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Las agujas de encaje marcaban las cuatro y cinco.

En aquel encalmado día de diciembre, el bronce del reloj, sobre el estante, era completamente oscuro.

Los cristales del alto ventanal empezaban a ras de suelo. A través de ellos se divisaba —abajo, en Kuznetski— la apresurada agitación de la calle y el obstinado ir y venir de los porteros que barrían, bajo los pies de los transeúntes, la nieve recién caída, pero pesada ya y de color marrón sucio.

Viendo y sin ver realmente todo esto, Innokenti Volodin, consejero de Estado de segunda, permanecía apoyado en el marco de la ventana silbando una tonadilla lánguida y prolongada. Con la punta de los dedos pasaba las coloridas y brillantes páginas de una revista extranjera. Pero no se enteraba de lo que había en ella.

Volodin, consejero de Estado de segunda categoría, lo que equivalía a teniente coronel del servicio diplomático, era alto y estrecho de hombros, no llevaba uniforme sino un traje de tela sedosa, y más bien parecía un joven ocioso y de fortuna que un responsable funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Era hora de encender la luz en el despacho, y no la encendía; o de irse a casa, y no se marchaba.

Las cuatro y pico no significaban el fin de la jornada laboral, sino sólo el fin de su parte diurna, de su parte más breve. Ahora se irían todos a casa, a comer y a dormir, pero a las diez de la noche volverían a iluminarse las miles y miles de ventanas de los cuarenta y cinco ministerios de la Unión y de los veinte de las repúblicas. Tras una docena de muros, en una fortaleza, había un hombre, sólo uno, que no podía dormir por las noches y que había acostumbrado al funcionariado de Moscú a permanecer en vela con él hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Conociendo las costumbres nocturnas del jefe, seis decenas de ministros velaban como escolares a la espera de ser llamados. Para que no les venciera el sueño, convocaban a sus secretarios, los cuales fastidiaban a los jefes de negociado. Los archiveros revolvían los archivos encaramados en sus escalerillas, los escribientes volaban por los pasillos, las taquígrafas afilaban sus lápices.

Incluso hoy, víspera de la Navidad occidental (desde hacía dos días todas las embajadas occidentales parecían silenciosas, no telefoneaban), su Ministerio pasaría, pese a todo, la noche en blanco.

Los demás tendrían dos semanas de vacaciones. Inocentes. ¡Asnos orejudos!

Los dedos nerviosos del joven hojeaban la revista con rapidez, maquinalmente. En su interior, una sensación de miedo ora le dominaba y enardecía, ora se retiraba dejándole cierta frialdad.

Innokenti arrojó la revista y paseó por la estancia con los hombros encogidos.

¿Telefonear o no telefonear? ¿Enseguida? ¿Sin falta? ¿Sería allí demasiado tarde? ¿Mejor el jueves o el viernes?

Sería demasiado tarde…

¡Quedaba tan poco tiempo para meditarlo! ¡Y nadie, absolutamente nadie, a quien consultarlo!

¿Existiría un medio para identificar a alguien que llamara desde un teléfono público? ¿Y si sólo hablara en ruso? ¿Y si no se demoraba y se marchaba rápidamente? ¿Reconocerían por teléfono su voz ahogada? Técnicamente, era imposible.

Dentro de tres o cuatro días volaría hacia allí en persona. Lo más lógico era esperar. Lo más sensato, esperar.

Pero sería demasiado tarde.

¡Oh, diablos! Un escalofrío recorrió sus hombros, poco acostumbrados a soportar cargas. Habría sido mejor no enterarse. No saberlo. No estar al tanto…

Recogió cuanto había sobre la mesa y lo llevó a la caja fuerte. Su inquietud iba en aumento. Innokenti apoyó la cabeza sobre la caja, de hierro y pintada de color pardo, y descansó con los ojos cerrados.

De pronto, como si hubiera malgastado los últimos instantes disponibles, Innokenti se puso en movimiento. No telefoneó pidiendo el coche, no tapó los tinteros. Cerró la puerta, y al final del pasillo entregó la llave al ordenanza de servicio. Descendió por la escalera casi corriendo, adelantándose al personal de plantilla, con sus bordados de oro y sus galones. Abajo se puso el abrigo de cualquier manera, se encasquetó el sombrero y entró corriendo en el húmedo crepúsculo.

La rapidez de sus movimientos fue un alivio.

Sus zapatos franceses, y sin chanclos, como dictaba la moda, se hundieron en la nieve sucia y deshelada.

Al pasar junto a la estatua de Vorovski, en el patio casi cerrado del Ministerio, Innokenti levantó los ojos y se estremeció. Descubrió un nuevo sentido al reciente edificio de la Gran Lubianka, la prisión que daba a la calle Furkassovskaya. Aquella mancha gris-negra de nueve pisos era un acorazado, y las dieciocho pilastras colgaban de su borda derecha como dieciocho torres encañonadas. La solitaria y frágil lancha de Innokenti se sintió atraída hacia la proa del rápido y pesado navío.

No, el acorazado no atraía a la lancha, ¡era esta la que iba hacia él como un torpedo!

¡Eso no podía ser! Para esquivarlo, torció a la derecha, y amarró en Kuznetski. Un taxi se disponía a abandonar la acera, Innokenti lo tomó y lo mandó calle abajo, y luego le ordenó torcer a la izquierda, hacia los faroles de la calle Petrovka, los primeros que se encendían.

Dudaba aún, no sabía desde dónde llamar para que no le agobiaran, para que no le apremiaran ni espiaran a través de la puerta. Pero si buscaba una cabina aislada y tranquila se notaría más. ¿No sería mejor llamar rodeado de una multitud más densa, siempre que la cabina fuera hermética, de obra? Qué estupidez ir en taxi y tener al chófer por testigo. Revolvió una vez más el bolsillo buscando los quince cópeks con la esperanza de no hallarlos. En ese caso, como es natural, lo aplazaría.

En el semáforo de Ojotn y Riad sus dedos tentaron y extrajeron a la vez dos monedas de quince cópeks. O sea, había que hacerlo.

Pareció tranquilizarse. Peligrosa o no, era la única decisión que podía tomar.

¿Acaso es de hombres andar siempre temeroso?

Sin que Innokenti lo hubiera decidido, estaba pasando por Mojovaya, precisamente ante la embajada. Era el destino. Se pegó al cristal doblando el cuello, quería ver qué ventanas estaban iluminadas. No tuvo tiempo.

Dejaron atrás la universidad. Con una seña, Innokenti indicó hacia la derecha. Parecía dar un giro a su torpedo para colocarlo en mejor posición.

Irrumpieron en Arbat. Innokenti entregó dos billetes y siguió a pie por la plaza procurando mantener un paso mesurado.

Tenía la garganta y la boca secas, con esa sequedad que ninguna bebida puede aliviar.

Arbat estaba ya completamente iluminado. Ante el Artístico había una densa cola para ver Amor de bailarina. Una ligera neblina azulada envolvía la M roja del metro. Una mujer morena, una meridional, vendía pequeñas flores amarillas.

En este momento, el condenado a muerte no veía el acorazado, pero una brillante desesperación dilataba su pecho.

Debía recordarlo: ni una palabra en inglés. Y mucho menos en francés. No debía dejar a los sabuesos ni una pluma ni una cola. Innokenti caminaba muy erguido, ahora sin ningún apresuramiento. Una muchacha levantó los ojos al cruzarse con él.

Y otra. Muy bonita. Deséame salir bien librado.

¡Qué ancho es el mundo y cuántas posibilidades ofrece! Pero a ti no te queda nada fuera de este desfiladero.

Una de las cabinas exteriores de madera se encontraba vacía, pero al parecer tenía el cristal roto. Innokenti siguió adelante, hacia el metro.

Allí, las cuatro cabinas incrustadas en la pared estaban ocupadas. En la de la izquierda, sin embargo, un tipo de aspecto vulgar, algo achispado, terminaba de hablar y colgaba ya el auricular. El tipo sonrió a Innokenti y quiso decirle algo. Innokenti le sustituyó en la cabina. Con una mano tiró cuidadosamente de la gruesa puerta vidriada y la mantuvo cerrada; con la otra, temblorosa, enguantada, dejó caer la moneda y marcó el número.

Después de largas señales, levantaron el auricular.

—¿El secretariado? —preguntó alterando la voz.

—Sí.

—Le ruego que me ponga urgentemente con el embajador.

—Al embajador no se le puede molestar —le respondieron en un ruso impecable—. ¿De qué se trata?

—En este caso, póngame con el encargado de negocios. ¡O con el agregado militar! ¡No se demore, se lo ruego!

En el otro extremo reflexionaban. Innokenti se prometió que, si rehusaban ponerle, dejaría así la cosa, no lo intentaría por segunda vez.

—Está bien, le pongo con el agregado.

Establecieron la conexión.

Tras los cristales, más allá de las cabinas, pasaban los transeúntes, se apresuraban, se adelantaban unos a otros. Alguien se aproximó y se puso a esperar ante la cabina de Innokenti dando muestras de impaciencia.

Con fuerte acento extranjero, una voz satisfecha, indolente, dijo por el auricular:

—Diga. ¿Qué desea?

—¿El señor agregado militar? —preguntó bruscamente Innokenti.

Yes, aviation —soltó la voz desde el otro extremo.

¿Qué podía hacer? Innokenti puso la mano como pantalla y argumentó en voz baja pero decidida:

—¡Señor agregado de aviación! Le ruego que tome nota y se la pase urgentemente al embajador…

—Espere un momento —le respondieron sin prisas—. Voy a llamar al intérprete.

—¡No puedo esperar! —se enardeció Innokenti. (¡Ni siquiera se contenía lo suficiente para alterar la voz!)—. ¡No hablaré con ningún soviético! ¡No cuelgue! ¡Se trata del destino de su país! ¡Y no sólo de su país! Escuche: uno de estos días, el agente soviético Gueorgui Koval, de Nueva York, recibirá, en una tienda de piezas de radio situada en…

—Le comprendo mal —replicó tranquilamente el agregado. Cómo no, estaba sentado en un blando sofá y nadie le perseguía. Se oía una animada charla femenina al fondo de la habitación—. Llame in el consulado of Canadá, allí comprenden muy bien el ruso.

El suelo de la cabina ardía bajo los pies de Innokenti, el negro auricular, con su pesada cadena de acero, se fundía en sus manos. ¡Pero una sola palabra extranjera podía perderle!

—¡Oiga! ¡Oiga! —exclamó desesperado—. Dentro de unos días, un empleado de la embajada soviética, llamado Koval, recibirá en una tienda de aparatos de radio importantes piezas para fabricar una bomba atómica…

—¿Cómo? ¿En qué avenida? —se sorprendió el agregado, y empezó a reflexionar—. ¿Y cómo sé que usted decir verdad?

—¿No comprende a lo que me expongo? —restalló Innokenti.

Al parecer, a su espalda golpeaban el cristal. El agregado callaba, quizá daba una chupada al cigarrillo.

—¿Una bomba atómica? —repitió incrédulo—. ¿Quién es usted? Deme su nombre.

Se oyó un chasquido sordo en el auricular, seguido de un silencio de algodón, sin susurros ni tintineos.

Habían cortado la línea.