Hacía ya muchos años, antes y después de la guerra, que Yákonov ocupaba el cargo de ingeniero jefe del Departamento de Técnicas Especiales del MGB, un cargo de confianza. Llevaba con dignidad los galones plateados que merecía por sus conocimientos, con un reborde azul celeste y tres grandes estrellas de ingeniero coronel. Su cargo era de tal género que podía ejercer su jefatura a distancia. A grandes rasgos, redactando de vez en cuando un erudito informe para los altos funcionarios, hablando a veces florida e inteligentemente a un ingeniero de su modelo recién acabado, y en general pasando por un experto, sin responsabilidad ante nadie, y cobrando mensualmente una cantidad considerable de miles de rublos. Su cargo era tal que Yákonov se encontraba, con su oratoria, junto a la cuna de todos los proyectos técnicos del departamento; los abandonaba en las épocas difíciles en que dichos proyectos pasaban a la juventud y sufrían las enfermedades del crecimiento; y de nuevo honraba con su presencia ya sea las entalladas cubetas de sus negros féretros, ya la dorada coronación de los héroes.
Antón Nikoláyevich no era tan joven ni tan pagado de sí mismo para perseguir personalmente el engañoso brillo de la Estrella de Oro o la insignia del Premio Stalin, ni para echarle el guante a cada encargo del Ministerio o incluso del propio Amo. Antón Nikoláyevich era lo suficientemente experimentado y entrado en años para rehuir esas inquietudes emparejadas de ascensos y caídas.
Ateniéndose a estos principios, había vivido sin problemas hasta enero de 1948. Ese enero, alguien había sugerido al Padre de los Pueblos Occidentales y Orientales la idea de crear una telefonía secreta, una telefonía hermética a cualquier intercepción, una telefonía que hiciera posible hablar desde la residencia de Kuntsevo con Molotov, en Nueva York. Con su augusto dedo marcado con la mancha amarilla de la nicotina, el Generalísimo eligió sobre el mapa el Instituto de Marfino, hasta entonces ocupado en crear transmisores de radio portátiles para la policía. Sus palabras históricas en esta ocasión fueron las siguientes:
—¿Para qué necesito esos transmisores? ¿Para capturar ladronzuelos?
Y puso un plazo: hasta el primero de enero de 1949. Luego reflexionó y añadió:
—De acuerdo, hasta el primero de mayo.
El encargo era de la máxima responsabilidad, y el plazo excepcionalmente reducido. Después de pensarlo, el Ministerio nombró a Yákonov para que sacara adelante Marfino personalmente. En vano se esforzó Yákonov en demostrar la sobrecarga de trabajo, la imposibilidad de compatibilizarla con esta tarea. El jefe del departamento, Fomá Guriánovich Oskolupov le miró con sus ojos verdosos de gato, y Yákonov recordó las manchas de su hoja de servicios (había estado seis años en la cárcel) y guardó silencio.
A partir de entonces, pronto haría dos años, el despacho que el ingeniero jefe del departamento tenía en el edificio del Ministerio permaneció vacío. El ingeniero jefe pasaba los días y las noches en los arrabales, en el antiguo seminario cuya torre hexagonal coronaba la cúpula del abolido altar.
Al principio resultaba incluso agradable dirigirlo todo personalmente: cerrar con aire displicente la portezuela de su automóvil Pobeda personal y volar, acunado, hasta Marfino; atravesar las puertas entramadas de alambre de espino ante los puestos de guardia desde donde los vigilantes le saludaban; y caminar rodeado de un séquito de comandantes y capitanes bajo los centenarios tilos del bosquecillo de Marfino. La superioridad todavía no le exigía nada, sólo planes, planes, planes y promesas de emulación socialista. En cambio, el cuerno de la abundancia del MGB se derramó sobre el Instituto Marfino: instrumental comprado en Inglaterra y Estados Unidos; instrumental alemán requisado; presos nacionales sacados de los campos de concentración; biblioteca técnica compuesta por veinte mil ejemplares modernos; los mejores oper y archiveros, expertos en el servicio secreto; finalmente, una guardia con las mejores enseñanzas de la Lubianka. Fue necesario reparar el viejo edificio del seminario y levantar otros nuevos para el personal de la cárcel especial y para los talleres de experimentación. Llegada la época en que florecen amarillentos los tilos y endulzan con su aroma, se oyó, a la sombra de esos titanes, el lenguaje triste de los indiferentes prisioneros alemanes en sus maltrechas guerreras color lagarto. Después de cuatro años de posguerra en cautiverio, esos holgazanes fascistas no querían trabajar. Para la mirada de un ruso resultaba insoportable ver cómo descargaban los camiones de ladrillos: lentamente, con sumo cuidado, como si fueran de cristal, pasando de mano en mano cada ladrillo hasta colocarlo en la pila. Al instalar radiadores bajo las ventanas o cambiar los casi podridos parquets, los alemanes vagaban por aquellas estancias de alto secreto, leían por el rabillo del ojo los letreros alemanes o ingleses de los aparatos. ¡Hasta un colegial alemán habría podido adivinar cuál era el destino de aquellos laboratorios! Todo esto figuraba en un informe del preso Rubin dirigido al ingeniero coronel, y era completamente exacto, pero el informe resultaba muy incómodo para los oper Shikin y Mishin (en el lenguaje vulgar de los presos, Shishkin y Mishkin§), pues, ¿qué podían hacer ahora? ¿No iban a comunicar su fallo a la superioridad, verdad? Habían dejado pasar el momento oportuno, pues ya estaban enviando a casa a los prisioneros de guerra, y el que hubiera partido para Alemania Occidental podía informar —si alguien estaba interesado en saberlo— de la ubicación de todo el Instituto y de cada uno de los laboratorios. En cambio, cuando los oficiales de otros departamentos del MGB buscaban al ingeniero coronel para asuntos del servicio, este no tenía derecho a darles su dirección, y para conservar inmaculado el secreto iba a conversar con ellos a la Lubianka.
Soltaron a los alemanes, y para las obras y las reparaciones enviaron, para sustituirlos, a presos como los de la sharashka, sólo que con ropa sucia y destrozada, y sin haber recibido nunca pan blanco. Zumbaban ahora bajo los tilos, con oportunidad o sin ella, las castizas palabrotas de los campos de concentración que recordaban a los presos de la sharashka su única patria y su irreversible destino; los ladrillos parecían ahora arrancados del camión por el viento, de modo que casi no quedaba uno sano, sólo fragmentos; al grito de «¡uno-dos-tres!», los presos echaban sobre la caja del camión la cubierta de contrachapado, y luego se metían debajo para que fuera más fácil vigilarlos y para manosear a las chicas, que soltaban sus tacos. Los encerraban a todos bajo esta cubierta y los llevaban por las calles de Moscú a pernoctar en su campo de concentración.
Así pues, en este castillo encantado, separado de la capital y de sus confiados habitantes por una hechizada zona batida, esos lemures vestidos con impermeables negros hacían realidad unas transformaciones de fábula: cañerías, canalizaciones, calefacción central, plantación de parterres.
Mientras, ese centro tan bien organizado iba creciendo y ensanchándose. Incluyeron en el conjunto del Instituto Marfino a todo el personal de otro instituto que se ocupaba de trabajos afines. El nuevo instituto llegó con sus mesas, sillas, armarios, carpetas de grapas, y un equipo de aparatos que resultaría anticuado no al cabo de años sino de meses. Llegó también con su jefe, el ingeniero comandante Reutmann, que se convirtió en el segundo de Yákonov. Por desgracia, antes de todo esto, el creador del recién llegado Instituto, su inspirador y protector, el coronel Yákov Ivánovich Mamurin, jefe de Transmisiones Especiales del MVD, uno de los hombres de Estado más ilustres, encontró su perdición en trágicas circunstancias.
Un día, el Dirigente de Toda la Humanidad Progresista estaba hablando con la provincia china de Yan-Nang y quedó descontento de los crujidos e interferencias del auricular. Llamó a Beria y le dijo en georgiano:
—¡Lavrenti! ¿A qué imbécil tienes de jefe de Transmisiones? Retíralo.
Y retiraron a Mamurin, es decir, lo encerraron en la Lubianka. Lo retiraron pero no sabían qué hacer con él. Carecían de las habituales instrucciones: si había que juzgarlo, por qué, y qué condena imponerle. De haber sido un hombre ajeno a la casa le habrían impuesto el cuarto de siglo y lo habrían enviado a Norilsk. Pero recordando la verdad de que «hoy por mí y mañana por ti», los jefes del MVD retuvieron a Mamurin; cuando se convencieron de que Stalin había olvidado el asunto, lo enviaron, sin juicio ni condena, a una casa de los arrabales.
Un día, una tarde de verano de 1948, trajeron un nuevo preso a la sharashka de Marfino. En aquella llegada todo era inusual: no lo habían traído en un cuervo sino en un turismo; no lo escoltaba un simple soldado sino el jefe del Departamento Penitenciario del MGB; y, en fin, la primera cena se la sirvieron cubierta con una gasa en el despacho del jefe de la cárcel especial.
Oyeron decir (los presos nunca deben oír nada, pero siempre lo oyen todo) que el recién llegado había manifestado que «no quería salchicha» (?!), y que el jefe del Departamento Penitenciario intentaba convencerlo para que «la comiera». Esto lo había oído subrepticiamente, a través de un tabique, un preso que había ido a pedir un medicamento al médico. Después de estudiar tan escandalosas novedades, la población de la sharashka llegó a la conclusión de que el recién llegado, pese a todo, era un preso y, ya satisfecha, se fue a acostar.
Dónde pasaría la noche el nuevo preso es algo que los historiadores de la sharashka no han aclarado. Pero a una hora temprana de la mañana un preso muy simple, un desmañado cerrajero, se tropezó de cara con él en el porche de mármol (donde más tarde no se permitía la presencia de los presos).
—Hola, hermano —le dio un papirotazo en el pecho—, ¿de dónde vienes? ¿En qué te pillaste los dedos? Siéntate, daremos unas chupadas.
Pero el nuevo preso se apartó del cerrajero con desdeñoso horror. Su cara de color limón pálido se alteró. El cerrajero contempló sus ojos blancos y sus claros cabellos sobre el cráneo desplumado, y dijo con irritación:
—¡Vaya con ese reptil de retorta! No te preocupes, después del toque de queda te encerrarán con nosotros y, ¡ya lo creo que hablarás!
Pero al «reptil de retorta» no lo encerraron en la cárcel general. Encontraron para él un cuartucho en el pasillo de los laboratorios, en el segundo piso, un cuarto que antes servía de cámara oscura para los fotógrafos. Introdujeron una cama, una mesa, un armario, un jarrón de flores y un hornillo eléctrico; arrancaron también el cartón de la ventana enrejada, que ni siquiera daba al exterior, sino a un descansillo de la escalera de servicio, orientada al norte, de modo que incluso de día la luz apenas brillaba débilmente en la celda del preso privilegiado. Naturalmente, habrían podido quitar la reja de la ventana, pero las autoridades penitenciarias, después de cierta vacilación, determinaron pese a todo dejar la reja donde estaba. Dichas autoridades tampoco comprendían esa historia misteriosa, y no podían establecer una línea de conducta precisa.
Fue entonces cuando bautizaron al recién llegado con el nombre de «la Máscara de Hierro». Durante largo tiempo nadie conoció su identidad. Tampoco nadie pudo hablar con él: a través de la ventana, le veían sentado y abatido en su soledad, o vagando como una pálida sombra bajo los tilos en horas en que a los simples presos no les estaba permitido. La Máscara de Hierro estaba tan amarillo y flaco como un preso maduro después de dos años de buena investigación judicial. Sin embargo, el absurdo rechazo de la salchicha contradecía esta versión.
Mucho después, cuando la Máscara de Hierro empezó a acudir al trabajo con el equipo del Número 7, los presos supieron por los externos que era el famoso coronel Mamurin, el mismo que en la Sección de Transmisiones Especiales del MVD prohibía caminar por el pasillo sobre los talones, permitiendo sólo que lo hicieran de puntillas; si alguien lo hacía, atravesaba corriendo la sala de las secretarias y gritaba furioso:
—¿Ante qué despacho das esos taconazos, insolente? ¿Cómo te llamas?
Mucho después se averiguó que la causa de los sufrimientos de Mamurin era moral. El mundo libre lo había rechazado, y al mundo de los presidiarios era él quien no quería adherirse. Al principio, en su soledad, leía libros: La lucha por la paz, El caballero de la Estrella de Oro, Los hijos gloriosos de Rusia, y también los versos de Prokófiev y de Gribachov, ¡y sufrió una transformación milagrosa! ¡Empezó a escribir versos! Ya se sabe que los poetas nacen de la desgracia y de los tormentos espirituales, y los sufrimientos de Mamurin eran más agudos que los de cualquier otro preso. Después de dos años de cárcel sin proceso ni juicio, continuaba viviendo como antes a tenor de las directivas del partido y, como antes, adoraba al Prudente Jefe. Lo que más sentía Mamurin, según le confesó a Rubin, no era la bazofia de la cárcel (por cierto, la comida se la hacían aparte), ni la separación de la familia (una vez al mes lo llevaban en secreto a su casa, a pasar la noche), ni en general las primitivas necesidades animales, lo amargo era haber perdido la confianza de Iosif Vissariónovich, lo doloroso era no sentirse ya coronel sino degradado y deshonrado. Por eso, los comunistas sufrían inconmensurablemente más en prisión que los canallas faltos de principios que los rodeaban.
Rubin era comunista. Pero al oír las confesiones de su supuesto correligionario, y al leer sus versos, se apartó de tan afortunado hallazgo y empezó a evitar a Mamurin e incluso a esconderse de él: pasaba todo su tiempo entre personas que le atacaban injustamente, pero que compartían con él la misma suerte.
A Mamurin le fustigaba un ansia imposible de calmar, como un dolor de muelas: el ansia de justificarse ante el partido y ante el gobierno. Por desgracia, todo cuanto sabía de transmisiones —él, que había sido jefe de comunicaciones— no iba más allá del acto de sostener en sus manos un auricular telefónico. Por eso, propiamente, no podía trabajar, lo único que podía era mandar. Pero tampoco el mando podría devolverle la estima del Mejor Amigo de los Telefonistas si dirigía un asunto a sabiendas fracasado. El mando debía aplicarse a un asunto considerado previamente como seguro.
En aquella época se iniciaron en el Instituto Marfino dos de esos asuntos que despertaban muchas esperanzas: el Vocoder y el Programa Número 7.
Por algún impulso profundo que rompe el tejido de las conclusiones lógicas, la gente suele entenderse o no entenderse a la primera. Yákonov y su segundo Reutmann no se entendían. No pasaba un mes sin que cada uno encontrara más insoportable al otro, pero enganchados al mismo carro por una mano muy dura, no podían librarse de él y tiraban en direcciones opuestas. Cuando la telefonía secreta empezó a materializarse en dos elaboraciones paralelas experimentales, Reutmann se llevó a los hombres que pudo al laboratorio acústico para elaborar el sistema Vocoder, que significaba en inglés Voice coder, voz codificada, y que fue bautizado en ruso con el nombre de «aparato de lenguaje artificial», denominación que no cuajó. Como respuesta, también Yákonov saqueó a los demás grupos: se llevó al laboratorio Número 7 los mejores equipos de importación y a los ingenieros con más garra. Los enclenques brotes de los demás programas perecieron en una lucha desigual.
Mamurin eligió el Número 7 porque no podía ponerse a las órdenes de su antiguo subordinado Reutmann, y también porque el Ministerio consideró sensato que tras las espaldas de Yákonov, corrupto y no perteneciente al partido, ardiera, siempre vigilante, un ojo flamígero.
A partir de ese día, Yákonov, si quería, podía ausentarse del Instituto por la noche: el degradado coronel del MVD, el solitario preso de ojos blancos ardientes, de monstruosa delgadez en sus caídas mejillas, ahogaba su pasión por la producción poética en aras del progreso técnico de la patria, dejaba a un lado la comida y el sueño, y se consumía en el mando hasta las dos de la madrugada, haciendo que el Número 7 pasara a una jornada laboral de quince horas. Tan cómoda jornada sólo podía establecerse en el Número 7, pues Mamurin no requería la vigilancia de los externos ni sus especiales guardias nocturnas.
Y allí, al Número 7, fue a donde se dirigió Yákonov cuando dejó a Vereniov y a Nerzhin en su despacho.