—Un día de estos, cojo la bota y hago pedazos esta bombilla azul para que no nos fastidie más.
—No acertarás.
—A cinco metros, ¿cómo no voy a acertar? ¿Nos jugamos la compota de mañana?
—Como tú te descalzas en la litera inferior, hay que añadir un metro.
—Está bien, a seis metros. La de cosas que se inventan estos canallas para fastidiar a los presos. Toda la noche presionándote los ojos.
—¿La luz azul?
—¿Qué, si no? Es una presión lumínica. La descubrió Lebedev. ¿Duerme usted, Aristipp Ivánich? Hágame el favor, páseme aquí arriba una de mis botas.
—No tengo inconveniente en pasarle la bota, Viacheslav Petróvich, pero dígame antes qué mal le ha hecho la luz azul.
—Pues que su longitud de onda es muy corta y sus quanta muy grandes, eso para empezar. Los quanta nos martillean los ojos.
—Su luz es dulce. A mí, personalmente, me recuerda la lamparilla azul que mamá me encendía por la noche cuando era niño.
—¡Mamá! ¡Una mamá con galones azul celeste! Ya lo ve, ¿se puede dar a la gente una auténtica democracia? He observado una cosa: en cualquier celda y en la cuestión más insignificante (lavar la vajilla o barrer los suelos) salen matices de toda clase sobre las más contradictorias opiniones. La libertad perdería a los hombres. Sólo el garrote, ¡ay!, puede enseñarles dónde está la verdad.
—Pues aquí una lamparilla es lo más idóneo. Ya sabes, esto era antes un altar.
—No el altar, sino la cúpula del altar. Se ha construido una entre-planta.
—¡Dmitri Alexándrich! ¿Qué hace usted? ¡Abrir la ventana en diciembre! Ya es hora de que acabe con esta manía.
—¡Señores! El oxígeno es precisamente lo que hace al preso inmortal. En la estancia hay veinticuatro personas, fuera no hay ni helada ni viento. Abro la rendija de un Ehrenburg.
—¡Aunque sea de uno y medio! ¡En las literas superiores nos sofocamos!
—A su juicio, ¿cuánto cree que mide el Ehrenburg a lo ancho?
—No, señores, me refiero a lo alto, se apoya muy bien en el marco.
—Voy a volverme loco, ¿dónde está mi chubasquero de presidiario?
—A todos esos partidarios del oxígeno los mandaría a Oi-Miakon, con los comunes. A sesenta grados bajo cero trabajarían sus doce horitas y luego se arrastrarían hasta un establo para cabras con tal de tener calor.
—En principio no estoy en contra del oxígeno, pero ¿por qué el oxígeno siempre ha de ser frío? Estoy a favor del oxígeno recalentado.
—Pero… ¿qué diablos? ¿Por qué la habitación está a oscuras? ¿Por qué apagan la luz blanca tan temprano?
—¡Valentulia, eres libre! ¡Debías vagar por ahí hasta la una! ¿Qué luz quieres que haya a las doce de la noche?
—¡Tú, tú eres un petimetre!
Con mi mono azul
soy un petimetre.
En medio de los campos,
¡qué bien se está!
¡Otra vez tanto humo! ¿Por qué estáis siempre fumando? Uf, qué porquería… Eh, eh, y la tetera está fría.
—Valentulia, ¿dónde está Lev?
—¿Cómo, no está en su litera?
—Habrá en ella un par de decenas de libros, pero él no está.
—Por lo tanto, andará cerca del retrete.
—¿Por qué «cerca»?
—Han puesto allí una bombilla de luz blanca, y la pared está caliente debido a la cocina. Seguramente, estará leyendo un libro. Voy a lavarme. ¿Qué quieres que le diga?
—Sííí… Me hacía la cama en el suelo, y ella a mi lado, en la cama. Qué mujer tan jugosa, ah, sí, qué jugosa…
—Amigos, os lo ruego: hablad de otra cosa, pero no de mujeres. En la sharashka nos alimentamos de carne y es una conversación socialmente peligrosa.
—¡Por lo demás, majos, terminad de una vez! Han dado el toque de queda.
—No es el toque de queda, a mi juicio se oye un himno en alguna parte.
—Si quieres dormir, acabarás por dormirte, creo yo.
—No tiene sentido del humor: hace cinco minutos largos que soplan el himno. Se me revuelven las tripas: ¿cuándo van a terminar? ¿No podrían limitarse a una sola estrofa?
—¿Y las sintonías? ¡En un país como Rusia! Son gustos de portero.
—Serví en África. Con Rommel. ¿Que qué había allí de malo? Hacía mucho calor y carecíamos de agua…
—En el océano Ártico hay una isla llamada Majotkin. Pero Majotkin, que era un aviador, un pionero del Ártico, está preso por hacer propaganda antisoviética.
—Mijaíl Kurzmich, ¿por qué no deja de dar vueltas en la cama?
—Puedo volverme de un lado y luego ponerme del otro, ¿no?
—Puede, pero recuerde que cada giro de abajo, aunque sea pequeño, repercute aquí arriba con enorme amplitud.
—Iván Ivánich, usted evitó el campo de concentración. Allí, en el vagón cuádruple, cuando uno se volvía, los otros tres se balanceaban.
Y por si fuera poco, alguno ponía abajo unas cortinas de colores, se traía una mujer y se enrollaba. ¡Aquello era un balanceo de doce grados! Y no pasaba nada, la gente dormía.
—… ¿Cuándo fue a parar por primera vez a la sharashka, Grigori Borísovich?
—Tengo intención de ponerle un pentodo y un pequeño reostato.
—… era un hombre muy independiente, ordenado. Cuando se quitaba las botas por la noche no las dejaba en el suelo, se las ponía debajo de la cabeza.
—¡No eran tiempos para dejarlas en el suelo!
—… estuve en Auschwitz. Lo terrible de Auschwitz era que te conducían de la estación a los crematorios al son de una música.
—… allí hay una pesca fantástica, eso por un lado, por otro, la caza. En otoño, después de una hora de marcha vas cargado de faisanes; si te metes por los juncos, jabalíes, y en el campo, liebres…
—… todas esas sharashkas se crearon a partir de 1930, cuando empezaron a enviar allí a bandadas de ingenieros. La primera estaba en Furkasovski, fue la que redactó el proyecto del mar Blanco. Después vino la de Ramzin. La experiencia había gustado. En libertad es imposible reunir en un grupo investigador a dos grandes ingenieros o a dos grandes científicos: empiezan a pelearse por el nombre, por la fama, por el Premio Stalin, y uno desaloja necesariamente al otro. Por eso, todos los centros de investigación son un grupo mediocre alrededor de una cabeza clara. Y en la sharashka, ¿qué? No se amenaza la fama ni el dinero de nadie. Medio vaso de crema agria para Nikolai Nikoláich y medio vaso de crema agria para Piotr Petróvich. Una docena de osos viven pacíficamente en una sola madriguera porque no tienen otro sitio donde ir. Juegan al ajedrez, fuman y se aburren. ¿Y si inventáramos algo? ¡Adelante! ¡Así se han creado muchas cosas en nuestra ciencia! En esto se basa la idea fundamental de las sharashkas.
—… ¡Amigos! ¡Una noticia! ¡Se han llevado a Bobynin no sé dónde!
—¡Deja de gimotear, Valka, o te envuelvo en una almohada!
—¿Adónde, Valentulia?
—¿Cómo se lo han llevado?
—Ha venido el suboficial, ha dicho: «Ponte el abrigo y la gorra».
—¿Con sus efectos personales?
—Sin sus efectos personales.
—Seguramente, a ver a un gran jefe.
—¿A Fomá?
—Fomá habría venido personalmente. ¡Apunta más alto!
—El té se ha enfriado. ¡Qué ruindad!
—Siempre golpeas el vaso con la cucharilla después del toque de queda, Valentulia. ¡Cómo me fastidia!
—Tranquilo. ¿Cómo hay que mezclar el azúcar, si no?
—Silenciosamente.
—Sólo las catástrofes cósmicas tienen lugar silenciosamente, pues en el espacio sideral no se difunden los sonidos. Si a nuestras espaldas estallara una nova, ni siquiera la oiríamos. Se te cae la manta, Ruska, ¿por qué dejas que cuelgue? ¿Sabes que nuestro Sol es una nova y que la Tierra está destinada a perecer en un futuro muy próximo?
—No quiero creer en ello. ¡Soy joven, quiero vivir!
—¡Ja, ja! ¡Qué primitivo! Qué frío está el té… C’est le mot! ¡Quiere vivir!
—¡Valka! ¿Adónde se han llevado a Bobynin?
—¿Cómo lo voy a saber? Quizás a ver a Stalin.
—¿Y qué haría usted, Valentulia, si le llevaran a ver a Stalin?
—¿A mí? ¡Oh-oh! ¡Chicos! ¡Le presentaría una protesta punto por punto!
—A ver, ¿qué punto, por ejemplo?
—Bueno, todos, todos, todos. Par exemple, ¿por qué vivimos sin mujeres? Esto inhibe nuestras posibilidades creativas.
—¡Prianchik! ¡Cierra el pico! ¡Todos duermen hace rato, y tú desgaritándote!
—¿Y si no quiero dormir?
—Amigos, los que estén fumando que escondan la punta del cigarrillo, viene el suboficial.
—¿Qué quiere esa carroña? No vayas a tropezar, camarada subteniente, a lo mejor te aplastas la nariz.
—¡Prianchikov!
—¿Qué?
—¿Dónde está? ¿Todavía no duerme?
—Estaba durmiéndome.
—Vístase de prisa.
—¿Adónde debo ir? Quiero dormir.
—Vístase, vístase, el abrigo, la gorra.
—¿Con mis efectos personales?
—Sin ellos. Hay un coche esperando, rápido.
—¿Cómo, voy a ir con Bobynin?
—Él ya se ha marchado, ha venido otro coche por usted.
—¿Qué coche, subteniente, un cuervo?
—Deprisa, deprisa, un Pobeda.
—Pero ¿quién me llama?
—A ver, Prianchikov, ¿he de explicárselo todo? Ni yo mismo lo sé, deprisa.
—¡Valka! ¡Suéltate la lengua allí!
—¡Háblales de las visitas! ¿Cómo, canallas, el Artículo 58 sólo prevé una visita al año?
—¡Háblales de los paseos!
—¡De las cartas!
—¡De los uniformes!
—¡Rot Front, compañeros! ¡Ja, ja! Adieu!
—… ¡Camarada subteniente! ¿Dónde está, finalmente, Prianchikov?
—¡Ya lo entrego, ya lo entrego, camarada comandante! ¡Aquí está!
—¡Habla de todo, Valka, no te intimides!
—¡Qué perros se han desatado en mitad de la noche!
—¿Qué habrá sucedido?
—Nunca había pasado una cosa así…
—¿Habrá empezado la guerra? ¿Los llevarán al paredón?
—¡Mira que eres tonto! ¿Quién iba a llevarnos al paredón de uno en uno? Cuando empiece la guerra nos matarán a todos, a puñados, o nos contagiarán la peste envenenando las gachas, como hacían los alemanes en los campos de concentración, en el 45…
—¡Bueno, de acuerdo, a dormir, amigos! Mañana lo averiguaremos.
—En el 39 y en el 40 solía suceder que Beria llamara a la sharashka requiriendo la presencia de Borís Serguéyevich Stechkin, y este sí que no volvía con las manos vacías: o cambiaban al director de la cárcel, o aumentaban los paseos… Stechkin no podía sufrir este sistema de sobornos ni estas categorías de alimentación según las cuales dan a los académicos crema agria y huevos, a los profesores cuarenta gramos de mantequilla, y a los del montón veinte… Borís Serguéyevich era un buen hombre, Dios lo tenga en su gloria…
—¿Murió?
—No, salió en libertad… Consiguió un premio del Estado.