8

—¿De quién es esta calva que me roza por detrás?

—Hijo mío, estoy de un humor lírico, pese a todo. Anda, charlemos un poco.

—En realidad, estoy ocupado.

—Vaya, ya está bien, ¡ocupado! Yo estoy destemplado, Glebka. Estuve ante este improvisado árbol de Navidad alemán, hablé un poco de mi refugio en el campo de operaciones del Pultusk septentrional y, toma, de pronto, se presentó el frente, y tan vivamente, tan dulcemente… Escucha, la guerra tiene, pese a todo, mucho de bueno, ¿verdad?

—Antes de que lo dijeras lo había leído en las revistas de los soldados alemanes, a veces caían en nuestras manos: purificación de las almas, soldatentreue

—Bribón. Pero si quieres, hay en ello, con todo, un grano de verdad…

—Es algo que uno no puede permitirse. La ética taoísta dice: «Un arma es un instrumento de desgracia y no de nobleza. El hombre sensato vence a disgusto».

—¿Qué estoy oyendo? ¿Tú, tan escéptico, te has convertido al taoísmo?

—Todavía no está decidido.

—Primero he recordado a mis dos mejores alemanes. Juntos componíamos los pies de las viñetas de las octavillas: una madre abrazando a sus hijos, y también una llorosa y rubia Gretchen, que fue nuestra octavilla cumbre, con su texto poético.

—La recuerdo, recogí una.

—Y entonces todo afluyó de golpe… ¿No te he hablado nunca de Milka? Era una estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras, terminó la carrera en el 41 y la mandaron de intérprete a nuestra sección. Algo chatita, de movimientos vivos.

—Espera, ¿es la que vino contigo a recibir la capitulación de Graudenz?

—¡Ajá! Era una niña sorprendentemente vanidosa, le gustaba mucho que elogiaran su trabajo (y Dios nos libre de reñirla) y que la propusieran para una condecoración. ¿Recuerdas un bosque en el Frente Noroeste, más allá del Lobat, yendo de Rajlits a Novo-Svinujovo, al sur de Podtsepochie?

—Allí hay muchos bosques. ¿A este lado del Redya o al otro lado?

—A este lado.

—Sí, lo recuerdo.

—Pues pasé un día entero vagando por ese bosque con ella. Estábamos en primavera… No era primavera, sino marzo: chapoteábamos en el agua, íbamos por los charcos con botas de cuero artificial y la cabeza cubierta con una gorra de pieles húmeda de calor. Y además, sabes, ¡aquel aroma!, ¡aquel aire! Vagábamos como en un primer amor, como recién casados. ¿Por qué cuando una mujer es nueva para ti vuelves a vivirlo todo con ella desde el principio, te esponjas como un joven y… eh? ¡Era un bosque interminable! Raramente aparecía el débil humo de un refugio, o una batería del 76 en el calvero. Los rehuíamos. Y así vagamos hasta el anochecer, húmedo, rosado. La joven me había tenido en vilo todo el día. Y entonces, un Rama empezó a dar vueltas sobre nuestras posiciones. Y Milka tuvo este antojo: «No quiero que lo derriben, no lo odio. Si no lo derriban, de acuerdo, pasaremos la noche en el bosque».

—¡Era como entregarse! ¡Dónde se ha visto que nuestros antiaéreos acertaran a un Rama!

—Sí, todos los antiaéreos que había a este lado del Lobat, y también al otro lado, estuvieron una hora entera disparando sin acertar. Así pues… Encontramos un pequeño refugio vacío…

—¿En la superficie?

—¿Lo recuerdas? Exacto. En un año se habían construido muchos refugios como aquel, como madrigueras para animales.

—La tierra era allí tan húmeda que no se podía excavar.

—Claro. El interior estaba cubierto de pinaza, olía a troncos resinosos y a humo de fogatas anteriores, no había hornillo, se encendía el fuego sobre el suelo. En el techo había un agujero. Y, naturalmente, ninguna luz… Mientras ardía la hoguera, las sombras paseaban por las vigas… ¡Glebka! Qué vida, ¿eh?

—He observado una cosa en los relatos que se cuentan en la cárcel: cuando sale una doncella, todos los oyentes, yo mismo entre ellos, desean ardientemente que al final de la historia la doncella deje de serlo. Para los presos, este es el principal interés de la narración. ¿Hay en eso una búsqueda de la justicia universal? ¿No te parece? A través de los que ven, el ciego tiene que cerciorarse de que el cielo continúa siendo azul y la hierba verde. El preso tiene que creer que en el mundo, teóricamente, quedan aún bonitas mujeres vivas que se entregan a los afortunados. ¡Vaya hombre, qué noche te ha dado por recordar! Con una amante, en un refugio oliendo a resina, y encima en momentos de calma en el frente. ¡Te has reconstruido una buena guerra! Y tu esposa aquella noche había cambiado los vales de azúcar por un dulce sacaroso, pegajoso, aplastado, mezclado con el papel, y calculaba cómo dividir aquello entre sus hijas y en raciones de treinta días.

—Está bien, repróchamelo, repróchamelo… Un hombre, Glebka, no puede conocer a una sola mujer, significaría no conocer en absoluto a las mujeres. Empobrecería nuestro espíritu.

—¿Ahora incluso el espíritu? Alguien dijo: «Si has conocido bien a una sola mujer…».

—Tonterías.

—¿Y si son dos?

—Con dos tampoco se consigue nada. Sólo a través de muchas comparaciones se puede llegar a comprender algo. No es un vicio nuestro, ni un pecado, es un designio de la naturaleza.

—¡Volvamos a la guerra! En Butyrki, en la celda número setenta y tres…

—… la del primer piso, en el pasillo estrecho…

—… ¡Exacto! El joven moscovita Razvodovski, profesor de historia, recién ingresado en prisión (naturalmente nunca había estado en el frente), intentaba ardorosa y persuasivamente demostrar con argumentos sociales, históricos y éticos que en la guerra hay también cosas buenas. En la celda había unos diez hombres, exsoldados nuestros y de Vlásov[8], temerarios, cabezas calientes que habían combatido en todas partes, y se enfurecieron hasta el punto que por poco se comen vivo al profesor: ¡en la guerra no hay pizca de bueno! Yo escuchaba y callaba. Razvodovski tenía argumentos poderosos, había momentos en que me parecía que tenía razón, mis recuerdos también me sugerían cosas buenas a veces, pero no me atrevía a discutir con los soldados: algunas de las cosas en las que quería estar de acuerdo con el profesor civil eran aquellas que constituían la diferencia entre un artillero de cañones pesados, como yo, y unos soldados de infantería como ellos. Compréndelo, Lev, en el frente tú fuiste (excepto en la toma de aquella fortaleza) un verdadero enchufado, ya que no tuviste que seguir las normas del combate, esas que no se pueden infringir si no es bajo pena de muerte. Y yo fui también en parte un enchufado, pues no ataqué personalmente ni hice levantar a mis hombres para atacar. Lo que pasa es que las cosas horribles se hunden en nuestra falaz memoria…

—Pero si yo no digo que…

—… y lo agradable emerge a la superficie. Pero un día como aquel, en que los Junkers en picado por poco me hacen pedazos cerca de Oriol, no puede por descontado recrear en mí ninguna satisfacción. No, Liovka, ¡la guerra dista mucho de ser buena!

—Yo no digo que sea buena, pero se recuerda con gusto. Así, también un día recordaremos con gusto los campos de concentración. Y los traslados.

—¿Las cárceles de tránsito? ¿La de Gorki? ¿La de Kírov? Vamos…

—Lo dices porque allí la administración te robó la maleta, por eso no quieres ser imparcial. Pero si alguno fue allí un personaje importante (almacenero o encargado de baños) y vivió maritalmente con una de la sharashka, contará a todo el mundo que no hay lugar mejor que una cárcel de tránsito. Ya sabes que, en general, el concepto de felicidad es un convencionalismo, una invención.

—Verdaderamente, la sabia etimología imprimió en el concepto un carácter de transitoriedad y de irrealidad. La palabra schastie, felicidad, procede de es-chas, es decir, esta hora, ¡este instante!

—¡No, maestro, disculpe usted! Consulte el diccionario Dahl. Schastie procede de sochastie, es decir, a cada uno su parte, la parte que le ha tocado, a cada uno la parte que ha arrancado de la vida. La sabia etimología nos da una interpretación muy pobre de la felicidad.

—Espera, mi explicación también procede de Dahl.

—Me asombra. La mía también.

—Hay que investigarlo en todos los idiomas. ¡Me lo anotaré!

—¡Maníaco!

—¡Zoquete quien lo dice! Vamos a ocuparnos un poco de lingüística comparada.

—¿La de que todo procede de la palabra mano? ¿La Tesis de Marr?

—Vete al cuerno. Escucha, ¿has leído la segunda parte de Fausto?

—Pregunta más bien si he leído la primera. Todo el mundo dice que es genial, pero nadie lo ha leído. O lo estudian leyendo a Gounod.

—No, la primera parte es accesible. ¡Qué me vas a decir!

Nada tengo que decir de soles y mundos,

veo sólo los sufrimientos del hombre…

—¡Eso sí que lo comprendo!

—O bien:

Lo que necesitamos es algo que no sabemos,

lo que sabemos es algo que no necesitamos.

—¡Magnífico!

—La segunda parte, la verdad, es un poco pesada. Pero, en cambio, ¡qué idea tan profunda! Ya conoces el pacto de Fausto con Mefistófeles: este se apoderaría del alma de Fausto sólo cuando Fausto exclamara: «¡Deténte, instante, eres maravilloso!». Pero todo cuanto Mefistófeles pone a los pies de Fausto (el regreso a la juventud, el amor de Margarita, la fácil victoria sobre su rival, las ilimitadas riquezas, el conocimiento de los misterios de la existencia) no arranca del pecho de Fausto la famosa exclamación. Pasan largos años, y a Mefistófeles ya le fastidia vagar tras aquel ser insaciable, ya ve que es imposible hacer felices a los hombres, quiere abandonar aquel proyecto infructuoso. Viejo por segunda vez y ciego, Fausto manda llamar a miles de obreros para excavar unos canales que secarían las marismas. En su cerebro, doblemente caduco (ofuscado y atontado según el cínico Mefistófeles) había brillado una gran idea: hacer feliz a la humanidad. A una seña de Mefistófeles aparecen los servidores del infierno, los lemures, que empiezan a excavar la tumba de Fausto. Mefistófeles sólo quiere enterrarlo para quitárselo de encima, sin ninguna esperanza ya de poseer su alma. Fausto oye el ruido de muchas palas. «¿Qué es eso?», pregunta. Mefistófeles es fiel a su espíritu burlón. Pinta a Fausto el falso cuadro de los pantanos, que se están secando. A nuestra crítica le gusta de interpretar este momento en un sentido socialmente optimista: al advertir que proporcionaba un beneficio a la humanidad y al encontrar en ello el gozo supremo, Fausto exclama:

¡Deténte, instante, eres maravilloso!

Pero, estudiándolo bien, ¿no se estaría burlando Goethe de la felicidad humana? Porque, en realidad, aquello no aportaba ningún beneficio a ninguna humanidad. ¿No pronunciaba Fausto la largamente esperada frase sacramental a un paso de la tumba, engañado y quizá verdaderamente loco? Los lemures lo arrojaron inmediatamente a la fosa. ¿Qué es esto, un himno a la felicidad o una burla de ella?

—Ah, Lióvuchka, así me gustas, sólo así, cuando razonas con el corazón, cuando hablas sensatamente, en lugar de poner etiquetas insultantes.

—¡Mísero epígono de Pirrón! Ya sabía que te daría gusto. Escucha algo más. Sobre este fragmento de Fausto. En una de mis conferencias de antes de la guerra, ¡y eran endiabladamente temerarias!, desarrollé la elegiaca idea de que la felicidad no existía, de que era inalcanzable o ilusoria… Y de pronto me entregaron una nota arrancada de un diminuto cuaderno en pequeña cuadrícula:

«¡Pues yo estoy enamorada y soy feliz! ¿Qué dice usted a eso?».

—¿Qué le dijiste?

—¿Qué se puede decir a eso?