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Estaban tan absortos que no oían ni el ruido del laboratorio ni la machacona radio del lejano rincón. Nerzhin daba de nuevo la espalda al laboratorio en su silla giratoria; Rubin estaba ladeado, con la barba apoyada sobre los brazos, cruzados sobre el respaldo del sillón.

Nerzhin hablaba como suelen hacerlo quienes comunican pensamientos largo tiempo acariciados.

—Antes, en libertad, cuando leía en los libros lo que los sabios pensaban sobre el sentido de la vida o sobre la felicidad, comprendía poco esos pasajes. Les concedía el mérito debido: a los sabios, por oficio, les corresponde pensar. Pero ¿el sentido de la vida? Vivimos, y ese es su sentido. ¿La felicidad? Cuando te sientes bien, pero que muy bien, eso es la felicidad, todo el mundo lo sabe… ¡Bendita sea la cárcel! Ella me permitió reflexionar. Para comprender la naturaleza de la felicidad empecemos por estudiar la naturaleza de la saciedad. Recuerda la Lubian-ka o el contraespionaje. Recuerda aquel puré de cebada o de avena tan claro, casi acuoso, sin un solo lunar de grasa. ¿Te lo tragabas? ¿Te lo comías? ¡Comulgabas con él! ¡Te comunicabas con él con religiosa palpitación, como si fuera el Prana de los yogas! Lo comías lentamente, lo comías de la punta de la cuchara de madera, lo comías absorto en el proceso de la ingestión, en el pensamiento de la comida, y esta se difundía por todo tu cuerpo como un néctar, y te estremecías con la delicia que descubrías en aquellos granitos cocidos y en la turbia humedad que los unía. Y he aquí que alimentándote en esencia con nada vivías seis meses, doce meses. ¿Puede compararse con esto la grosera consumición de unas chuletas?

A Rubin no le gustaba, ni era capaz, de escuchar mucho rato. Comprendía toda conversación (y así ocurría la mayoría de las veces) como un acto en el que él, precisamente él, esparcía ante los amigos la presa espiritual que había cazado su perceptibilidad. También ahora intentaba interrumpir, pero Nerzhin había clavado los cinco dedos en la pechera de su mono de trabajo, le sacudía y no le dejaba hablar:

—De modo que gracias a nuestra pobre piel, y a nuestros desgraciados compañeros, averiguamos la naturaleza de la saciedad. La saciedad no depende en absoluto de la cantidad que comemos, ¡sino de cómo lo comemos! Lo mismo que la felicidad, Lióvuchka, lo mismo que la felicidad, que no depende en absoluto del volumen de bienes materiales que hayamos arrancado de la vida. ¡Depende sólo de nuestra actitud hacia esos bienes! Lo dice también la ética taoísta: «El que sepa utilizar las cosas estará siempre satisfecho».

Rubin sonrió:

—Eres un ecléctico. Arrancas una pluma de colores de aquí y otra de allá y te las vas poniendo en la cola.

Nerzhin meneó bruscamente la cabeza y la mano. Los cabellos le cayeron sobre la frente. Encontraba muy interesante discutir, parecía un chico de dieciocho años.

—¡No confundas las cosas, Liovka, no es así ni mucho menos! No saco conclusiones de filosofías leídas, sino de biografías de personas contadas en el interior de las cárceles. Y luego, cuando necesito formular mis conclusiones, ¿para qué descubrir otra vez las Américas? ¡En el planeta de la filosofía hace tiempo que se descubrieron todos los continentes! Hojeo los libros de los sabios antiguos y encuentro allí mis ideas más nuevas. ¡No me interrumpas! Quisiera poner un ejemplo: en el campo de concentración, y aún más en la sharashka, cuando se produce un milagro, un encalmado domingo sin trabajo en el que el alma se va congelando y alejando durante el día, aunque nada haya mejorado en mi situación externa, si el yugo de la cárcel se afloja un poco, si tengo una conversación cordial o leo una página sincera, ¡ya estoy en la cresta de la ola! Hace muchos años que no tengo una vida auténtica, ¡pero la he olvidado! ¡Me siento imponderable, inmaterial, flotando! Estoy tendido en mi litera superior, contemplo el techo cercano, que está desnudo y mal enlucido, ¡y me estremezco de felicidad! ¡Me duermo en las alas de la beatitud! ¡No hay presidente ni primer ministro que puedan dormirse tan satisfechos del domingo que acaban de pasar!

Rubin mostró benévolamente los dientes. Había en esta mueca algo de aceptación y algo de condescendencia con su joven y equivocado amigo.

—¿Y qué dicen a este respecto los grandes libros de los Vedas? —preguntó estirando los labios en forma de irónico tubo.

—Los libros de los Vedas, no lo sé —replicó Nerzhin—. Pero los libros de los Sankia dicen: «La felicidad humana es considerada sufrimiento por aquellos que saben distinguir».

—¡Lo has calado muy bien! —rezongó Rubin dentro de su barba.

—¿Idealismo? ¿Metafísica? ¿Por qué no me pegas una etiqueta?

—¿Es Mitiai quien te desorienta?

—No, Mitiai va por otro lado completamente distinto. ¡Escucha, barba desgreñada! La felicidad de incesantes victorias, la felicidad de la realización triunfal de los deseos, la felicidad de la saciedad total, es sufrimiento! ¡Es la perdición espiritual, es una especie de llaga moral perpetua! No son los filósofos de los Vedas, ni tampoco los Sankia, soy yo, yo personalmente, el preso Gleb Nerzhin, que lleva cinco años uncido, quien se ha elevado a un grado de desarrollo en el que lo malo ya empieza a considerarse bueno, y quien sostiene el punto de vista de que la gente no sabe adonde quiere ir. Los hombres empiezan afanándose vanamente por un puñado de bienes materiales y mueren sin conocer su propia riqueza espiritual. Cuando Lev Tolstói anhelaba que le metieran en la cárcel, razonaba como un auténtico hombre lúcido, poseedor de una vida espiritual sana.

Rubin soltó una carcajada. Solía reírse en las discusiones cuando rechazaba rotundamente los puntos de vista de su oponente (así acostumbraba a pasarle en la cárcel).

—¡Cuidado, chico! Se te ve una vena de conciencia juvenil no consolidada. Das preferencia a tu experiencia personal por encima de la experiencia colectiva de la humanidad. Te envenenan los aromas de la cubeta de la cárcel y quieres ver el mundo a través de estos vapores. ¡Cómo puede un hombre permitirse cambiar, desviarse por poco que sea de sus convicciones, por el mero hecho de que haya sufrido un descalabro personal, de que su suerte personal sea incoherente!

—¿Y estás orgulloso de tu constancia?

—¡Sí! Hier stehe Ich und kann nicht anders§.

—¡Cabeza testaruda! ¡Eso sí es metafísica! En lugar de estudiar en la cárcel, de asimilar la nueva vida…

—¿Qué vida? ¿La venenosa bilis de los fracasados?

—… has cerrado conscientemente los ojos, te has taponado los oídos, y has adoptado una pose. ¿En esto ves tú inteligencia? ¿Hay inteligencia en el hecho de renunciar al desarrollo? ¡Te esfuerzas en creer en el triunfo de vuestro endiablado comunismo, pero no crees!

—¡Pero si no se trata de una creencia sino de un conocimiento científico, estúpido! Yo soy imparcial.

—¿Tú? ¿Tú, imparcial?

—¡Ab-so-lu-ta-men-te! —pronunció con dignidad Rubin.

—¡Pues no he conocido en mi vida a un hombre más partidista que tú!

—¡Elévate por encima de tu diminuto punto de mira! ¡Míralo desde una perspectiva histórica! ¡A nivel de la ley natural! ¿Conoces esta palabra? ¡La ley natural inevitablemente condicionada! ¡Todo va hacia donde debe ir! El materialismo histórico no puede dejar de ser verdad sólo porque tú y yo estemos en la cárcel. ¡No hay por qué remover la tierra con la nariz, ni por qué remover escepticismos corrompidos!

—¡Compréndeme, Lev! ¡No me separé con alegría de esta doctrina sino con dolor en el corazón! ¡Fue la campanada y el entusiasmo de mi juventud, por ella olvidé y maldije todo lo demás! Ahora soy un frágil tallo que crece en el embudo del árbol de la fe derribado por una bomba. Pero en las discusiones de la cárcel me dieron palos continuamente…

—¡Porque te faltaba seso, tonto!

—… y por decencia tuve que abandonar vuestras frágiles teorías. Y buscar otras. Lo que no es fácil. Para mí, el escepticismo quizá sea como un cobertizo en mitad del camino, un lugar donde cobijarse del mal tiempo.

—¡Los dedos se te antojan huéspedes! ¡Un escéptico! ¿Puede salir de ti un escéptico decente? ¡Un escéptico debe abstenerse de opinar y tú te metes en todas partes a pontificar! ¡A un escéptico le es propia la ataraxia, la imperturbabilidad espiritual, y tú montas en cólera por cualquier motivo!

—¡Sí! ¡Tienes razón! —Gleb se llevó las manos a la cabeza—. Sueño con ser comedido, cultivo en mí, únicamente… un pensamiento etéreo, pero las circunstancias me arrebatan y empiezo a girar, a replicar, a indignarme…

—¡Un pensamiento etéreo! ¡Pero querías estrangularme sólo porque en Dzhekazagan faltaba agua potable!

—¡Allí deberían llevarte a ti, carroña! De todos nosotros eres el único que considera indispensables los métodos del MGB…

—¡Sí! Un Estado no puede existir sin un sólido sistema penitenciario…

—… ¡Pues que te lleven a ti a Dzhekazagan! ¿Qué dirías entonces?

—¡Eres un tonto de capirote! Antes deberías leer lo que dice Lenin del escepticismo de las personas importantes. ¡Lenin!

—¿Ah, sí? ¿Qué dice Lenin? —Nerzhin se sosegó.

—Lenin dijo: «Para los caballeros de la verborrea ruso-liberal, el escepticismo es el paso de la democracia al lacayuno y sucio liberalismo».

—¿Cómo, cómo, cómo? ¿No lo estarás tergiversando?

—Es exacto. Está en En memoria de Herzen y se refiere…

Nerzhin metió la cabeza entre las manos como vencido.

—¿Eh? —se dulcificó Rubin—. ¿Lo cogiste?

—Sí —se balanceó Nerzhin con todo el cuerpo—. No se podía decir mejor. ¡Y pensar que en otro tiempo era un dios para mí!

—¿Qué?

—¿Que qué? ¿Es este el lenguaje de un gran filósofo? Cuando faltan los argumentos vienen los insultos. ¡Caballeros de la verborrea! Da asco pronunciarlo. El liberalismo es amor a la libertad, y él lo tacha de lacayuno y sucio. Pero aplaudir por orden será un salto al reino de la libertad, ¿verdad?

En el ardor de la discusión, los dos amigos habían olvidado la cautela, sus exclamaciones llegaban ya a oídos de Símochka. Hacía rato que miraba a Nerzhin con severa reprobación. Se sentía ofendida por haberse pasado la noche de servicio sin que él hubiera querido aprovechar aquellas cómodas horas y sin que se hubiera dignado siquiera volverse hacia ella.

—Sí, tienes los sesos completamente del revés —se desesperó Rubin—. A ver, trata de precisar.

—Pues tendría algún sentido decirlo así: el escepticismo es la forma de ahogar el fanatismo. El escepticismo es la forma de liberarse de las mentes dogmáticas.

—¿Quién es aquí el dogmático? ¿Yo, verdad? ¿Soy yo un dogmático? —los grandes y cálidos ojos de Rubin miraban con reproche—. Soy también un preso de la quinta del 45. Y los cuatro años de guerra son para mí como metralla en el costado, y los cinco de cárcel, en el cuello. De modo que no veo las cosas menos que tú. Y, si me hubiera convencido de que todo estaba podrido hasta la médula, habría sido el primero en decir: «¡Hay que publicar de nuevo un Kóbkol[9]! ¡Hay que tocar a rebato! ¡Hay que destruir! ¡No me habría escondido en el matorral de la abstención a la hora de opinar! ¡No me habría cubierto con la hoja de parra del escepticismo! Pero sé que sólo está podrido en apariencia, sólo por fuera, sé que la raíz es sana, que el tallo es sano, ¡y que por lo tanto hay que salvarlo y no cortarlo!».

En la mesa vacía del ingeniero comandante Reutmann, jefe del laboratorio de acústica, sonó el teléfono interior del Instituto. Símochka se levantó y se acercó al aparato.

—Compréndelo y asimila la ley de hierro de nuestro siglo: ¡hay dos mundos y dos sistemas! ¡Y no se necesita un tercero! Y no hay ningún Kobkol para lanzar tañidos al viento. ¡Imposible! ¡Intolerable! Ya que la elección es inevitable: ¿de parte de cuál de las dos fuerzas mundiales estás?

—¡Déjame en paz! ¡Quien saca beneficio de pensar así es el Jefe! Con esos «dos mundos» nos tiene acogotados a todos contra el suelo.

—¡Gleb Vikéntich! ¡Escucha, escucha! —ahora Rubin agarraba autoritariamente a Nerzhin por el mono—. ¡Es un hombre grandioso!

—¡Un necio! ¡Un cerdo estúpido!

—¡Algún día lo comprenderás! Es a la vez el Robespierre y el Napoleón de nuestra revolución. ¡Es sabio! ¡Es realmente sabio! Es capaz de ver más lejos de lo que alcanzan nuestras cortas miradas…

—¡Y además se atreve a considerarnos tontos a todos! Nos hace tragar subrepticiamente la hierba que rumia…

—¡Gleb Vikéntich!

—¿Eh? —volvió a la realidad Nerzhin, separándose de Rubin.

—¿No lo ha oído? ¡Le llaman por teléfono! —Símochka se dirigió a él por tercera vez levantando las cejas con mucha severidad. Estaba de pie junto a su mesa ajustándose con los brazos cruzados su chal marrón de lana de angora—. Antón Nikoláyevich le llama a su despacho.

—¿Ah, sí? —en la cara de Nerzhin se apagó visiblemente el ardor de la discusión y las arrugas desaparecidas volvieron a sus puestos—. Muy bien, gracias, Serafima Vitalievna. Ya lo has oído, Liovka, es Antón. ¿Para qué será?

Ser llamado al despacho del jefe del Instituto un sábado a las diez de la noche era un acontecimiento extraordinario. Aunque Símochka procuraba aparentar una indiferencia oficial, su mirada —a juicio de Nerzhin— expresaba inquietud.

Y, como si no hubiera habido un encendido encarnizamiento, Rubin contempló solícito a su amigo. Cuando sus ojos no estaban alterados por la pasión de una disputa eran casi femeninamente dulces.

—No me gusta que los altos jefes se interesen por nosotros —dijo.

—¿Para qué será? —se encogió de hombros Nerzhin—. Nuestro trabajito es tan secundario, unas voces…

—Antón no tardará en darnos en el cogote. Ahora saldrán de refilón las memorias de Stanislavski y los discursos de los famosos abogados —se rio Rubin—. Quizá se trate de los trabajos de articulación del Número Siete.

—Los resultados están firmados, no hay posibilidad de echarse atrás. En todo caso, si no vuelvo…

—¡Qué tontería!

—¿Por qué una tontería? Así es nuestra vida… Te quemas, ya sabes dónde —Gleb cerró con un chasquido las cortinillas del compartimento de su mesa, puso en silencio la llave en la palma de la mano de Rubin y se marchó con el paso lento de un preso que lleva cinco años encerrado, que nunca tiene prisa y que del futuro sólo espera lo peor.