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Luego se calmó incluso la voz cansada y monótona del reincidente Abramson, que ya estuvo en la sharashka durante su primera condena. En ambos lados terminó el susurro de unos relatos empezados. Alguien roncaba sonora y repulsivamente, a veces como si estuviera a punto de estallar.

Una débil lamparilla azul, colocada sobre la puerta de cuatro hojas adaptada al arco de la entrada, iluminaba una docena de literas dobles de hierro dispuestas en abanico en la gran sala semicircular. La estancia, quizás única en su género en Moscú, tenía sus buenos doce pasos masculinos de diámetro, y remataba en una cúpula espaciosa levantada como una carpa en la base de la torre hexagonal. En la curva de sus arcos había cinco elegantes ventanas redondeadas en la parte superior. Las ventanas estaban enrejadas pero no llevaban mordazas § y de día podía verse, al otro lado de la carretera, un parque intransitado, como un bosque; en los anocheceres de verano llegaban las inquietantes canciones de las jóvenes de los arrabales de Moscú.

En su litera superior, junto a la ventana central, Nerzhin no dormía ni lo intentaba. Debajo, el ingeniero Potapov hacía rato que dormía con el sueño imperturbable del obrero. En las literas vecinas, a la izquierda, al otro lado del pasillo, respiraba fuertemente por la nariz el encargado del «vacío», Zemeliá, de cara redonda y pose confiada (debajo estaba la litera vacía de Prianchikov); a la derecha, en un catre arrimado a las literas, se revolvía en su insomnio Ruska Doronin, uno de los presos más jóvenes de la sharashka.

Ahora, a distancia ya de la conversación habida en el despacho de Yákonov, Gleb Nerzhin comprendía todo más claramente: su negativa a incorporarse al grupo criptográfico no era un incidente en su trabajo, sino el punto donde cambiaría radicalmente toda su vida. Sería llamado, y seguramente muy pronto, para el duro y largo camino hacia algún lugar de Siberia o el Ártico. Sería llevado a la muerte o a la victoria sobre la muerte.

Ganas tenía de pensar en esta ruptura de su vida. ¿Qué había conseguido en los tres años de descanso en la sharashka? ¿Había forjado suficientemente su carácter para esta nueva caída en el abismo del campo de concentración?

Se daba la coincidencia de que, al día siguiente, Gleb cumplía treinta y un años (naturalmente, no estaba en absoluto de humor para recordar esta fecha a sus amigos). ¿Era la mitad de la vida? ¿Casi el final? ¿Solamente el principio?

Sus pensamientos se enredaban unos con otros. No acababa de formarse una visión de la perpetuidad. Ora tenía momentos de debilidad: en realidad, todavía no era tarde para corregir la situación y aceptar el trabajo de criptografía. Ora asaltaba su memoria la ofensa recibida: hacía once meses que iban aplazando una y otra vez su entrevista con su esposa. ¿Se la concederían ahora antes de partir?

Finalmente, despertaba y emergía en él otro hombre desvergonzado y audaz que no era él, que no era Nerzhin, sino el hombre constreñidamente salido del chico indeciso que hacía cola en las panaderías en el primer plan quinquenal, y que después había reafirmado su personalidad en la situación vital de su época, sobre todo en el campo de concentración. Este hombre interior, tenaz, imaginaba ya vivamente los registros que le esperaban: a la salida de Marfino, a la recepción en Butyrki, en Krasnaya Presnaya; y cómo esconder en la cazadora acolchada unos pedazos rotos de tiza; cómo sacar de la sharashka su viejo mono de trabajo (los laboriosos aprecian cada piel de que pueden disponer); cómo demostrar que la cucharilla de té de aluminio, que llevaba consigo durante toda la condena, era de su propiedad, que no la había robado de la sharashka, donde las había muy parecidas.

Sentía el prurito de ponerse inmediatamente manos a la obra, bajo la luz azul, levantarse y empezar todos los preparativos, cambiar las cosas de sitio, esconderlas.

Mientras, Ruska Doronin variaba bruscamente de posición una y otra vez: se ponía de bruces, con los hombros perdiéndose bajo la almohada, la manta sobre la cabeza dejando los pies al aire; luego se colocaba de espaldas, y arrojaba la manta dejando al descubierto la colcha blanca y la oscurecida sábana (cada vez que había baño se cambiaba una de las dos sábanas, pero ahora, en diciembre, la prisión especial había sobrepasado el límite anual de jabón, y el baño iba retrasándose). De pronto se incorporó en la litera, se corrió hacia atrás, hasta apoyarse con la almohada en la cabecera de hierro. Al hacerlo, descubrió en el ángulo del colchón un pequeño volumen: la Historia de la antigua Roma, de Mommsen. Al observar que Nerzhin tenía la vista fija en la lamparilla azul y no dormía, Ruska le pidió con ronco susurro:

—¡Gleb! ¿Tienes cerca los cigarrillos? Dame uno.

Normalmente, Ruska no fumaba. Nerzhin alargó la mano hasta el bolsillo del mono de trabajo, colgado en la cabecera de la cama, y sacó dos cigarrillos. Los encendieron.

Ruska fumaba concentradamente, sin volverse hacia Nerzhin. La cara de Ruska, siempre variable —ora puerilmente ingenua, ora la faz de un inspirado tramposo—, parecía atractiva, bajo la libre mata de pelo blanco-oscuro, incluso a la mortecina luz azul de la lamparilla.

—Toma —le acercó Nerzhin un paquete vacío de Belomor a guisa de cenicero.

Ambos empezaron a echar allí sus cenizas.

Ruska estaba en la sharashka desde el verano. Enseguida le gustó a Nerzhin y despertó en él el deseo de protegerlo.

Pero resultó que Ruska, aunque sólo tenía veintitrés años (y la condena que le habían impuesto era de veinticinco), no necesitaba en absoluto protección alguna: tanto su carácter como su comprensión del mundo se habían formado ya en su corta pero tumultuosa vida, en la colorida variedad de sucesos e impresiones, no tanto por las dos semanas de estudio en la Universidad de Moscú y las otras dos en la de Leningrado, como los dos años de vida con pasaportes falsos, perseguido por los servicios de investigación de todo el país (a Gleb le fue comunicado bajo el más riguroso secreto), y los dos años de cárcel ahora. Con una perceptibilidad instantánea —sobre la marcha, como suele decirse— había asimilado las fieras leyes del Gulag, siempre estaba alerta, sólo era sincero con unos pocos, con los demás parecía puerilmente sincero, sólo lo parecía. Todavía era un entusiasta, procuraba abarcar mucho en poco tiempo, y la lectura era también una de sus ocupaciones.

Gleb, cansado de sus desordenados e insignificantes pensamientos, no sintiendo todavía sueño y suponiéndolo aún menos en Ruska, preguntó en un murmullo bajo el silencio de la apaciguada sala:

—¿Y bien? ¿Cómo va la teoría de los ciclos?

Habían discutido recientemente dicha teoría, y Ruska había emprendido la tarea de encontrar su confirmación en Mommsen.

Ruska se volvió al oír el susurro, pero le miró con aire de incomprensión. La piel de su rostro, especialmente la de la frente, se movía delatando el esfuerzo que hacía para interpretar lo que le habían preguntado.

—¿Cómo va la teoría cíclica?, decía.

Ruska suspiró, y al exhalar el aire desapareció de su cara aquella tensión y aquel pensamiento inquieto. Con el cuerpo colgando, deslizándose sobre el codo, arrojó la colilla apagada en el paquete vacío que le acercaban y dijo indolentemente:

—Me fastidia todo. Los libros. La teoría.

De nuevo hicieron una pausa. Nerzhin iba ya a darse la vuelta sobre el otro costado cuando Ruska soltó una risita y musitó animándose gradualmente y acelerando las palabras:

—La historia es tan monótona que da asco leerla. Es lo mismo que el Pravda. Cuanto más noble y decente es una persona, más groseramente la tratan sus compatriotas. Spurio Casio quería conseguir tierra para los plebeyos, y los plebeyos lo entregaron a la muerte. Spurio Melio quería dar pan al pueblo hambriento y fue ejecutado con el pretexto de que quería conseguir el poder. Marco Manlio, el que despertó con el graznar de las ocas (recuerda las crestomatías) y salvó el Capitolio, fue ejecutado por alta traición. ¿Eh?

—Pero ¡qué dices!

—Te hartas de leer historia y te vienen ganas de ser un canalla: ¡es lo más provechoso! El gran Aníbal, sin el cual ni siquiera conoceríamos Cartago, ¡fue desterrado por este mismo insignificante Cartago que le confiscó los bienes y arrasó su casa! Todo ha sucedido ya… Ya entonces metieron a Gneo Nevia en un pozo para que dejara de escribir atrevidas obras de teatro. Mucho antes de nosotros, ya los etolios proclamaron una falsa amnistía para atraer a los emigrados a la patria y asesinarlos. También en Roma comprendieron una verdad que el Gulag ha olvidado: es antieconómico tener esclavos hambrientos, hay que alimentarlos. ¡Toda la historia es una completa… fagia! El que pilla a otro se lo zampa. No hay ni verdades ni errores ni evolución. Y no hay dónde agarrarse.

¡Bajo aquella mortecina iluminación aparecía con especial encono el temblor de incredulidad en aquellos labios tan jóvenes!

En parte, estas ideas se las había sugerido a Ruska el propio Nerzhin, pero ahora, salidas de la boca de este, provocaban el deseo de protestar. Entre sus compañeros mayores, Gleb acostumbraba a ser un contestatario, pero ante un preso más joven sentía cierta responsabilidad.

—Quiero prevenirte de una cosa, Rostislav —respondió Nerzhin con voz muy débil, inclinándose casi hasta la oreja de su interlocutor—. Por ingeniosos e implacables que sean los sistemas del escepticismo, o si quieres del agnosticismo y del pesimismo, has de comprender que por su propia esencia están condenados a la abulia. Pues, realmente, no pueden dirigir la actividad humana, la gente no puede detenerse y por lo tanto no puede renunciar a los sistemas que afirman algo o que conducen a alguna parte…

—¿Aunque sea a un pantano? ¿Con tal de moverse? —replicó irritado Ruska.

—Aunque sea así… Váyase a saber… —vaciló Gleb—. Compréndelo, yo también considero que el escepticismo es muy útil a la humanidad. Es necesario para partir nuestras frentes de piedra, para atragantar nuestras gargantas fanáticas. Es especialmente útil en suelo ruso, aunque arraiga en él con especial dificultad. Pero el escepticismo no puede ser tierra firme bajo los pies del hombre. ¿Y no necesitamos pese a todo de la tierra?

—¡Dame otro cigarrillo! —pidió Rostislav. Y lo encendió nerviosamente—. Escucha, ¡qué bien que el MGB no me haya permitido estudiar! ¡Historiador! —manifestó en un claro y retumbante murmullo—. Sí, habría terminado la carrera en la universidad, o incluso el aspirantado, pedazo de idiota que soy. Bueno, habría sido un científico, admitamos incluso que de los insobornables, que ya es admitir. Sí, y habría escrito un grueso volumen. Habría enfocado desde un nuevo punto de vista el 803, las cinco circunscripciones de Novgorod o la guerra de César contra los helvecios. ¡Hay tantas culturas en la Tierra! ¡Tantos idiomas! ¡Tantos países! ¡Y en cada país tantas personas inteligentes, y aún más tantos libros inteligentes! ¿Qué imbécil va a leer todo eso? ¿Cómo lo decías tú? «Lo que con gran trabajo razonaron los expertos parece ilusorio a otros más expertos que ellos». ¿Es así?

—Espera, espera —le reprochó Nerzhin—, estás perdiendo todo punto de apoyo y todo objetivo. Dudar es posible y necesario. Pero ¿no es necesario también amar alguna cosa?

—¡Sí, sí, amar! —atajó Ruska con triunfante y ronco susurro—. ¡Amar! ¡Pero no la historia ni la teoría, sino a una muchacha! —se arqueó en la litera hacia Nerzhin y lo agarró por el codo—. ¿Y de qué nos han privado, dime? ¿Del derecho a acudir a las reuniones? ¿A la clase de instrucción política? ¿De contribuir al empréstito estatal? ¡Lo único que podía hacer el Amo para perjudicarnos era privarnos de las mujeres!

Y lo ha hecho. ¡Por veinticinco años! ¡¡Perro!! ¿Quién puede imaginar —se golpeó el pecho— lo que representa una mujer para un preso?

—Tú… ¡no vayas a terminar loco! —intentó protegerse Nerzhin, pero le invadía súbitamente una ardiente oleada al solo pensamiento de Símochka y de su promesa para la tarde del lunes…— ¡Arroja de ti esta idea! Oscurece el cerebro. —(¡Pero el lunes…! Es algo que no valoran en absoluto los hombres casados, afortunados ellos, pero que se eleva a escalofriante fiereza en un martirizado presidiario)—. Es el complex freudiano, o el simplex, no sé cómo diablos se llama —dijo cada vez más débilmente, turbado—. Por lo demás: ¡sublimación! ¡Conecta tu energía a otras esferas! Ocúpate de la filosofía: no se necesita pan, ni agua, ni caricias femeninas.

(Pero él se estremecía imaginando detalladamente lo que sucedería pasado mañana, y esta idea, horrorosamente dulce, le quitaba el habla, no quería continuar).

—¡Mi cerebro ya se ha oscurecido! ¡No duermo hasta el amanecer! ¡Una muchacha! ¡Todos necesitamos a una muchacha! Para tenerla en brazos… Para… ¡Ah, para qué hablar! —Ruska dejó caer el cigarrillo, aún encendido, sobre la manta. No se dio cuenta, se volvió bruscamente, se puso de bruces y se cubrió la cabeza con la manta retirándola de los pies.

Nerzhin tuvo apenas tiempo de cazar y apagar el cigarrillo que ya rodaba entre sus literas a punto de caer en la de Potapov.

Ofrecía la filosofía a Ruska como un refugio, pero hacía tiempo que él mismo aullaba en este refugio. A Ruska le había perseguido todo el servicio de investigación del Estado y ahora le desgarraba la cárcel. Pero ¿qué sostenía a Gleb cuando tenía diecisiete y diecinueve años, cuando le acometían estas ráfagas de oscurecimiento haciéndole perder el seso? Pues se erguía, ahogaba la tentación, y con su hocico porcino revolvía una y otra vez aquella dialéctica, gruñendo, sorbiendo, y temiendo que le faltara tiempo. Los años que precedieron a su matrimonio, su juventud irrecuperable y mal empleada, eran los que ahora, en las celdas de las cárceles, recordaba con mayor amargura. Impotente, no era capaz de resolver esas ofuscaciones: no conocía las palabras que aproximan, el tono ante el cual ceden. Además, le ataba las manos una preocupación, heredada de los pasados siglos, por el honor femenino.

Y ninguna mujer experta y sensata le había puesto su mano suave sobre el hombro. ¡Sí, una le había dado pie, pero él entonces no lo había comprendido! Y sólo lo descifró y comprendió al pisar el suelo de la cárcel. Esa ocasión perdida, esos años enteros perdidos, ese mundo perdido, le quemaban de parte a parte.

Pero, bueno, sólo tenía que esperar dos días, menos de dos días, hasta el anochecer del lunes.

Gleb se inclinó hasta la oreja de su vecino:

—¡Ruska! ¿Y tú qué? ¿Tienes a alguien?

—¡Sí! ¡Lo tengo! —murmuró dolorosamente Rostislav, acostado de bruces, estrechando la almohada. Respiraba sobre ella, y el ardor que le devolvía la almohada, así como todo el ardor de su juventud, que se ajaba tan maligna e improductivamente en la prisión, todo, recalentaba su cuerpo joven, apresado, pidiendo una salida y no conociendo ninguna. Dijo «lo tengo» y quería creer que tenía a una muchacha, pero era algo imperceptible: ni un beso, ni siquiera una promesa, lo único que había era que aquella tarde una muchacha había escuchado con mirada compasiva y admirada las cosas que él contaba de sí mismo, y en aquella mirada de la muchacha Ruska se había sentido por primera vez un héroe y había considerado que su biografía era extraordinaria. Nada había sucedido aún entre ellos, pero al mismo tiempo había sucedido algo que le permitía decir que tenía a una muchacha.

—Pero, oye, ¿quién es ella? —inquirió Gleb.

Entreabriendo apenas la manta, Rostislav respondió desde la oscuridad:

—Chisttt… Clara…

—¿¿Clara?? ¡¿La hija del fiscal?!