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Tenían un árbol de Navidad: una rama de pino clavada en la raja de un taburete. Una guirnalda de coloridas bombillas de bajo voltaje lo rodeaba dos veces y enviaba hacia abajo sus cables lechosos de cloruro de vinilo hasta un acumulador que había en el suelo.

El taburete estaba colocado en el paso entre dos literas de dos pisos, en un extremo de la estancia, y uno de los colchones superiores daba sombra a todo el rincón, y al diminuto abeto, protegiéndolo de la viva luz de las lámparas del techo.

Seis hombres vestidos con gruesos monos de paracaidista permanecían de pie ante el abeto con la cabeza inclinada escuchando a uno de ellos, al brioso Max Adam, que rezaba una oración de la Navidad protestante.

En la gran sala, estrechamente ocupada por esas literas dobles, de pies soldados, no había nadie más: después de la cena y de la hora de paseo, todos se habían marchado a su trabajo nocturno.

Max terminó la oración y los seis hombres se sentaron. Cinco de ellos se sentían invadidos por la agridulce sensación de la patria, de su país sólido y bien organizado, de su dulce Alemania bajo cuyos techos de tejas resultaba tan emocionante y luminosa esta fiesta principal del año. El sexto, un hombre corpulento de ancha y negra barba, era judío y comunista.

Las ramas de la paz y los látigos de la guerra habían unido el destino de Lev Rubin a Alemania.

En tiempos de paz había sido filólogo germanista. Hablaba un irreprochable y moderno hoch-Deutsch, y en caso de necesidad recurría al habla alemana media, antigua o superior. Recordaba sin esfuerzo, como a amigos personales, a cuantos alemanes hubieran aparecido algún día en la prensa. Hablaba de las pequeñas ciudades del Rin como si hubiera recorrido más de una vez sus pulcras y sombreadas callejuelas.

Pero había estado sólo en Prusia, y además en el frente. Era comandante de la «sección de desmoralización de las tropas enemigas». Iba a los campos de prisioneros y pescaba a los alemanes que no querían permanecer tras el alambre de espino y aceptaban colaborar con él. Los sacaba de allí y les proporcionaba ciertas comodidades en una escuela especial. A unos los enviaba al otro lado del frente provistos de trinitrotolueno, marcos falsos, cartillas militares falsas y permisos falsos. Podían dinamitar puentes o podían volverse a casa y pasear en libertad hasta que los capturaran. A otros les hablaba de Goethe y de Schiller, discutía con ellos los textos más convincentes para los camiones de propaganda con el fin de que sus hermanos combatientes volvieran las armas contra Hitler. A los ayudantes más capacitados ideológicamente, a los que mejor podían asimilar el paso del nazismo al comunismo, los traspasaba a diferentes «comités de liberación» alemanes, donde se preparaban para la futura Alemania socialista. A los más simples, a los más soldados, Rubin se los llevó con él un par de veces, en las postrimerías de la guerra: atravesaron la descompuesta línea del frente y ocuparon algunos puntos fortificados utilizando sólo la persuasión, y ahorrando así el esfuerzo a los batallones soviéticos.

No obstante, habría sido imposible convencer a los alemanes sin injertarse en ellos, sin amarlos, y —cuando Alemania estuvo vencida— sin compadecerlos. Por esta razón Rubin fue a parar a la cárcel: los enemigos que tenía en la Dirección le acusaron de hacer campaña —después de la ofensiva de enero de 1945— contra el eslogan «ojo por ojo, diente por diente».

Algo había de esto, y Rubin no lo negaba, pero todo era inconmensurablemente más complejo de cómo habría podido publicarse en la prensa o de lo que figuraba en el acta de acusación.

Juntaron dos mesitas de noche ante el taburete donde resplandecía la rama de pino y formaron una especie de mesa. Empezó el festín: conservas de pescado (había quien compraba para los presos en las tiendas de la capital a cuenta de sus peculios personales), un café que se estaba enfriando y una tarta casera. Se entabló una comedida conversación. Max la encauzó hacia temas pacíficos: los antiguos usos populares, las tiernas historias de la noche de Navidad. El estudiante vienés Alfred —no terminó la carrera de física—, que llevaba gafas, pronunciaba graciosamente las palabras al modo austríaco. El joven Gustav, de cara redonda y orejas transparentes como las de un lechón, miembro de las Juventudes Hitlerianas (hecho prisionero una semana después de terminar la guerra), casi no se atrevía a intervenir en la conversación de los mayores y miraba con ojos desorbitados las bombillitas navideñas.

Y, pese a todo, la conversación descarriló. Alguien recordó la Navidad del 44, cinco años atrás, cuando la ofensiva de las Ardenas, de la que los alemanes se sentían unánimemente orgullosos como de una gesta de la Antigüedad: los vencidos perseguían a los vencedores.

Y recordaron que aquella Nochebuena Alemania había escuchado a Goebbels.

Mesándose un mechón de su dura barba negra, Rubin asintió. Recordaba el discurso. Fue un éxito. Goebbels habló con toda la fuerza de su alma, como si cargara sobre sí todas las penalidades que habían caído sobre Alemania. Probablemente, presentía ya su fin.

El Obersturmbahnfuhrer de las SS, Reinhold Simmel, cuya larga figura apenas cabía entre las mesitas de noche y las literas, no apreció la fina cortesía de Rubin. Le resultaba insoportable la idea misma de que aquel judío se atreviera a opinar sobre Goebbels. Nunca se habría rebajado a sentarse a la misma mesa de haber tenido el valor de renunciar a la velada de Navidad con sus compatriotas. Pero los demás alemanes querían que Rubin estuviera con ellos. Para la pequeña colonia alemana, metida en la jaula de oro de la sharashka, perdida en el corazón del salvaje desorden de la Moscovia, el único amigo, el único hombre a quien podían comprender, era aquel comandante del ejército enemigo que durante toda la guerra había estado sembrando entre ellos la discordia y la ruina. Sólo él podía explicarles los usos y costumbres de las gentes de aquí, aconsejarles cómo actuar, o traducirles del ruso noticias internacionales frescas.

Con la evidente intención de expresarse del modo más hiriente para Rubin, Simmel dijo que en el Reich había centenares de oradores deslumbrantes. ¿Por qué los bolcheviques habían determinado preparar los textos por anticipado, y leer los discursos sin levantar los ojos del papel?

El reproche era tan ofensivo como justo. Y Rubin no iba a explicarle a un enemigo, a un asesino, que la elocuencia existía en nuestro país, ¡y qué elocuencia!, pero que la habían exterminado los comités del partido. A Rubin Simmel le repugnaba, pero nada más. Lo recordaba de cuando era un recién llegado a la sharashka después de muchos años de encierro en Butyrki: una crujiente chaqueta de piel en cuya manga se adivinaban los galones arrancados de miembro civil de las SS, la peor especie de SS. Ni la cárcel había podido dulcificar la expresión de arraigada crueldad en la cara de Simmel. Si a Rubin le resultaba desagradable asistir a esta cena de hoy era por Simmel. Pero los demás se lo habían pedido muy encarecidamente, y Rubin sentía lástima de ellos, solitarios y perdidos en aquel lugar, de modo que no podía amargarles la fiesta con su negativa.

Ahogando el deseo de estallar, Rubin tradujo el consejo de Pushkin: no juzgar a nadie por encima de sus botas.

El pragmático Max se apresuró a cortar la creciente discusión: él, Max, bajo la dirección de Lev, ya empezaba a deletrear a Pushkin en ruso. ¿Por qué Reinhold se había servido tarta sin nata? ¿Dónde había estado Lev aquella lejana Nochebuena?

Reinhold tomó también nata. Lev recordó que había pasado el mencionado día en el campo de operaciones de Narev, cerca de Rozhan, en su refugio.

Y del mismo modo que los cinco alemanes recordaban hoy su Alemania destrozada y pisoteada, adornándola con los mejores colores del espíritu, también renacieron en Rubin los recuerdos, primero del campo de operaciones de Narev y luego de los húmedos bosques de Ilmen.

Las bombillitas de colores se reflejaban en los emocionados ojos de los hombres.

También hoy preguntaron a Rubin qué noticias había. Pero a este le incomodaba dar una panorámica de lo sucedido en diciembre. En realidad, no podía permitirse informar como un hombre ajeno al partido, renunciar a la esperanza de reeducar a aquellas personas. Tampoco podía persuadirles de que nuestro complicado siglo exigía que la verdad del socialismo a veces se abriera paso por caminos deformes que daban rodeos. Por eso debía elegir para ellos, y para la Historia (como inconscientemente los elegía también para sí mismo), sólo aquellos sucesos que confirmaban el anunciado camino real, y despreciar aquellos otros que torcían poco menos que a la marisma.

Pero en diciembre, precisamente, no parecía haber sucedido nada positivo fuera de las conversaciones chino-soviéticas, por lo demás muy dilatadas, y del septuagésimo cumpleaños del Amo. Hablar a los alemanes del proceso de Traicho Kostov, donde tan burdamente se había montado la comedia judicial, y donde a los corresponsales de prensa se les había entregado con retraso una falsa retractación escrita, según decían, por Kostov en la celda de los condenados, habría sido vergonzoso y no habría servido a sus fines educativos.

Por esta razón, Rubin se detuvo hoy sobre todo en la victoria histórico-universal de los comunistas chinos.

El benévolo Max escuchaba a Rubin y asentía con movimientos de cabeza. Sus ojos tenían un aire inocente. Sentía afecto por Rubin, pero durante el sitio de Berlín empezó a no creerle demasiado. Además (Rubin no lo sabía), arriesgando la cabeza, en ratos perdidos empezó a fabricarse un aparato de radio en su laboratorio de ondas decimétricas, una miniatura que no tenía parecido alguno con un aparato de radio. Ahora escuchaba la BBC en alemán desde Colonia y había oído hablar no sólo de Kostov y de cómo había negado en pleno juicio las autoacusaciones que le arrancaran durante la investigación, sino también de la estrecha unión de los países atlánticos y del florecimiento de Alemania Occidental. Como es natural, lo había comunicado a los demás alemanes, y todos vivían con la sola esperanza de que Adenauer los sacara de allí.

Pero, ante Rubin, asentían con la cabeza.

Por lo demás, hacía rato que Rubin tenía que ausentarse, pues a él no le habían dispensado del trabajo nocturno de la jornada. Rubin elogió la tarta (el cerrajero Hildemut se inclinó halagado) y pidió disculpas a los reunidos. Los invitados lo retuvieron un poco, le agradecieron la compañía y él se la agradeció a ellos. Luego, los alemanes se dispusieron a cantar villancicos a media voz.

Rubin salió al pasillo tal como iba, llevando en la mano un diccionario mogol-finés y un pequeño tomo de Hemingway en inglés.

El pasillo era amplio, con el suelo de madera basta, sin pintar, carecía de ventanas, la luz eléctrica brillaba día y noche. Era el mismo pasillo donde una hora antes, durante el animado descanso de la cena, Rubin y otros amantes de las novedades habían interrogado a los nuevos presos llegados de los campos de concentración. Una de las puertas de este pasillo conducía a la escalera interior de la cárcel; las otras, a las correspondientes habitaciones-celda. Eran habitaciones porque en la puerta no había cerrojos, pero eran también celdas porque en las hojas de las puertas se habían practicado unas mirillas, unas ventanitas vidriadas. Estas mirillas, que nunca eran usadas por los celadores del lugar, se habían copiado de las cárceles auténticas a tenor del reglamento, pues, sobre el papel, la sharashka llevaba el nombre de «Prisión Especial n.º 1 del MGB».

A través de una mirilla de esas podía verse ahora, en una de las habitaciones, la Nochebuena de la colonia letona, que también había pedido permiso.

Los demás presos estaban en el trabajo y Rubin temía que lo detuvieran a la salida y lo llevaran ante el oper§ a escribir una justificación.

Ambos extremos del pasillo terminaban en una puerta que abarcaba toda su anchura: una de ellas, bajo un arco de medio punto, era de madera, tetravalva, y daba al presbiterio de lo que fuera la iglesia del seminario, hoy día también habitación-celda; la otra, de dos hojas, cerrada y blindada hasta arriba, conducía al trabajo (los presos la llamaban «la puerta santa»).

Rubin se acercó a la puerta de hierro y llamó a la ventanilla. La cara del celador se arrimó al cristal por la parte opuesta.

La llave giró silenciosamente. El celador era de los indiferentes.

Rubin salió a la escalera principal del antiguo edificio, de doble tramo, y atravesó el descansillo de mármol ante dos afiligranados faroles antiguos que ya no se encendían. Entró luego en el pasillo de los laboratorios, en ese mismo primer piso, y empujó una puerta con el rótulo: «LABORATORIO DE ACUSTICA».