amargamente que a los gobernadores y a los policías. (¿Por qué enfadarse con estos? Servían honestamente a cambio de un jornal y era natural que se protegieran. ¡Pero esos arribistas no podían tener justificación!). ¿Una revolución? ¿Entre tenderos georgianos? ¡Nunca la habría! Y él había perdido el seminario, había perdido un camino seguro en la vida.

Además, ¿qué le importaba aquella revolución, con sus pordioseros, sus obreros bebiéndose la paga, sus ancianas enfermas, y los cópeks de menos de unos jornales? ¿Por qué tenía que amar a aquella gente y no a sí mismo, que era joven, inteligente, bello y marginado?

Sólo en Batumi, cuando por primera vez le siguieron por la calle dos centenares de personas, mirones incluidos, Koba (este era ahora su apodo) advirtió la germinación de las semillas y la fuerza del poder. ¡La gente le seguía!, cató Koba, y ya nunca más pudo olvidar este gusto. Era lo que le convenía en la vida: decir algo, y que la gente lo hiciera, indicar algo, y que la gente se moviera. Nada había mejor que esto, ni por encima de esto. Era superior a la riqueza.

Un mes después la policía se puso en movimiento y lo arrestó. En aquella época nadie temía los arrestos: ¡vaya cosa! Dos meses encerrado, te soltaban y ya eras un mártir. Koba se comportó magníficamente en la celda general animando a otros a despreciar a los carceleros.

Pero se ensañaron con él. Sus compañeros de celda iban cambiando y él permanecía encerrado. Pero ¿qué había hecho? A nadie castigaban de esta manera por una insignificante manifestación.

¡Pasó un año! Lo trasladaron a la prisión de Kutaiski, lo incomunicaron en un lóbrego y húmedo calabozo. Allí se desmoralizó: la vida continuaba y él no sólo no ascendía, sino que caía cada vez más abajo. La humedad de la cárcel le hacía toser dolorosamente. Y odiaba aún con mayor justicia a los vocingleros profesionales, a los mimados por la vida: ¿por qué la revolución les salía tan barata a ellosf por qué a ellos no los retenían tan largo tiempo?

Por aquella época se presentó en Kutaiski un oficial de policía que ya conocía de Batumi. ¿Qué, ya has reflexionado bastante, Dshugaschvili? Esto no es más que el principio, Dshugaschvili. Te vamos a tener aquí hasta que te pudras de tisis o corrijas tu línea de conducta. Queremos salvaros, a ti y a tu alma. ¡Estuviste a punto de ser sacerdote, padre Iosif! ¿Por qué te metiste en esta cuadrilla? Estás entre ellos por azar. Dime que lo lamentas.

Ciertamente, lo lamentaba, ¡y de qué modo! Había terminado su segunda primavera en la cárcel, transcurría su segundo verano de prisión. ¡Ah!, ¿por qué habría abandonado el modesto servicio religioso? ¡Cómo se había precipitado! La fantasía más desenfrenada no podría imaginar una revolución en Rusia antes de cincuenta años, cuando Iosif tuviera ya setenta y tres… ¿Para qué necesitaría entonces una revolución?

Y no sólo era esto. Iosif se había estudiado a sí mismo y conocía su carácter pausado, su amor por la solidez y el orden. Precisamente, el imperio ruso se sostenía por su firmeza, su solidez y su orden, ¿a qué sacudirlo?

El oficial de los bigotes trigueños iba a verle una y otra vez (a Iosif le gustaba mucho su limpio uniforme de policía, con hermosos galones, ordenados botones, ribetes y hebillas). A fin de cuentas, lo que te propongo es un servicio al Estado. (Iosif habría estado dispuesto a entrar en el servicio del Estado para siempre, pero había estropeado esta oportunidad en Tiflis y en Batumi). Cobrarás una paga de nosotros. En los primeros tiempos, tu servicio será colocarte entre los revolucionarios. Elige la tendencia más extremista. Asciende entre ellos. Nosotros te trataremos con cortesía en todas partes. Nos darás tus comunicados de manera que no arrojen ninguna sombra sobre ti. ¿Qué apodo vamos a elegir para ti? Y ahora, para no descubrir el secreto, te vamos a mandar a un lejano destierro de donde huirás inmediatamente, así lo hacen todos.

¡Y Dshugaschvili se decidió! ¡La tercera apuesta de su juventud la hizo por la policía secreta!

En noviembre lo desterraron a la provincia de Irkutsk. Allí, junto con otros deportados, leyó la carta de un tal Lenin, en el periódico Iskra. Lenin se había escindido de la socialdemocracia y ocupaba la posición más extremista. Ahora buscaba partidarios, enviaba cartas. Era evidente que debía adherirse a él.

Por Navidad, Iosif abandonó los terribles fríos de Irkutsk, y antes del inicio de la guerra con el Japón se encontraba ya en el soleado Cáucaso.

Empezó entonces un largo período de impunidad: se reunía con miembros del movimiento clandestino, redactaba octavillas, convocaba a mítines, y arrestaban a los demás (especialmente a los que no le eran simpáticos), pero a él no lo descubrían, no lo pescaban. Tampoco lo mandaron a la guerra.

¡Y de pronto llegó ELLA! Nadie la esperaba tan rápidamente, nadie la había preparado ni organizado. Las muchedumbres iban por Petersburgo con peticiones políticas, asesinaban a los grandes duques y a los magnates, hacían huelga en Ivano-Voznesensk, se amotinaban en Lodz, en el Potemkin, y no tardaban en acogotar al zar hasta arrancarle el manifiesto, pese a lo cual las ametralladoras continuaban repiqueteando en Presna y los ferrocarriles parados.

Koba quedó impresionado, anonadado. ¿Se habría equivocado otra vez? ¿Por qué no veía nada por anticipado?

¡La Ojranka le había engañado! ¡Había perdido su tercera apuesta! ¡Ah, si le hubieran devuelto su alma libre de revolucionario! ¿Qué círculo vicioso era aquel? ¿Sacudir a Rusia hasta la revolución para que a la mañana siguiente sacudieran los archivos de la Ojranka[13] hasta sacar sus denuncias?

En aquella época, su voluntad no sólo no era de acero, sino que se contradecía completamente, estaba desmoralizada y no encontraba una salida.

Por lo demás, después de disparar, de alborotar, de ahorcar, volvieron la cabeza y… ¿dónde está la revolución? ¡No la hay!

Fue entonces cuando los bolcheviques aprendieron el magnífico procedimiento revolucionario de las expro, las expropiaciones. Enviaban una carta a cualquier ricachón armenio diciéndole dónde debía llevar diez, quince o veinticinco mil rublos. Y el ricachón los llevaba con tal de que no le volaran la tienda o no asesinaran a sus hijos. ¡Este era un método de lucha, así se debía luchar! No era un método escolástico, no eran octavillas ni manifestaciones, sino auténticos actos revolucionarios. Los remilgados mencheviques refunfuñaban diciendo que aquello era pillaje y terror, que estaba en contradicción con el marxismo. ¡Ah, cómo se burlaba Koba de ellos! ¡Ah, los perseguía como a cucarachas, por eso Lenin lo llamaba el «magnífico georgiano»! Si las expro eran pillaje, ¿no lo era también la revolución? ¡Ah, los relamidos remilgados! ¿De dónde sacar dinero para el partido? ¿De los mismos revolucionarios? Vale más pájaro en mano que buitre volando.

De toda la revolución, lo que a Koba le gustaba especialmente eran las expro. Nadie, excepto Koba, era capaz de encontrar unos colaboradores tan fieles que, como Kamo, sacudieran por orden suya a la gente revólver en mano, arrebataran un saco de oro y lo llevaran a Koba a otra calle distinta sin que nadie les obligara. Cuando se apropiaron de trescientos cuarenta mil rublos de oro de los mensajeros de un banco de Tiflis, aquello no fue de momento más que una revolución proletaria en pequeña escala. La Gran Revolución sólo la esperaban los necios.

De todo esto, la policía nada sabía, y Koba se mantenía en esa agradable línea media entre la revolución y la policía. Dinero, nunca le faltó.

La revolución lo paseaba ya en trenes europeos y en barcos marinos, le mostraba islas, canales y castillos medievales. ¡Ya no era la apestosa celda de Kutaiski! En Tammerfors, en Estocolmo, en Londres, Koba estudiaba a los bolcheviques, al endemoniado Lenin. Luego, en Bakú respiró los vapores de ese líquido subterráneo que hierve de negra ira.

Pero a él lo protegían. Cuanto más antiguo y conocido iba siendo en el partido, más cerca lo deportaban. Ahora ya no lo enviaban al Baikal sino a Solvychegodsk, y no por tres años sino por dos. Entre deportación y deportación no le impedían dar impulso a la revolución. Finalmente, después de tres fugas de la deportación, en Siberia y en los Urales, desterraron al intransigente e incansable rebelde… a la ciudad de Vologda, donde se instaló en el piso de un policía y desde donde podía llegar a Petersburgo en una noche de tren.

Y un anochecer de febrero de 1912 llegó a Vologda, procedente de Praga, su joven compañero de Bakú Ordzhonikidze. Palmoteo sus espaldas y gritó: «¡Soso! ¡Soso! ¡Te han elegido para el Comité Central!».

Aquella noche de luna, de arremolinada y helada niebla, Koba, a la sazón de treinta y dos años, paseó largo rato por el patio envuelto en su abrigo de piel de reno. Vacilaba de nuevo. ¡Miembro del Comité Central! Ahí estaba Malinovski, por ejemplo, miembro del Comité Central bolchevique y diputado en la Duma Estatal. Bueno, cierto que Lenin sentía especial predilección por Malinovski, pero no importaba. ¡Estaban en tiempos del zar! Después de la revolución, quien fuera ahora miembro actual del Comité Central sería un fiel ministro. Ciertamente, de momento no era de esperar ninguna revolución, ni durante nuestra vida. Pero, incluso sin la revolución, ser miembro del Comité Central representaba cierto poder. ¿Y qué había ganado sirviendo a la policía secreta? No era miembro de un Comité Central, sino un chivato de poca monta. Sí, debía despegarse de la policía. El destino de Azef[14] se balanceaba como un gran fantasma ante él cada uno de sus días y cada una de sus noches.

Por la mañana se dirigieron a la estación y partieron hacia Petersburgo. Allí los detuvieron. Al joven e inexperto Ordzhonikidze lo condenaron a tres años de prisión en la fortaleza de Schlüsselburg, y después, por añadidura, al destierro. A Stalin, como correspondía, sólo a tres años de deportación. Algo lejos, es verdad, a la región de Narim. Era como un aviso. Sin embargo, las vías de comunicación del imperio ruso no estaban mal organizadas, y al final del verano Stalin volvía felizmente a Petersburgo.

Soportó entonces la presión del trabajo de partido. Fue a ver a Lenin en Cracovia (lo que no era difícil ni para un deportado). Hubo allí una imprenta, un Primero de Mayo, unas octavillas, y en una velada en la Bolsa de Kalashnikov lo pescaron (fue Malinovski, pero esto se supo muchísimo después). La Ojranka montó en cólera, y ahora lo enviaron a una auténtica deportación, al Círculo Polar Ártico, al poblado de Kureika. Y la sentencia —¡el régimen zarista sabía imponer crueles condenas!— fue de cuatro años, qué horror.

De nuevo vaciló Stalin: ¿para qué o para quién había renunciado a una vida comedidamente próspera, a la protección del régimen, y se había dejado enviar a aquel agujero del diablo? «Miembro del Comité Central» era una frasecita para un tonto. Allí había algunos centenares de deportados de todos los partidos, pero Stalin los examinó y se horrorizó. Qué repugnante ralea la de esos revolucionarios profesionales: dinamiteros, voceadores roncos, sin independencia, sin posición. Para el caucasiano Stalin, lo horrible no era ni siquiera el Círculo Polar Ártico, sino encontrarse en compañía de aquellas personas frívolas, blandas, irresponsables y negativas. Y para separarse inmediatamente de ellos, para desconectarse —¡entre osos se habría sentido mejor!—, se casó con una indígena cheldonka con cuerpo de mamut y voz chillona. Prefería su «ji, ji, ji», y su cocina de nauseabunda grasa, antes que acudir a las reuniones, disputas, situaciones violentas y tribunales de honor. Stalin les dio a entender que le eran ajenos, y cortó toda relación con ellos, con todos y hasta con la revolución. ¡Basta! No era tarde para empezar una vida honrada a los treinta y cinco años, algún día debía terminar su vagabundeo con los bolsillos hinchados de viento. (Se despreciaba a sí mismo por haber perdido tantos años con esos melindrosos).

Así vivía, completamente al margen, sin relacionarse con bolcheviques ni con anarquistas, cuanto más lejos mejor. Ahora no se disponía a huir, se proponía cumplir honestamente su destierro hasta el final. Además, había empezado la guerra, y sólo aquí, en el destierro, podría conservar la vida. Estaba con su cheldonka, bien oculto; tuvieron un hijo. Pero la guerra no tenía trazas de terminar. Con uñas y dientes debía conseguir un añito más de destierro: ¡ese zar impotente ni siquiera sabía imponer condenas auténticas!

¡No, la guerra no terminaba! Y la administración policial, con la que tantos tratos había tenido, entregó su cartilla y su alma a la autoridad militar, y esta, que nada entendía de socialdemócratas ni de miembros de comités centrales, llamó a Iosif Dshugaschvili, nacido en 1879, sin servicio militar cumplido con anterioridad, a servir como soldado raso en el ejército imperial ruso. De esta manera empezó su carrera militar el futuro gran mariscal. Había catado ya tres servicios, ahora debía empezar el cuarto.

Lo llevaron por el Yenisei hasta Krasnoyarsk sobre los soñolientos patines de un trineo, y de allí a los cuarteles de Achinsk. Tenía treinta y ocho años y no era nadie, un soldado georgiano encogido en su capote bajo los fríos siberianos, una carne de cañón que llevaban al frente. Toda su grandiosa vida debía cortarse en cualquier aldea de Bielorrusia o en cualquier poblado hebreo.

Sin embargo, antes de que aprendiera a enrollar el capote y a cargar el fusil (después tampoco supo, ni cuando era comisario ni cuando era mariscal, pues le resultaba incómodo preguntarlo), llegaron unas cintas telegráficas de Petersburgo según las cuales la gente se abrazaba por las calles sin conocerse y gritaba con el vapor de la respiración bajo la helada: «¡Cristo ha resucitado!». ¡El zar había abdicado! ¡Ya no había imperio!

¿Cómo? ¿Por qué? Habían olvidado la esperanza, habían dejado de hacer cábalas. Ciertas eran las enseñanzas que recibiera Iosif en su infancia: «¡Desconocidos son Tus caminos, Señor!».

No se recordaba otra ocasión en que tan unánimemente se alegrara la sociedad rusa, todos los partidos de todos los matices. Pero para que Stalin se entusiasmara era necesario otro telegrama. Sin él, el fantasma de Azef se balanceaba como un ahorcado sobre su cabeza.

Y al día siguiente llegó este mensaje: ¡el departamento de la Ojranka había sido incendiado y saqueado, todos los documentos habían sido destruidos!

Los revolucionarios sabían muy bien lo que había que quemar cuanto antes. Seguramente, a juicio de Stalin, había no pocos, no pocos como él…

(La Ojranka había ardido, pero toda su vida Stalin anduvo receloso y mirando por el rabillo del ojo. Con sus propias manos hojeó decenas de miles de hojas del archivo, y arrojó al fuego carpetas enteras sin examinar. Y sin embargo algo pasó por alto, y a punto estuvo de descubrirse en el 37. Y a cada miembro del partido que luego entregó a los tribunales nunca dejó Stalin de acusarlo de confidente: sabía lo fácil que era caer y le resultaba difícil imaginar que otros no se hubieran buscado también protección).

Más tarde, Stalin negó a la revolución de febrero el título de grande, pero había olvidado cómo se entusiasmaba y cantaba entonces, cómo abandonó Achinsk a todo correr (¡ahora podía incluso desertar!), cómo hacía tonterías, cómo en una ventanilla perdida expidió un telegrama a Lenin, a Suiza.

Llegó a Petrogrado e inmediatamente se puso de acuerdo con Kamenev: esto es lo que soñábamos en la clandestinidad. La revolución se ha realizado, ahora hay que consolidar lo conseguido. Ha llegado la hora de las personas positivas (especialmente si ya eres miembro del Comité Central). ¡Todas las fuerzas deben apoyar al Gobierno Provisional!

Todo estaba muy claro hasta que llegó ese aventurero que no conocía Rusia y que carecía de toda experiencia equilibrada y positiva. Atragantándose, contorsionándose, con voz gutural, se metió aquí con sus tesis y lo enmarañó todo definitivamente. ¡Y aturdió al partido y lo arrastró a la insurrección de julio! Esta aventura fracasó, como acertadamente había predicho Stalin, y a punto estuvo de que pereciera también todo el partido. ¿Dónde estaba ahora el coraje fanfarrón de ese héroe? Huyó a Razliv para salvar la piel, y a los bolcheviques los injuriaron con los denuestos más graves. ¿Era su libertad más importante que la autoridad del partido? Stalin se lo dijo abiertamente en el Sexto Congreso, pero no consiguió la mayoría.

En general, 1917 fue un año desagradable: demasiados mítines. La gente llevaba en hombros al que sabía mentir de una manera más elegante. Trotski no abandonaba ese circo. ¿De dónde salían, volando como moscas a la miel, esos charlatanes? No se les había visto en la deportación ni tampoco en las expro, vagaban por el extranjero y ahora venían a desgañitarse y a meterse en los primeros puestos. Opinaban sobre todas las cosas, como pulgas rápidas. ¡Cuando un tema aún no había surgido en la vida ni se había planteado, ellos ya tenían la respuesta! Se burlaban afrentosamente de Stalin sin siquiera disimularlo. De acuerdo, este no se metía en sus discusiones, tampoco subía a la tribuna, de momento guardaba silencio. Era algo que a Stalin no le gustaba hacer, ni tampoco sabía: arrojarse palabras a porfía, a ver quién decía más y gritaba más. No era así como imaginaba la revolución. Él veía la revolución de otra manera: ocupar los puestos de mando y ponerse a trabajar.

Los de las barbitas puntiagudas se burlaban de él, pero ¿por qué cargaban todas las tareas duras e ingratas sobre las espaldas de Stalin? Se burlaban de él, pero ¿por qué en el palacio Kshesinskaya[15] todos tuvieron diarrea y no enviaron a San Pedro y San Pablo a otro que a Stalin cuando hubo que convencer a los marineros para que entregaran sin lucha la fortaleza a Kerenski y se retiraran a Kronstadt de nuevo? Pues porque a Grishka Zinoviev los marineros lo habrían apedreado. Porque hay que saber hablar con el pueblo ruso.

La insurrección de octubre fue también una aventura, pero tuvo éxito, sí, de acuerdo. Tuvo éxito. Muy bien. Por ello se le puede poner un diez a Lenin. Lo que habría en adelante no se sabía, de momento estaba bien. ¿Comisario del Pueblo para las Nacionalidades? De acuerdo, por qué no. ¿Redactar la Constitución? De acuerdo. Stalin se estaba orientando.

Era sorprendente, pero al parecer la revolución había triunfado completamente en un año. No era posible esperar una cosa semejante, ¡pero había triunfado! El payaso de Trotski todavía creía en la revolución mundial, no quería la paz de Brest, y, por si fuera poco, también Lenin lo creía. ¡Ay esos visionarios de biblioteca! Era necesario ser muy burro para creer en la revolución europea; después de vivir allí tanto tiempo no habían comprendido nada. Stalin sólo estuvo una vez y lo comprendió todo. Era para santiguarse que por lo menos la suya hubiera triunfado. Y quedarse quietos. Reflexionar.

Stalin echó una ojeada con ojos serenos y sin prejuicios. Y reflexionó. Comprendió claramente que aquellos picos de oro perderían una revolución tan importante. Y que sólo él, Stalin, podía conducirla con seguridad. Honestamente, en conciencia, él era el único jefe auténtico. Se comparó imparcialmente con todos aquellos hombres retorcidos y funámbulos y vio claramente su superioridad vital, la fragilidad de los demás y su propia solidez. Se distinguía de todos ellos porque comprendía a las personas. Y las comprendía en el punto de contacto con la tierra, con la base, las comprendía en un punto sin el cual no pisaban firme, no se mantenían en pie, pues lo que estaba por encima, lo que fingían y aquello de que se vanagloriaban, era una superestructura que nada decidía.

Cierto que Lenin tenía un vuelo de águila, podía sencillamente sorprender: en una noche sacó lo de «¡La tierra para los campesinos!», (y luego ya veremos), en un día se inventó la paz de Brest (no hacía falta ser ruso, hasta un georgiano habría sentido dolor al entregar media Rusia a los alemanes, ¡pero él no lo sintió!). Y ya no hablemos de la Nueva Política Económica, que fue de lo más astuto, una maniobra de la que no se avergonzaba.

Lo que en Lenin estaba por encima de todo, lo más notable, era que el poder real se mantenía en sus manos, sólo en ellas. Cambiaban los eslóganes, cambiaban los temas que debían discutirse, cambiaban los aliados y los adversarios, ¡pero el poder real continuaba sólo en sus manos!

Lo que no tenía aquel hombre era una auténtica solidez, le esperaba mucha amargura en su empresa, muchos líos. Stalin percibía acertadamente la fragilidad de Lenin, sus cambios de estado de ánimo, y finalmente su poca comprensión de las personas, su ninguna comprensión. (Lo había comprobado por sí mismo: mostraba la faceta que más le convenía y Lenin sólo veía esta faceta). Aquel hombre no era apto para el tenebroso cuerpo a cuerpo que es la verdadera política. Stalin se sentía más fuerte y firme que Lenin en la misma medida que los 66 grados de latitud del destierro en Turujan eran más duros que los 54 grados del de Shushenskoye. ¿Y qué había experimentado en la vida aquel teórico de biblioteca? No había sufrido la pertenencia a una capa social baja, las humillaciones, la pobreza, el hambre pura y simple: aunque de poca categoría, era un terrateniente. Nunca se había fugado del destierro, ¡era ejemplar! No había visto auténticas cárceles, ni siquiera había visto a la propia Rusia, hacía catorce años que, emigrado, daba tumbos. De todo cuanto había escrito, Stalin no había leído ni la mitad, no creía poder aprovisionarse de sabios consejos. (Bueno, solía tener formulaciones muy notables. Por ejemplo: «¿Qué es la dictadura? Un gobierno ilimitado, no contenido por las leyes». Stalin escribió en las páginas del libro: «¡Muy bien!»). De haber tenido Lenin una inteligencia serena, auténtica, desde los primeros días habría puesto a Stalin a su lado, le habría dicho: «¡Ayúdame! Entiendo de política, entiendo de clases, ¡pero no entiendo a las personas vivas!». Y no se le ocurrió otra cosa que enviar a Stalin a un rincón de Rusia como delegado en la requisa del trigo. El hombre que más necesitaba en Moscú era Stalin, y lo enviaba a Tsaritsin…

Durante toda la guerra civil, Lenin se las arregló para permanecer en el Kremlin, cuidaba de su persona. Pero a Stalin le tocaron tres años de nomadismo por todo el país, ora aguantando sacudidas a caballo, ora en una tachanka§ ora helándose, ora calentándose junto a una hoguera. Bien, la verdad es que en estos años Stalin se gustaba a sí mismo: era una especie de joven general sin graduación, estirado, esbelto; una gorra de piel con la estrellita; capote de oficial, cruzado, blando, con corte de caballería, desabrochado; botas de charol a medida; cara inteligente, joven, bien afeitada, con sólo unos densos bigotes. Ninguna mujer se le resistiría (además, su tercera esposa era una belleza).

Naturalmente, su mano no empuñaba el sable, Stalin no se metía bajo las balas, era un hombre importante para la revolución, no era el campesino Budionny. Llegaba a un nuevo lugar —a Tsaritsin, a Petrogrado, a Perm— y guardaba silencio. Hacía luego algunas preguntas atusándose el bigote. En una lista ponía «fusilar», en otra lista ponía también «fusilar», y entonces la gente empezaba a respetarlo.

Además, a decir verdad, demostró ser un gran militar, un creador de victorias.

Toda esa pandilla que había escalado los primeros puestos, que rodeaba a Lenin y luchaba por el poder, estaba formada por hombres que se creían muy inteligentes, muy listos y muy complejos. De su complejidad era de lo que precisamente fanfarroneaban. Donde había un dos y dos son cuatro ellos gritaban a coro que había además una décima y dos centésimas. Pero el peor de todos, el más repulsivo, era Trotski. Sencillamente, hombre tan despreciable no lo había encontrado Stalin en toda su vida. Con una fatuidad tan frenética, con tantas pretensiones de orador, pero sin discutir nunca honestamente, sin que nunca un «sí» fuera un «sí» y un «no» fuera un «no», sino que siempre: ¡eso es así y asá, pero no es ni así ni asá! No hay que concertar la paz, pero no hay que hacer la guerra. ¿Qué persona sensata puede comprender semejante cosa? ¿Y su arrogancia? Viajaba en un vagón-salón como el mismo zar. Pero ¿por qué te metes a comandante supremo si no tienes vena estratégica?

Y tanto le sacaba de quicio ese Trotski que, en los primeros tiempos de su lucha contra él, Stalin se pasó de la raya e infringió la regla principal de toda política: no demuestres a tu enemigo que eres su enemigo, no pongas de manifiesto tu irritación. Stalin no se sometía a él abiertamente, lo denostaba por escrito y verbalmente, y no dejaba pasar ocasión de quejarse a Lenin. Apenas se enteraba de una opinión o una resolución de Trotski, apoyaba inmediatamente las razones que justificaban que aquello debía hacerse completamente al revés. Así no es posible vencer. Y Trotski lo hacía saltar como la bola de croquet con el mazo junto a los pies: lo echó de Tsaritsin y lo echó de Ucrania. Un día Stalin recibió una severa lección, supo que no todos los medios de lucha son buenos, que hay procedimientos prohibidos: él y Zinoviev se quejaron en el Politburó de los arbitrarios fusilamientos de Trotski. Entonces, Lenin tomó algunas hojas de papel en blanco y en su parte inferior firmó: «¡Lo apruebo por anticipado!», y se las entregó a Trotski allí mismo, en presencia de todos, para que las rellenara.

¡Era una ciencia! ¿De qué se quejaba? Ni en la lucha más encarnizada se puede apelar a la generosidad. Tenía razón Lenin, y como excepción también la tenía Trotski: en general, sin fusilamientos sumarios no es posible hacer nada en la historia.

Somos hombres, y los sentimientos se adelantan a la razón. Cada hombre tiene su propio olor y actuamos por el olor antes que por razonamientos de la cabeza. Naturalmente, Stalin cometió el error de descubrirse prematuramente ante Trotski (nunca volvió a cometer esta equivocación). Sin embargo, estos mismos sentimientos condujeron a Lenin por el camino más acertado. De razonar con la cabeza, se habría mostrado servil con Lenin, habría dicho: «¡Oh, que acertado! ¡Yo también estoy a favor!». Sin embargo, Stalin encontró, con su infalible intuición, un camino completamente distinto: mostrarse grosero con él, de la manera más viva, empecinarse como un asno, como quién dice: «Soy un hombre sin cultura, tosco, algo salvaje, tomadme como soy o dejadme». Más que grosero se mostraba insolente («puedo permanecer en el frente dos semanas, luego deme un descanso», ¿a quién se lo habría podido perdonar Lenin?), y precisamente de esta manera, inquebrantable y terco, se ganó el respeto de Lenin. Lenin presentía que este «magnífico georgiano» era una figura fuerte, hombres como él eran muy necesarios y en adelante aún lo serían más. Lenin escuchaba mucho a Trotski, pero ponía atención en lo que decía Stalin. Si reprendía a Stalin, reprendía a Trotski. Uno era culpable de lo de Tsaritsin, el otro de lo de Astraján. «Aprended a colaborar», intentaba convencerlos, pero los aceptaba como eran, con sus desavenencias. Acudía Trotski a quejarse de que la ley seca reinaba en toda la república mientras Stalin se bebía la bodega del zar en el Kremlin, y de que si en el frente se enteraran… Stalin salía del paso con una chanza, Lenin se reía y Trotski daba la vuelta a su barba y se marchaba con las manos vacías. Retiraron a Stalin de Ucrania, pero le dieron un nuevo comisariado, el de la Inspección Obrera y Campesina.

Fue en marzo de 1919. Stalin frisaba los cuarenta años. En manos de otro, la Inspección habría sido un organismo de tres al cuarto, ¡pero Stalin la elevó a la categoría de importantísimo comisariado! (Era lo que quería Lenin. Conocía la firmeza, la rigurosidad e incorruptibilidad de Stalin). Y Lenin encargó precisamente a Stalin la tarea de velar por la justicia en la república, por la honestidad de los funcionarios del partido, incluidos los más altos. Si Stalin entendía correctamente este género de trabajo, y si se entregaba a él con toda el alma sin preocuparse de la salud, podría recoger secretamente (pero dentro de la más completa legalidad) muchos documentos comprometedores de todos los funcionarios responsables, enviar inspectores, reunir denuncias y luego dirigir las «purgas». Para ello era preciso crear un aparato, reclutar por todo el país a hombres tan inconmovibles como él, parecidos a él, dispuestos a trabajar en secreto sin recompensa pública. Era un trabajo meticuloso, un trabajo de paciencia, un trabajo largo, pero Stalin estaba preparado para él.

Con justicia se dice que los cuarenta años son nuestra madurez. Sólo entonces se comprende definitivamente cómo hay que vivir, cómo hay que conducirse. Sólo entonces Stalin fue consciente de su fuerza capital: la fuerza de las decisiones no manifestadas. Interiormente, la decisión está ya tomada, pero la cabeza a la que hace referencia esta decisión no debe enterarse prematuramente. (Cuando dicha cabeza ruede, ya se enterará). Segunda fuerza: nunca creer las palabras ajenas ni dar importancia a las propias. Nunca decir lo que vas a hacer (a lo mejor ni tú mismo lo sabes, ya se verá), sino aquello que ahora puede tranquilizar a tu interlocutor. Tercera fuerza: si alguien te ha traicionado, no le perdones; cuando tienes a alguien cogido entre los dientes, no lo sueltes, no, a este por nada del mundo lo soltarás, aunque el sol vuelva atrás y los fenómenos celestes se transformen. Y cuarta fuerza: no orientarás tu cabeza según una teoría, esto a nadie ha servido de nada (luego ya sacarás cualquier teoría), sino que te preguntarás continuamente quién es ahora tu compañero de viaje y hasta qué mojón del camino.

Así, gradualmente, fue corrigiendo la situación con Trotski, primero con el apoyo de Zinoviev, luego también de Kamenev. (Se crearon relaciones cordiales con ambos). Stalin descubrió que había hecho mal en preocuparse por Trotski: a un hombre como Trotski nunca hay que empujarlo a la fosa, él mismo saltará y caerá en ella. Stalin sabía lo que debía saber, trabajaba a la chita callando: reclutaba lentamente al personal, comprobaba a los hombres, recordaba a todo aquel que fuera de fiar, esperaba la ocasión de promocionarlos, de ascenderlos. Llegado el momento, ¡así fue! Trotski cayó, él solito, en la discusión sobre los sindicatos: tantas pamplinas y tanto rebullir irritaron a Lenin —¡no sentía respeto por el partido!—, y Stalin disponía de las personas que podían sustituir a los hombres de Trotski. Krestinski por Zinoviev, Preobrazhenski por Molotov, Serebriakov por Yaroslavski. Ascendieron también al Comité Central Voroshílov y Ordzhonikidze, todos partidarios de Stalin. Y el célebre Comandante Supremo se tambaleaba sobre sus patas de cigüeña. Lenin comprendió que sólo Stalin era una roca en favor de la unidad del partido, y que nada quería para él, nada pedía.

El simpático y cándido georgiano conmovía a todos los dirigentes: no subía a la tribuna, no pretendía la popularidad ni la publicidad como todos ellos, no se jactaba de sus conocimientos de Marx, no lo citaba en voz alta, trabajaba modestamente, reclutaba un aparato, era un camarada aislado, muy firme, muy honesto, abnegado, solícito aunque ciertamente algo maleducado, basto, un poco corto de alcances. Y cuando Ilich se puso enfermo, eligieron a Stalin como secretario general, como en otro tiempo habían elegido zar a Misha Romanov, porque nadie le temía.

Fue en mayo de 1922. Otro se habría aquietado con este puesto, lo habría ocupado y se habría dado por satisfecho. Pero no Stalin. Otro habría leído El capital y habría sacado apuntes. Pero Stalin se limitó a olfatear y comprendió una cosa: los tiempos eran críticos, las conquistas de la revolución estaban en peligro, no se podía perder ni un minuto, Lenin no se mantendría en el poder ni lo transmitiría a manos seguras. La salud de Lenin se tambaleaba, y puede que fuera mejor así. Si se mantenía en el mando, ya todo era posible, nada había de fiar: destrozado, irritable, y ahora además enfermo, cada vez más nervioso, simplemente no dejaba trabajar. ¡No dejaba trabajar a nadie! Podía injuriar a uno sin motivo, ponerlo en su sitio o destituirlo de un puesto electivo.

La primera idea fue enviar a Lenin a alguna parte, por ejemplo al Cáucaso, a restablecerse. Allí el aire era muy sano, había lugares perdidos, sin teléfono con Moscú, los telegramas tardaban mucho, y sin el trabajo del Estado sus nervios se tranquilizarían. Y colocar a su lado, para que observara su salud, a un camarada seguro, a un excompañero de las expro, al saqueador Kamo. Ya Lenin había aceptado, ya se habían mantenido conversaciones con Tiflis, pero la cosa iba demorándose. Y entonces Kamo fue atropellado por un automóvil (se movía mucho con lo de las expro).

Preocupado por la vida del Jefe, Stalin planteó una cuestión a través del Comisariado de Sanidad y de los profesores-cirujanos: una de las balas no se había extraído y envenenaba el organismo, había que operar otra vez y sacarla. Y persuadió a los doctores. Ya todos iban diciendo que era necesario, ya Lenin había dado su aprobación, pero de nuevo se demoraba el asunto. Y todo lo que hizo Lenin fue marcharse a Gorki.

«¡El caso de Lenin requiere firmeza!», escribió Stalin a Kamenev.

Y tanto Kamenev como Zinoviev, a la sazón sus mejores amigos, estuvieron completamente de acuerdo. Firmeza en el tratamiento, firmeza en el régimen, firmeza en apartarlo de los asuntos, todo en interés de su valiosa vida. Y apartarlo también de Trotski. Y sujetar a Krupskaya, que no era más que una camarada de base del partido. Se nombró a Stalin «Responsable de la salud del camarada Lenin», y Stalin no lo consideró un trabajo ordinario: debía ocuparse directamente de los médicos que lo trataban e incluso de las enfermeras, indicarles qué régimen sería más útil para Lenin. Y lo más útil sería prohibirle esto, aquello y lo de más allá, aunque se inquietara. Y lo mismo en las cuestiones políticas. Si no le gustaba el proyecto de ley sobre el Ejército Rojo, aprobarlo; si no le gustaba el del Comité Central, aprobarlo; y no ceder en lo más mínimo, pues él estaba enfermo y no podía saber qué era mejor. Si insistía en que algo se hiciera cuanto antes, hacerlo por el contrario más lentamente, aplazarlo. Y quizá responderle además groseramente, muy groseramente, esto se debía a la franqueza del secretario general, cuyo carácter no había quién cambiara.

Sin embargo, pese a todos los esfuerzos de Stalin, Lenin se reponía mal, su enfermedad se alargó hasta el otoño, y entonces se agudizó la cuestión del Comité Central ruso y el Comité Central de la Unión, y por breve tiempo pudo el estimado Ilich levantarse de la cama. Sólo se levantó, en diciembre de 1922, para restablecer su cordial unión con Trotski. Contra Stalin, naturalmente. Para eso no valía la pena levantarse, mejor meterse de nuevo en la cama/. Ahora, la vigilancia médica era aún más rigurosa, no leer, no escribir, no enterarse de los asuntos, limitarse a comer su sémola. Al bueno de Ilich se le ocurrió redactar su testamento político a espaldas del secretario general. También contra Stalin. Dictaba cinco minutos al día, no le permitían más (Stalin no se lo permitía). Pero el secretario general se reía desde el fondo de su bigote: la taquígrafa, tuc-tuc-tuc con sus tacones, le traía sin falta una copia. En eso hubo que llamar al orden también a Krupskaya, que bien merecido lo tenía. ¡El querido Ilich había montado en cólera y había tenido el tercer ataque! De nada sirvieron todos los esfuerzos para salvar su vida.

Murió en un momento acertado: Trotski se encontraba precisamente en el Cáucaso, y Stalin le comunicó erróneamente el día de los funerales, pues no tenía por qué acudir a ellos: era muy importante, y mucho más correcto, que el juramento de fidelidad lo pronunciara el secretario general.

Pero Lenin había dejado un testamento. Este pudo ser motivo de divergencias y de incomprensión entre los camaradas, que incluso querían destituir a Stalin de su cargo de secretario general. Entonces, Stalin estrechó aún más su amistad con Zinoviev, le demostró con toda evidencia que ahora sería el jefe del partido, y que en el Decimotercer Congreso presentara el informe como futuro jefe, mientras que él, Stalin, sería un modesto secretario general, pues nada necesitaba. Y Zinoviev se lució en la tribuna, presentó el informe (sólo el informe, ¿cómo iban a elegirlo si el cargo de «jefe del partido» no existía?), y después de este informe convenció al Comité Central para que el testamento ni siquiera se leyera en el Congreso, para que no se destituyera a Stalin, que ya se había corregido.

En el Politburó iban entonces todos muy a una, y todos contra Trotski. Y refutaron muy bien sus proposiciones y destituyeron de sus cargos a sus partidarios. Otro secretario general se habría dado por satisfecho. Pero el incansable y vigilante Stalin sabía que estaba muy lejos aún de poder estar tranquilo.

¿Era bueno que Kamenev ocupara el puesto de Lenin como presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo? (Cuando Stalin visitó a Lenin enfermo en compañía de Kamenev, dio cuenta en el Pravda como si hubiera ido sin Kamenev, él solo. Previo que Kamenev tampoco era eterno). ¿No sería mejor Rykov? El propio Kamenev estuvo de acuerdo, y también Zinoviev. ¡En qué buena amistad vivían!

Pero, de pronto, un golpe muy fuerte cayó sobre su amistad: se descubrió que Kamenev y Zinoviev eran unos hipócritas, unos traidores, que lo único que pretendían era el poder, y que no apreciaban las ideas de Lenin. Hubo que bajarles los humos. Se convirtieron en la «nueva oposición» (y la picotera de la Krupskaya se unió a ellos), y Trotski, más que apaleado, se resignó. Se había creado una situación muy cómoda. Muy a propósito, nació una amistad cordial entre Stalin y el simpático Bujarchik, el primer teórico del partido. Bujarchik era el que informaba, Bujarchik ponía la base y los argumentos (los otros presentan «la ofensiva contra los kulaks»§ Bujarchik y yo presentaremos «la unión entre la ciudad y el campo»). El propio Stalin no pretendía en absoluto ni la fama ni el mando, sólo vigilaba las votaciones y los nombramientos. Muchos camaradas adecuados ya se encontraban en el cargo necesario y votaban como es debido. Destituyeron a Zinoviev del Komintern, les quitaron Leningrado.

Parece que debían resignarse, pero no: ahora Kamenev y Zinoviev se han unido a Trotski, también este posturero ha abierto los ojos, y por última vez ha lanzado un eslogan: «Industrialización»; pues Bujarchik y yo lanzaremos «¡Unión del partido!». ¡Todos deben someterse en nombre de la unidad!

Desterraron a Trotski y amordazaron a Zinoviev y a Kamenev.

En eso les fueron de gran ayuda los «hijos de Lenin»: ahora, la mayoría del partido estaba compuesta por hombres no contaminados de intelectualidad ni infectados por las antiguas rencillas de la clandestinidad y la emigración, hombres para los cuales nada significaba la altura que antes tuvieran los líderes del partido, sino únicamente su personalidad actual. De la base del partido ascendían hombres sanos, hombres fieles, que ocupaban puestos importantes. Stalin nunca dudó de que encontraría tales hombres y de que estos salvarían las conquistas de la revolución.

Pero qué fatal sorpresa: Bujarin, Tomski y Rykov resultaron ser también unos hipócritas, ¡no estaban a favor de la unidad del partido! También Bujarin resultó ser un embrollón de marca mayor y no un teórico. Su astuto eslogan «unir la ciudad con el campo» encerraba un sentido de restauración, una rendición ante los kulaks y un atentado contra la industrialización. Y he aquí que se encontraron por fin los eslóganes correctos, los que sólo Stalin sabía formular: «¡Ofensiva contra el kulak y aceleración de la industrialización!». Y, naturalmente, «¡Unidad en el partido!». Y barrieron también de los puestos de mando a este grupo «derechista».

En cierta ocasión, Bujarin se había jactado de la sentencia de un sabio: «Las inteligencias menores están más capacitadas para el mando». Fallasteis, Nikolai Ivánich, fallasteis tú y tu sabio: no las menores sino las sanas. Las inteligencias sanas.

Y la inteligencia que teníais la demostrasteis en los procesos. Stalin estaba en un cuarto cerrado de la galería, los contemplaba a través de una celosía y se burlaba: «¡Qué elocuentes charlatanes fuisteis en otro tiempo! ¡Qué fuerza parecíais tener entonces! Y ¿a qué habéis llegado? ¡Cómo os habéis ablandado!».

Lo que siempre ayudó a Stalin fue su conocimiento de la naturaleza humana, su serenidad de juicio. Comprendía a las personas que veía con sus propios ojos. Pero comprendía también a las que no veía. En 1931 y 1932, cuando hubo dificultades, cuando no había en el país nada con qué vestirse ni qué comer, parecía que bastaba con venir y dar un empujón desde fuera para que nos cayéramos. Y el partido dio una consigna: tocar a rebato, ¡peligro de intervención! Pero nunca Stalin se lo creyó ni un ápice: también se imaginaba por anticipado a aquellos charlatanes, a los de Occidente.

Es incalculable la fuerza, la salud y el aguante que hubo de emplear para limpiar el partido y el país, para limpiar el leninismo, una doctrina infalible a la que Stalin nunca traicionó: se limitó a hacer lo que había indicado Lenin, sólo que con más suavidad y sin alharacas.

¡Cuántos esfuerzos! Y sin embargo, nunca hubo tranquilidad, nunca hubo momento en que nadie estorbara. Ora salía este imbécil bocatorcida de Tujashevski diciendo que no había tomado Varsovia por culpa de Stalin. Ora no andaban las cosas limpias con Frunze y los censores dejaban pasar la noticia, o bien salía una mala copla presentando a Stalin como un difunto en la cima de una montaña, y los muy idiotas también lo dejaban pasar. Ora Ucrania dejaba pudrir su trigo, en Kubán se tiroteaban con carabinas, o incluso Ivanovo estaba en huelga.

Pero ni una sola vez se salió Stalin de sus casillas, después del error cometido con Trotski, nunca más. Sabía que las muelas de la Historia muelen lentamente, pero giran. Y sin ninguna algarabía pública, todos los malintencionados y todos los envidiosos se marcharían, morirían, serían restregados por el estiércol. (Por mucho que ofendieran a Stalin esos escritores, no se vengaba de ellos, no se vengaba por eso, porque habría sido poco aleccionador. Esperaba otra ocasión, y la ocasión siempre llegaba).

Y así fue: todo aquel que en la guerra civil había estado al mando de un batallón, o aunque sólo fuera de una compañía, en la unidades que no eran fieles a Stalin, desapareció o se marchó no se sabe dónde. También los delegados de los Congresos Decimosegundo, Decimotercero, Decimocuarto, Decimoquinto, Decimosexto y Decimoséptimo, como si pasaran lista, se habían marchado al lugar donde no se vota ni se perora. Por dos veces se depuró al revoltoso Leningrado, lugar peligroso. Incluso hubo que sacrificar a los amigos, como Sergo. Incluso hubo que retirar después a meticulosos colaboradores como Yagoda, como Yezhov. Finalmente llegaron hasta Trotski y le partieron el cráneo.

Ya no existía su principal enemigo en la Tierra; parece, pues, que se merecía un descanso. Pero se lo amargaba Finlandia. Esa humillante inmovilidad en el istmo era francamente vergonzosa ante Hitler. ¡Este paseaba por Francia su bastón de mando! ¡Ah, era una mancha imborrable sobre el genio del Jefe! A esos fineses, una nación hostil y burguesa de cabo a rabo, deberían enviarlos en convoyes a Kara-Kumi, empezando por los mayores y terminando por los niños pequeños.

Y Stalin se mantenía al teléfono y anotaba los partes de guerra: a cuántos habían fusilado y enterrado, cuántos quedaban todavía.

Pero las desgracias caían una tras otra como un alud. Hitler le había engañado, le había atacado, ¡el muy necio había destruido una alianza tan buena!… Y sus labios temblaron ante el micrófono, y se le escapó un «hermanos y hermanas» que ahora no hay quién borre de la historia. Y estos hermanos y hermanas huían como corderos y nadie quería resistir hasta la muerte aunque se les había ordenado muy claramente que resistieran hasta la muerte. ¿Por qué no resistían? ¿Por qué no resistían desde el primer momento? Era humillante.

Luego, esa marcha a Kuibyshev, a refugios antiaéreos vacíos… Había estado a la altura de tantas situaciones, nunca se había arrugado, era la única vez que cedía al pánico, e hizo mal. Iba de una habitación a otra, y a la semana telefoneó: ¿habían entregado Moscú? ¡No, no lo habían entregado! No podía creer que los hubieran detenido. ¡Los habían detenido! Magnífico, naturalmente. Pero hubo que eliminar a muchos: no sería una victoria si corría el rumor de que el Comandante Supremo se había alejado temporalmente. (Para ello hubo que fotografiar un pequeño desfile el 7 de noviembre).

Pero la radio de Berlín sacaba trapos sucios, hablaba del asesinato de Lenin, de Frunze, de Kuibyshev, de Dzerzhinski, de Gorki, ¡no se contentaba con poco! Su viejo enemigo, el obeso Churchill, ese puerco de matadero, vino volando para alegrarse de sus desdichas y fumarse un par de puros en el Kremlin. Los ucranianos le habían traicionado (en 1944 acariciaba el siguiente sueño: trasladar a todos los ucranianos a Siberia, pero no tenía por quién sustituirlos, eran demasiados); le habían traicionado los lituanos, los estonianos, los tártaros, los cosacos, los calmucos, los chechenes, los ingushos, los letones. ¡Incluso los letones, el apoyo de la revolución! Incluso sus paisanos los georgianos, exentos de la movilización, incluso ellos, ¡quién sabe si no estaban esperando a Hitler! Sólo los rusos y los judíos permanecieron fieles al Padre.

De modo que hasta el problema de las nacionalidades se burlaba de él en aquellos duros años…

Pero gracias a Dios superó también estas calamidades. Stalin corrigió muchas cosas al burlar a Churchill y al santurrón de Roosevelt. Desde los años veinte no había tenido Stalin un éxito tan grande como el conseguido con esos dos lerdos. Cuando respondía a sus cartas, o cuando en Yalta se retiraba a su habitación, se reía simplemente de ellos. Eran hombres de Estado que se consideraban inteligentes, y eran más inocentes que unos niños. No cesaban de preguntar: ¿y qué haremos después de la guerra, qué? Vosotros enviadme aviones, enviadme conservas, luego ya veremos qué. Les arrojaba una palabra, la primera que se le ocurría, y ellos ya estaban contentos y la anotaban en un papel. Les ponía cara de ternura y ellos se mostraban doblemente tiernos. Recibió de ellos, gratuitamente, y por nada, Polonia, Sájonia, Turingia, a los hombres de Vlásov, a los de Krasnov, las islas Kúriles, Sajalín, Port-Artur, media Corea, y los engatusó en el Danubio y en los Balcanes. Los líderes de los «pequeños terratenientes» ganaron las elecciones y pasaron directamente a la cárcel. Derribaron rápidamente a Mikolaichik, se paró el corazón de Benes, de Masaryk, el cardenal Mindszenty confesó unos crímenes, Dimitrov, en una clínica cardiológica de Moscú, renunció a su absurda federación balcánica.

Y se encerró en campos de concentración a todos los soviéticos que volvían de la vida europea. Y fueron a parar al mismo sitio, por otros diez años, todos aquellos que habían estado presos por lo menos una vez.

¡Bueno, parecía que todo iba arreglándose definitivamente!

Y cuando ni en el susurro de la taiga podía oírse hablar de ninguna variante del socialismo, salió reptando el negro dragón de Tito cerrando el paso a todas las perspectivas.

Como un gigante de fábula, Stalin se cansó de cortar las nuevas cabezas de hidra que iban creciendo y creciendo sin parar.

¿Cómo había podido equivocarse con aquel alma de escorpión? ¡El! ¡El conocedor de almas humanas! ¡En 1936 lo tenía acogotado y lo había soltado! ¡Ay, ay, ay, ay!

Stalin bajó los pies del diván con un gemido y se llevó las manos a la cabeza, ya en parte calva. Un disgusto imposible de subsanar lo laceraba. Había derribado montañas y ahora tropezaba en un montoncito apestoso.

Un Iosif tropezaba con otro Iosif…

En nada le importunaba Kerenski, que terminaba sus días en alguna parte. Aunque Nicolás II o Kolchak volvieran de la tumba, Stalin no sentiría contra ellos un odio personal: eran enemigos abiertos, no harían mangas y capirotes para proponer un socialismo nuevo, propio, mejor.

¡Un socialismo mejor! ¡Diferente del de Stalin! ¡Mocoso! ¡Un socialismo sin Stalin no era más que un redondeado fascismo!

No se trataba de que Tito pudiera conseguir algo, nada podía salir de él. Stalin miraba a Tito como miraría a una jovencita rubia, practicante de medicina, un viejo veterinario que ha destripado a muchos caballos y ha cortado innumerables extremidades en ahumadas isbas junto al camino.

Pero Tito había sacudido unos cascabeles para tontos, unos cascabeles tiempo ha olvidados: «control obrero», «la tierra para los campesinos», y demás pompas de jabón de los primeros años de la revolución.

Ya se habían modificado tres veces las obras completas de Lenin, y dos las de los fundadores del marxismo. Desde hacía tiempo se habían dormido todos los que discutían, los que citaban los antiguos índices, todos los que pensaban construir el socialismo «de otra manera».

Y ahora, cuando ya estaba claro que no había otro camino, y que no sólo el socialismo, sino también el comunismo, se habrían construido ya de no ser por los señorones presuntuosos; por los falsos informes; por los burócratas desalmados; por la indiferencia ante la causa social; por la debilidad de los trabajos de divulgación y organización de las masas; por lo espontáneo de la ilustración en el seno del partido; por el lento ritmo de la construcción;

—de no ser por los retrasos, el absentismo en la producción, la mala planificación, la indiferencia ante la necesidad de implantar nuevas técnicas, la inactividad de los institutos de investigación científica, la poca preparación de los jóvenes especialistas, la mala disposición de la juventud a ir a lugares lejanos, el sabotaje de los presidiarios, las pérdidas de grano en los campos, los despilfarras de los contables, el pillaje en los centros, la picardía de los jefes económicos y encargados de almacén, la codicia de los chóferes,

—¡de no ser por la autocomplacencia de las autoridades locales!, ¡el liberalismo y la corrupción de la policía!, ¡el abuso de los fondos para viviendas!, ¡los descarados especuladores!, ¡las codiciosas amas de casa!, ¡los niños malcriados!, ¡los charlatanes de tranvía!, ¡la criticonería en la literatura!, ¡la dislocación en el cine!,

—cuando todos tenían ya muy claro que el camunismo estaba en el buen camino y no lejos de realizarse, sacaba la cabeza ese cretino de Tito junto can su talmudista Kardelj, ¡y declaraba que el camunismo había que canstruirlo de otra manera!

En este punto, Stalin advirtió que estaba hablando en voz alta, que gesticulaba, que su corazón latía violentamente. Se le habían nublado los ojos, y todos sus miembros experimentaban el desagradable deseo de convulsionarse.

Recuperó el aliento. Se restregó la cara y el bigote con la mano. Volvió a respirar profundamente. No podía dejarse arrastrar por estas impresiones.

Sí, debía recibir a Abakumov.

Iba a levantarse, pero sus ojos, aclarados al fin, vieron en la mesita del teléfono un librito negrirrojo, de esos de edición barata. Y alargó la mano con satisfacción, se colocó los almohadones bajo el cuerpo y permaneció de nuevo casi tendido durante unos minutos.

Era un ejemplar de prueba de la edición —con tirada millonaria— que estaban preparando en diez idiomas europeos: Tito, cabecilla de traidores, Renaud de Jouvenel (era una suerte que el autor fuera en cierto modo ajeno a la disputa, un francés objetivo y además con una pizca de sangre noble). Stalin había leído detalladamente el libro hacía unos cuantos días (y además había dado sus consejos durante la redacción del mismo), pero, como ocurre con todo libro agradable, no sentía deseos de desprenderse de él. ¡A cuántos millones de personas abriría los ojos respecto al tirano vanidoso, orgulloso, cruel, cobarde, vil, hipócrita y ruin! ¡Respecto al repugnante traidor! ¡Al estúpido sin remedio! Porque incluso los comunistas de Occidente andaban desconcertados, agitados entre los dos extremos, sin saber a quién creer. Al viejo imbécil de André Marty, incluso a él, habría que expulsarlo del partido por su defensa de Tito.

Hojeó el librito. ¡Ahí estaba! Que no coronaran a Tito con el título de héroe: dos veces quiso entregarse a los alemanes por cobardía, pero el jefe del Estado Mayor, Arso Jovanovic, le obligó a continuar de Comandante Supremo. ¡Noble Arso! Muerto. ¿Y Petrisevic? «Muerto únicamente por su amor a Stalin». ¡Noble Petrisevic! Siempre hay alguien que mata a los mejores, a Stalin le tocaba terminar con los peores.

Todo estaba allí: Tito seguramente era un espía inglés, se pavoneaba con una corona real bordada en los calzoncillos, era físicamente monstruoso, parecido a Góring, sus dedos estaban llenos de sortijas de brillantes, iba cubierto de medallas y condecoraciones (¡qué soberbia en un hombre no dotado del genio de un caudillo!).

Era un libro objetivo, capital. ¿No tendría Tito, además, alguna insuficiencia sexual? De esto también habría que hablar.

«El partido comunista de Yugoslavia en manos de asesinos y espías». «Tito sólo pudo ocupar el mando porque respondieron de él Bela Kun y Traicho Kostov».

«¡Kostov!», sintió Stalin el pinchazo. La rabia le subió a la cabeza. Dio una fuerte patada con la bota —¡en los morros de Traicho, en sus ensangrentados morros!— y las cejas grises de Stalin temblaron con la sensación satisfecha de haber hecho justicia.

¡Maldito Kostov! ¡Sucio canalla!

¡Es so… sorprendente cómo, pasado el tiempo, aparecen claras las intrigas de esos infames! Todos eran trotskistas, ¡pero cómo se camuflaron! A Kun, por lo menos, lo habían liquidado en 1937, y Kostov había pasado por el tribunal socialista no hacía ni diez días. Tantos procesos como había llevado a cabo Stalin con éxito, tantos enemigos como había obligado a pisotearse a sí mismos, ¡y ahora este fracaso en el proceso de Kostov! ¡Un oprobio ante todo el mundo! ¡Qué maestría tan infame! ¡Engañar a una experimentada investigación, arrastrarse a sus pies, y negarlo todo en la sesión pública! ¡Ante los corresponsales extranjeros! ¿Dónde estaba la decencia? ¿Dónde la conciencia de partido? ¿Dónde la solidaridad proletaria? ¿Y quejarse ante los imperialistas? Muy bien, no eres culpable, ¡pero muere de manera útil al comunismo!

Stalin arrojó el libro. ¡No, no era posible permanecer en cama! La lucha lo llamaba.

Se levantó. Se enderezó, aunque no del todo. Abrió una puerta (que volvió a cerrar tras de sí). Era otra puerta, no aquella a la que había llamado Poskriobyshov. Tras ella, anduvo arrastrando ligeramente las flexibles botas, y recorrió un sinuoso pasillo estrecho y bajo, también sin ventanas. Dejó atrás un escotillón que daba al aparcamiento subterráneo y se detuvo ante unos espejos sin azogue desde donde podía observar la sala de espera. Y miró por ellos.

Abakumov ya estaba allí. Sentado, tenso, con un gran bloc de notas en la mano, esperaba que le llamaran.

Cada vez con más firmeza y sin arrastrar los pies, Stalin pasó al dormitorio, también bajo de techo, poco espacioso, sin ventanas, con aire acondicionado. En las paredes había unas placas blindadas bajo el compacto revestimiento de roble, y sólo después la piedra.

Con una pequeña llave que llevaba en el cinto, Stalin abrió el cierre metálico de una botella, llenó un vaso con su bebida tonificante predilecta, se lo bebió, y volvió a cerrar de nuevo la botella.

Se acercó a un espejo. Sus ojos tenían aquella mirada clara, severa e insobornable que no sostenían los primeros ministros extranjeros. Su aspecto era serio, sencillo, de soldado.

Llamó a su ordenanza georgiano para que lo vistiera.

Se presentaba ante los íntimos lo mismo que ante la historia.

Su férrea voluntad… Su inexorable voluntad…

Ser continuamente, continuamente, un águila de la montaña.