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Así como los soldados rasos siempre tienen clara conciencia de encontrarse o no en la dirección de la ofensiva principal, aunque nadie les revele las disposiciones de los generales, también los trescientos presos de la sharashka de Marfino se habían formado la idea acertada de que el Número 7 había sido sector decisivo de la sharashka.

En el Instituto todos sabían que la verdadera denominación del Número 7 era «laboratorio de lenguaje clipado», aunque se daba por sentado que nadie lo sabía. La palabra clipado era inglesa y significaba lenguaje «recortado». No sólo los ingenieros y traductores del Instituto, sino hasta los montadores, los torneros, los fresadores, y casi seguro que el sordo y atontado carpintero, sabían que el aparato se fabricaba inspirándose en modelos norteamericanos. Sin embargo, se convenía en que sólo se utilizaban modelos patrios. Por esta razón, las revistas norteamericanas con esquemas y artículos teóricos sobre el clipado, que se vendían en cualquier puesto de libros de Nueva York, estaban aquí numeradas, empaquetadas, selladas y precintadas, guardadas en cajas fuertes para salvaguardarlas de los espías americanos.

El clipado, la antirresonancia, la compresión de amplitud, la diferenciación e integración electrónicas del libre lenguaje humano, era una burla de la ingeniería, algo así como comprimir en cubitos de sustancia el monasterio Novy Afon o el balneario de Gurzuf, meter los cubitos en miles de millones de cajas de cerillas, mezclarlas, transportarlas en avión a Nerchinsk y, una vez en el nuevo lugar, ordenarlas, reunirías y recrear la zona subtropical, el rumor de las olas, el aire meridional y la luz de la luna.

Lo mismo había que hacer con el lenguaje, con los cubitos-impulsos, y además recrearlo de manera que no sólo todo fuera comprensible, sino que el Amo pudiera reconocer por la voz con quién hablaba.

En las sharashkas, en esas instituciones casi aterciopeladas donde al parecer no penetraba el crujir de dientes de los campos de concentración en lucha por la supervivencia, las autoridades habían establecido dignamente, de antiguo, lo siguiente: en caso de éxito de un proyecto, los presos que habían participado directamente en él lo obtenían todo, la libertad, un pasaporte sin antecedentes penales, un piso en Moscú; los demás no conseguían nada, ni un día de rebaja en la sentencia, ni un vaso de vodka para brindar por los vencedores.

No había término medio.

Por eso, los presos que más habían adquirido esa garra especial de los campos de concentración que parece dar a un hombre la posibilidad de sostenerse con las uñas en un espejo vertical, los presos con más garra, procuraron que los destinaran al Número 7 para «saltar» de allí a la libertad.

Allí fue a parar el cruel ingeniero Markushev, cuya granujienta faz rezumaba su pronta disposición a morir por las ideas del ingeniero coronel Yákonov. Allí fueron a parar también otros de la misma ralea.

Sin embargo, el perspicaz Yákonov elegía también para el Número 7 a otros que no lo habían solicitado. Tal era el ingeniero Amantai Bulatov, un tártaro de Kazán con grandes gafas de concha, franco, de ensordecedora risa, condenado a diez años por haber caído prisionero y por sus relaciones con el enemigo del pueblo Musa Dzhalil. (En broma, se consideraba que Amantai era el trabajador más antiguo de la «empresa», pues al terminar sus estudios de radiotecnia, en 1941, fue arrojado al barullo de la batalla de Smolensk, hecho prisionero y liberado después por los alemanes por ser tártaro. De este modo, empezó sus prácticas en los talleres de la firma Lorenz cuando sus jefes todavía firmaban las cartas con el mit Heil Hitler). Allí se encontraba también Andrei Andréyevich Potapov, especialista en corrientes eléctricas, pero no en las de bajo voltaje, ni mucho menos, sino en las de alta tensión, y en la construcción de centrales eléctricas. Fue a parar a la sharashka de Marfino por un error del funcionario despistado que seleccionaba las tarjetas del Gulag. No obstante, siendo un ingeniero de verdad y un trabajador incansable, Potapov pronto se adaptó a Marfino y llegó a ser insustituible en los equipos de medida más precisos y complejos.

Estaba también el ingeniero Jorobrov, gran especialista en radio. Fue destinado al equipo Número 7 desde el principio, cuando era un equipo como los demás. Últimamente le pesaba estar en el Número 7, no podía acomodarse a su ritmo frenético, y a Mamurin le pesaba también tenerlo allí.

Finalmente, la mano larga y veloz de una «patrulla especial» trajo al Número 7 de Marfino a Alexandr Bobynin, presidiario sombrío e ingeniero genial que se encontraba en el campo de concentración de Salejard, en una brigada de régimen riguroso, y lo colocó inmediatamente por encima de los demás. Bobynin había sido arrancado de las mismas fauces de la muerte. Era el primer candidato a la libertad en caso de éxito. Por eso trabajaba y aguantaba incluso hasta pasada la medianoche, pero con tal desdeñosa dignidad que Mamurin lo temía y era al único al que no se atrevía a amonestar.

El Número 7 era un laboratorio igual al de acústica, sólo que un piso más arriba. Estaba igualmente lleno de aparatos y de variedad de muebles, pero no había en el rincón un artefacto comparable a una cabina acústica.

Yákonov iba al Número 7 varias veces al día, por eso su entrada no se consideraba la llegada de un alto jefe. Sólo Markushev y otros presos serviles se hinchaban y se movían con más alegría y rapidez, mientras que Potapov, para reducir la visibilidad, añadía un medidor de frecuencias a la abertura existente entre los aparatos que lo separaban del resto del laboratorio. Realizaba su trabajo uniformemente, había cumplido los encargos de todos y ahora fabricaba tranquilamente una pitillera de plástico transparente rojo que debía regalar a la mañana siguiente.

Mamurin se levantó para saludar a Yákonov de igual a igual. No llevaba el mono azul de los simples presos, sino un traje caro de lana, aunque ni siquiera este traje embellecía su rostro demacrado y su huesuda figura.

Sin embargo, lo que se dibujaba ahora en su frente de color limón y en sus labios exangües de habitante de otro mundo representaba convencionalmente alegría, y así lo apreció Yákonov.

—¡Antón Nikoláich! Hemos optado por intervalos de dieciséis impulsos y ha ganado mucho. Escuche, yo le leeré.

«Leer» y «escuchar» era la prueba habitual de la calidad de una línea telefónica. La línea se cambiaba varias veces al día añadiendo, quitando o sustituyendo algún sector, pero montar en cada caso el proceso de articulación resultaba un trabajo voluminoso, siempre a remolque de las ideas constructivas de los ingenieros, y además tenía poco interés obtener a bulto las cifras de esa ciencia hostil que se había convertido en el dominio de Nerzhin, el pupilo de Reutmann.

Sometidos por costumbre a una idea común, Mamurin fue al rincón más alejado de la estancia sin preguntar ni explicar nada, y una vez allí se dio la vuelta, pegó el micrófono al pómulo y empezó a leer un periódico por teléfono; por su parte, Yákonov, junto al banco de trabajo, se colocó unos auriculares conectados al otro extremo de la línea y se dispuso a escuchar. En los auriculares se armaba un escándalo horrible: los sonidos se desencadenaban crujiendo, retumbando, chillando. Pero del mismo modo que la madre contempla con amor la monstruosidad de su vástago, Yákonov no sólo no separaba los auriculares de sus doloridas orejas, sino que prestaba la mayor atención y creía constatar que aquella cosa horrible era mejor que la otra cosa horrible que había escuchado antes de comer. El lenguaje de Mamurin no era en absoluto el lenguaje vivo de una conversación, sino una lectura uniforme, intencionadamente clara. Además, Mamurin leía un artículo sobre la arrogancia de los guardias fronterizos yugoslavos y sobre la indisciplina del sangriento verdugo de Yugoslavia, Rankovich, que había convertido un país amante de la libertad en una cerrada cámara de tortura. Por esta razón, Yákonov adivinaba fácilmente lo que no oía bien, comprendía que estaba adivinando pero olvidaba que adivinaba, y se afirmaba cada vez más en la idea de que después de la comida había mejorado la audición.

Y sintió el deseo de consultar con Bobynin, sentado no lejos de allí. Bobynin era corpulento, ancho de hombros, con la cabeza provocativamente rapada al cero, aunque en la sharashka se permitía cualquier peinado. No había vuelto la cabeza cuando Yákonov entró en el laboratorio, y estaba midiendo las puntas del medidor inclinado sobre la larga cinta de un foto-oscilograma.

Bobynin era una cucaracha en medio de la creación, un insignificante presidiario, un miembro de la última capa social con menos derechos que un koljosiano. Yákonov era un gran señor.

¡Pero Yákonov no se atrevía a distraer a Bobynin por grande que fuera su deseo de hacerlo!

Se puede construir el Empire State Building. Organizar el ejército prusiano. Elevar la jerarquía del Estado totalitario por encima del trono del Todopoderoso.

Pero no se puede doblegar la rara superioridad moral de ciertas personas.

Hay soldados temidos por el capitán de su compañía. Obreros no especializados que intimidan a los maestros de obras. Reos que provocan palpitaciones en sus jueces.

Bobynin lo sabía y había adoptado adrede esta posición ante sus superiores. Cada vez que hablaba con él, Yákonov descubría en sí mismo el pusilánime deseo de satisfacer a aquel preso, de no irritarlo. Esta sensación le indignaba, pero había observado que todos los demás hablaban con Bobynin de la misma manera.

Yákonov se quitó los auriculares e interrumpió a Mamurin:

—¡Mejor, Yákov Ivánovich, decididamente mejor! Me gustaría que Rubin lo escuchara, tiene mejor oído.

En cierta ocasión, alguien, satisfecho de una opinión de Rubin, había dicho que este tenía «buen oído». Inconscientemente, todos percibieron esta opinión y la creyeron. Rubin había ido a parar a la sharashka por casualidad, e iba tirando con las traducciones. Su oído izquierdo era como el de las demás personas, pero el derecho estaba algo disminuido por una conmoción sufrida en el frente. De todos modos, después de tantas alabanzas, se vio en la necesidad de ocultar este detalle. Con la fama de su «buen oído» se mantenía sólidamente en su puesto hasta que pudiera afirmarse aún más sólidamente con su trabajo capital, «Análisis audio-sintético y electro-acústico del habla rusa».

Telefonearon al laboratorio de acústica requiriendo la presencia de Rubin. Mientras le esperaban, se pusieron a la escucha por décima vez. Markushev, con las cejas muy juntas y los ojos tensos, sostuvo apenas el auricular junto al oído y declaró bruscamente que se oía mejor, mucho mejor (la idea de pasar a los intervalos de dieciséis impulsos le pertenecía, y antes de efectuar el cambio ya sabía que se oiría mejor). Bulatov chilló por todo el laboratorio que era necesario ponerse de acuerdo con los codificadores y pasar a intervalos de treinta y dos impulsos. Dos montadores serviciales, Liubimichev y Siromaja, compartieron unos auriculares, una oreja cada uno, y se pusieron a escuchar. Acto seguido confirmaron con tumultuosa alegría que, efectivamente, ahora se entendía mejor.

Sin levantar la cabeza, Bobynin continuaba midiendo su oscilograma.

La negra aguja del gran reloj eléctrico de pared saltó a las diez y media. Pronto terminarían los trabajos en todos los laboratorios excepto en el Número 7, entregarían los periódicos secretos a las cajas fuertes, los presos irían a acostarse y los externos correrían a las paradas de los autobuses, que a esta hora avanzada pasaban con menor frecuencia.

Por el fondo del laboratorio, fuera de la vista de los jefes, Iliá Terentievich Jorobrov se dirigió pesadamente al banco de trabajo de Potapov. Jorobrov era de Viatka, de su rincón más salvaje, de Kai, donde por bosques y pantanos se extendía un reino de miles de kilómetros, más de una Francia: el país del Gulag. Jorobrov había visto muchas cosas y comprendía más que los demás, y a veces sentía una impaciencia tan grande como para darse de frente contra el poste de hierro del altavoz de la calle. La necesidad de disimular continuamente sus pensamientos, de ahogar su instinto de justicia, arqueaba su figura, hacía su mirada desagradable, abría difíciles arrugas en sus labios. Finalmente, su necesidad de manifestarse estalló en las primeras elecciones de la posguerra, y en la papeleta del voto escribió un taco viril junto al nombre tachado del candidato. Era una época en la que por falta de mano de obra no se restauraban las viviendas ni se sembraban los campos. No obstante, algunos cerebros investigadores estudiaron durante meses la caligrafía de todos los votantes del sector, y Jorobrov fue arrestado. Fue al campo de concentración con la simplona alegría de pensar que allí por lo menos podría hablar francamente. ¡Pero tampoco el campo de concentración resultó ser una república libre!: debido a las denuncias de los chivatos, Jorobrov tuvo que callarse también en el campo de concentración.

La prudencia le exigía ahora integrarse en el trabajo común del Número 7 y asegurarse, si no la liberación, por lo menos una existencia aceptable. Sin embargo, la náusea que le provocaba la injusticia, incluso cuando no tenía relación con su persona, había crecido en él a tal altura que ya no deseaba ni siquiera vivir.

Al pasar por el banco de Potapov se inclinó hacia la mesa y propuso en voz baja:

—¡Andréich! Es hora de esfumarse. Es sábado.

Potapov estaba adaptando un cierre de color rosa pálido a su pitillera de transparente rojo. Ladeó la cabeza, recreándose en su obra, y preguntó:

—¿Qué, Teréntich, va a juego con el color?

Al no recibir aprobación ni desaprobación, Potapov miró a Jorobrov por encima de sus gafas, de simple montura metálica, como hacen las abuelas, y dijo:

—¿Para qué irritar al dragón? Lea los editoriales del Pravda: el tiempo trabaja a nuestro favor. Cuando se vaya Antón, nos esfumamos al ins-tan-te.

Tenía la costumbre de dividir en sílabas y de subrayar con mímica cualquier palabra importante de una frase.

Por entonces, Rubin ya estaba en el laboratorio. Y a esta hora, a las once, después de una tarde de talante poco laborioso, lo único que deseaba era irse cuanto antes a la cárcel y seguir devorando su Hemingway. Sin embargo, dio a su cara una expresión semejante a la de un gran interés por la nueva calidad de la línea del Número 7 y pidió que leyera Markushev, pues su voz aguda y su tono básico de 160 herzios debía de atravesar peor la línea (esta forma de abordar el asunto delataba al instante al especialista). Con los auriculares puestos, Rubin dio varias veces algunas órdenes a Markushev para que leyera ora con voz más alta, ora con voz más baja, ora repitiendo «las gruesas carpas se metieron bajo la cubierta» y «recordó, avispó, venció», frases conocidas en toda la sharashka, inventadas por Rubin para comprobar grupos de sonidos por separado. Finalmente dictó sentencia diciendo que había una tendencia general a mejorar, que los sonidos de las vocales pasaban magníficamente, que algo peor iban las dentales sordas, que le preocupaba todavía el fonema «jo», que no funcionaba en absoluto el grupo de sonidos «vsp», tan característico de las lenguas eslavas, y que habría que trabajarlo más.

Sonó enseguida un coro de voces, satisfechas de que, por lo visto, la línea fuera mejor.

Bobynin levantó la vista del oscilograma y dio su burlona opinión con densa voz grave:

—¡Tonterías! Un golpe a la derecha, un golpe a la izquierda. No hay que tantear al azar, hay que buscar un método.

Todos se callaron, turbados, ante su firme e indesviable mirada.

Tras sus estantes, Potapov pegaba con esencia de pera el cierre rosado de su pitillera. Potapov había pasado sus tres años de cautiverio en campos de concentración alemanes y había sobrevivido principalmente por su habilidad para fabricar atractivos encendedores, pitilleras y boquillas con materiales de chatarra, y además sin utilizar ningún instrumento.

¡Nadie tenía prisa por abandonar el trabajo! ¡Y le estaban escamoteando la víspera de un domingo!

Jorobrov se irguió. Colocó sus materiales secretos sobre la mesa de Potapov, para que de allí los metieran en la caja fuerte, salió de detrás de los estantes y se dirigió pausadamente a la salida pasando junto a todos los que se agrupaban ante el banco del clipado.

Mamurin enrojeció débilmente a sus espaldas:

—¡Iliá Teréntich! ¿Por qué no está escuchando? Y además, ¿dónde va usted?

Jorobrov se volvió con la misma parsimonia. Sonriendo con la boca torcida, respondió muy distintamente:

—Quería evitar hablar de ello en voz alta. Pero ya que insiste, ahí va: en este momento voy al retrete, o sea a los lavabos. Si allí todo se resuelve favorablemente, me dirigiré a la cárcel y me acostaré.

Reinó una medrosa pausa, y Bobynin, cuya risa nunca había escuchado nadie, soltó unas sonoras carcajadas.

¡Era un motín en un buque de guerra! Mamurin dio un paso hacia Jorobrov como si se dispusiera a pegarle y preguntó con voz chillona:

—¿Qué quiere decir con «me acostaré»? ¿Todos están trabajando y usted va a acostarse?

Con la mano en la manilla de la puerta, Jorobrov respondió a punto ya de perder el control:

—¡Pues sí, simplemente a dormir! A tenor de la Constitución, he trabajado mis doce horas. ¡Y basta! —empezaba a estallar, iba a decir algo irreparable, pero se abrió la puerta de par en par y el ordenanza de servicio en el instituto anunció:

—¡Antón Nikoláich! Le llaman urgentemente por el teléfono urbano. Yákonov se levantó apresuradamente y salió por delante de Jorobrov. Al poco rato, Potapov apagó la lámpara de sobremesa, trasladó sus documentos secretos y los de Jorobrov a la mesa de Bulatov, y con paso mesurado y aire inocente se dirigió cojeando a la salida. Cojeaba de la pierna derecha debido a un accidente de motocicleta sufrido antes de la guerra.

A Yákonov lo llamaba el viceministro Selivanovski. Lo convocaba en el Ministerio, en la Lubianka, a las doce de la noche.

¿Esto era vida?

Yákonov volvió a su despacho, donde estaban Vereniov y Nerzhin. Despidió al segundo y propuso al primero que regresara en su automóvil. Luego se abrigó y, ya con los guantes puestos, volvió a la mesa y debajo de la nota «Dar de baja a Nerzhin» añadió:

«y a Jorobrov, ídem».