El laboratorio de acústica ocupaba una estancia de techo alto, espaciosa, con varias ventanas, desordenada y llena de muebles: aparatos de física sobre estantes de madera y montantes de aluminio vivamente blanco; bancos de trabajo; mesas y armarios de chapa nuevos, de fabricación moscovita; confortables escritorios que habían vivido ya lo suyo en el edificio de la firma berlinesa de Lorenz-Radio.
Grandes bombillas en globos esmerilados proporcionaban desde lo alto una luz difusa, agradable y clara.
En un alejado rincón de la estancia se elevaba, sin llegar al techo, una cabina acústica insonorizada. Por su forro exterior de simple arpillera atiborrada de paja, parecía a medio construir. La puerta, de setenta centímetros de grueso —vacía por dentro como las pesas de los payasos de circo— estaba ahora abierta con la cortina de lana echada encima para dejar que se aireara la cabina. Cerca de esta, la laca negra del panel-conmutador central mostraba el brillo bronceado de sus hileras de clavijas.
De espaldas a la cabina, una muchacha frágil, muy pequeña, de cara severa y exangüe, estaba sentada ante un escritorio con sus estrechos hombros arropados en un chal de lana de angora.
Las restantes personas de la sala, que llegarían a la decena, eran del sexo masculino y vestían monos azules idénticos. Iluminados por la luz del techo y por las manchas luminosas de las lámparas flexibles de sobremesa, traídas también de Alemania, estos hombres manipulaban, caminaban, golpeaban, soldaban, o permanecían sentados ante los bancos de trabajo o ante los escritorios.
Tres aparatos de radio de confección casera, sin caja, montados de cualquier manera sobre paneles de aluminio de ocasión, difundían por la estancia, de forma discordante, música de jazz, de piano, y canciones de los países de la Europa del Este.
Rubin caminó lentamente por el laboratorio hacia su mesa de trabajo, con el diccionario mogol-finés y el Hemingway en la mano caída. Pequeñas migas de tarta habían quedado atrapadas en su rizada barba negra.
Aunque a los presos les habían dado unos monos tallados del mismo patrón, cada cual lo llevaba a su manera. El de Rubin tenía un botón arrancado, la cintura floja, y un exceso de tejido colgando sobre el vientre. En su camino, un joven preso llevaba el mismo mono azul y parecía elegante: el cinturón de tela azul ceñía con las hebillas su fino talle, y en el pecho, en el escote del mono, podía verse una camisa de seda azul celeste, aunque descolorida por los muchos lavados, pero cerrada con una corbata de colores vivos. El joven ocupaba toda la anchura del pasillo lateral al que se dirigía Rubin. Con la mano derecha agitaba levemente el soldador, conectado y ardiente; el pie izquierdo se apoyaba en una silla. El joven, acodado en su rodilla, observaba atentamente el esquema de radio de una revista inglesa abierta sobre la mesa. Al mismo tiempo canturreaba:
Boogie-woogie, boogie-woogie.
¡Samba! ¡Samba!
Rubin no podía pasar y permaneció un minuto inmóvil con rostro de afectada dulzura. El joven no pareció advertir su presencia.
—¿No podría recoger un poco su pata posterior, Valentulia?
Sin levantar la cabeza del esquema, Valentulia respondió machacando enérgicamente las frases:
—¡Lev Grigórich! ¡Desaparezca! ¡Esconda las uñas! ¿Por qué anda por ahí de noche? ¿Qué vienen a hacer aquí? —y levantó hacia Rubin unos ojos claros e infantiles muy asombrados—. ¿Para qué necesitamos aquí a un filólogo? ¡Ja, ja, ja! —pronunció espaciadamente—. ¡Usted no es ingeniero, qué vergüenza!
Estirando graciosamente sus carnosos labios en forma de tubo, como hacen los niños, Rubin ceceó:
—¡Hijito mío! Pero si hay ingenieros que están vendiendo agua mineral.
—¡Ese no es mi estilo! Soy un ingeniero de primera clase. ¡Tenlo en cuenta, muchachito! —cortó bruscamente Valentulia. Depositó el soldador sobre su soporte de alambre y se enderezó echando para atrás sus cabellos, móviles, flexibles, del mismo color que el pedazo de colofonia que descansaba sobre la mesa.
Valentulia tenía el frescor de la juventud, la piel de su rostro no estaba marcada por las huellas de la vida y sus movimientos eran infantiles. Era imposible creer que hubiera terminado la carrera antes de la guerra, hubiera soportado el cautiverio alemán, hubiera estado en Europa y llevara ya cinco años de prisión en su patria.
Rubin suspiró:
—Sin un informe legalizado de su boss belga, nuestra administración no puede…
—¿De qué informe me está hablando? —Valentín fingió una indignación muy convincente—. ¡Está sencillamente atontado! Piénselo usted mismo: ¡me gustan locamente las mujeres!
La pequeña muchacha severa no pudo contener una sonrisa.
Cerca de la ventana, hacia donde debía abrirse paso Rubin, otro preso había abandonado el trabajo y escuchaba a Valentín con aire alentador.
—Al parecer, sólo teóricamente —respondió Rubin con el movimiento de quien mastica por aburrimiento.
—¡Y además me gusta locamente despilfarrar el dinero! Piénselo: para amar a las mujeres, ¡y siempre a mujeres diferentes!, se necesita mucho dinero. ¡Y para tener mucho dinero hay que ganar mucho! ¡Y para ganar mucho, si uno es ingeniero, hay que dominar brillantemente su especialidad! ¡Ja, ja! ¡Se pone pálido!
La cara provocadora de Valentulia se levantó burlonamente hacia Rubin.
—¡Ah! —exclamó el preso de la ventana, cuyo escritorio estaba adosado frente por frente a la mesa de la pequeña muchacha—. Mira, Liovka, ahora sí he captado la voz de Valentulia. ¡La tiene campanuda! Lo anoto así, ¿eh? Una voz como esa se puede reconocer en cualquier teléfono. Y con las interferencias que sea.
Desplegó una gran hoja de papel en la que había unas columnas de nombres, una distribución en casilleros y una clasificación en forma de árbol.
—¡Ah, qué disparate! —se desentendió Valentulia cogiendo el soldador y haciendo salir humo de la colofonia.
El paso quedó libre. Rubin, camino de su sillón, se inclinó también sobre la clasificación de las voces.
Los dos la examinaban en silencio.
—Hemos avanzado considerablemente, Glebka —dijo Rubin—. Eso, en unión del habla visible, nos proporciona una buena arma. Tú y yo no tardaremos en comprender de qué depende una voz por teléfono… ¿Qué están retransmitiendo?
Lo que sonaba más fuerte en la estancia era el jazz, pero allí, en el antepecho de la ventana, dominaba un receptor de confección casera que emitía una ágil música de piano. En esta música había una melodía que emergía obstinadamente, desaparecía y de nuevo salía a la superficie. Gleb respondió:
—La sonata número diecisiete de Beethoven. No sé por qué, nunca he… Escucha.
Ambos se inclinaron hacia el receptor, pero el jazz no les dejaba oír bien.
—¡Valentain! —dijo Gleb—. Ceda por una vez. ¡Dé muestras de generosidad!
—Ya las he dado —gruñó aquel—. Os he montado el receptor. Os voy a desoldar la bobina y no la encontraréis más.
La pequeña muchacha arqueó sus severas cejas e intervino:
—¡Valentín Martínych! La verdad, resulta imposible escuchar tres receptores a la vez. Desconecte el suyo, ya ve que se lo están pidiendo.
(El receptor de Valentín estaba emitiendo precisamente un fox lento, y a la muchacha le gustaba mucho…).
—¡Serafima Vitalievna! ¡Es monstruoso! —Valentín tropezó con una silla vacía, la agarró al vuelo y empezó a gesticular como si se hallara en una tribuna—: ¿Cómo puede no gustarle el brioso y enérgico jazz a una persona sana y normal? ¡La están estropeando a usted con toda clase de antiguallas! ¿Será posible que no haya bailado nunca el Tango Azul? ¿Que no haya visto nunca el número de variedades de Arkadi Raikin? ¡Pero si usted no ha estado ni en Europa! ¿Dónde habrá podido aprender a vivir? Se lo aconsejo muy de veras: ¡necesita amar a alguien! —peroró por encima del respaldo de la silla sin observar la arruga amarga en los labios de la muchacha—. ¡A alguien, ga depend! ¡El resplandor de las luces nocturnas! ¡El frufrú de los vestidos!
—¡Ya le viene nuevamente el desfase! —dijo Rubin inquieto—. ¡Hay que hacer uso de la autoridad!
Y él mismo, por la espalda de Valentulia, desconectó el jazz.
Este se volvió como si le hubieran pinchado:
—¡Lev Grigórich! ¿Quién le ha dado el derecho a…?
Frunció el ceño y quiso poner cara amenazadora.
Una vez liberada, la ágil melodía de la sonata número 17 fluyó en toda su pureza compitiendo ahora solamente con la burda cancioncilla que llegaba del lejano rincón.
La figura de Rubin aparecía relajada, su cara eran sus condescendientes ojos castaños y su barba con migas de tarta.
—¡Ingeniero Prianchikov! ¿Recuerda todavía la Carta del Atlántico? ¿Ha hecho testamento? ¿A quién ha dejado sus zapatillas de noche?
La cara de Prianchikov se puso seria. Miró límpidamente a los ojos de Rubin y preguntó en voz baja:
—Oiga, ¿qué diablos es eso? ¿Ni en la cárcel puede un hombre tener libertad? ¿Dónde, pues, podrá tenerla?
Le llamó uno de los montadores y se marchó muy abatido.
Rubin se dejó caer silenciosamente en su sillón, espalda contra espalda con Gleb, y se dispuso a escuchar. La emergente y sedante melodía, sin embargo, se cortó inesperadamente como un discurso interrumpido en mitad de una palabra: era el modesto y sencillo fin de la sonata número 17.
Rubin soltó un grosero taco sólo audible para Gleb.
—Deletréamelo, que no lo oigo —replicó este, siempre de espaldas a Rubin.
—Decía que nunca tengo suerte —respondió roncamente Rubin sin volverse tampoco—. Ya ves, me he perdido la sonata…
—Porque eres un desorganizado, ¡cuántas veces hay que repetírtelo! —refunfuñó el amigo—. Pero la sonata es muy, muy buena. ¿Has observado el final? Ni estruendo ni murmullo. Se ha cortado y basta. Como la vida… ¿Dónde has estado?
—Con los alemanes. Celebrando la Navidad —sonrió Rubin.
Así solían charlar, sin verse, con la nuca de uno casi sobre el hombro del otro.
—Magnífico —Gleb reflexionó—. Me gusta tu relación con ellos. Te pasas horas enseñándole el ruso a Max. Y en realidad tendrías motivos para odiarlos.
—¿Odiarlos? No. Pero se ha ensombrecido mi antiguo amor por ellos. Incluso ese dulce Max, que no es nazi, ¿no comparte cierta responsabilidad con los verdugos? En realidad no se opuso, ¿verdad?
—Bueno, como tú y yo no nos oponemos a un Abakumov ni a un Shishkin-Mishkin…
—Escucha, Gleb, a fin de cuentas no soy más judío que ruso, ¿verdad? Y no soy más ruso que ciudadano del mundo, ¿o no?
—Lo has dicho muy bien. ¡Ciudadano del mundo! Suena sin rabia, con pureza.
—Es decir, cosmopolita. Hicieron bien en meternos en la cárcel.
—Claro que hicieron bien. Aunque continuamente intentas demostrar lo contrario ante el Tribunal Supremo.
Desde el antepecho de la ventana el locutor prometió para dentro de medio minuto las «efemérides de la emulación socialista».
Durante este medio minuto, Gleb fue extendiendo la mano con calculada lentitud hacia el receptor. Luego, sin dejar que el locutor chistara una sola palabra, dio vuelta al botón del interruptor como si le retorciera el cuello.
Prianchikov estaba absorto en un nuevo problema. Mientras consideraba qué tipo de amplificador debía colocar, canturreaba despreocupadamente en voz alta:
Boogie-woogie, boogie-woogie.
¡Samba! ¡Samba!