19

La habitación no era grande ni de techo alto. Tenía dos puertas, pero la ventana, en caso de que la hubiera, estaría herméticamente velada por una cortina que se fundía con la pared. Sin embargo, el aire era fresco, agradable (había un responsable de la entrada y salida del aire, y de su purificación química).

Un diván no muy alto, cubierto de coloridos cojines, ocupaba gran parte de la estancia. Sobre el diván, en la pared, ardían unas lámparas dobles cubiertas con pequeñas pantallas.

En el diván yacía un hombre cuya imagen había sido más veces esculpida, pintada al óleo, a la acuarela, a la aguada, al sepia, o dibujada al carboncillo, con tiza, con ladrillo machacado, o formada con piedras del camino, conchas marinas, azulejos, granos de trigo, de soja, o cincelado en huesos, o recortado en céspedes, o tejido en tapices, o perfilado con aviones en vuelo, o filmado en películas, que la de ninguna otra persona en los tres mil millones de años de la corteza terrestre.

Yacía sencillamente con los pies algo recogidos, enfundados en blandas botas caucasianas, parecidas a medias compactas. Llevaba una guerrera vieja y usada, con cuatro grandes bolsillos, pectorales y laterales, una de aquellas guerreras grises, caqui, negras y blancas que (imitando un poco a Napoleón) se había acostumbrado a llevar desde la guerra civil y que sólo después de Stalingrado había sustituido por el uniforme de mariscal.

El nombre de aquel hombre lo declinaban los periódicos del globo terráqueo, lo balbuceaban millares de locutores en centenares de idiomas, lo gritaban los oradores al principio y al fin de sus discursos, lo cantaban las finas voces de los pioneros, rogaban por él los arzobispos. El nombre de aquel hombre se coagulaba en los labios de los prisioneros de guerra moribundos, en las hinchadas encías de los presidiarios. Con este nombre habían sido rebautizadas muchas ciudades, plazas, calles, avenidas, palacios, universidades, escuelas, balnearios, picos montañosos, canales marítimos, fábricas, minas, sovjoses, koljoses, buques de guerra, rompehielos, barcazas de pesca, cooperativas de zapateros, jardines de infancia, y un grupo de periodistas de Moscú había propuesto rebautizar del mismo modo el Volga y la Luna.

Era simplemente un pequeño anciano de ojos amarillentos, de pelo ralo (se lo pintaban espeso) y algo pelirrojo (se lo pintaban negro como el alquitrán), con grietas de viruela en algunas partes de su faz y una bolsa de piel seca en el cuello (que no pintaban en absoluto). Tenía los dientes oscuros y desiguales, en parte inclinados hacia atrás, en una boca que olía a tabaco en rama. Sus dedos húmedos y grasientos dejaban huella sobre papeles y libros.

Además, hoy no se sentía muy bien: estaba cansado. Había comido con exceso durante las festividades, sentía un peso pétreo en el estómago y su aliento era corrompido, de nada le servía el salol ni la belladona, y no le gustaba tomar purgantes. Hoy no había comido en absoluto, y muy temprano, a medianoche, se había tendido a descansar. Pese al aire cálido, sentía una especie de frío en la espalda y en los hombros, y se los había cubierto con un chal pardo de pelo de camello.

Un silencio sordomudo inundaba la casa, el patio y el mundo entero.

En medio de aquel silencio, el tiempo perdía su pálpito, no discurría, y era necesario soportarlo como una enfermedad, como un achaque, inventando cada noche una ocupación o una diversión. No costaba gran trabajo excluirse del espacio del mundo, no moverse en él. Pero era imposible excluirse del tiempo.

En aquel momento hojeaba un librito encuadernado en tapa dura de color marrón. Contemplaba satisfecho las fotografías, en algunos lugares leía el texto, que ya casi conocía de memoria, y volvía a hojear el volumen. El libro era tan cómodo que podía caber sin doblar en el bolsillo del abrigo, podía acompañar a todas partes a las personas durante toda su vida. Tendría un cuarto de millar de páginas, pero impresas con una letra poco frecuente por lo grande y gruesa, de modo que un semianalfabeto, o un anciano, podrían leerlo sin cansarse. En la tapa se había impreso en letras doradas: Iosif Vissariónovich Stalin. Breve biografía.

Las palabras honestas y poco rebuscadas de aquel libro se depositaban en el corazón humano tranquila e inevitablemente. Su genio en la estrategia. Su sabia perspicacia. Desde 1918, prácticamente, adjunto de Lenin. (Sí, sí, así había sido). Dirigente de una revolución que había encontrado en el frente la desmoralización y el desconcierto. Las indicaciones de Stalin habían sido la base del plan operativo de Frunze. (Cierto. Cierto). Había sido una suerte para nosotros que en los años difíciles de la guerra mundial nos condujera un prudente y experimentado Jefe: el Gran Stalin. (Sí, el pueblo había tenido suerte). Todos sabían la fuerza demoledora de la lógica de Stalin, la cristalina claridad de su inteligencia. (Sin falsa modestia, todo eso era verdad). Su amor por el pueblo. Su sensibilidad hacia las personas. Su rechazo de toda charanga publicitaria. Su admirable modestia. (Modestia, es mucha verdad).

El perfecto conocimiento de las personas había permitido al homenajeado reunir a un buen colectivo de autores que redactara aquella biografía. Pero por cuidadosos que fueran dichos autores, por esfuerzos que aplicaran, ninguno escribe sobre tus asuntos, sobre tus condiciones de mando y tus cualidades, tan inteligentemente, tan cordialmente, ni tan certeramente como tú mismo. Y Stalin tuvo que llamar a los miembros de este colectivo, ora a uno, ora a otro, conversar pausadamente, examinar sus manuscritos, indicarles suavemente los fallos y hacerles sugerencias.

Y el libro tenía ahora un gran éxito. Esta segunda edición había salido con una tirada de cinco millones de ejemplares. ¿Para un país como este? Era demasiado poco. En la tercera edición serían precisos diez millones, veinte. Venderlo en las fábricas, en las escuelas, en los koljoses. Se podría distribuir directamente con la lista del personal en la mano.

Nadie sabía mejor que Stalin lo mucho que el pueblo necesitaba este libro. A este pueblo no se le podía dejar sin continuas explicaciones correctas. No se podía mantener a este pueblo en la inseguridad. La revolución lo había dejado huérfano y ateo, y esto era peligroso. Hacía veinte años que Stalin corregía tanto como podía semejante situación. Para ello se necesitaban millones de retratos por todo el país (¿de qué le servían al propio Stalin?, él era modesto), para ello era necesario repetir continuamente en voz alta su glorioso nombre, mencionarlo en cada artículo periodístico. El Jefe no necesitaba en absoluto nada de esto, ya no le satisfacía, le aburría desde hacía tiempo. Esto era necesario para los súbditos, para los simples ciudadanos soviéticos. Cuantos más retratos mejor, cuanto más se le mencionara mejor, pero que él apareciera raramente en público, que hablara poco, como si uno no estuviera siempre con él en la Tierra, como si se encontrara también en otra parte. Y entonces el entusiasmo y la adoración no tendrían límites.

No sentía náuseas, pero algo pesado le subía del estómago. Tomó una feijoa de una fuente de fruta ya mondada.

Tres días antes habían festejado su glorioso septuagésimo cumpleaños.

Al modo de ver caucasiano, ¡a los setenta años se es todavía un mozo! Se sube a la montaña, a un caballo, a una mujer. Y Stalin también estaba aún completamente sano, tenía que vivir necesariamente hasta los noventa, así lo había previsto, así lo requerían los asuntos pendientes. Cierto que un médico le había prevenido de que… (por lo demás, al parecer, después lo fusilaron). No tenía ninguna enfermedad auténtica grave. Ni inyecciones, ni tratamientos, él mismo sabía elegir los medicamentos. «¡Cuanta más fruta mejor!». ¡Qué le van a contar a un caucasiano de la fruta!

Chupaba la pulpa con los ojos entornados. Un débil resabio de yodo se depositaba sobre la lengua.

Estaba completamente sano, pero algo iba cambiando con los años. Ya no sentía el fresco placer de comer, como si todos los gustos lo fastidiaran o fueran más sosos. Ya no había aquella fuerte sensación al escoger los vinos o mezclarlos. Y la borrachera se transformaba en dolor de cabeza. Si Stalin pasaba media noche de sobremesa con su corte no era porque disfrutara de la comida, sino porque en alguna parte debía meter este largo tiempo vacío.

Incluso necesitaba poco de las mujeres, con las que tantas juergas había corrido después de la muerte de Nadia, las requería raramente, y no sentía palpitaciones con ellas sino una cierta sensación turbia. Tampoco el sueño lo aliviaba ya como en la juventud: se despertaba debilitado, con la cabeza oprimida, sin deseos de levantarse.

Después de disponer que viviría hasta los noventa años, Stalin pensó que estos años no le reportarían ningún goce personal, simplemente tendría que sufrir veinte años más por el orden general de la humanidad.

Había celebrado su septuagésimo cumpleaños de la siguiente manera. El 20 por la noche apalizaron de muerte a Traicho Kostov. Sólo cuando sus ojos se pusieron perrunamente vidriosos, pudo empezar la auténtica fiesta. El 21 hubo un homenaje solemne en el teatro Bolshoi, hablaron Mao, Dolores y otros camaradas. Luego vino un multitudinario banquete. Y un poco más tarde, un banquete restringido. Bebieron vinos añejos de las bodegas españolas, enviados en otro tiempo a cambio de armas. Después, aparte con Lavrenti, un banquete al estilo de Kajetia, en el que se cantaron canciones georgianas. El 22 se dio la gran recepción diplomática. El 23 se vieron a sí mismos en la segunda parte de La batalla de Stalingrado y El inolvidable 1919.

Aunque le cansaron un poco, estas películas le gustaron mucho. Ahora se perfilaba cada vez con mayor veracidad su papel no sólo en la guerra mundial, sino también en la civil. Podía verse qué gran hombre era ya entonces. Tanto la pantalla como la escena mostraban ahora con qué frecuencia prevenía y corregía seriamente al excesivamente irreflexivo y superficial Lenin. Y un dramaturgo puso noblemente en sus labios: «¡Todo obrero tiene derecho a manifestar sus pensamientos!». Y el guionista trabajó muy bien esta escena nocturna con el Amigo, en La batalla, Aunque a Stalin no le había quedado un Amigo tan grande y fiel debido a la continua hipocresía y perfidia de las personas. ¡Además, tampoco tuvo en toda su vida semejante Amigo! Pero, al verlo en la pantalla, Stalin sintió un enternecimiento en la garganta (¡esto es un artista!, ¡así es un artista!): en cierto modo habría querido tener un Amigo tan sincero y desinteresado, y hablar con él de todas las cosas que rumiaba en su interior noches enteras.

Sin embargo, era imposible tener un Amigo semejante, porque en ese caso debería ser un hombre extraordinariamente grande. ¿Y dónde viviría? ¿Cuál sería su ocupación?

Pues todos esos, de Viacheslav-culo-de-piedra a Nikita-danzarín, ¿eran efectivamente hombres? Uno se moría de aburrimiento en la mesa con ellos, nadie era el primero en proponer alguna cosa sensata, pero si él la sugería la aceptaban todos inmediatamente. En otro tiempo, Stalin apreciaba un poco a Voroshílov por lo de Tsaritsin, por lo de Polonia, y luego por lo de la cueva de Kislovodsk (denunció la reunión de los traidores Kamenev-Zinoviev con Frunze), pero también era un maniquí donde poner la gorra y las medallas. ¿Era eso un hombre?

No podía recordar ahora a nadie que hubiera sido su Amigo. De nadie recordaba más cosas buenas que malas.

No tenía un Amigo ni podía tenerlo, pero en cambio todo el pueblo llano amaba a su Amo y estaba dispuesto a entregarle su vida y su alma. Esto podía verse en los periódicos, en el cine y en la exposición de regalos. El día del cumpleaños del Amo se había convertido en una fiesta general, era agradable reconocerlo. ¡Cuántas felicitaciones habían llegado! Felicitaciones de los organismos administrativos, felicitaciones de las organizaciones, felicitaciones de ciudadanos individuales. El Pravda pidió permiso para no publicarlas todas a la vez, sino a razón de dos columnas en cada número. Bueno, aquello duraría varios años, pero no importa, no era nada malo.

Los regalos no cabían en diez salas del Museo de la Revolución. Para no molestar a los moscovitas que quisieran verlos de día Stalin fue a verlos por la noche. El trabajo de miles y miles de maestros, y los mejores dones de la Tierra, estaban ante él, de pie, colgados o en el suelo. Y entonces se apoderó de él la indiferencia de siempre, se apagó como siempre su interés. ¿Para qué necesitaba todos aquellos regalos? Y no tardó en aburrirse. Le acometió también en el Museo cierto recuerdo desagradable, pero como solía suceder frecuentemente en los últimos tiempos, el pensamiento no se perfiló con claridad, quedó sólo la sensación de que era desagradable. Stalin atravesó tres salas, no eligió nada, se detuvo ante un gran televisor con un rótulo grabado: «AL GRAN STALIN DE PARTE DE LOS CHEQUISTAS» (era el televisor soviético más grande, se había fabricado un solo ejemplar en Marfino), dio media vuelta y se marchó.

En general, había sido un aniversario magnífico: ¡qué orgullo! ¡Cuántas victorias! ¡Un éxito nunca conocido por político alguno del mundo! Pero no sentía la plenitud del triunfo.

Algo que parecía habérsele atascado en el pecho le causaba dolor y le quemaba.

Continuó mordiendo y chupando fruta.

El pueblo lo amaba, era cierto, pero en el pueblo hormigueaban aún muchos defectos, el pueblo no servía para nada. Bastaba recordar. ¿En nombre de quién había retrocedido en el 41? ¿Quién había retrocedido entonces sino el pueblo?

Por eso no debía celebrar nada ni permanecer tendido: había que reemprender el trabajo. Pensar.

Pensar era su deber. Su sino, y su castigo, era también pensar. Debía vivir durante dos décadas como un condenado a veinte años, y no dormir más de ocho horas al día, más no dormiría. Y las horas restantes serían como arrastrarse sobre puntiagudas piedras, debería arrastrar por ellas su cuerpo vulnerable, ya no joven.

Lo más insoportable para Stalin era el amanecer y el mediodía: mientras el sol salía, jugueteaba y ascendía a su cénit, Stalin dormía en la oscuridad, corridas las cortinas, encerrado, oculto. Despertaba cuando el sol empezaba a descender, a moderarse, a rodar hacia el fin de su efímera vida de un día. Stalin desayunaba alrededor de las tres, y sólo al anochecer, cuando el sol se ponía, empezaba a animarse. En esas horas, su cerebro adquiría un funcionamiento suspicaz y sombrío, todas sus decisiones eran prohibitivas y negativas. A las diez de la noche empezaba la comida, a la que habitualmente invitaba a íntimos del Politburó y a comunistas extranjeros. Con los muchos platos, copas, chistes y conversaciones se mataban muy bien cuatro o cinco horas. Al mismo tiempo tomaba impulso y concentraba el empuje de los pensamientos creativos y legislativos de la segunda mitad de la noche. Todos los principales ucases que dirigían el gran Estado se formaban en la cabeza de Stalin después de las dos de la madrugada y sólo hasta el amanecer.

Y ahora empezaba precisamente esta hora. Y estaba madurando un ucase que representaba un sensible vacío en la legislación. El Estado había conseguido consolidarlo todo perpetuamente, detener todo movimiento, poner diques a todos los arroyos, y doscientos millones de personas conocían su puesto. Sólo fallaba la juventud koljosiana. Esto era tanto más extraño cuanto que los asuntos koljosianos marchaban patentemente bien, como demostraban las películas y las novelas. Además, el propio Stalin había charlado con koljosianos en los presidiums de asambleas y reuniones. Sin embargo, siendo un hombre de Estado perspicaz y continuamente autocrítico, Stalin se había obligado a ver la parte más profunda del asunto. El secretario de un comité regional (al parecer, después lo fusilaron) se fue de la lengua ante él, le dijo que había una parte negativa: en los koljoses trabajaban sin tregua los ancianos y ancianas inscritos a partir del año 30, pero una parte inconsciente de la juventud procuraba obtener con engaños un pasaporte y escurrirse a la ciudad al terminar la escuela primaria. Stalin lo oyó y empezó en él un trabajo de zapa.

¡La instrucción! ¡Vaya lío se había armado con esa primaria general de siete años, con la primaria general de diez años, con los hijos de las cocineras cursando estudios superiores! Esto lo había enmarañado Lenin irresponsablemente, lo había ensuciado sin reservas con sus promesas, que ahora constituían una irreparable giba torcida sobre las espaldas de Stalin. ¡Cada cocinera debía gobernar el Estado! ¿Cómo se lo imaginaba, en concreto? ¿Que la cocinera no cocinaría los jueves y acudiría a la reunión del Comité Ejecutivo Regional? Una cocinera es una cocinera y su deber es hacer la comida. Gobernar a la gente es una elevada responsabilidad que sólo se puede confiar a personal especial, a personal especialmente elegido, a personal curtido, disciplinado. Y el gobierno sobre este personal sólo puede estar en unas únicas manos, es decir, en las acostumbradas manos del Jefe.

Debería establecerse una norma en las cooperativas agrícolas: ya que la tierra les pertenecía para siempre, todo el que naciera en una aldea debería ingresar automáticamente en el koljós desde el día de su nacimiento. Habría que darle la forma de un derecho honroso. Y acto seguido una campaña de propaganda: NUEVO PASO HACIA EL COMUNISMO, «Los jóvenes herederos de la vida koljosiana…». Bueno, los escritores ya encontrarían cómo debían expresarse.

Pero… ¿y nuestros partidarios en Occidente?

Pero… ¿quién, si no, iba a trabajar en los koljoses?

No, hoy no parecían funcionar bien las hipótesis de trabajo. No se sentía muy bien.

Sonó cuatro veces un ligero golpe en la puerta, ni siquiera un golpe, sino cuatro suaves frotes sobre ella, como si un perro rascara la puerta.

Stalin dio vuelta a una manivela que, instalada cerca del diván, descorría a distancia el pasador de la puerta. El seguro dio un chasquido y la puerta se entreabrió. No la cubría ninguna cortina (a Stalin no le gustaban las colgaduras ni los pliegues ni nada donde alguien pudiera esconderse) y pudo verse cómo la puerta desnuda se entreabría exactamente lo suficiente para dejar paso a un perro. Aunque la cabeza de Poskriobyshov, un hombre al parecer joven aún pero ya calvo, con una eterna expresión facial de fidelidad y de buena disposición, no se asomó por la parte inferior sino por la superior.

Miró con inquietud al Amo, vio que yacía cubierto con el chal de pelo de camello, y sin embargo no preguntó directamente por su salud (a Stalin no le gustaban semejantes preguntas), sino que dijo casi en un susurro:

—¡Vissariónovich! Ha convocado a Abakumov para hoy a las dos y media. ¿Le recibirá? ¿No?

Iosif Vissariónovich desabrochó el corchete del bolsillo pectoral y tiró de la cadena de su reloj (como todas las personas de la época anterior, no podía soportar los relojes de pulsera).

Todavía no eran las dos de la madrugada.

Tenía una pesada bola en el estómago. No era su gusto levantarse y cambiarse de ropa. Pero tampoco era posible despedir a nadie: a poco que se mostrara débil se darían cuenta enseguida.

—Veremos —respondió con fatiga Stalin y parpadeó—. No lo sé.

—Bueno, que venga. ¡Ya se esperará! —confirmó Poskriobyshov asintiendo excesivamente con la cabeza, unas tres veces. Y de nuevo volvió a quedar petrificado con la mirada puesta en el Amo—: ¿Qué otras disposiciones hay, Vissariónovich?

Stalin miraba a Poskriobyshov con ojos medio muertos y lánguidos que no expresaban ninguna nueva disposición. Pero la pregunta de Poskriobyshov hizo saltar una súbita chispa de su aguda memoria y preguntó algo que quería preguntar hacía tiempo, pero que había olvidado:

—¿Por cierto, cómo está lo de los cipreses de Crimea? ¿Los talan?

—¡Los talan! ¡Ya lo creo! —Poskriobyshov sacudió la cabeza con seguridad, como si estuviera esperando la pregunta, como si acabara de telefonear a Crimea para enterarse—. ¡Alrededor de Massandra y de Livadi ya han derribado muchos, Vissariónovich!

—De todos modos, pide un informe. Cifrado. ¿No habrá sabotaje? —los ojos amarillos y malsanos del Todopoderoso mostraban preocupación.

Aquel año, un médico le había dicho que los cipreses eran nocivos para su salud, que necesitaba impregnar el aire de eucaliptos. Por eso Stalin había ordenado que talaran los cipreses de Crimea y enviaran a buscar eucaliptos jóvenes a Australia. Poskriobyshov, muy animado, se lo prometió y se comprometió también a averiguar cuál era la situación de los eucaliptos.

—De acuerdo —murmuró satisfecho Stalin—, vete ya, Sasha.

Poskriobyshov se inclinó, retrocedió, volvió a inclinarse, retiró la cabeza totalmente y cerró la puerta. Iosif Vissariónovich accionó de nuevo el cierre a distancia. Y se volvió hacia otro lado reteniendo el chal sobre sí.

De nuevo empezó a hojear su biografía.

Sin embargo, debilitado por la cama, los escalofríos y la mala digestión, se entregó involuntariamente a un deprimente género de pensamientos. Ya no rememoraba el deslumbrante éxito final de su política, sino la mala suerte que había tenido en su vida, y los muchos obstáculos y enemigos —injustamente numerosos— que el destino le había deparado.