18

Con el mismo mono azul, pero corpulento y vigoroso, entró Bobynin con su cabeza de presidiario rapada.

Manifestó tanto interés por la disposición del gabinete como si lo visitara cien veces al día, pasó sin detenerse y se sentó sin saludar. Se sentó en uno de los cómodos sillones, no lejos de la mesa del ministro, y se sonó pausadamente con un pañuelo no demasiado blanco que había lavado él mismo cuando el último baño.

Abakumov, algo desconcertado por Prianchikov, aunque no se había tomado en serio al frívolo joven, se sintió satisfecho del aire imponente de Bobynin. Y no le gritó «¡firmes!», supuso que no distinguía bien los galones ni sabía, por la serie de puertas anteriores, a qué sitio había ido a parar. Le preguntó casi con mansedumbre:

—¿Por qué se sienta usted sin permiso?

Bobynin terminó de limpiarse la nariz con la ayuda del pañuelo, mirando apenas de soslayo al ministro, y respondió sencillamente:

—Verá usted, hay un proverbio chino que dice: «Estar de pie es mejor que andar, estar sentado es mejor que estar de pie, pero todavía es mejor estar tendido».

—¿Imagina usted quién puedo ser yo?

Acodándose cómodamente en el sillón elegido, Bobynin examinó a Abakumov y manifestó una indolente suposición:

—¿Quién puede ser? Bueno, alguien más o menos como el mariscal Góring.

—¿Como quién?

—Como el mariscal Góring. Un día visitó una fábrica de aviación cerca de Halle, y yo trabajaba en la oficina de planificación de esa misma fábrica. Los generales de allí iban de puntillas, y yo ni siquiera volví la cabeza para mirarle. Él miró y remiró, y se fue a otra dependencia.

Por la cara de Abakumov pasó un movimiento que tenía un lejano parecido con una sonrisa, pero acto seguido sus ojos se fruncieron contemplando a aquel preso tan inauditamente insolente. Parpadeó nervioso, y preguntó:

—¿Qué quiere decir? ¿No ve la diferencia que hay entre nosotros?

—¿Entre ustedes? ¿O entre nosotros? —La voz de Bobynin zumbaba como una plancha de hierro golpeada—. Entre nosotros veo perfectamente la diferencia: ¡usted me necesita a mí y yo no le necesito a usted!

También Abakumov tenía una voz atronadora, y sabía asustar con ella. Pero presintió que gritar habría sido signo de impotencia, habría sido poco serio. Comprendió que aquel preso era un hombre difícil.

Y se limitó a prevenirle:

—Oiga usted, preso. Aunque sea blando con usted, no olvide que…

—Si hubiera sido usted grosero, ni siquiera habría hablado con usted, ciudadano ministro. Gríteles a sus coroneles y generales, que tienen muchas cosas en esta vida y les duele perderlas.

—También sabremos obligarle a usted en lo que sea necesario.

—¡Se equivoca, ciudadano ministro! —y los fuertes ojos de Bobynin resplandecieron de franco odio—. Yo no tengo nada, lo comprende usted, ¡no tengo nada! Mi esposa y mi hijo están fuera de su alcance, se los llevó una bomba. Mis padres ya murieron. Todos los bienes que tengo en este mundo son este pañuelo, pues el mono de trabajo y la ropa interior sin botones que hay debajo (descubrió el pecho para mostrarla) son de la Administración. La libertad hace tiempo que me la quitasteis y no está en vuestra mano devolvérmela, pues vosotros también carecéis de ella. Tengo cuarenta y dos años, me habéis sentenciado a veinticinco, he estado en presidio, he llevado números, he probado las manillas, los perros y la brigada de régimen disciplinario. ¿Con qué más puede amenazarme? ¿Qué más puede quitarme? ¿El trabajo de ingeniero? Perdería usted aún más. Voy a encender un cigarrillo.

Abakumov abrió un paquete de Troika, de la serie del Kremlin, y lo acercó a Bobynin.

—Tenga, tome uno de estos.

—Gracias. No cambio de marca. Por la tos —y sacó un Belomor de su pitillera de fabricación casera—. Por lo demás, comprenda, y transmítalo arriba a quien corresponda, que ustedes sólo serán poderosos en la medida en que no les quiten todo a una persona. El hombre al que ustedes le hayan quitado todo ya no está supeditado a ustedes, ya vuelve a ser libre.

Bobynin guardó silencio y se sumergió en su cigarrillo. Le gustaba provocar al ministro, y le gustaba estar medio tendido en aquel cómodo sillón. Lamentaba únicamente haber renunciado a los lujosos cigarrillos sólo para causar impresión.

El ministro consultó un papel.

—¡Ingeniero Bobynin! Usted es el ingeniero responsable del equipo de lenguaje clipado, ¿verdad?

—Sí.

—Le ruego que me diga con absoluta exactitud una cosa: ¿cuándo estará listo para su explotación?

Bobynin levantó sus espesas y oscuras cejas:

—¡Vaya noticia! ¿No ha podido encontrar a ninguno de mis superiores que pueda responder a eso?

—Quiero saberlo precisamente por usted. ¿Estará listo en febrero?

—¿En febrero? ¿Se burla usted? Si es para cumplir el plan deprisa y corriendo, sufriendo después largamente las consecuencias, bueno, algo así como… medio año. ¿Y con cifrado absoluto? No tengo ni idea. Quizás un año.

Abakumov estaba anonadado. Recordaba el temblor maligno e impaciente de los bigotes del Amo y sintió terror por las promesas que había hecho repitiendo las de Selivanovski. Todo se derrumbaba sobre él, como el hombre que va a curarse un resfriado y descubre que tiene un cáncer de laringe.

El ministro apoyó la cabeza sobre las dos manos y dijo con voz ahogada:

—¡Bobynin! Se lo ruego, mida sus palabras. Si se puede hacer más deprisa, dígame, ¿cómo hay que hacerlo?

—¿Más deprisa? No resultaría.

—¡Las causas! ¿Cuáles son las causas? ¿Quién es el culpable? ¡Dígamelo, no tema! ¡Deme el nombre de los culpables, lleven los galones que lleven! ¡Les arrancaré esos galones!

Bobynin echó para atrás la cabeza y fijó la mirada en el techo, donde jugueteaban unas ninfas de la sociedad de seguros Rusia.

—¡Resulta, entonces, que se habrá tardado de dos años y medio a tres años! —se indignó el ministro—. ¡Y se os dio el plazo de un año!

También estalló Bobynin:

—¿Qué significa eso de dar un plazo? ¿Cómo se imagina usted a la ciencia, como Sivka-Burka, el caballo mágico? ¿Edifícame un palacio para mañana, y mañana ya está el palacio edificado? ¿Y si el problema está mal planteado? ¿Y si se descubren nuevos fenómenos? ¡Un plazo! ¿Y no piensa usted que además de la orden debería haber personas tranquilas, bien alimentadas y libres? Y sin esta atmósfera de suspicacia. Por ejemplo, trasladamos un pequeño torno de un lugar a otro, y se rompió el bastidor, no sé si durante el transporte o después. ¡El diablo sabrá por qué se rompió! Pero soldarlo sólo representa una hora de trabajo de un soldador. Además, esta máquina era una mierda, tenía ciento cincuenta años, sin motor, ¡con una polea para una correa de transmisión! Pues por culpa de esta grieta, el oper, el comandante Shikin, hace dos semanas que está fastidiando a todo el mundo, interrogando, buscando a quién le puede cargar una segunda condena por sabotaje. En el trabajo tenemos a un oper, un parásito, en la cárcel a otro oper, también parásito, no hace más que poner nerviosa a la gente, levantar actas, poner obstáculos, ¿para qué necesitan ustedes toda esta creatividad de los oper? Todos dicen que estamos haciendo un teléfono secreto para Stalin. Stalin les presiona a ustedes personalmente, pero ni siquiera en este sector podéis asegurar el aprovisionamiento técnico: o faltan los condensadores necesarios, o las lámparas de radio no son de la clase requerida, o carecemos de oscilógrafos electrónicos. ¡Miseria! ¡Vergüenza! ¿«Quién tiene la culpa»? ¿Han pensado en las personas? Todas trabajan para ustedes doce y hasta dieciséis horas al día, y sólo alimentan con carne a los ingenieros responsables. Y a los demás, ¿qué, huesos? ¿Por qué no permiten que los presos se entrevisten con sus parientes, como prevé el Artículo 52? Dispone que las entrevistas sean una vez al mes, y ustedes las conceden una vez al año. ¿Levanta el ánimo todo esto? ¿Les faltan quizá coches para transportar a los presos? ¿O dinero para pagar horas extras a los celadores? ¡El reglamento! El reglamento les enturbia la cabeza, ese reglamento les va a volver locos muy pronto. Antes, el domingo se podía pasear todo el día, ahora lo han prohibido. ¿Por qué? ¿Para que trabajen más? Que se ahoguen por falta de aire no acelerará el asunto. ¡A qué hablar! ¿Por qué me ha convocado usted de noche? ¿No hay bastante con el día? Yo mañana debo trabajar. Necesito dormir.

Bobynin se irguió, airado, grande.

Abakumov sorbió pesadamente por la nariz, apoyado contra el borde de la mesa.

Era la una y veinte de la noche. Una hora después, a las dos y media, Abakumov debía despachar con Stalin en la dacha de Kuntsevo.

Si este ingeniero tenía razón, ¿cómo salir del atolladero?

Stalin no perdonaba…

Pero entonces, al despedir a Bobynin, recordó al trío de mentirosos del Departamento de Técnicas Especiales. Y una rabia oscura le abrasó los ojos.

Y llamó por teléfono requiriendo su presencia.