17

Por orden de Abakumov, aquella noche se había convocado primero a Yákonov a través de Selivanovski, y después, a espaldas de estos, se enviaron al centro de Marfino dos telefonogramas con un intervalo de quince minutos: se llamaba al Ministerio al presidiario Bobynin, y después al presidiario Prianchikov. Trasladaron a Bobynin y a Prianchikov en diferentes automóviles y les hicieron esperar en habitaciones separadas, privándoles de la posibilidad de ponerse de acuerdo.

Prianchikov, sin embargo, difícilmente habría sido capaz de ponerse de acuerdo con nadie debido a su rara sinceridad, que muchos despiertos hijos del siglo consideraban una anormalidad síquica. En la sharashka así lo llamaban: «el desfase de Valentulia».

Y en este momento era mucho menos capaz de cualquier compromiso o de cualquier intención escondida. Toda su alma la sacudían ahora las luminosas visiones de Moscú, que iban desfilando sin cesar ante los cristales del Pobeda. Después de las zonas oscuras de los arrabales que rodeaban el centro Marfino, resultó aún más impresionante la entrada en la resplandeciente carretera general y en el alegre movimiento de la plaza de la estación, y más tarde en el neón de los escaparates de la Sretenka. Para Prianchikov habían desaparecido tanto el chófer como sus dos acompañantes disfrazados. En sus pulmones no parecía entrar o salir aire sino llamas. No se separaba del cristal. Nunca lo habían llevado ni siquiera por el Moscú diurno. ¡Y el Moscú nocturno no lo había visto ningún preso en toda la historia de la sharashka!

Ante el Portal de la Sretenka, el automóvil detuvo su marcha, primero por la multitud que salía de un cine, después a la espera de la luz verde de un semáforo.

A millones de presidiarios les parecía que la vida en libertad se había detenido al faltar ellos, que no había hombres y que las mujeres padecían un exceso de amor que no podían compartir con nadie y que nadie necesitaba. Pero por allí deambulaba una multitud urbana bien alimentada y animada, aparecían fugazmente sombreros, velos, pieles de zorro pardo, y los vibrantes sentidos de Valentín percibían, a través de la helada, a través de la impenetrable cabina del automóvil, oleadas y más oleadas del perfume de las mujeres que pasaban. Se oían risas, vagas conversaciones, frases no totalmente inteligibles. Valentín habría deseado romper el rígido cristal de plástico y gritar a aquellas mujeres que él era joven, que añoraba la vida, ¡que estaba preso sin motivo! Después del aislamiento monacal de la sharashka, aquello era como un espectáculo de magia, un trozo de aquella vida elegante que no había conseguido vivir, ora por la pobreza de la vida estudiantil, ora por el cautiverio, ora por la prisión.

Luego, mientras esperaba en una habitación, Prianchikov no distinguía las mesas y las sillas que allí había: las sensaciones e impresiones que se habían apoderado de él iban abandonándole a disgusto.

Un joven y atildado teniente coronel le pidió que le siguiera. Prianchikov, de tierno cuello y finas muñecas, estrecho de hombros y delgado de piernas, nunca había parecido tan endeble como al entrar en aquel despacho-sala en cuyo umbral le dejó su acompañante.

Ni siquiera adivinó que se trataba de un despacho (tan espacioso era), ni que el par de galones que había al final de la sala fueran del propietario del despacho. Tampoco advirtió el Stalin de cinco metros que tenía a su espalda. Ante sus ojos no cesaban de pasar las mujeres nocturnas y el Moscú de noche. Valentín parecía borracho. Era difícil imaginar por qué estaba en aquella sala y qué clase de sala era. No le habría sorprendido en absoluto que hubieran entrado unas mujeres emperifolladas y hubiera empezado un baile. Era absurdo suponer que en cierta estancia semicircular, iluminada con una lamparilla azul, hubiera quedado un vaso de té frío por terminar, y que los hombres pasearan por allí en paños menores.

Sus pies pisaban una alfombra pródigamente extendida por el suelo. Era blanda, velluda, daban ganas simplemente de revolcarse sobre ella. A la derecha de la sala se extendían las grandes ventanas; de la parte izquierda colgaba un espejo hasta el suelo.

¡Los hombres libres no conocen el valor de las cosas! ¡Para un preso, que no siempre tiene acceso a un espejo barato más pequeño que la palma de la mano, contemplarse en un gran espejo es una fiesta!

Como si el espejo le atrajera, Prianchikov se detuvo ante él. Se colocó muy cerca y contempló con satisfacción su cara limpia y fresca. Se arregló un poco la corbata y el cuello de su camisa azul celeste. Luego se apartó lentamente sin dejar de contemplarse de frente en sus tres cuartas partes y de perfil. Dio unos pasos de esta guisa e hizo un movimiento como medio paso de baile. Se aproximó de nuevo y se contempló de muy cerca. Pese al mono azul, se encontró esbelto y elegante. Sintiéndose por eso de buen talante, siguió avanzando, pero no porque le esperara una conversación de trabajo (Prianchikov se había olvidado completamente de ello), sino porque tenía la intención de continuar examinando la estancia.

Y el hombre que podía meter en la cárcel a cualquier persona de la mitad del mundo, y matar a cualquier persona de la otra mitad, el todopoderoso ministro ante el que palidecían generales y mariscales, miraba ahora con curiosidad a este flaco preso azul. Después de arrestar y condenar a millones de personas, hacía tiempo que ya no veía a alguna de cerca.

Con los andares de un lechuguino, Prianchikov se acercó y miró interrogativamente al ministro como si no esperara encontrarle allí.

—Usted es el ingeniero… —Abakumov lo comprobó en un papel— Prianchikov, ¿verdad?

—Sí —respondió Valentín distraído—. Sí.

—Usted es el ingeniero jefe del grupo… —volvió a consultar sus notas— del aparato de lenguaje artificial, ¿no es así?

—Pero ¿cómo, qué aparato de lenguaje artificial? —hizo un gesto de desdén Prianchikov—. ¡Qué absurdo! Allí nadie lo llama así. Es un cambio de nombre fruto de la lucha contra el servilismo ante el extranjero. Vo-co-der. Voice coder.

—Pero ¿usted es el ingeniero director?

—En efecto. ¿Por qué? —se puso en guardia Prianchikov.

—Siéntese.

Prianchikov se sentó de muy buena gana sujetando cuidadosamente las perneras planchadas de sus pantalones de trabajo.

—Le ruego que me hable con absoluta sinceridad, sin temor a represión alguna por parte de sus jefes inmediatos. ¿Cuándo estará listo el Vocoder? ¡Sinceramente! ¿Estará dentro de un mes? ¿O quizá se necesiten dos meses? Dígamelo, no tema.

—¿El Vocoder? ¿Listo? ¡Ja, ja, ja, ja! —Prianchikov soltó una sonora risa juvenil que nunca había sonado bajo aquellas bóvedas, se recostó sobre el blando respaldo de piel y juntó las manos—. ¿Pero qué dice usted? ¿Qué dice? Usted, sencillamente, ni siquiera comprende qué es un Vocoder. ¡Se lo explicaré!

Se levantó ágilmente de los muelles del sillón y se precipitó hacia la mesa de Abakumov.

—¿Tiene usted un pedazo de papel? ¡Ajá! —arrancó una hoja de un block limpio que había encima de la mesa del ministro, cogió su pluma de color de carne roja y empezó a dibujar apresurada y torcidamente un conjunto de sinusoides.

Abakumov no se asustó: había tanta franqueza pueril y tanta sinceridad en la voz y en todos los movimientos del extraño ingeniero que toleró esta irrupción y contempló con curiosidad a Prianchikov sin escucharle.

—Debo decirle que la voz humana se compone de muchas armónicas —se atragantó casi Prianchikov impulsado por el deseo de explicarlo todo cuanto antes—. Y la idea del Vocoder consiste en la reproducción artificial de la voz humana… ¡Diablo! ¿Cómo puede escribir con una pluma tan mala? Una reproducción a través de la simulación de todas las armónicas y, si no todas, por lo menos de las fundamentales, cada una de las cuales puede ser enviada por un transductor de impulsos aparte. Bueno, usted seguramente conocerá el sistema de coordenadas rectangulares cartesianas. Lo conoce todo colegial. ¿Pero conoce las series de Fourier?

—Espere —volvió a la realidad Abakumov—. Dígame únicamente una cosa: ¿cuándo estará preparado? ¿Cuándo estará preparado?

—¿Preparado? Humm… No he reflexionado sobre esto. —La inercia de la ciudad nocturna se había convertido en la inercia de su trabajo predilecto, y a Prianchikov, de nuevo, le era difícil detenerse—. Hay algo curioso: la tarea resulta mucho más fácil si tomamos un timbre de voz más basto. Entonces, el número de sumandos…

—Bien, ¿en qué fecha? ¿En cuál? ¿El primero de marzo? ¿El primero de abril?

—¡Oh!, ¿pero qué dice? Sin criptógrafos estaremos preparados dentro de… dentro de cuatro o cinco meses, no antes. ¿Y qué demuestran las codificaciones y descodificaciones de los impulsos? ¡La calidad bajará aún más de nivel, ya sabe! —intentaba convencer a Abakumov tirándole de la manga—. Enseguida se lo explico. ¡Usted mismo lo comprenderá y estará de acuerdo en que, en interés del asunto, no hay que apresurarse!

Sin embargo, Abakumov, con los ojos inmóviles apoyados en las absurdas líneas del croquis, oprimía ya un pulsador colocado encima de la mesa.

Apareció el mismo gomoso teniente coronel e invitó a Prianchikov a salir.

Prianchikov se sometió con expresión de desconcierto y la boca entreabierta. Lo que más le molestaba era no haber terminado de exponer su idea. Luego, por el camino, se puso tenso al pensar con quién había estado hablando. Cuando ya casi llegaba a la puerta recordó que los compañeros le habían pedido que se quejara, que consiguiera… Dio bruscamente media vuelta y volvió para atrás:

—¡Ah, sí! ¡Oiga! Había olvidado por completo decirle…

Pero el teniente coronel le cerró el paso y lo empujó hacia la puerta. El jefe, tras la mesa, no le escuchaba. Y en este breve y torpe momento, como hecho aposta, se esfumaron de la memoria de Prianchikov, largo tiempo dominada únicamente por los esquemas de radio, todas las ilegalidades, todos los desórdenes de la cárcel, y sólo pudo recordar y gritar por la puerta:

—¡Por ejemplo, lo del agua caliente! Por la noche acabamos el trabajo muy tarde, ¡y no hay agua caliente! ¡No podemos tomar el té!

—¿Agua caliente? —repitió la pregunta el oficial, que parecía un general—. De acuerdo. Tomaremos nota.