7

Tan menuda que resultaba difícil no llamarla por el diminutivo de Símochka, Serafima Vitalievna, teniente del MGB, llevaba una blusa anaranjada y se envolvía en un pañuelo de lana.

En aquel edificio, todos los colaboradores externos eran oficiales del MGB.

De acuerdo con la Constitución, los colaboradores externos gozaban de los más diversos derechos, incluido el derecho al trabajo. Sin embargo, este derecho tenía el límite de ocho horas diarias y no era trabajo de producción, sino que se reducía a la vigilancia de los presos. Por su parte, los presos, privados de todos los demás derechos, tenían en cambio un derecho más amplio al trabajo: doce horas al día. Los colaboradores externos de cada laboratorio debían cubrir esta diferencia horaria —de las seis de la tarde hasta las once de la noche, incluyendo el descanso de la cena— vigilando por turno el trabajo de los presos.

Hoy era el turno de Símochka. La pequeña muchacha, que parecía un pajarillo, era en este momento el único poder y la única autoridad en el laboratorio de acústica.

Según las instrucciones, debía vigilar que los presos trabajaran y no estuvieran ociosos, que no utilizaran el local de trabajo para fabricar armas o instrumentos de zapa, o que, aprovechando la abundancia de piezas de radio, no fabricaran transmisores de onda corta. A las once menos diez minutos debía guardar en una gran caja de caudales toda la documentación secreta de que disponían los presos y sellar la puerta del laboratorio.

No hacía siquiera medio año que Símochka terminara la carrera en el Instituto de Ingenieros de Transmisiones y fuera destinada, debido a su cristalino expediente, a este instituto de investigación científica codificado y especialmente secreto que los presos llamaban sharashka en su lenguaje simple e insolente. Los externos admitidos recibían al instante el grado de oficial, cobraban un salario doble en comparación con los ingenieros normales (por el grado, por el uniforme, por el equipo), y se les exigía fidelidad y vigilancia. Sólo en segundo término, conocimientos y práctica.

Esto a Símochka le venía como anillo al dedo. No sólo a ella, sino a muchas de sus amigas habían salido del Instituto sin sacar demasiados conocimientos de él. Los motivos eran muchos. Las chicas llegaban de la escuela sin saber matemáticas ni física (en las clases superiores había llegado hasta ellas un rumor: en el Consejo Escolar, el director reprendía a los profesores por los suspensos que ponían. De modo que, aunque no estudiaran en absoluto, les darían el título). Y en el Instituto, cuando había tiempo y se ponían a estudiar, las chicas se abrían paso en las matemáticas y en la radiotecnia como en un incomprensible e impenetrable bosque, ajeno a sus almas. Cada otoño enviaban a los estudiantes a recoger patatas en los koljós durante un mes y aún más, por lo que debían pasarse el año asistiendo a clase ocho y hasta diez horas al día, y luego no quedaba tiempo para estudiar los apuntes. Los lunes había clase de política, durante la semana caía necesariamente alguna reunión, y en ocasiones era preciso hacer obras sociales, editar el «periódico mural», dar conciertos con fines benéficos; además, debían ayudar también en las tareas de la casa, ir de compras, lavarse, vestirse. ¿Y el cine? ¿Y el teatro? ¿Y el club? Si en la época estudiantil no podían divertirse, ir a bailar, ¿cuándo lo harían después? ¡No se nos da la juventud para devanarnos los sesos! Y, en los exámenes, Símochka y sus compañeras copiaban de gran cantidad de chuletas que escondían en lugares del vestido femenino inaccesibles a los varones, sacaban durante el examen la chuleta necesaria y una vez alisada la hacían pasar por un guión previo. Naturalmente, los examinadores habrían podido conocer fácilmente la inconsistencia de los conocimientos de sus alumnas mediante preguntas complementarias, pero ellos también estaban sobrecargados hasta el límite por las reuniones, las asambleas, los diversos planes y sistemas de informes al decanato y al rectorado, y les resultaba fatigosa una repetición de los exámenes. Además, les amonestaban con motivo del fracaso escolar, como en la industria por las piezas defectuosas, apoyándose en una cita, al parecer de Krupskaya[6], en el sentido de que no hay malos estudiantes sino sólo malos maestros. Por esta razón, los examinadores no se esforzaban en buscar los fallos de los estudiantes; por el contrario, procuraban que el examen se desarrollara del modo menos complicado y rápido.

En los cursos superiores, Símochka y sus amigas comprendieron abatidas que no les gustaba su especialidad y que incluso les fastidiaba, pero ya era tarde. Y Símochka estaba inquieta: ¿qué le pasaría en el mundo profesional?

Mas he aquí que fue a parar a Marfino. Lo primero que le encantó fue que no le encargaran ningún trabajo independiente. Resultaba sobrecogedor, incluso para quien no fuera una chiquilla como ella, atravesar la zona de aquel aislado castillo de los alrededores de Moscú, donde una guardia escogida y un cuerpo de celadores vigilaban a destacados criminales de Estado.

Las instruyeron a todas juntas, a las diez muchachas que habían terminado sus estudios en el Instituto de Transmisiones. Les explicaron que habían ido a parar a un lugar peor que la guerra: aquello era el foso de las serpientes, donde un solo movimiento imprudente amenazaba con su perdición. Les contaron que allí se encontrarían con la escoria del género humano, con gente indigna del idioma ruso que, por desgracia, dominaban. Les previnieron de que esa gente era especialmente peligrosa porque no mostraba abiertamente sus dientes de lobo y llevaba siempre la máscara falsa de la amabilidad y la buena educación; si se les interrogaba sobre sus crímenes (¡lo que estaba rigurosamente prohibido!), soltaban mentiras astutamente urdidas para hacerse pasar por víctimas inocentes. Indicaron a las muchachas que tampoco ellas debían descargar todo su odio sobre aquellos canallas, sino que, a su vez, debían mostrar una amabilidad superficial, aunque sin entablar conversaciones al margen de las oficiales ni aceptar de ellos ningún encargo para el exterior. A la primera infracción, sospecha de infracción o posibilidad de sospecha de infracción, debían acudir corriendo al oper, el comandante Shikin.

El comandante Shikin, un hombre bajito de aire grave, con el pelo canoso en forma de cepillo sobre su gran cabeza y unos pequeños pies calzados con zapatos de la medida de un adolescente, manifestó a este respecto el siguiente pensamiento: aunque él y otros hombres curtidos veían con perfecta claridad el interior viperino de aquellos malvados, entre unas chicas inexpertas como las recién llegadas podría encontrarse una cuyo humano corazón vacilara y se permitiera alguna infracción, por ejemplo proporcionar un libro de una biblioteca exterior (no dijo echar una carta, pues una carta, aunque fuera dirigida a cualquier María Ivánovna, inevitablemente tendría por destino el centro norteamericano de espionaje). El comandante Shikin se mostró edificante al rogar a las muchachas que, si veían la caída de una amiga, prestaran a la chica su ayuda de camarada, es decir, comunicaran sinceramente al comandante Shikin lo sucedido.

Al final de la charla, el comandante no les ocultó que toda relación con los presos se castigaba por el Código Penal, y que este código, como se sabe, era muy amplio e incluía penas de incluso veinticinco años de trabajos forzados.

Era imposible imaginar sin estremecerse el lúgubre futuro que les esperaba. A algunas muchachas incluso les brotaron lágrimas en los ojos. Pero entre ellas ya se había sembrado la desconfianza. Y al salir de estas instrucciones ya no hablaron de lo que habían oído, sino de otras cosas.

Más muerta que viva, Símochka siguió al comandante Reutmann y entró en el laboratorio de acústica, e incluso en los primeros momentos sintió deseos de fruncir el ceño.

Había pasado medio año desde entonces y Símochka había sufrido una extraña transformación. No, las negras artimañas del imperialismo no habían hecho vacilar sus convicciones. Continuaba admitiendo fácilmente que todos los presos que trabajaban en las demás salas eran sanguinarios malvados. Pero cada día, al encontrarse con la docena de presos del laboratorio acústico —lúgubremente indiferentes ante la libertad, ante su destino, ante sus sentencias de diez años y de cuarto de siglo—, al encontrarse con el licenciado en ciencias, con los ingenieros y montadores, diariamente preocupados sólo por su trabajo, un trabajo ajeno que no necesitaban, que no les reportaría ni un céntimo de salario, ni un granito de gloria, en vano se esforzaba en ver en estos hombres a los encarnizados bandidos internacionales que tan fácilmente descubría el espectador en el cine y que tan hábilmente cazaba nuestro contraespionaje.

Símochka no experimentaba terror ante ellos. No podía encontrar en sí misma ningún odio hacia ellos. Aquella gente sólo despertaba en ella un respeto incondicional por sus amplios conocimientos, por su firmeza para soportar las adversidades. Y aunque su deber de komsomol[7] se lo indicaba a gritos, y aunque su amor a la patria la llamaba a denunciar al oper todas las infracciones y actos de los presos, eso, inexplicablemente, empezaba a parecerle a Símochka ruin e imposible.

Tanto más imposible aún en el caso de su vecino y colaborador más próximo, Gleb Nerzhin, que se sentaba frente a ella separado por dos mesas.

Durante todo el tiempo transcurrido, Símochka había trabajado estrechamente con él, pues la habían puesto bajo su mando para llevar a cabo experimentos sobre la «articulación». En la sharashka de Marfino era preciso evaluar continuamente la calidad de la audición de diversos circuitos telefónicos. Pese a la perfección de los aparatos, todavía no se había inventado uno que señalara con una aguja esa calidad. Sólo la voz de un locutor leyendo sílabas, palabras o frases sueltas, y los oídos de quien escuchaba y captaba el texto al final del circuito sometido a prueba, podían dar una valoración, y salvando un cierto porcentaje de errores. Estos eran los experimentos que llevaban el nombre de «articulación».

Nerzhin se ocupaba —o debía ocuparse, según el proyecto de la superioridad— en la formulación matemática óptima de dichos experimentos. Estos se desarrollaban con éxito, y Nerzhin incluso había dedicado una monografía en tres tomos a su metodología. Cuando a Símochka y a él se les acumulaba mucho trabajo, Nerzhin determinaba con precisión el orden consecutivo de las acciones aplazables e inaplazables, tomaba disposiciones con seguridad, y al hacerlo su rostro se rejuvenecía, y Símochka, que imaginaba la guerra por lo que había visto en el cine, veía en aquellos momentos a Nerzhin con uniforme de capitán en medio del humo de las explosiones, con sus rubios cabellos ondeando al viento, gritando a la batería: «¡Fuego!», (la secuencia más repetida en las películas).

Sin embargo, Nerzhin necesitaba de esa rapidez para, una vez realizado el trabajo, poder abandonarse por más tiempo a la inactividad. Así se lo dijo una vez a Símochka: «Soy activo porque odio la actividad». «¿Y qué le gusta a usted?», preguntó la muchacha tímidamente. «Meditar», respondió él. Y efectivamente, cuando disminuía la racha de trabajo, permanecía sentado durante horas casi sin cambiar de posición, la piel de su rostro se tornaba grisácea, envejecía, mostraba los surcos de las arrugas. ¿Dónde estaba su aplomo? Se tornaba lento e indeciso. Pensaba largo rato antes de escribir algunas frases en sus notas de letra diminuta y aguda que Símochka había visto claramente sobre su mesa, también hoy, entre un alud de manuales técnicos y de artículos. Advirtió incluso que las metía en alguna parte del compartimento izquierdo de su mesa, pero no parecía meterlas en el cajón. Símochka se moría de curiosidad por saber qué escribía y para quién. Sin saberlo, Nerzhin se había convertido para ella en el hombre que concentraba toda su compasión y su admiración.

La vida sentimental de Símochka se había desarrollado hasta entonces con muy poca fortuna. No era hermosa: estropeaba su cara una nariz excesivamente larga, sus cabellos no eran espesos, crecían mal, y se reunían en la nuca en un mísero moño. La estatura de Símochka no era simplemente baja, sino desmedidamente pequeña, y su silueta era más propia de una pequeña colegiala que de una mujer adulta. Además, la muchacha era muy seria, poco dispuesta a las bromas y al juego frívolo, y esto tampoco atraía a los jóvenes. De modo que a los veintitrés años nadie la había cortejado todavía, nadie la había abrazado ni besado.

Recientemente, hacía aproximadamente un mes, algo no funcionaba en el micrófono de la cabina y Nerzhin llamó a Sima para que le ayudara a repararlo. La joven entró con el destornillador en la mano; en la estrechez sofocante e insonora de la cabina, donde apenas cabían dos personas, se inclinó sobre el micrófono, que Nerzhin estaba examinando, y al hacerlo, sin darse cuenta, rozó la mejilla de él con la suya. La rozó y quedó paralizada de horror: ¿qué iba a suceder ahora? Habría debido apartarse, pero continuaba examinando estúpidamente el micrófono. Aquel terrible minuto de su vida fue alargándose más y más, sus mejillas unidas ardían, ¡él no se movía! Luego, rodeó de pronto la cabeza de la joven y la besó en los labios. Una gozosa languidez inundó todo el cuerpo de Símochka. En aquel instante, la muchacha no dijo nada ni del komsomol ni de la patria, sólo:

—¡La puerta no está cerrada!

Una fina y ondeante cortina azul los separaba del ruidoso día, de las personas que transitaban y charlaban por allí y que podían entrar y apartar la cortina. El preso Nerzhin no arriesgaba nada, a lo sumo diez días de calabozo. La joven arriesgaba su hoja de servicios, su carrera y posiblemente incluso su libertad, pero carecía de fuerzas para separarse de los brazos que echaban hacia atrás su cabeza.

¡Un hombre la besaba por primera vez en su vida!

Así, la cadena de acero forjada con la astucia de la serpiente se rompía por el eslabón fabricado con un corazón femenino.