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Al abrigo de los apliques de cobre y del alto techo tallado, Nerzhin subió al segundo piso por la alfombra roja de la amplia escalinata, desierta a hora tan avanzada. Dando a sus andares un aspecto descuidado, pasó ante la mesa del ordenanza externo que estaba de servicio junto a los teléfonos urbanos, y llamó a la puerta del jefe del Instituto, el ingeniero coronel de la Seguridad del Estado, Antón Nikoláyevich Yákonov.

El despacho era grande y profundo, cubierto de alfombras, amueblado con sillones y sofás; en el centro destacaba, con su azul brillante, el mantel de la larga mesa de conferencias y en el ángulo más lejano se redondeaba el castaño en las formas arqueadas del escritorio y del sillón de Yákonov. Nerzhin había estado pocas veces ante aquella magnificencia, y más en reuniones que solo.

El ingeniero coronel Yákonov, de más de cincuenta años y aspecto aún floreciente, con la cara quizás algo empolvada después del afeitado, con sus quevedos de oro, con la suave corpulencia de un Obolenski o un Dolgoruki[10] y el majestuoso aplomo de sus gestos, se distinguía de todos los altos funcionarios de su Ministerio.

Invitó con amplio gesto:

—¡Siéntese, Gleb Vikéntich! —dijo ahuecándose un poco en su vasto sillón y jugando con un grueso lápiz de colores sobre el cristal castaño de la mesa.

Nombrar a uno por el nombre y el patronímico significaba amabilidad y benevolencia, que no le costaba ningún trabajo al ingeniero coronel, pues tenía bajo el cristal una lista de todos los presos con sus nombres y patronímicos (los que no conocían esta circunstancia admiraban la memoria de Yákonov). Nerzhin se inclinó en silencio sin ponerse firme, pero sin mover tampoco los brazos, y se sentó, expectante, junto a una elegante mesita lacada.

La voz de Yákonov retumbaba jovialmente. Siempre parecía extraño que con sus aires de gran señor no tuviera el elegante vicio de afectar una pronunciación gutural.

—¿Sabe una cosa, Gleb Vikéntich? Hace una media hora he tenido ocasión de recordarle a usted (venía a cuento, y he pensado qué vientos le habrían traído al laboratorio acústico)… a Reutmann.

Yákonov pronunció este apellido con abierto desdén, sin añadirle el título de comandante, y eso en presencia de un subordinado de Reutmann. Las malas relaciones entre el jefe del Instituto y su primer ayudante habían llegado tan lejos que no se consideraba necesario disimularlas.

Nerzhin se puso en guardia. La conversación, lo presentía, tomaba mal cariz. Con esta misma ironía desdeñosa en los labios ni gordos ni finos de su gran boca, hacía unas semanas Yákonov le había dicho a Nerzhin que él, Nerzhin, quizá fuera objetivo en los resultados de la articulación, pero que su actitud hacia el Número 7 no era la que se dedicaba a un difunto querido, sino al cadáver de un borracho desconocido encontrado bajo las tapias de Marfino. El Número 7 era la carta principal de Yákonov, pero andaba mal.

—… Naturalmente, tengo en gran estima sus méritos personales en la ciencia de la articulación…

(¡Se estaba burlando!).

—… Me duele endiabladamente que su original monografía tenga una tirada corta y confidencial, lo que le quita la gloria de ser una especie de George Fletcher ruso…

(¡La burla era insolente!).

—… No obstante, yo quisiera sacar de sus actividades un más grande… profit, como dicen los anglosajones. Me inclino ante las ciencias abstractas, pero soy un hombre práctico.

El ingeniero coronel Yákonov ocupaba ya una alta posición, sin estar aún muy cerca del Jefe de los Pueblos, y podía permitirse el lujo de no disimular su inteligencia ni abstenerse de opiniones originales.

—Bien, de todos modos debo preguntarle una cosa: ¿qué está haciendo ahora en el laboratorio acústico?

¡Imposible imaginar una pregunta más cruel! Yákonov, sencillamente, no podía estar en todas partes, de otro modo se habría dado cuenta.

—¿Por qué diablos se ocupa usted de este trabajo de loros, de este «pito, pito, colorito»? ¿No es usted un matemático? ¿No es un universitario? Mire a su espalda.

Nerzhin se volvió y se incorporó: ¡en el despacho no había dos personas, sino tres! Un hombre de aspecto modesto, vestido de negro, de paisano, se levantó del sofá a su encuentro. Unas gafas claras, redondas, brillaron ante sus ojos. Bajo la abundante luz del techo, Nerzhin reconoció a Piotr Trofímovich Vereniov, profesor de su universidad antes de la guerra. Sin embargo, siguiendo la costumbre adquirida en las cárceles, Nerzhin guardó silencio y no puso de manifiesto ningún movimiento, pues supuso que tenía ante él a un preso y temió perjudicarlo con un reconocimiento precipitado. Vereniov sonrió. También él parecía turbado. La voz de Yákonov retumbó tranquilizadora:

—En verdad que la secta de los matemáticos posee un envidiable ritual de comedimiento. Toda mi vida los matemáticos me han parecido una especie de Rosacruces, y siempre he lamentado no haber tenido ocasión de conocer sus misterios. No se sientan violentos. Estréchense la mano y siéntense sin cumplidos. Voy a dejarles durante media hora: para los recuerdos queridos y para que el profesor Vereniov le informe de las tareas que nos plantea el Sexto Departamento.

Yákonov levantó del amplio sillón su pesado e imponente cuerpo, marcado por los galones azul-plata, y lo llevó con bastante facilidad hacia la salida. Cuando Vereniov y Nerzhin se encontraron en el apretón de manos, ya estaban solos.

Aquel hombre pálido, de gafas claras, le pareció al veterano Nerzhin un fantasma que regresaba ilegalmente de un mundo olvidado. Entre aquel mundo y el de hoy había los bosques del lago limen, las colinas y los barrancos de la región de Oriol, las arenas y las marismas de Bielorrusia, las acomodadas aldeas de Polonia, las tejas de las ciudades alemanas. En aquella franja de nueve años de alienación se incrustaban los boks y las celdas, de un azul vivo, de la Gran Lubianka. Las grises y apestosas prisiones de tránsito. Los sofocantes compartimentos de los vagones de presos. El cortante viento de la estepa sobre los fríos presidiarios. Era imposible renovar por encima de todo esto la sensación que sintiera en otro tiempo al escribir las letras de una función variable real sobre el linóleo dócil de la pizarra.

Ambos encendieron un cigarrillo, Nerzhin algo nervioso, y se sentaron separados por la mesita.

No era la primera vez que Vereniov se encontraba con alguno de sus antiguos alumnos de la universidad de Moscú, y también de la de Rostov, donde en plena lucha de escuelas teóricas le habían enviado antes de la guerra para imponer la línea dura. Pero también para él era inusual el encuentro de hoy: el aislamiento de aquel centro en los arrabales de Moscú, los vapores del más riguroso secreto que lo envolvían, las muchas hileras de alambre de espino que lo rodeaban; el raro mono azul en lugar de la habitual vestimenta humana.

Basándose en un derecho tácito, quien preguntaba era el más joven de los dos, el fracasado, con arrugas muy pronunciadas en los labios, y era el mayor el que respondía tímidamente, como avergonzado de su poco complicada biografía de científico: la evacuación, la reevacuación, tres años trabajando con K., el grado de doctor conseguido en topología… Dominado por una distracción que rozaba la descortesía, Nerzhin ni siquiera se interesó por su tesina en esta árida ciencia, una tesina que en su día había elegido también como proyecto de curso. De pronto sintió lástima por Vereniov… Series ordenadas, series no totalmente ordenadas, series cerradas… ¡La topología! ¡La estratosfera del pensamiento humano! En el siglo XXIV quizá le fuera útil a alguien, pero de momento… De momento…

Nada tengo que decir de soles ni de mundos, sólo veo el sufrimiento humano…

¿Cómo habría ido a parar a este departamento? ¿Por qué habría abandonado la universidad? Lo enviaron, claro… Y ¿no podía haber rehusado? Sí, podía haberse negado, pero… Aquí el salario era doble… ¿Tenía hijos? Cuatro…

Empezaron a enumerar a los estudiantes del curso de Nerzhin, cuyo último examen tuvo lugar el mismo día en que empezó la guerra. Los más brillantes estaban muertos o heridos. Esos siempre van delante, no se protegen. Aquellos de quienes nada podía esperarse, o habían terminado el aspirantado o trabajaban de ayudantes. ¿Y el que fue nuestro orgullo, el profesor Dmitri Dmítrich? ¿Y Gorianov-Shajovskoi?

¡Gorianov-Shajovskoi! Un vejete desaseado, de avanzada edad, que unas veces se emporcaba de tiza la chaqueta negra de velludillo y otras se ponía el trapo de la pizarra en el bolsillo en lugar del pañuelo. Era una anécdota viviente, resumen de las muchas anécdotas «de profesores», el alma de la Universidad Imperial de Varsovia que en 1915 se había trasladado a la comercial Rostov como quien va a un cementerio. Medio siglo de trabajos científicos, una bandeja de telegramas de felicitación: de Milwaukee, de Capetown, de Yokohama. Y en 1930, cuando refundieron la universidad convirtiéndola en Instituto Pedagógico Industrial, Gorianov fue «depurado» por una comisión proletaria como elemento burgués hostil. Y nadie habría podido salvarlo excepto su amistad personal con Kalinin: decíase que el padre de Kalinin había sido siervo en casa del padre del profesor. Fuera así o no, el caso era que Gorianov llegó a Moscú con una orden: ¡a este, que nadie lo toque!

Y no lo tocaron. No lo tocaron hasta el punto de que quienes no conocían el caso estaban aterrorizados: ora redactaba una investigación relativa a las ciencias naturales demostrando matemáticamente la existencia de Dios, ora en una conferencia pública sobre Newton, su ídolo, zumbaba por debajo de sus amarillentos bigotes:

«Me han enviado la siguiente nota: “Marx escribe que Newton es materialista y usted nos dice que idealista”. Voy a responder: Marx lo tergiversa. Newton creía en Dios, como todo gran científico».

¡Era horrible tomar apuntes de sus lecciones! ¡Las taquígrafas se desesperaban! La debilidad de sus piernas le obligaba a sentarse junto a la pizarra, de cara a la misma y de espaldas al auditorio. Con la mano derecha escribía y con la izquierda borraba acto seguido, farfullando algo sin cesar, como hablando consigo mismo. Comprender sus ideas durante la lección era algo que debía excluirse. Pero cuando Nerzhin y uno de sus compañeros conseguían anotarlo conjuntamente, repartiéndose la tarea, y reproducirlo por la tarde, su alma se iluminaba con algo semejante al fulgor de un cielo estrellado.

¿Y qué fue de él? El anciano sufrió una conmoción durante un bombardeo y se lo llevaron medio muerto a Kirguizia. De sus hijos, profesores durante la guerra, Vereniov no tenía noticias exactas, parecía haber algo sucio, alguna traición. Decíase que el menor, Stivka, trabajaba ahora de cargador en los muelles de Nueva York.

Nerzhin contempló atentamente a Vereniov. Cabezas sabias que os lanzáis a espacios multidimensionales, ¿por qué sólo atisbáis la vida a través de pequeños pasadizos? Si algunos bestias innobles se burlaban del pensador, decían que era falta de cultura, un extravío momentáneo; pero que los hijos recordaran las humillaciones sufridas por su padre, eso era una sucia traición. ¿Y quién sabe si era cargador o no lo era? Los oper forman la opinión pública…

¿Y por qué Nerzhin estaba en la cárcel?

Nerzhin mostró una sonrisa.

No, no, ¿por qué?

—Por la forma de pensar, Piotr Trofímovich. En el Japón hay una ley que permite condenar a un hombre por la forma de sus pensamientos no manifestados.

—¡En Japón! ¿Pero aquí esa ley no existe, verdad?

—Pues sí, precisamente existe, y es el Artículo 58.10.

Y Nerzhin dejó de prestar atención al tema principal, el de por qué Yákonov lo había puesto en contacto con Vereniov. El VI Departamento enviaba a Vereniov para que profundizara y sistematizara el trabajo de codificación criptográfica. Se necesitaban matemáticos, muchos matemáticos, y para Vereniov era una alegría ver entre ellos a un alumno tan prometedor.

Sin plena conciencia, Nerzhin le formulaba preguntas para saber más detalles, y Piotr Trofímovich, encendiéndose gradualmente en su ardor matemático, empezó a explicar la tarea diciendo qué pruebas habría que hacer, qué fórmulas deducir. Nerzhin pensaba en las hojitas cubiertas de escritura diminuta que tan imperturbablemente iba llenando rodeado de falsas apariencias bajo las miradas disimuladamente amorosas de Símochka y el bondadoso ronroneo de Lev. Aquellas hojitas eran su primera madurez a los treinta años.

Naturalmente, sería más envidiable alcanzar la madurez en su propia disciplina. ¿Para qué, cabe preguntarse, meter la cabeza en aquellas fauces de las que huyen los propios historiadores para dedicarse a siglos pasados más seguros? ¿Qué le atraía a descifrar la mente de aquel hinchado y sombrío gigante al que le bastaría mover una pestaña para que la cabeza de Nerzhin volara por los aires? Como suele decirse: ¿Por qué has de ser más que los demás? ¿Qué quieres hacer más que los demás?

¿Había, pues, que entregarse a los tentáculos del pulpo de la criptografía? Con catorce horas al día, incluidos los descansos, su cabeza caería bajo el dominio de la teoría de probabilidades, de la teoría de los números, de la teoría de los errores… Un cerebro muerto. Un alma seca. ¿Qué tiempo le quedaría para reflexionar? ¿Qué para el conocimiento de la vida?

En cambio, estaría en la sharashka. En cambio, no estaría en un campo de concentración. Tendría carne y comida. Mantequilla por las mañanas. La piel de las manos sin cortes ni rugosidades. Los dedos no estarían congelados. No yacería sobre unas tablas como un tronco mortalmente insensible, con sucias abarcas de goma, sino que se acostaría satisfecho en una cama de blancas sábanas bajo la manta.

¿Para qué vivir toda la vida? ¿Vivir por vivir? ¿Vivir para conservar el bienestar del cuerpo?

¡Dulce bienestar! ¿Para qué te necesito si no hay otra cosa fuera de ti?

Todos los argumentos de la razón dicen: «¡Sí, de acuerdo, camarada jefe!».

Todos los argumentos del corazón exclaman: «¡Atrás, Satán!».

—¡Piotr Trofímovich! ¿Sabe usted… hacer unas botas?

—¿Qué ha dicho?

—Digo que si podría enseñarme a hacer botas. Necesitaría aprender a hacer botas.

—Perdone, no comprendo…

—¡Piotr Trofímovich! ¡Vive usted en una concha! Cuando termine la condena tendré que partir hacia una lejana y perdida taiga, hacia un destierro perpetuo. No sé hacer ningún trabajo manual, ¿cómo sobreviviré? Allí hay osos pardos. La función de Leonardo Euler no la va a necesitar allí nadie durante tres eras mesozoicas.

—Pero ¿qué está diciendo, Nerzhin? Si los trabajos tienen éxito, a usted, como criptógrafo, le pondrán en libertad antes de plazo, cerrarán su expediente, le darán una vivienda en Moscú…

—Ah, Piotr Trofímovich, le diré un refrán de un buen muchacho, compañero mío en el campo de concentración: «Lo mismo canta el sacristán por un pez que por un cangrejo». «Sacristán», en ucraniano, significa agradecimiento. De modo que no espero agradecimiento de ellos, no les pido perdón, ¡ni voy a pescar por ellos!

Se abrió la puerta. Entró el imponente petimetre de los quevedos de oro sobre la corpulenta nariz.

—¿Qué tal, Rosacruces? ¿Se han puesto de acuerdo? —Sin levantarse, sosteniendo con firmeza la mirada de Yákonov, Nerzhin respondió:

—Haga lo que quiera, Antón Nikoláich, pero considero que mi trabajo en el laboratorio acústico no está terminado.

Yákonov estaba de pie tras su mesa apoyando en el cristal las articulaciones de sus blandos puños. Sólo quienes lo conocían habrían podido saber que había ira en sus palabras cuando dijo:

—¡La matemática! Y la articulación… Ha cambiado el manjar de los dioses por un plato de lentejas. Váyase.

Y con un grueso lápiz de dos colores trazó en el bloc de sobremesa:

«Dar de baja a Nerzhin».