16

El jefe del Departamento de Técnicas Especiales estaba terminando su informe para el ministro Abakumov. Se trataba de consensuar el calendario y los ejecutores concretos de los actos de homicidio en el extranjero para el próximo año 1950; básicamente, el plan de asesinatos políticos había sido ya refrendado por el propio Stalin antes de partir de vacaciones.

Alto (y elevado aún más por sus gruesos tacones), con el pelo negro peinado hacia atrás y galones de comisario general de segundo rango, Abakumov apoyaba con fuerza los codos contra su enorme escritorio con aire victorioso. Era corpulento pero no gordo (conocía el valor de la figura e incluso jugaba al tenis). Sus ojos, nada lerdos, tenían la movilidad de la suspicacia y la imaginación. Corregía al jefe del departamento donde era preciso y este se apresuraba a tomar nota.

El despacho de Abakumov no era una sala, pero tampoco una habitación. Había una chimenea de mármol fuera de uso y un alto espejo de pared; el techo era elevado, con molduras, una araña y unos cupidos y unas ninfas en plena persecución (el ministro permitió que se dejara todo tal como estaba, cubriendo sólo el color verde, que no podía sufrir). Había una puerta de balcón cerrada a cal y canto, lo mismo en invierno que en verano; y grandes ventanas que daban a la plaza y que nunca se abrían. Había relojes: uno de pie, excepcional por su caja; otro encima de la chimenea, con una figurita y una campana; y otro de estación ferroviaria, eléctrico, en la pared. Estos relojes daban horas bastante diferentes, pero Abakumov nunca se equivocaba, pues llevaba encima otros dos relojes de oro: uno en su velluda muñeca y otro, de repetición, en el bolsillo.

En aquel edificio, los despachos habían aumentado al paso que la graduación de sus propietarios. Habían aumentado los escritorios. Las mesas de reuniones con tapete de paño azul, bermejo o carmesí. Pero los que más celosamente habían aumentado eran los retratos del Inspirador y Organizador de la Victoria. El tamaño de este era mayor que el natural incluso en los despachos de los simples jueces. Por lo que respecta al despacho de Abakumov, el Dirigente de la Humanidad, retratado por el pintor realista del Kremlin, aparecía sobre una tela de cinco metros de alto, de cuerpo entero, desde las botas a la gorra de mariscal, con el brillo completo de todas las condecoraciones recibidas (que nunca había llevado), la mayoría concedidas por sí mismo y el resto por otros reyes y presidentes. Sólo las condecoraciones yugoslavas habían sido cuidadosamente embadurnadas después con el mismo color de la tela de la guerrera.

Sin embargo, como si considerara insuficiente este retrato de cinco metros, y experimentara la necesidad de inspirarse continuamente mirando al Mejor Amigo del Contraespionaje incluso cuando no levantaba los ojos de la mesa, Abakumov mantenía además sobre esta un bajorrelieve de Stalin sobre una placa de rodonita vertical.

De una pared, además, colgaba espaciadamente el retrato cuadrado de un hombre de aspecto dulzón, con quevedos: el jefe inmediato de Abakumov[11].

Cuando se marchó el jefe del Departamento de la Muerte, aparecieron el viceministro Selivanovski, el teniente general Oskolupov, jefe del Departamento de Técnicas Especiales, y el ingeniero coronel Yákonov, ingeniero jefe del departamento antes mencionado, lo hicieron en grupo ante la puerta y en grupo recorrieron las filigranas de la alfombra. Observando la consideración debida al grado de cada uno, y mostrando especial respeto por el propietario del despacho, avanzaron sin abandonar la franja central de la alfombra uno tras otro, en fila india, pisándose las huellas, de modo que sólo se oían los pasos de Selivanovski.

Selivanovski era un anciano de pelo entre gris y cano, cortado a cepillo, y vestía un traje gris de corte poco militar. Gozaba de una posición especial entre los diez viceministros del Ministerio, una posición en cierto modo civil: no dirigía un departamento operativo de la Cheka, ni tampoco uno jurídico, sino que se ocupaba de las transmisiones y de la frágil técnica secreta. Por esta razón, sufría menos la ira del ministro en las reuniones y en las órdenes, y se comportaba en aquel despacho con menos timidez. En esta ocasión se sentó en un grueso sillón de piel, ante la mesa.

Cuando Selivanovski se sentó, Oskolupov se encontró en primera fila. Yákonov permanecía de pie detrás de él como ocultando su corpulencia.

Abakumov miró a Oskolupov, que acababa de aparecer ante él y al cual habría visto a lo sumo unas tres veces en su vida. Le pareció encontrar en él algo simpático. Oskolupov era propenso a la obesidad, su cuello tensaba el del uniforme, y su papada, en este momento servilmente recogida, quedaba algo colgante. Su rostro curtido, más generosamente picado de viruela que el del Dirigente, era la faz sencilla de un ejecutor y no la cara inteligente de un intelectual que pensara mucho por su cuenta.

Sus ojos entreabiertos se fijaron en Yákonov por encima del hombro de Oskolupov. Abakumov preguntó:

—¿Quién eres?

—¿Yo? —se inclinó Oskolupov, disgustado al ver que no lo reconocían.

—¿Yo? —avanzó Yákonov ladeándose un poco. Recogió cuanto pudo su vientre fofo y provocativo, que aumentaba a pesar de todos sus esfuerzos, y no permitió que ningún pensamiento se manifestara en sus grandes ojos azules mientras se presentaba.

—Tú, tú —confirmó el ministro—. ¿De modo que el centro de Marfino es tuyo? De acuerdo, sentaos.

Se sentaron.

El ministro tomó un cortapapeles de plástico color rubí, se rascó con él tras la oreja y dijo:

—En realidad, la cosa… ¿Cuánto tiempo hace que me estáis tomando el pelo? ¿Dos años? ¿No se os concedieron quince meses, según el plan? ¿Cuándo habrá dos aparatos preparados? —y les previno, amenazador—: ¡No mintáis! ¡No me gustan las mentiras!

Esta era la pregunta para la que se habían preparado los tres importantes mentirosos al saber que los convocaban a los tres a la vez. Tal como habían convenido, empezó a hablar Oskolupov. Como escapando hacia adelante de sus hombros doblados para atrás, y mirando a los ojos del todopoderoso ministro, proclamó:

—¡Camarada ministro! ¡Camarada capitán general! —(A Abakumov le gustaba más que lo llamaran así que «comisario general»)—. Permítame asegurarle que el personal del departamento no ahorra esfuerzos…

La cara de Abakumov expresó sorpresa:

—¿Cómo? ¿Estamos por ventura en una asamblea? ¿Para qué me sirven vuestros esfuerzos? ¿Para envolverme el trasero? Lo que digo es: ¿en qué fecha?

Tomó una estilográfica con plumilla de oro y se acercó con ella al calendario de semanas.

Entonces, según lo convenido, intervino Yákonov subrayando con el tono y con la voz templada que no hablaba como administrador sino como especialista:

—¡Camarada ministro! En una franja de frecuencias de hasta dos mil herzios, y a un nivel medio de transmisión de cero enteros nueve népers…

—¡Herz, herz! Cero enteros herz décimas: ¡eso es lo único que sabéis! ¡Me importan un rábano tus cero enteros! ¡A mí dame los aparatos! ¡Dos! ¡Enteros! ¿Cuándo? ¿Eh? —y paseó la mirada por los tres hombres.

Entonces intervino Selivanovski, lentamente, pasándose una mano por su pelo gris-cano a cepillo:

—Permítame saber exactamente a qué se refiere, Víktor Semiónovich. Las conversaciones bilaterales, aún sin un cifrado absoluto…

—¿Quieres hacerme pasar por tonto? ¿Qué significa sin cifrado? —le miró rápidamente el ministro.

Quince años atrás, cuando Abakumov no sólo no era ministro, sino que ni él ni otros podían suponer semejante cosa (era correo militar del NKVD, el comisariado del pueblo para Asuntos Interiores, por ser un joven alto, sano, de largos brazos y piernas), le bastaba por completo su educación primaria de cuatro cursos. Y este nivel lo aumentó únicamente con el jiu-jitsu, entrenándose exclusivamente en los gimnasios del club Dinamo[12]. Y cuando, en los años en que se ampliaron y renovaron los cuadros jurídicos, se puso en claro que Abakumov llevaba muy bien la instrucción de un sumario, poniendo hábil y gallardamente sus largas manos en la cara del interrogado, y cuando empezó su gran carrera y en siete años se convirtió en jefe del contraespionaje Smersh, y ahora en ministro, ni una sola vez en tan largo camino de ascensión experimentó la insuficiencia de su educación. Se orientaba lo bastante, también en este alto puesto, para que sus subordinados no pudieran tomarle el pelo.

Abakumov empezaba ya a irritarse y a levantar sobre la mesa su puño de adoquín cuando se abrió la puerta y entró sin llamar Mijaíl Dmítrievich Riumin, un querubín bajo y rechoncho, de mejillas agradablemente sonrosadas, al que todo el Ministerio llamaba Minka, aunque raramente en su presencia.

Caminaba como un gatito, silenciosamente. Al acercarse, recorrió a los presentes con sus ojos claros, de aspecto inocente, estrechó la mano de Selivanovski (que se incorporó), y llegó a la parte transversal de la mesa del ministro. Inclinando la cabeza y acariciando ligeramente con sus regordetas manos el reborde ranurado de la mesa ronroneó con aire pensativo:

—Verá usted, Víktor Semiónovich, a mi juicio esto es tarea de Selivanovski. ¿No alimentamos gratis al Departamento de Técnicas Especiales, verdad? ¿Será posible que no puedan reconocer las voces en una cinta magnetofónica? De ser así, habría que disolver el departamento.

Y sonrió tan dulcemente como si obsequiara a una muchacha con chocolate. Al mismo tiempo contemplaba cariñosamente a los tres representantes del departamento.

Riumin había vivido muchos años en la más absoluta mediocridad: era contable en una cooperativa regional de consumo en la región de Arjánguelsk. Sonrosado, abuhado, con un rictus de hombre ofendido en los labios, fastidiaba tanto como podía a sus tenedores de libros con sarcásticas observaciones, chupaba continuamente caramelos, se los ofrecía como obsequio al jefe del departamento, hablaba diplomáticamente con los chóferes, arrogantemente con los carreteros, y con toda puntualidad depositaba las actas en la mesa del presidente.

Sin embargo, durante la guerra lo admitieron en la flota e hicieron de él un juez de la Sección Operativa. ¡Allí Riumin se encontró a sí mismo! Con tesón y con éxito (¿habría tanteado toda su vida la posibilidad de dar ese salto?), asimiló el ovillo de los asuntos. Incluso con un tesón excesivo: tan groseramente montó la causa de un corresponsal de la flota del Norte que la fiscalía, siempre tan sumisa a los órganos represivos, no pudo contenerse esta vez y —¡no paró el caso, eso no!— tuvo el atrevimiento de denunciarlo a Abakumov. El pequeño juez del contraespionaje en la flota del Norte fue llamado por Abakumov para recibir el castigo. Entró tímidamente en el despacho donde iba a perder su redonda cabeza. Se cerró la puerta. Cuando se abrió al cabo de una hora, Riumin salió con aire de importancia convertido en juez principal de asuntos especiales del aparato central de Smersh. A partir de entonces su estrella no hizo más que ascender (en detrimento de Abakumov, aunque ninguno de los dos lo sabía por el momento).

—De todos modos lo voy a disolver, Mijaíl Dmítrich, puede creerme. ¡Y lo voy a disolver de un modo que no se van a encontrar ni los huesos! —respondió Abakumov contemplando amenazadoramente a los tres hombres.

Ellos bajaron los ojos con aire culpable.

—Pero tampoco comprendo qué quieres tú. ¿Cómo es posible reconocer una voz por teléfono? ¿Cómo reconocer a un desconocido? ¿Dónde buscarlo?

—Les daré una cinta, la conversación está grabada. Que la pasen, que hagan comparaciones.

—Bueno, y tú, ¿has arrestado a alguien?

—¿Cómo no? —sonrió dulcemente Riumin—. Cogimos a cuatro cerca de la estación de metro Sokolniki.

Pero una sombra pasó por su rostro. En su fuero interno comprendía que los habían detenido demasiado tarde, que no eran ellos. Pero, ya que estaban detenidos, no era cosa de ponerlos en libertad. Quizá fuera preciso implicar a alguno de ellos para que el asunto no quedara sin resolver. En la subrepticia voz de Riumin crujió cierta irritación:

—Puedo grabar la voz de medio Ministerio de Asuntos Exteriores, adelante. Pero sería innecesario. Hay que elegir entre las cinco o siete personas del Ministerio que podían estar al corriente.

—Pues arréstelos a todos, a esos perros, ¿a qué romperse la cabeza? —se indignó Abakumov—. ¡Siete hombres! ¡Nuestro país es grande, no seremos más pobres por eso!

—No es posible, Víktor Semiónich —replicó sensatamente Riumin—. Este Ministerio no es el de la Industria Alimentaria, perderíamos todos los cabos sueltos, eso sin contar que alguno podría pedir asilo político en las embajadas. Hay que encontrar precisamente al que haya sido.

Y cuanto antes.

—Humm… —reflexionó Abakumov—. Pero no comprendo qué hay que comparar ni con qué.

—Una cinta con una cinta.

—¿Una cinta con una cinta? Sí, en este caso habrá que asimilar esta técnica. ¿Podrá usted, Selivanovski?

—Yo, Víktor Semiónovich, todavía no comprendo de qué se trata.

—¿Qué hay que comprender? Aquí no hay nada que comprender. Un canalla, una víbora, seguramente un diplomático, pues de otro modo no habría podido enterarse, esta tarde ha llamado a la embajada norteamericana desde una cabina pública y ha denunciado a nuestros agentes de allí. En relación con la bomba atómica. Si lo encuentras te cubrirás de gloria.

Pasando por alto a Oskolupov, Selivanovski miró a Yákonov. Este sostuvo su mirada levantando un poco las cejas como si las estirara. Con ello quería decir que se trataba de algo nuevo, que no había metodología ni experiencia, que ya tenían bastantes preocupaciones y que no valía la pena meterse en el asunto. Selivanovski era lo bastante inteligente para comprender tanto este movimiento de cejas como toda la situación. Y se dispuso a enmarañar este asunto tan claro buscándole tres pies al gato.

Pero Fomá Guriánovich Oskolupov estaba desarrollando su propio trabajo mental. No quería de ninguna manera parecer un zopenco en lugar de un jefe de departamento. Desde que le nombraran para el cargo había hecho acopio de dignidad, y estaba completamente convencido de que dominaba todos los problemas y podía comprenderlos mejor que los demás. De otro modo no lo habrían nombrado. Y aunque en su época no había terminado siquiera el bachillerato, ahora no admitía que ninguno de sus subordinados pudiera comprender un asunto mejor que él. Quizá sólo en las piezas y en los esquemas a que había que echar mano. Recientemente, había estado en un balneario de primera clase vestido de paisano, sin el uniforme, y se había hecho pasar por un profesor de electrónica. Había conocido allí a un escritor muy famoso, Kazakevich, que no le sacaba el ojo de encima a Fomá Guriánovich, lo anotaba todo en un librito y decía que con esos datos describiría la imagen del científico moderno. Después del balneario, Fomá se sintió definitivamente un científico.

También ahora comprendió inmediatamente el problema y tiró del carro:

—¡Camarada ministro! ¡Esto sí que podemos hacerlo!

Selivanovski volvió la cabeza y le miró sorprendido:

—¿En qué centro? ¿En qué laboratorio?

—Pues en el laboratorio telefónico, en Marfino. ¿No hablaban por teléfono? ¡Pues eso!

—Pero Marfino está realizando una tarea más importante.

—¡No importa! ¡Encontraremos gente! Hay trescientos hombres allí. ¿Cómo vamos a encontrar?…

Y clavó una mirada de buena disposición en la cara del ministro.

Aunque no sonriera, el rostro de Abakumov expresó de nuevo cierta simpatía por el general. Así era el propio Abakumov cuando quería promocionarse: abnegadamente dispuesto a partir en pedazos a quien le indicaran. Siempre resulta simpático el joven que se parece a uno.

—¡Bravo! —aprobó—. ¡Así hay que razonar! ¡Primero los intereses del Estado! Luego lo demás. ¿No es verdad?

—¡Exacto, camarada ministro! ¡Exacto, camarada capitán general!

Riumin no pareció sorprenderse ni poco ni mucho, ni valoró la abnegación del teniente general picado de viruelas. Mirando distraídamente a Selivanovski, dijo:

—Así pues, por la mañana se lo enviaré.

Cambió una mirada con Abakumov y se fue con paso silencioso.

El ministro se hurgaba los dientes con el dedo, se le había quedado un poco de carne de la cena.

—Bien, entonces, ¿cuándo? Me habéis llevado de una fecha a otra, que si el primero de agosto, que si por las festividades de octubre, que si para Año Nuevo. ¿Y bien?

Y clavó los ojos en Yákonov, obligando a que fuera él quien respondiera.

Una especie de tortícolis pareció afectar a Yákonov. Lo giró ligeramente a la derecha, luego un poco a la izquierda, levantó hacia el ministro sus fríos ojos azules, y los bajó.

Yákonov se sabía poseedor de un fino talento. Sabía que otra gente con más talento que él, y con unos cerebros que no se ocupaban de otra cosa que del trabajo, penaban catorce horas al día sin ningún festivo al año, sobre ese maldito instrumento. Y los despreocupados y generosos americanos, que publicaban sus inventos en revistas de libre circulación, también participaban indirectamente en la creación del aparato. Yákonov conocía igualmente las mil dificultades —las ya superadas y las que acababan de presentarse— entre las que se abrían camino sus ingenieros como nadadores en el mar. Dentro de seis días vencería el último de los últimos plazos arrancados a este pedazo de carne amoldado en una guerrera. Pero era necesario arrancar y señalar absurdos plazos porque desde el comienzo del trabajo, que requeriría una década, el Corifeo de las Ciencias había señalado el plazo de un año.

En el despacho de Selivanovski habían acordado pedir un aplazamiento de diez días. Prometer para el 10 de enero dos modelos del aparato telefónico. En esto había insistido el viceministro. Esto era lo que deseaba Oskolupov. El propósito era entregar por lo menos algún objeto inacabado pero recién pintado. Nadie comprobaría ni sería capaz de comprobar el carácter absoluto o no absoluto del cifrado, y mientras se experimentaba su calidad general, se llegaba a la fabricación en serie y se colgaban esos aparatos en nuestras embajadas del extranjero, pasaría medio año y se arreglaría el cifrado y la calidad del sonido.

Pero Yákonov sabía que los objetos inanimados no se someten a los plazos humanos, y que el 10 de enero no saldría de aquellos aparatos una voz humana sino una mezcolanza. E inevitablemente se repetiría con Yákonov lo que ya le sucediera a Mamurin. El Amo llamaría a Beria y le preguntaría: «¿Qué imbécil ha hecho esta máquina? Elimínalo». Y, en el mejor de los casos, Yákonov se convertiría en una Máscara de Hierro, eso si no volvía a ser de nuevo un simple presidiario.

Bajo la mirada del ministro sintió la irrompible presión de una cuerda alrededor de su cuello. Superando su lastimoso temor, inconscientemente, como haciendo acopio de aire en los pulmones, exclamó:

—¡Un mes más! ¡Un mes más todavía! ¡Hasta el primero de febrero!

Y miró a Abakumov suplicante, con una expresión casi perruna.

La gente de talento a veces es injusta con los mediocres. Abakumov era más inteligente de lo que Yákonov creía, pero una larga falta de práctica había hecho que la inteligencia le fuera inútil: su carrera se desarrollaba de tal forma que, pensando, salía perdiendo, y mostrando celo en el servicio, salía ganando. Y Abakumov procuraba tensar menos su cabeza.

En su fuero interno podía comprender que no servirían de nada diez días, ni serviría de nada un mes, en un asunto en el que se habían empleado dos años. Pero a sus ojos el culpable era el trío de mentirosos, los culpables eran Selivanovski, Oskolupov y Yákonov. Si era tan difícil, ¿por qué al recibir el encargo, hace veintitrés meses, aceptaron el plazo de un año? ¿Por qué no exigieron tres? (Había olvidado que entonces les había metido prisa tan implacablemente como ahora). Si se hubieran empecinado entonces ante Abakumov, Abakumov se habría empecinado ante Stalin, habrían negociado los dos años, que se habrían extendido a un tercero.

Pero era tan grande el temor elaborado por largos años de sumisión que ninguno de ellos tuvo entonces el valor, ni lo tenía ahora, de defender sus opiniones ante los superiores.

El propio Abakumov, siguiendo un conocido e impúdico proverbio relativo a las reservas, cuando hablaba con Stalin añadía siempre un par de meses de reserva. Así lo había hecho también ahora: había prometido a Iosif Vissariónovich que tendría a su disposición un aparato el primero de marzo. De modo que, a las malas, podía conceder aún otro mes, siempre que fuera realmente sólo un mes.

Tomando de nuevo la estilográfica, Abakumov preguntó con mucha sencillez:

—¿Qué quiere decir un mes? ¿Va en serio o estáis mintiendo de nuevo?

—¡Es exacto! ¡Esto es exacto! —dijo Oskolupov radiante, satisfecho del afortunado giro que tomaba el asunto, como si se dispusiera a partir hacia Marfino al salir del despacho para coger personalmente el soldador.

Entonces, Abakumov mojó la pluma y lo anotó en el dietario de sobremesa.

—Muy bien. En el aniversario de Lenin. Recibiréis todos el Premio Stalin. ¿Estará listo, Selivanovski?

—¡Estará! ¡Estará!

—¡Oskolupov! ¡Te arrancaré la cabeza! ¿Estará?

—Sí, camarada ministro, si sólo queda ya…

—¿Y tú? ¿Sabes a lo que te expones? ¿Estará?

Manteniendo aún la hombría, Yákonov insistió:

—¡Un mes! El primero de febrero.

—¿Y si no está el primero de febrero? ¡Coronel! ¡Mide tus palabras! Estás mintiendo.

Naturalmente, Yákonov mentía. Y, naturalmente, debió pedir dos meses. Pero ya estaban las cartas boca arriba.

—Estará, camarada ministro —prometió tristemente.

—¡Ten cuidado, no he sido yo quien te ha tirado de la lengua! ¡Todo lo perdono menos la mentira! Retiraos.

Aliviados, en grupo como antes, huella con huella, se retiraron bajando los ojos ante la imagen de cinco metros de Stalin.

Pero se alegraban prematuramente. No sabían que el ministro les había preparado una ratonera.

Apenas los habían despedido, cuando se anunció en el despacho:

—¡El ingeniero Prianchikov!