17
«¡SANGRE PARA EL DIOS de la SANGRE!»
Calliden había empezado a sospechar que él y Rugolo habían empezado a perder la razón.
Ambos estaban inmersos en un fuga que más parecía una pesadilla, tratando de disfrazar la realidad, aunque el mundo al que se enfrentaban no tenía nada que ver con la realidad. Era una perversión disforme de todo lo que habían conocido en su vida. Aquí se encontraban en la sala de derrota de una nave estelar, pilotada por una mujer poseída por el demonio, que ya había tratado de destripar a uno de ellos… y, sin embargo, se comportaban como si no estuvieran en peligro.
Con la cabeza entre las manos, Calliden se atormentaba pensando en su madre. Rugolo había considerado disparatada su versión de que ella lo había ayudado a liberarse de las ataduras en la destilería. Según él, las cuerdas debían de haberse aflojado a causa del líquido de la cuba, quizá porque las habían atado mal.
Calliden sabía que no había sido así. Estaba seguro de que su madre estaba realmente en el espacio disforme, no le cabía ninguna duda. Consideró todas las posibilidades. Puede que hubiera sido su madre en un principio y que luego se hubiera adueñado de ella un demonio, pero al fin y al cabo…
—Tiene que haber un demonio mayor detrás de esto —dijo Aegelica, apartándose del tablero de control—. No puedo hacer nada. Estamos siendo arrastrados hacia el interior de la Galaxia por una fuerza irresistible.
—Todo está oscuro, queridísima hermana —observó Gundrum con voz entrecortada—. ¡Estrellas que antes eran un ascua de luz, ahora están apagadas!
—Emiten luz oscura, hermano. Es una forma de resplandor del Caos.
Se unió a ellos sentándose a la elegante mesa que había en el centro de la sala y encima de la cual estaba la botella de licor con su lustrosa esencia amarilla.
Gundrum levantó la botella y le echó una mirada de aprobación. Sólo quedaba una pequeña cantidad de líquido.
—¡Ah, Kwyler! ¡Nuestro buen amigo Kwyler! Le tenía afecto. Y ¿qué mejor manera de recordarlo que…?
Calliden se quitó las manos de la cabeza y miró atónito a Gundrum, que destapó la botella y sirvió lo que quedaba del licor en cuatro vasos diminutos. El denso líquido se vertió con parsimonia, lanzando destellos bajo la luz.
Frunciendo los labios y con los ojos desorbitados, Gundrum bebió el contenido de su vaso.
—¡Ah, querido amigo! ¡Qué gusto reencontrarse contigo!
Se estremeció y miró con lúgubre sorpresa la expresión escandalizada de Rugolo y Calliden. Mientras tanto, Aegelica tomó un sorbo de licor sin darle la menor trascendencia.
—¡Beban! ¡Beban! ¿Acaso no han bebido antes de nuestro amigo Kwyler? ¡No le hagan ahora un desprecio!
Dirigieron sus ojos a las gotas de esencia vital que Gundrum les había servido, saboreando por anticipado el placer que les produciría.
Gundrum tenía razón, en un irónico gesto de despedida, levantaron los vasos a modo de saludo y se llevaron a los labios las últimas gotas que quedaban de Kwyler.
La nave espacial de colores entró en una trayectoria curva en el Sistema Planetario de la Rosa, en una especie de barrena hasta que, en un momento dado, redujo la velocidad y quedó a la deriva. Todas las estrellas tenían el mismo aspecto. Rugolo y Calliden las miraban boquiabiertos y fascinados, incapaces de entender por qué parecían tan luminosas cuando no emitían luz alguna. Las explicaciones de Gundrum y de Aegelica no tenían ningún sentido.
Aegelica volvió a tomar el mando de la nave, estudiando brevemente el tabulador. Estaban dentro de un sistema planetario cuyo sol parecía una brillante bola de obsidiana. Calliden pensaba que procuraría salir del Sistema Planetario de la Rosa con la esperanza de encontrar un camino que les permitiera salir del Ojo. Había olvidado que semejante rectitud iba en contra de su personal método de navegación. Ella se dejaba llevar por la fe, por las sensaciones, por la obediencia a las extrañas formas del Caos, y el Caos la había conducido al interior de la Galaxia. Sus ojos color esmeralda se empañaron.
Puso rumbo al planeta más próximo, que apareció como una masa de azabache o ébano recortada contra la luz del sol de obsidiana. A medida que la nave espacial iridiscente se deslizaba con sonido sibilante a través de su atmósfera, empezaron a verse unas manchas rojas y resplandecientes. La nave sobrevoló un paisaje nocturno lleno de volcanes en erupción que parecían antorchas.
Aegelica aterrizó suavemente. Calliden profirió un grito de alarma cuando tiró de la palanca para extender la rampa y abrir la escotilla sin comprobar primero la calidad del aire exterior, pero ni vapores venenosos ni esporas letales ascendieron por el hueco del ascensor invadiendo la nave, sólo un olor sulfuroso. Todos la siguieron con curiosidad. Ella se detuvo en lo alto de la rampa y observó el desolado paisaje.
—¡Estimulante! —dijo. Bajó por la rampa con curiosa animación y frotó los pies en el extraño suelo que tenía un tacto parecido al de la ceniza y del cual asomaban constantemente, para ocultarse a continuación, unos zarcillos retorcidos con apariencia de gusanos—. ¡Este es el lugar! ¡Oh, hermano mío, entramos en la noche oscura del alma! ¡Oh, placer sin parangón!
Empezó a bailar, haciendo ondear los brazos en el aire. Los destellos espeluznantes de los volcanes distantes daban a su piel unos tintes rojizos bajo el negro azabache de la luz del sol. Su rostro había adquirido una nueva vitalidad y sus ojos esmeralda chispeaban. Rugolo apartó de un empujón a Calliden, que intentaba detenerlo, y bajó la rampa. Aegelica nunca había parecido más exótica, más magnética, con el suave balanceo de sus pechos y con su redondo trasero, que amenazaba con romper el jubón que la cubría. Rugolo tendió los brazos y avanzó hacia ella.
—¡No, Maynard! ¡No!
Calliden bajó corriendo la rampa, sujetó a Rugolo y lo apartó, pero Aegelica ni siquiera los miró.
—¡Es la luz negra, hermano! —gritó con voz estridente.
—¡Por las raíces de mi deseo! —estalló Gundrum.
Entonces la mujer profirió un alarido de placer y dio la impresión de trascender los límites de su naturaleza. Volvió a transformarse en una diablilla, en la hija de Slaanesh. Sus ojos verdes adoptaron una forma almendrada y se agrandaron. Matas de pelo verde le brotaron de la cabeza y de los hombros, mientras sus manos se transformaban en cortantes garras y sus pies en patas aguileñas de dos dedos.
Pero la transformación más sorprendente se produjo en su belleza. Era una belleza que provocaba el éxtasis en quien la miraba, una belleza irresistible y repugnante al mismo tiempo. Gundrum estaba de pie sobre la ceniza, en trance, mirando a su hermana. El aspecto de su rostro era extraordinario, incluso para él, como si ya hubiese dejado de ser humano y se hubiera convertido en una criatura extraterrestre con emociones de una naturaleza muy diferente.
Entonces Aegelica lo atacó. Con una de sus garras serradas cogió a su hermano por el cuello, mientras con la otra desgarraba su ropa de color oscuro y empezaba a juguetear con su piel desnuda acariciándolo, provocándolo, haciéndole cortes… despedazándolo. La sangre empezó a fluir. De un mordisco le despedazó las costillas y se las sacó, dejando al descubierto los pulmones y el corazón, en los que hundió juguetonamente sus garras. Gundrum no ofreció resistencia, lo único que hacía era sacudir los brazos en éxtasis. De su boca salía un sonido ululante de agonía y goce y de incitación.
—¿Es cierto, hermana, es cierto, es esto lo que tenía que llegar? ¡Por mis raaaaíces, hermanaa, por mis raaaaíces!
Calliden todavía llevaba encima el rifle de fusión. Lo sacó de repente, aunque recordaba el escaso efecto que había tenido sobre el demonio, con la intención de acabar al menos con el tormento de Gundrum, pero Rugolo forcejeó con él y apuntó la boca del arma hacia arriba. Su cara estaba encendida de pasión.
—¡Déjala! ¡Ahora me toca a mí!
La ráfaga de energía se esparció por el aire, enmarcando momentáneamente la escena en un resplandor blanco. En aquel momento, la demoníaca Aegelica levantó una de sus patas y con un sencillo movimiento desgarró el abdomen de su hermano y hurgó en sus intestinos como si estuviera metiendo los pies en el agua. Con cada nueva sensación de dolor, los gritos de Gundrum expresaban un mayor goce.
¡Era imposible que el dolor puro y duro pudiera provocar eso! ¿Qué increíbles deleites sumaba Aegelica a aquellas sensaciones insoportables?
De un tirón extrajo las tripas de Gundrum, convertidas en una madeja sanguinolenta, aplastó su corazón que todavía palpitaba y arrojó a un lado el cuerpo mutilado que se retorcía. Parecía satisfecha de sí misma.
—¡Ha sido entregado a Slaanesh! ¿Qué mejor regalo podía hacer una hermana a su hermano? —y añadió en un tono normal—. ¡Es el cumpleaños de Gundrum!
Se adelantó, tendiendo su garra manchada de sangre.
—Ahora… también te quiero a ti, Maynard…
Rugolo retrocedió un paso y luego, con un suspiro convulsivo, fue tambaleante a su encuentro. Cuando Calliden intentó detenerlo, empujó al navegante con un golpe de su hombro y lo tiró al suelo, haciendo gala de una fuerza insólita y sorprendente.
—Aegelica… —dijo con voz ronca.
Calliden no podía usar el rifle de fusión contra Aegelica sin quemar a Rugolo. Volvió a disparar al aire.
El resplandor le permitió ver de pie, a corta distancia, a dos figuras que en la oscuridad le habían pasado desapercibidas. Lo que estaba a punto de suceder entre Rugolo y Aegelica se interrumpió. Daba la impresión de que algo había cambiado en la actitud de la demoníaca mujer.
Las dos figuras eran enormes y macizas e iban vestidas con relucientes armaduras que brillaban incluso a la luz oscura y que los cubrían totalmente, como trajes espaciales, pero mucho más grandes. Calliden se puso de pie. Tardó unos minutos en darse cuenta de quiénes podían ser los recién llegados. Nunca había pensado que vería a semejantes héroes del Imperio, pero había visto la propaganda del Administratum donde se publicaban sus hazañas. ¡Marines Espaciales!
Al menos el de la izquierda tenía todo el aspecto de un Marine Espacial. El del otro, en cambio, le ofrecía serias dudas, era como si una armadura de Marine Espacial hubiera contraído el cáncer y le hubieran salido excrecencias incontroladas. Dos grandes cuernos salían de su casco, y espiras y extraños artilugios cubrían el resto de la coraza.
Calliden se dirigió al Marine que había identificado con certeza como un guerrero del Imperio. A decir verdad apenas podía distinguir el águila Imperial… Agitó su pañuelo para indicar que era un navegante.
—¡Socorro, señor! ¡Estamos perdidos y corremos peligro!
Ni uno ni otro se fijaron en él. Se apartaron uno del otro con su atención concentrada en Aegelica. Del casco del Marine deformado surgió una áspera voz de barítono.
—¡Ten cuidado! ¡Es tu enemiga, una hija de Slaanesh, una Fuente de Deleite Indescriptible, una Fuente de Gozosa Degradación! Te destripará a la menor oportunidad. Y no te dejes engañar porque no lleve armas. Tiene poderes de los que nosotros carecemos.
Aegelica dejó a un lado a Rugolo y avanzó hacia Magron extendiendo una de sus garras. Cuando habló, su voz tenía tintes malévolos.
—Aunque lleva el sello de Tzeentch, está consagrado a K borne. ¡No nos gusta Khorne!
—No nos importunes, corrupta criatura —respondió el capitán, Abaddas, levantando su bólter—. He jurado ayudar a mi compañero de combate a encontrar su destino, y aunque sigo siendo humano, tengo algunos dones de más de un señor y no me rindo con facilidad, de modo que no enfades al Dios de la Sangre privándolo de un futuro príncipe.
—¡Ya no quiero este cuerpo! —exclamó Aegelica, y su cara se distorsionó de furia.
Se retorció y recuperó de repente su forma humana. Pero fue sólo un momento. El demonio reapareció, aunque pareció surgir de la mujer humana como una serpiente que se despoja de su piel. De pronto había dos criaturas, una mujer humana desnuda que se desplomó cayendo al suelo sin sentido, y la diablilla vestida con el jubón que le había pertenecido, de pie junto a ella, reluciente, llena de encanto fatal y de una belleza malévola.
A una señal de Abaddas, Magron también sacó el bólter de su arnés, pero la diablilla —ya no se la podía llamar Aegelica— no atacó. Levantó sus garras hacia el cielo.
—¡Ya sé quién me ha traído aquí! ¡Tengo un lugar a donde ir!
Se produjo una nueva convulsión, un destello en la oscuridad. De repente, dejando atónitos a todos menos a Abaddas, la diablilla apareció montada sobre una bestia que tenía dos patas como las de un avestruz y un cuerpo alargado semejante al de un reptil cubierto de una piel de color verde y lavanda. Tenía un hocico alargado y tubular, con una lengua que salía y entraba constantemente como la lengua de la propia diablilla, pero más larga.
—¡Adelante!
Respondiendo al grito, la cabalgadura salió a toda velocidad hacia la lejanía. Luego dio la impresión de subir una montaña invisible y se elevó hacia el cielo. Era imposible saber lo que había pasado, si jinete y montura se habían fundido con la negrura del cielo o simplemente se habían desvanecido.
—Es una cabalgadura de Slaanesh —explicó Abaddas a Magron—. Un pequeño demonio montado a menudo por seres perversos. Vamos, hermano, ya estamos cerca.
—¿No deberíamos socorrer a estos infortunados que nos han pedido ayuda?
Abaddas miró a la pareja de supervivientes. Era evidente que eran forasteros en el Ojo. A veces algún mercader lograba introducirse en él buscando hacer fortuna y, por lo general, se metía en líos, como sin duda les había ocurrido a éstos.
Era evidente que la mujer se había entregado a la diablilla, y ello le había permitido internarse fácilmente en la galaxia. No necesitaba un huésped humano en el Ojo del Terror, podía manifestarse directamente. Pero no podía explicárselo a Magron. Le había dado una versión diferente de las cosas.
—Que otros los ayuden. Nosotros seguimos el rumbo del destino. Vamos —siguió a grandes zancadas con Magron tras él.
Cuando se hubieron ido, Rugolo y Calliden se acercaron a Aegelica que yacía sobre el suelo ceniciento. Estaba inerte y bien muerta. Rugolo estaba estupefacto, recordando la incontrolable manía erótica que había despertado en él. La mujer que tenía ahora ante sí nunca podría haber despertado tales deseos. Ni siquiera era joven. Probablemente era mayor que Gundrum y donde antes había turgidez y firmeza, ahora sólo había piel flácida. También sus facciones eran diferentes, carentes por completo del magnetismo vampírico que la otra Aegelica habría conservado incluso después de muerta.
A Rugolo le pareció más una solterona decepcionada y entrada en años. No era extraño que se hubiera dejado poseer por un demonio del placer.
Retrocedieron, evitando mirar hacia lo que quedaba de Gundrum. Mortificado y avergonzado, Rugolo miró hacia la nave espacial. Sus tonalidades irisadas se habían transformado en diversos matices de negro: obsidiana, carbón, ébano, color alquitrán, entre los cuales podían atisbarse reminiscencias de colores amortiguados.
—Tenemos la nave —dijo—. ¡Y la mercancía de Gundrum! ¡Sólo los licores valen una fortuna! ¡Nadie más puede conseguirlos!
—¡No puedes venderlos! —exclamó Calliden, mirándolo perplejo—. ¡Están hechos de seres humanos asesinados!
Rugolo extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y se encogió de hombros.
—¡Mira a tu alrededor! Es un universo hostil, Pelor. Su sacrificio no debe quedar estéril. Tienes que pilotar la nave de vuelta al Imperio.
—El Astronomicón no es visible desde aquí. No puedo encontrar el camino, precisamente por eso seguíamos a Aegelica.
—¡Por supuesto que puedes! —insistió Rugolo—. Recuerda lo que dijo Kwyler: tienes que tener fe. Aquí nadie puede ayudarnos.
—Deberíamos enterrar a estos dos —murmuró Calliden retrocediendo para apartarse de los cadáveres. Gundrum y su hermana Aegelica habían pagado su precio por entrar en el Ojo del Terror. Qué locura…
Se preguntó por qué estaba allí, qué aflicción lo había arrastrado hasta allí. A lo mejor tenía algo que ver con su madre. Ella había empezado pidiéndole una ayuda que él no había sido capaz de darle. Pero al fin había sido ella quien le había ayudado. Parecía que se hubiera cerrado un círculo. Esta idea lo tranquilizó un poco.
—Es posible que haya alguien capaz de ayudarnos —dijo mirando hacia dónde habían desaparecido los dos guerreros—. Ellos son Marines Espaciales, al menos uno lo es. Lleva el águila Imperial. Tiene que estar aquí por algún motivo. Tal vez tenga una nave con un navegante que conozca una ruta para salir de aquí.
—¿Y nuestras mercancías?
Pero Calliden ya había empezado a andar sobre las cenizas y, aunque de mala gana, Rugolo lo siguió.
* * *
Una nueva lengua de lava que salía de la rugiente cima de un volcán de reciente aparición formaba un cenagoso río rojo en la media distancia. Paradójicamente, su resplandor no hacía sino oscurecer la estructura que tenían ante sí los Marines Espaciales, cuando en circunstancias normales se hubiera destacado claramente contra la oscuridad.
Era una columnata semicircular en cuyo interior había dos grandes altares, coronado cada uno de ellos con un ídolo grotesco diferente y con símbolos de diversos tipos como telón de fondo. A un lado de la columnata se veía un pequeño edificio de piedra ante cuya puerta, sentada en un banco de madera, destacaba una voluminosa figura humana de cara circunspecta. Iba vestida con una simple sobrepelliz de cuatro colores: rojo, azul, amarillo y púrpura. Al aproximarse Abaddas, acompañado del ruido característico de su servoarmadura, se puso de pie y le impartió su bendición al reconocer en él al antiguo Ángel Oscuro.
—Os traigo a un suplicante, capellán. Consagradlo. Está destinado al Dios de la Sangre.
Magron a duras penas prestó atención a sus palabras. Estaba transfigurado, mirando a los altares, fascinado por el aura de majestad y poder que emanaba de la columnata en su conjunto. La figura de la izquierda brillaba con una belleza sobrenatural que le recordaba al cautivante demonio con el que acababan de encontrarse. Era bisexual, con un aspecto masculino y otro femenino. Entre su fluida cabellera asomaban dos pares de cuernos. El ídolo llevaba una cota de malla con una orla y sostenía en una mano un cetro de jade.
En el extremo derecho de la columnata se veía un ídolo completamente distinto. Una figura hinchada y deteriorada acuclillada sobre el altar, un montón de carne macilenta, con los ojos entrecerrados, una enorme boca y una expresión que le daba un aspecto sumamente repulsivo. De numerosas úlceras, pústulas y laceraciones gangrenosas, por las que asomaban sus órganos internos necrosados, fluía un pus verde y amarillento. La constante filtración hizo pensar a Magron en un primer momento que la estatua estaba viva, pero luego se dio cuenta de que estaba completamente inmóvil.
Volvió su atención al par de altares internos. Junto al ídolo aquejado por la enfermedad, que supuso sería Nurgle, Señor de la Pestilencia, había una figura que, en su estilo, le pareció también horripilante. Tenía una cara arrugada, unida, sin solución de continuidad a unos hombros robustos de los cuales salía una cornamenta curva. Algún poder mágico hacía que unas caras que cambiaban constantemente se desplazaran por la piel desnuda de la figura haciendo gestos burlones. Una vaga fantasmagoría sobrevolaba la cabeza del ídolo, una confusión de imágenes momentáneas.
Pero el que más llamó su atención fue el cuarto ídolo. Se destacaba entre los demás por su estatura y porque estaba sentado en un trono de bronce de aspecto sobrenatural, que descansaba a su vez sobre un montón de cráneos. Era una figura humanoide de vigorosa musculatura, vestida con una armadura de placas muy elaboradas y con la cara medio oculta por un yelmo alígero.
¡Y qué cara! Magron la podía ver bastante bien desde donde estaba. En ella se reflejaba una ferocidad bestial. Los ojos rojos lo miraban directamente exigiendo —y esperando— todo su coraje, todo su ardor marcial y su obediencia sin límites. ¡Era una cara como para conducirlo a uno a la guerra! De pronto sintió que toda su vida había sido una preparación para este momento.
El capellán de los Portadores de la Palabra estaba hablando al capitán Abaddas.
—Veo que me traes a un hermano Marine, pero…
—Acaba de llegar —lo interrumpió Abaddas, dándose cuenta de que el capellán reconocía la antigüedad casi intacta de la armadura de Magron. Levantó una de sus manos cubierta por el guantelete en señal de advertencia—. Pero no habléis más de eso o se desviará de la senda consagrada. Preparadlo para la consagración.
Magron observó al capellán. Vio que llevaba todas las marcas de un Marine Espacial: el notable aumento de peso y de estatura, el continente marcial, los distintivos de las campañas en la frente. Advirtió una sombra oscura bajo la sobrepelliz de seda que traicionaba la presencia del caparazón negro y de la coraza soldada.
Abaddas confió en que no percibiría los favores concedidos al capellán por el Caos en forma de tentáculos rematados con objetos de culto.
—Quítate el casco —le ordenó el capellán, poniéndose de pie—. El Dios de la Sangre querrá ver tu cara.
—Todavía mantengo cierta lealtad al Emperador —admitió Magron, renuente—, y el nuevo estado de cosas me parece desordenado y contrario a la razón.
El capellán de los Portadores de la Palabra respondió con una inclinación de cabeza, sin hacer mucho caso de las dudas de Magron.
—Es costumbre en este punto decir unas cuantas palabras sobre el paso que estás a punto de dar —señaló con un dedo la columnata—. He ahí los altares de las cuatro grandes Poderes del Caos. Los Portadores de la Palabra rinden culto al Caos en toda su integridad, lo mismo que su capitán Abaddas. Pero la mayoría de los hombres sirve a un señor, como debes hacerlo tú.
»Tú hablas de desorden y derramamiento innecesario de sangre. Es cierto que los seguidores del Caos cometen grandes excesos, pero son sólo un reflejo de la crudeza y la violencia que forma parte del ser humano. ¿No ves que los Dioses del Caos son creaciones de la conciencia humana? Todo forma parte de la evolución de la galaxia. Es un estadio por el que tiene que pasar la humanidad para alcanzar la madurez espiritual. Todo el que se abstenga, fracasará.
La homilía del Portador de la Palabra despejó las últimas dudas de Magron. Se quitó el casco. Los ojos rojos de Khorne se fijaron en él mientras el capellán lo conducía al altar. Aunque era sólo un ídolo, lo era en un mundo bendecido con las energías del Caos. La presencia de la propia deidad estaba en él, y Abdaziel Magron estaba frente a frente con el Dios de la Sangre.
El capellán empezó a recitar una letanía en una lengua desconocida para Magron, una lengua de largas vocales líquidas. A cada estrofa, el ídolo del Dios de la Sangre profería un rugido que helaba la sangre. A Magron se le inundó el cerebro de una bruma rojiza. ¡La promesa! ¡La promesa de gloria!
El capellán interrumpió sus plegarias y le habló suavemente.
—Por ahora no experimentarás ningún cambio físico, pero tu Señor indicará su voluntad de aceptarte mediante marcas en tu armadura.
Instantáneamente, Magron sintió como si le hubiera dado un golpe resonante, y le invadió una sensación de rabia. Del ídolo salió un trueno. Miró las placas de su armadura y vio que el emblema imperial había desaparecido. En su lugar estaba el emblema rojo sangre de Khorne, tras barras unidas por una cruz. Y de cada avambrazo habían brotado lo que a primera vista parecieron gotas de sangre coagulada, pero que en realidad eran unas garras como garfios que se apretaban y se aflojaban, ávidas de desgarrar la carne.
Apartándolo del altar, el capellán habló con voz estentórea en gótico imperial:
—¿Renuncias al emperador de la humanidad y abjuras de él? ¿te consagras a Khorne y te sometes a su benevolencia y a su castigo?
Numerosos sentimientos contradictorios se agolparon en el corazón del sargento Magron. Sabía que una vez pronunciados sus votos, habría dado la espalda a su antigua vida y sería de Khorne para siempre.
Algo en su interior seguía resistiéndose. Había un último reducto que prefería morir antes que cambiar. Rechazó esta suprema testarudez y abrió la boca para dar la respuesta exigida.
En aquel preciso instante lo distrajo un grito. Una figura delgada, vestida de negro había surgido de las tinieblas. Era el navegante al que había visto antes. En una de sus manos llevaba un rifle de fusión, y dando traspiés le seguía su compañero, el de la perilla, suplicándole que regresara.
En su confusión mental, Pelor Calliden había perdido la prudencia más elemental y el miedo a la muerte impulsado por la furia que le provocaba lo que había oído.
—¿Cómo puede tomar parte en esta blasfemia? —gritó a Magron a voz en cuello—. ¡Es un Marine Espacial! ¡Ha prestado juramento al Emperador! ¿Dónde está su lealtad? ¿Dónde está su honor?
—¡Es KHORNE el que ofrece honor! —respondió Magron con voz tonante, complacido por sentirse tan ofendido—. ¡Tonto, tu Emperador lleva dos siglos muerto, muerto por Horus el Señor de la Guerra!
El capitán Abaddas sacó su espadín y se adelantó, dispuesto a despachar sin más a los intrusos, pero Magron lo detuvo alzando un brazo.
—¿No es así, capitán?
—Así es, sin duda —respondió Abaddas con voz ronca—. ¡Estos entrometidos han profanado una ceremonia sagrada! Mátelos por su osadía, sargento. ¡Es una orden!
Ante el pánico que le produjeron estas palabras, Maynard Rugolo obligó a su cerebro a trabajar a marchas forzadas. No sabía mucho de historia imperial, pero a cualquiera que hubiera asistido alguna vez a la escuela le habían hablado de la gran guerra civil en la que los traidores encabezados por el infame Horus había tratado de usurpar el poder al Emperador. Miró rápidamente a uno y otro Marine, captó de dónde venía el engaño y señaló al Marine con la armadura extrañamente deformada.
—¡Está mintiendo! ¡Horus fue derrotado y el Emperador todavía vive! ¡Estamos en el cuadragésimo primer milenio!
—¡Mata al mentiroso! —gritó Abaddas, pero él no se movió.
Magron se volvió hacia él. Daba la impresión de que se le había caído el velo que tenía delante de los ojos. Al ver su expresión, Abaddas supo que la ilusión que tan minuciosamente había urdido para el sargento Magron se había desvanecido y que ya nada podía ayudar al Ángel Oscuro. Dejó su espadín y sacó su bólter.
Magron estaba recordando la santidad de sus años como Ángel Oscuro, y su inconmovible fe en el Emperador volvió a inundarlo. La escena que lo rodeaba, con sus cuatro ídolos del Caos, le pareció de pronto perversa y corrupta.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó a Abaddas.
—La verdad —dijo Abaddas con aspereza— es que Khorne te ha llamado a su seno y tú has renunciado a la vida eterna.
En el momento en que el capitán Abaddas apuntó al sargento Magron con el bólter, acabó la lucha por su alma.
—¡Vivo o muerto, no abandonaré al Emperador! —gritó—. ¡Pero sabré la verdad!
Corrió hacia su capitán, desviando el cañón del bólter que entonaba su mortífera canción. Su carrera fue inesperada y desestabilizó a Abaddas. Los dos Marines cayeron al suelo y rodaron, aplastando las cenizas hasta quedar boca abajo, Magron encima de Abaddas. Los cables de energía producían su zumbido característico y las placas de ceramita crepitaban. Abaddas llevaba el Armorum Ferrum, como también se llamaba la armadura de modelo MK-III, de gran fuerza, mayor que la MK-IV de Magron. El sargento no podría mantener al capitán bajo él mucho tiempo más, pero sabía dónde estaban los cables de energía. Magron echó mano a su bólter.
El capellán se acercó a ellos. Entonó unas palabras y levantó la mano trazando un signo mágico. Desde la elevación en que se encontraba, Calliden levantó su rifle de fusión y disparó rogando que todavía quedara combustible en su ya raquítico depósito. El capellán se volvió para enfrentarse a él, cuando la honda de calor abrasador lo envolvió, pero no se quemó y ni siquiera se cayó. Daba la impresión de que lo rodeara una burbuja protectora.
Calliden volvió a disparar inmediatamente, y después una vez más, pero no pasó nada. El depósito estaba vacío.
El capellán del Caos, una aterradora figura sobrehumana para Calliden y Rugolo, permaneció de pie mirando a su atacante con ojos vacíos antes de derrumbarse y quedar inmóvil. Ni siquiera su sobrepelliz estaba chamuscada.
Se oyeron luego disparos repetidos. El sargento Magron se incorporó ligeramente para que las explosiones del bólter sólo produjeran chamuscaduras superficiales en su armadura. Introduciéndose a través de las excrecencias, disparando entre los empalmes de las placas de la pesada armadura, los disparos seccionaron los cables de energía de la MK-III, infligiendo graves heridas al cuerpo del curtido Marine al que protegía. Abaddas estaba ahora tan inmóvil como lo había estado Magron mientras flotaba a la deriva hacia el planeta Rhodonius.
A Magron le disgustaba tratar de aquella manera a un hermano Ángel Oscuro, pero no era la primera vez que mataba a Marines Espaciales y estaba dispuesto a volver a hacerlo si se rebelaban contra el Emperador. Abrió y retiró el casco cuneiforme del otro. El capitán Abaddas no intentó mirarlo. Su rostro estaba tan inexpresivo y frío como siempre en medio de su dolor y su impotencia.
—¡Perdóneme, hermano, pero tengo que saber la verdad!
Rugolo y Calliden presenciaron horrorizados lo que sucedió a continuación. El guantelete de energía del sargento Magron arrancó el cráneo del capitán Abaddas. Luego se inclinó sobre él, estirando su cuello y mordió la parte posterior del cerebro ensangrentado y vivo del capitán que había quedado al descubierto.
A ellos les pareció un espantoso rito obsceno o un acto de canibalismo. No podían saber que entre los órganos implantados a un Marine Espacial se contaba la homofágea que le permitía absorber los recuerdos de otra persona comiendo su tejido cerebral. El sargento Magron quería obtener información rápidamente, y para eso necesitaban comer ese tejido mientras el otro todavía estaba vivo, por cruel e inhumana que pareciera esa medida.
No se atrevieron a acercarse al escenario de tan horripilante banquete ni a dirigirle ningún reproche. Se limitaron a retroceder y alejarse arrastrándose.
El capitán Abaddas sabía lo que estaba ocurriendo, aunque, como el cerebro humano carece de nervios sensores, no recibía ninguna sensación. Sin embargo, no formuló la menor protesta mientras el sargento Magron devoraba su cerebelo. Pronto ya no estuvo en condiciones de formar una sola palabra. Bocado tras bocado, el sargento Magron masticó y tragó. A cada mordisco, Abaddas sentía que su personalidad se iba vaciando, hasta que sólo fue una vaga presencia sin memoria, un susurro furtivo del espacio disforme.
Y luego nada.
Magron apartó su boca ensangrentada del cráneo vacío y se levantó. La homofágea estaba extrayendo memoria a gran velocidad. Magron cayó en trance, y fue escogiendo entre el desfile que había sido la extraordinaria vida de Zhebdek Abaddas, prescindiendo de un montón de información confusa, hasta llegar al final a lo que necesitaba.
La Herejía de Horus. Entonces supo la verdad de los Ángeles Oscuros. Y la verdad era increíble. Incluso mientras la compañía de Magron participaba en el ataque a la base interestelar Luther de los Devoradores de Mundos, el lugarteniente de los Ángeles había convencido a la guarnición de Caliban, su mundo originario, de que se sumasen a la rebelión. Tras experimentar en sus propias carnes la seducción del Caos, Magron se daba cuenta de que sólo una infección espiritual semejante podía haber provocado una deslealtad de tal magnitud. Vivió como si los recuerdos fueran suyos el bombardeo de los ángeles leales y la posterior batalla que había convertido Caliban en una roca desnuda.
El capitán Abaddas estaba entre los traidores. Magron experimentó junto con él el hecho de ser rescatado por los Poderes Ruinosos, absorbido por la disformidad y ser depositado en otra parte. Había sido Horus quien había muerto y no el bendito Emperador. De la suerte que había corrido Lion El’Jonson, preceptor espiritual de Magron, Abaddas no sabía nada, pero la rebelión del Caos no había triunfado. La galaxia no había sido transformada en un reino del Caos. El Caos sólo dominaba algunas partes muy pequeñas de la misma, como aquella a la que Abaddas y el propio Magron habían sido atraídos. Sólo había unos cuantos Ángeles Oscuros, Ángeles Caídos como también se los llamaba, en el Ojo del Terror. La mayor parte habían sido dispersados por toda la galaxia.
Era una historia trágica que dejó consternado a Magron sobre todo cuando supo el tiempo que había transcurrido. Había estado diez mil años a la deriva en el espacio.
También supo por qué Abaddas se había tomado tantas molestias por él, engañándolo y embaucándolo para llevarlo al camino que él consideraba correcto. No había sido sólo porque los dos fueran Angeles Oscuros, sino porque eran Marines de diez mil años atrás. Despreciaba a los Marines Espaciales incorporados a filas a partir de entonces por considerarlos débiles e inferiores, a pesar de seguir siendo sobrehumanos.
Magron examinó al capellán de los Portadores de la Palabra que tan cerca había estado de consagrarlo al Caos. Parecía muerto, pero Magron pudo ver bajo su sobrepelliz los cuatro tentáculos rematados cada uno con una imagen diferente.
Miró a su alrededor buscando a los dos hombres que tan oportunamente lo habían salvado de la perdición espiritual. Se habían ido, pero necesitaba su nave y también al navegante para regresar a su Capítulo.
Recuperó su casco, arrebató al capitán Abaddas la munición que le quedaba y estaba a punto de ponerse en camino cuando percibió un movimiento. Avanzando hacia él en su peculiar y rápida cabalgadura vio a la mujer demonio con la que ya se había tropezado. Sacó su bólter y disparó una rápida ráfaga para advertirle que no se acercara demasiado. Ya había sentido una vez su terrible atracción.
Los disparos la alcanzaron en los pechos y en el vientre sin producirle el menor daño.
—Si estuviera de humor, sargento Magron, te complacería hasta matarte como he hecho con muchos otros —dijo la mujer, profiriendo una carcajada estridente—. Pero no he venido para eso.
Su voz de contralto era cálida y subyugante. ¿Cómo sabía su nombre? Las palabras que pronunció a continuación fueron una especie de explicación.
—He consultado con uno de categoría superior a la mía, un Guardián de Secretos que oye todo lo que se dice en todas partes, en cualquier dimensión. Hay una misión reservada para ti, sargento. Ponte el casco, porque no debes enseñar tu cara.
—Ven conmigo, Abdaziel —ordenó, desmontando y haciéndole una seña.
El empleo de su nombre de pila lo hizo desconfiar aún más, pero se puso el casco, más que nada para su propia protección. No podía despertar en él lascivia porque sus modificaciones lo habían hecho insensible a los encantos de las mujeres, pero, al ver las redondas nalgas y la cola con púas que le enseñó al volverse, sintió la misma fascinación que ya había experimentado antes. Sin duda era un demonio con poder para esclavizar las mentes de los hombres.
Apenas dio uno o dos pasos, la escena cambió de repente. El marchito planeta de la rosa había desaparecido. La luz negra ya no estaba allí. Frente a él se extendía una verde planicie y sobre ella, una multitud armada de millones de hombres. Vio a uno o dos Marines Traidores de armadura con burdas y coloridas modificaciones, pero en su mayoría eran guerreros de poco rango con extrañas mutaciones, vestidos con distintas tonalidades, que gritaban y hacían señas blandiendo sus armas y rugiendo de alegría.
Comprendió que en el espacio de un paso había sido transportado instantáneamente a algún otro lugar. Aproximadamente la mitad de los que veía llevaban el mismo emblema que ahora él lucía, el emblema de Khorne. El resto llevaba en los estandartes, las armaduras y las vestiduras diversas versiones del sello extrañamente curvado y sinuoso que había visto durante el ataque a la ciudad de la rosa y que Abaddas le había dicho que era el signo de Tzeentch.
Y de hecho, sobrevolando la planicie acechaban dos figuras demoníacas que habían aparecido entonces: una era una monstruosidad emplumada; la otra, un guerrero con cuernos y ojos rojos y cara de lobo, cubierto con una armadura negra y roja. Ahora, con los cascos y las garras plantados sobre la hierba, no medían más de diecisiete metros de altura.
Oyó al demonio emplumado que se dirigía a la multitud, llenando con su voz el campo de un extremo a otro.
—¡Hemos conseguido una victoria! ¡Hemos abortado el mayor intento del Imperio! ¡El camino está despejado para una victoria final en la Larga Guerra!
Un griterío enorme respondió a sus palabras. El demonio levantó una de sus garras pidiendo silencio y empezó a hablar de cosas que Magron a duras penas entendía. De materia salida de la disformidad con la cual se había construido una gran flota de combate, «materia virtual» la había llamado.
—Cuando mi invento haya sido perfeccionado y lijado —dijo— no tendremos ningún límite. Flotas de combate para superar al Imperio humano. Mundos creados de la nada, la duplicación de mundos que ya existen. ¿Y si conseguimos eliminar al Emperador y su palacio y reemplazarlos por una réplica controlada por nosotros?
Magron se esforzaba por entender. Siempre había creído que la disformidad y el mundo físico eran opuestos en todos los sentidos: Materium e Immaterium. ¡El demonio parecía alardear de una forma de producir la destrucción del mundo físico que Abaddas había descrito!
—Sin embargo —gruñó el demonio—, debemos ser pacientes. La paciencia es la madre de la estrategia. ¿Cómo lo hemos conseguido hasta ahora? ¡Gracias a nuestro pacto! ¡Al pacto entre mi hermano Devorador de Sangre y yo!
El otro demonio le dirigió una mirada furiosa, como si no le gustara ser llamado hermano por aquel ser del Caos con aspecto de águila. La mano que sostenía su gran hacha de combate se crispó.
Una ráfaga caleidoscópica se arremolinó en torno a la cabeza del demonio de Tzeentch. Si alguien hubiera podido leer aquel caleidoscopio, lo cual era imposible, se habría dado cuenta de que una parte importante del plan del Señor del Cambio consistía en establecer una alianza perdurable entre Tzeentch y Khorne. Unidos podrían aplastar a las otras dos potencias del Caos y, una vez estabilizada la materia virtual, lanzarse sobre el Imperio humano. Claro que cuando todo aquello se hubiera logrado ya no habría necesidad de Khorne…
Magron estaba empezando a comprender que el pacto del que hablaba el demonio era crucial. Pero, al parecer, no a todos les gustaba. Los devotos de Khorne, en especial, acogían con impaciencia, con desprecio, lo que consideraban una llamada a la inactividad.
—¿Se mantiene nuestro pacto, hermano? —preguntó con voz sonora el demonio Tzeentch a su socio.
—¡Sí! —respondió el Devorador de Almas. Su respuesta fue un gruñido bronco, en cuyo fondo parecía vislumbrarse un torvo resentimiento.
Se produjo un silencio. Todos levantaron la mirada hacia los dos demonios. Magron se dio cuenta de que éste era un momento decisivo. Si lo superaban sin incidentes, la alianza quedaría sellada, pero el equilibrio era muy precario.
Sin pensarlo dos veces sintonizó su altavoz externo a la máxima potencia y gritó a voz en cuello:
—¡Sangre para el dios de la sangre!
Su voz fue repetida por el eco en el doloroso silencio, y pareció que hubiera puesto en marcha un motor, un motor de guerra. Oyó cómo las armaduras acumulaban energía, vio cómo se levantaban las armas y oyó su grito repetido en un círculo que se ampliaba progresivamente.
—¡Sangre para el dios de la sangre!
—¡Sangre para el dios de la sangre!
—¡Sangre para el dios de la sangre!
Las armas entrechocaron, rugieron y dispararon mientras los hombres de Khorne, enardecidos, incapaces de dominar ni un segundo más su avidez de sangre, se lanzaban contra sus enemigos tradicionales. El Devorador de Almas se estremeció y lanzó un zarpazo a su aliado.
—¡Al Emperador y todos sus vasallos con tus ingeniosos planes! ¡Khorne no espera por la sangre!
Los demonios empezaron a luchar, aplastando a cientos bajo sus patas a cada movimiento. El lugar de reunión se había transformado en un campo de batalla.
A pesar de las numerosas guerras que había vivido, Magron jamás había visto una sangría tan feroz. La hierba pronto quedó convertida en un cenagal de color carmesí. Tres paladines de Tzeentch se lanzaron sobre él, ansiosos de tener el honor de matar a un Marine Espacial de Khorne. Los detuvo con su espada sierra mientras retrocedía…
Una vez más se encontró en el terreno ceniciento bajo un sol negro. El clamor de la batalla se había disipado como por arte de magia. Oyó una bella voz de contralto que se dirigía a él. Se volvió y vio a la diablilla que todavía lo estaba esperando.
—Si el odiado Khorne hubiese conseguido la alianza de las potencias de Tzeentch, sería malo para nosotros, los de Slaanesh —le dijo—. El Guardián de Secretos me ha aconsejado bien. En cambio, tu intervención ha desatado otra guerra entre ellos, una guerra en la que se verá involucrado todo el reino del Caos si no me equivoco.
Se acercó lentamente y extendió una de sus garras con gesto insinuante.
—Slaanesh recompensa a quienes le sirven bien.
—¡No! —gritó Magron, apartándose con decisión.
—Entonces permite que tu recompensa sea la de seguir tu camino sin que nadie te importune. Marine Espacial.
A continuación, montó en su cabalgadura y rápidamente ganó la lejanía al galope de su bestia de largas patas.
Magron estaba ansioso de llegar a la nave espacial antes de que despegara sin él. Llegó a toda prisa al lugar y se encontró a Rugolo y a Calliden ocupados en cubrir con una tierra que parecía coque los cuerpos de Aegelica y Gundrum, después de haber cavado unas tumbas poco profundas valiéndose de fragmentos de roca.
Retrocedieron nerviosamente, asustados al ver a Magron, pero el Marine no estaba dispuesto a admitir ninguna discusión.
—Vamos. Debemos volver al Imperio.
—No puedo salir de aquí —protestó Calliden—. Esto es el Ojo del Terror, un reino del Caos.
—Si ha conseguido entrar, también conseguirá salir —respondió Magron tajante—. Tenga fe en el Emperador.
Desde su estatura dominante los condujo hacia la nave espacial.