Gleb Nerzhin, aunque de la misma edad de Prianchikov, parecía mayor.
Sus cabellos rubios, caídos hacia los lados, eran espesos, pero en sus ojos y en sus labios figuraban ya abanicos de arrugas, así como prolongados surcos en la frente. La piel del rostro, sensible a la falta de aire fresco, tenía un matiz marchito. Le envejecía especialmente el ahorro de movimientos, este prudente ahorro de que se sirve la naturaleza para conservar las fuerzas de los presos, agotadas en el campo de concentración. Ciertamente, en las condiciones libres de la sharashka, con dieta de carne y sin el agotador trabajo muscular, no había necesidad de ahorrar movimientos, pero Nerzhin, consciente del período de reclusión a que había sido condenado, procuraba asimilar este gasto calculado de sus movimientos y habituarse a él para siempre.
En aquel momento, sobre la gran mesa de Nerzhin los libros y carpetas formaban una barricada, y el espacio libre que quedaba en medio estaba ocupado igualmente por carpetas, textos mecanografiados, libros y revistas —rusos y extranjeros— colocados en posición abierta. Cualquier persona poco suspicaz que se acercara a la mesa vería en ella la instantánea del huracán del pensamiento investigador.
Y sin embargo, todo aquello era un bluff, Nerzhin montaba una desinformación por las noches, para el caso de una visita de los jefes.
En realidad, sus ojos no distinguían lo que tenía delante. Había descorrido la cortina de seda clara y contemplaba los cristales de la negra ventana. En las profundidades del espacio nocturno empezaban a distinguirse las dispersas e intensas luces de Moscú, y toda la ciudad, invisible tras la colina, iluminaba el cielo con una inabarcable columna de difusa luz blancuzca que daba a este un matiz pardo oscuro.
La silla especial de Nerzhin, cuyo flexible respaldo se acomodaba a cualquier movimiento de la espalda, su mesa también especial, con plisadas cortinillas colgantes como no se fabrican aquí, y el cómodo lugar que ocupaba frente a la ventana meridional, habrían delatado a Nerzhin —a toda persona que conociera la historia de esta institución— como uno de los fundadores de la sharashka de Marfino.
Se puso a la sharashka el nombre de Marfino por el pueblo de Marfino, que antaño estuvo allí pero que ya se encontraba dentro del perímetro de la ciudad desde hacía mucho tiempo.
La fundación de la sharashka tuvo lugar unos tres años atrás, una tarde de julio. Una decena y media de presos, sacados de los campos de concentración, fueron llevados al antiguo edificio de un seminario de los arrabales de Moscú previamente rodeado de alambre de espino. Aquellos tiempos, que hoy la sharashka mencionaba con el nombre de «tiempos de Krylov», el célebre fabulista, eran recordados como una época bucólica. Se podía poner la BBC a todo volumen en los dormitorios de la cárcel (todavía no sabían interferiría); por las tardes se podía pasear a voluntad por la zona, tenderse en el rocío de una hierba que nadie segaba a pesar del reglamento (la hierba debía segarse a ras de tierra para que los presos no se arrastraran hasta el alambre de espino); y se podía contemplar, en fin, el espectáculo de las imperecederas estrellas, o bien el del perecedero y sudoroso brigada del MVD, Zhvakun, cuando durante la guardia nocturna robaba las vigas destinadas a la reparación del edificio y se las llevaba a casa para leña pasándolas por debajo del alambre de espino.
Entonces, la sharashka no sabía aún lo que debía investigar científicamente. Se ocupaba de desembalar las innumerables cajas traídas de Alemania en tres convoyes ferroviarios; se apoderaba de cómodas mesas y sillas alemanas; clasificaba materiales de radio de ondas decimétricas, de acústica, anticuados y entregados con desperfectos; y descubría que los alemanes habían conseguido llevarse o destruir los mejores equipos y la documentación más nueva. Mientras, un capitán del MVD —que sabía mucho de muebles y poco de radio y de idioma alemán, y al que habían enviado a Alemania para cambiar el emplazamiento de la firma Lorenz-Radio— buscaba por los alrededores de Berlín unos muebles para los pisos moscovitas de sus jefes y para el suyo propio.
Ahora, hacía tiempo que se segaba la hierba y se abría la puerta del paseo sólo al sonar el timbre. La sharashka pasó de los dominios de Beria a los de Abakumov, y la obligaron a trabajar en la telefonía secreta. Esperaban agotar el tema en un año, pero hacía dos que se iba alargando, ensanchando, enmarañando, abarcando más y más cuestiones limítrofes, y en las mesas de Nerzhin y de Rubin la cosa había llegado al reconocimiento de voces por teléfono y al estudio de la voz humana y de la causa que la individualiza.
Al parecer, nadie se había ocupado antes de semejantes temas. En todo caso, no pudieron encontrar ninguna bibliografía anterior. Les dieron año y medio de plazo, luego medio año más, pero no habían avanzado mucho y ahora los plazos les caían encima.
Bajo la sensación de tan desagradable presión en el trabajo, Rubin se lamentó, siempre por encima del hombro:
—Creo que hoy no tengo humor para el trabajo…
—Impresionante —rezongó Nerzhin—. Según creo, sólo estuviste cuatro años combatiendo y apenas llevas cinco años completos entre rejas. ¿Ya te has cansado? Intenta conseguir unas vacaciones en Crimea.
Hicieron una pausa.
—¿Estás trabajando en lo tuyo? —preguntó Rubin en voz baja.
—Ajá.
—¿Y quién se ocupará de las voces?
—Debo confesar que contaba contigo.
—Qué coincidencia. Yo contaba contigo.
—No tienes conciencia. ¡Cuánta literatura has retirado de la Biblioteca Lenin con este pretexto! Discursos de famosos abogados. Las memorias de Koni, Trabajo del actor sobre sí mismo. Y finalmente, perdiendo ya todo vestigio de vergüenza, ¡una investigación sobre la princesa Turandot! ¿Qué otro preso de todo el Gulag podría vanagloriarse de semejante colección de libros?
Rubin alargó sus gruesos labios en forma de tubo, con lo que su cara, como cada vez, adquirió un aspecto entre gracioso y estúpido.
—Qué curioso. ¿Con quién he leído en horas de trabajo todos estos libros, incluido el de la princesa Turandot? ¿No sería contigo?
—Yo haría ese trabajo. Hoy trabajaría abnegadamente. Pero hay dos circunstancias que me sacan de mis carriles laborales. En primer lugar, me atormenta la cuestión del suelo de madera.
—¿De qué suelo?
—En el puesto de Kaluga, la casa del MVD es semicircular, con una torre. Nuestro campo participó en su construcción, en el 45, y yo trabajé de ayudante del parquetista. Hoy me he enterado de que Reutmann vive en esa casa. Y me está atormentando la conciencia, bueno, la simple conciencia de creador, o si quieres es una cuestión de prestigio: ¿crujen mis suelos o no crujen? Porque si crujen significaría que se puso la madera de un modo chapucero. ¡Y soy impotente para corregirlo!
—Sí, eso es un drama,
—Propio del realismo socialista. Y en segundo lugar: ¿no es una canallada trabajar el sábado por la tarde sabiendo que el domingo sólo será fiesta para los que están libres?
Rubin suspiró:
—A esta hora, los libres ya se han dispersado por los lugares de diversión. Naturalmente, es una marranada bastante evidente.
—Pero ¿eligen los lugares de diversión convenientes? ¿Sacan más satisfacción de la vida que nosotros? Esa es otra cuestión.
Siguiendo la obligada costumbre de los presos, hablaban en voz baja, de modo que incluso Serafima Vitalievna, sentada frente a Nerzhin, no debía oírles. Ambos se habían ladeado ahora un poco: de espaldas a todo lo demás que había en la estancia, de cara a la ventana, a los faroles de la zona, a la torre de vigilancia que se adivinaba en la oscuridad, a las aisladas luces de los lejanos invernaderos y a la nebulosa y blancuzca columna de luz que llegaba al cielo procedente de Moscú.
Aunque matemático, Nerzhin no era ajeno a la lingüística. Por ello, a partir del día en que el sonido del habla rusa se convirtió en trabajo material del instituto de investigación científica de Marfino, emparejaron continuamente a Nerzhin con Rubin, el único filólogo que había allí. Hacía ya dos años que se sentaban espalda contra espalda doce horas al día. Desde el primer instante descubrieron que ambos habían estado en el frente; que ambos estuvieron juntos en el Frente Noroeste y juntos también en el Bielorruso; que ambos poseían el mínimo de condecoraciones «que requiere un caballero»; que ambos habían sido arrestados el mismo mes, por la misma Smersh[4] y a tenor del mismo flexible «punto décimo»[5]; que ambos fueron condenados a la decena (por lo demás, todos habían sido condenados a esa misma cantidad). Entre sus edades había una diferencia de sólo seis años, y entre sus grados militares de sólo una unidad: Nerzhin era sólo capitán.
La buena predisposición de Rubin hacia Nerzhin se debía también a que este no se encontraba en la cárcel por haber sido prisionero de guerra de los alemanes, y por lo tanto no estaba contaminado por el espíritu antisoviético del extranjero: Nerzhin era un hombre nuestro, soviético, que se había pasado la juventud tragando libros hasta el embrutecimiento, y que a través de estos libros había llegado al descubrimiento de que, al parecer, Stalin deformaba el leninismo. Apenas tuvo tiempo de escribir esta conclusión en un pedazo de papel y ya lo habían arrestado. Destrozado por la cárcel y por el campo de concentración, Nerzhin, sin embargo, continuó siendo fundamentalmente nuestro, y por ello Rubin tenía la paciencia de escuchar sus enmarañados y absurdos pensamientos efímeros.
Continuaban mirando en la misma dirección, hacia la oscuridad.
Rubin soltó un chasquido con los labios:
—De todos modos, eres mentalmente pobre. Eso me preocupa.
—No tengo pretensiones a este respecto: en este mundo hay mucha inteligencia pero poca cosa buena.
—Toma, aquí tienes un buen libro, léelo.
—¿Trata también de pobres toros atormentados?
—No.
—¿De leones perseguidos, pues?
—¡Tampoco!
—Escucha, si no puedo entender a las personas, ¿de qué me sirven los toros?
—¡Debes leerlo!
—¡Yo no debo nada a nadie, recuérdalo! He pagado a todos mis deudas, como dice Spiridón.
—¡Me das lástima! ¡Es uno de los mejores libros del siglo XX!
—¿Me descubrirá realmente lo que todos debemos comprender? ¿Aquello en lo que la gente suele equivocarse?
—Es un escritor inteligente, bueno, infinitamente honesto, un soldado, un cazador, un pescador, un borracho y un mujeriego que tranquila y abiertamente desprecia toda falsedad, que reclama la sencillez, muy humano, genialmente ingenuo…
—Vete al diablo —se echó a reír Nerzhin—. Atiborras todas las orejas con tu jerga. He vivido treinta años sin Hemingway y aún viviré algunos más. Ya me han amargado bastante la vida. ¡Deja que me limite! Deja que vaya a alguna parte…
Y se volvió hacia su mesa.
Rubin suspiró. Continuaba sin encontrar en sí mismo las ganas de trabajar.
Empezó a contemplar el mapa de China, apoyado en un estante de su escritorio. En cierta ocasión había recortado aquel mapa de un periódico y lo había pegado en un cartón; el año pasado estuvo coloreando con un lápiz rojo los avances de las tropas comunistas, y ahora, después de la victoria total, lo había dejado de pie ante él para que en los momentos de desánimo y de cansancio le elevara la moral.
Hoy, sin embargo, una insistente tristeza oprimía el corazón de Rubin y ni siquiera el denso rojo de la victoriosa China podía con ella.
Por su parte, Nerzhin, pensativo, chupaba de vez en cuando el mango de plástico de su estilográfica e iba escribiendo con diminuta caligrafía que no parecía salida de una pluma sino de la punta de una aguja. En una hojita perdida en medio del camuflaje del trabajo oficial, anotó:
«Para un matemático, la historia del año 17 no contiene nada inesperado. Ya se sabe que a los 90 grados una tangente se eleva hacia el infinito para caer acto seguido en el abismo del menos infinito. Así también Rusia, después de elevarse hasta una libertad inaudita, se ha convertido ahora en la peor de las tiranías.
»Esto nadie lo consigue a la primera».
La gran sala del laboratorio acústico vivía su pacífica vida cotidiana. Zumbaba el motorcito de la fresa eléctrica. Se oían órdenes: «¡Conecta!», «¡Desconecta!». Por radio transmitían la pegajosa melodía sentimental de turno. Alguien pedía en voz alta una lámpara 6-K-7.
Aprovechando un momento en que nadie la veía, Serafima Vitalievna contemplaba atentamente a Nerzhin, que continuaba llenando el pedazo de papel con su escritura de aguja.
El oper, el comandante Shikin, le había encargado que vigilara a aquellos presos.