15: El gusano en la Rosa

15

EL GUSANO EN LA ROSA

Las grandes rosas se estaban marchitando en el tallo del Caos.

Los soles rosiformes, los planetas rosiformes se retorcían y ennegrecían, aquejados de un terrible cáncer. Las visiones de belleza y armonía estallaban por doquier en suciedad. Pálidas y parpadeantes figuras vermiformes aparecían entre los pétalos planetarios que ahora se pudrían, convirtiendo en cieno todo lo que tocaban. Los otrora encantadores paisajes se habían cubierto de masas palpitantes y deslizantes de asquerosas y repugnantes criaturas insectoides y reptantes. Los habitantes humanos, en otra época de naturaleza pacífica, se convirtieron en vociferantes animales obsesionados por el odio a todo ser viviente.

¡Era un ejemplo glorioso del cambio que había promovido Tzeentch! Todos los seguidores del Gran Dios proclamaron su aprobación.

Una profunda oscuridad lo había cubierto todo y el silencio era absoluto. El sargento Abdaziel Magron del Capítulo de los Angeles Oscuros, incapaz de ver en ninguna de las frecuencias de que disponía su casco, notó que el guantelete de su capitán se plantaba sobre su armadura, sujetándolo.

—Espere unos instantes, sargento.

Ahora su visor empezaba a transmitir algo a sus sentidos. No era luz exactamente; no, luz no. Era una oscuridad que se hacía visible. Una luz negra, una ausencia de luz, una nulidad que se manifestaba.

Magron miró hacia arriba y vio un sol de ébano engastado en un cielo negro como el azabache. Un sol que brillaba con oscuridad absoluta, bañando el paisaje de luz negativa. ¿Cómo era posible semejante contradicción?

En aquella nada cimeria Magron pudo ver al capitán Abaddas, aunque no de la misma manera que lo había visto antes. Incluso podía ver los colores de su armadura como si fuera un esmalte cuyo brillo apagado llegara desde las negras profundidades. La ciudad que los rodeaba tenía un brillo feroz, pero también estaba cambiando. Los chispeantes minaretes y los elegantes palacios de recreo empezaban a agrietarse y derrumbarse, adoptando horribles formas grotescas en las que se veían cavernas que parecían cortadas a hachazos y pilotes de formas imposibles.

La oscuridad se apoderó del alma del sargento Magron. En la plaza, todos —desde los Marines Alfa invasores hasta la variopinta multitud de defensores— se habían detenido, como si estuvieran congelados, durante el hundimiento del Sistema Planetario de la Rosa en la oscuridad absoluta. Ahora empezaban a moverse de nuevo. Aunque Magron había invocado al Emperador en su grito de batalla, ahora se había olvidado incluso de eso. De no haber habido testigos, incluso podría haberse lanzado contra su capitán.

Los caballeros y guerreros de la ciudad, a pesar de estar mejor armados, no eran adversarios para los Marines de la Legión Alfa que en su imparable avance se veían ya cubiertos de sangre, de restos de armaduras destrozadas y de astillas de hueso. Ni siquiera intentaban usar los bólters que llevaban sujetos en sus pistoleras, sino que se limitaban a usar sus mazas y martillos de combate, formulando incesantemente su plegaria concertada a algún dios oscuro e inimaginable, un canto ascendente y descendente que se volvía más enardecido cuanto más encarnizada era la lucha.

Todo lo que Magron logró entender de este canto era que hablaba de sangre, de muerte, de cráneos machacados y de sacrificios al dios al que invocaban. Jamás hubiera pensado que eran Marines Espaciales de no haberlos identificado Abaddas, pero su sentido innato del honor lo llevó a renunciar a su vez al uso de su bólter. Se encontró ante una figura cuya armadura había sido metamorfoseada hasta quedar irreconocible. El casco se había transformado en la cabeza de un ave colérica de pico ganchudo, cubierta de espeso pelaje y rematada por dos enormes cuernos adornados y apuntando hacia adelante. La pieza principal de la armadura era una masa grabada en relieve, damasquinada, con escenas de matanzas y sacrificios sangrientos que, en cierto modo, parecían proyectarse hacia la oscuridad visible como un holograma. Con una porra de energía en una mano y un martillo de combate en la otra, el Marine del Caos retrocedió un paso, confundido, a la vista de una armadura que no había sufrido las mutaciones del Caos. Entonces su porra chocó con la espada sierra de Magron y su martillo se disparó contra el casco del otro. Magron levantó un brazo para desviar el golpe del martillo. La potencia del choque contra su avambrazo de ceramita lo sorprendió. Cargó contra su adversario, tratando de infligir algún daño con el filo de su zumbante espada sierra y se vio rechazado por una fuerza inesperada.

La voz del capitán Abaddas resonó en su oído.

—No invoque a su Emperador muerto, sargento, no puede ayudarle. Los Marines Alfa cuentan con la ayuda de los Dioses del Caos. ¡Invóquelos usted también! ¡Invoque al que Transforma las Cosas!

Las palabras de Abaddas deberían haber sonado casi incomprensibles para el sargento de los Ángeles Oscuros, pero por algún motivo no fue así. El sargento Magron sabía ahora que el Emperador estaba muerto, sabía que los altos Dioses del Caos gobernaban el universo… ¡y que era posible establecer un pacto con ellos! Era como si un zarcillo hubiera invadido su cerebro, como las pálidas formas vermiformes que, en el advenimiento de la siniestra noche del Sistema Planetario de la Rosa, surgían del fangoso paisaje.

Su rabia y su avidez de sangre cuajaron en una resolución frenética de evocar a cualquier poder, fuera lo que fuese, que lo ayudara a triunfar.

—¡Transformador de las formas! ¡Infúndeme fuerza —gritó a voz en cuello.

Fue algo más que un ritual sincero, fue un grito del alma. Sintió que una corriente de nueva fuerza lo recorría. Resolvió ver el rostro del Marine Alfa que había estado a punto de vencerlo con sus armas demoníacas. Sacó su bólter y disparó a quemarropa al casco con forma de pájaro. El Marine del Caos trastabilló, mientras el casco se resquebrajaba y caía en pedazos.

Magron se encontró ante un cráneo ensangrentado con ojos redondos, abultados e inyectados en sangre. No era una cara con apariencia humana, una cara a la que se le pudiera encontrar algún sentido, pero inexplicablemente Magron la encontró admirable e incluso envidiable. Disparó un único tiro que destrozó la cabeza sin piel. Una masa cerebral pútrida, de color verde, se esparció en todas direcciones, y lentamente, con la majestad de un coloso, la forma maciza del guerrero cayó desplomada.

El capitán Abaddas sonrió para sus adentros. El sargento Magron había dado el primer paso en su devoción al Caos cuando había llegado flotando, ileso, impulsado por alguna influencia misteriosa del espacio disforme, a la superficie de Rhodonius 428571429. Ahora acababa de dar el segundo paso hacia la corrupción.

Luchar en medio de la luz negra era algo extraño, como luchar en trance. Un tumulto borroso lo rodeaba. Girando en redondo, escudriñó la oscuridad en busca de otro adversario, de otro enemigo al que matar. Abaddas estaba luchando cuerpo a cuerpo con un Marine del Caos de la Legión Alfa; ambos intentaban impedir que el otro usara sus armas y sus servoarmaduras chirriaban y gemían. Magron se colocó detrás del Marine Alpha y aplicó su espada sierra en el punto en el que sabía que tendría su máxima eficacia, aquel donde el casco se unía con el cuerpo del traje de energía. La armadura del Caos no era diferente. Tras una pequeña resistencia, su espada sierra penetró profundamente y la asquerosa cabeza del Marine salió volando.

El capitán Abaddas levantó su guantelete en un gesto de saludo.

Magron estaba exultante. No importaba que la victoria estuviera del lado de los invasores, que ahora avanzaban hundidos hasta la rodilla entre la masa de cuerpos destrozados. ¡La batalla era gloriosa!

—Hemos hecho lo que hemos podido, hermano sargento —dijo el capitán Abaddas con voz serena e incisiva—. Nos superan en número. Retirémonos.

Magron no quería obedecer. Prefería seguir combatiendo hasta encontrar una muerte cierta a manos de los Marines Alfa con tal de llevarse por delante a unos cuantos de ellos, pero todavía conservaba la disciplina de un Ángel Oscuro. No podía desobedecer a un hermano oficial de rango superior.

Ambos llevaban los bólters en sus guanteletes y disparaban a discreción para cubrir su retirada. Magron observó con sorpresa que Abaddas no retrocedía hacia la nave zooforme. Se dirigía hacia el borde de la explanada y hacia los edificios derruidos y distorsionados, donde podrían refugiarse si eran perseguidos por la Legión Alfa.

A Magron le resultó extraño ver que la mampostería se había vuelto fluida y se había transformado en una especie de protoplasma incontrolablemente cancerígeno. Una vez estuvieron en una de las calles laterales, la luz negra se tornó más parecida a la oscuridad normal al quedar oculto a la vista por el momento el orbe de ébano del sol. Tendió su guantelete y lo pasó por una pared. Era dura pero áspera, como si se tratara de cemento en bruto.

Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la luz negativa se desvaneció. Una luminosidad rojiza se cernió sobre la ciudad en ruinas. Al salir de las sombras vieron que el sol había vuelto a cambiar y era una esfera sangrienta y feroz.

Pero eso no era todo. Ese sol no era más que una pequeña bola flanqueada por dos figuras realmente enormes. Magron no daba crédito a sus ojos. No podía ser real. Tenía que ser una alucinación.

Lo único que tenían en común los dos seres enormes es que eran alados. El de la izquierda era una bestia vagamente humanoide con aspecto de ave, provista de cresta, pico y garras y un plumaje reluciente de tonalidades cambiantes. La de la derecha era una figura humanoide de aspecto majestuoso, terrible, con cara de lobo y tres cuernos, llevaba una breve armadura decorada con cráneos y blandía una gran hacha de combate y un látigo. La mirada de ambos, fija en el mundo que tenían a sus pies, era dura y centelleante, llena de astucia, sagacidad y poder.

Resultaba difícil calcular la medida de su enormidad. Si realmente estaban junto al sol, como parecía, seguramente tendrían una extensión de decenas de millones de millas. Pero también era posible que estuvieran cerca, tal vez inmediatamente por encima de la atmósfera, y, por tanto, midieran sólo algunos cientos de millas de altura.

Torpemente, el capitán Abaddas cayó de rodillas, como todos los Marines Alfa y los escasos defensores de la ciudad que habían sobrevivido, con los rostros levantados hacia la doble manifestación.

—¡De rodillas, sargento! —vociferó—. No es una visión. No es una proyección. ¡Es real!

Magron frunció el ceño. ¿Arrodillarse ante los poderes del Caos? ¡Qué hubiera pensado de él el Emperador!

—¡De rodillas! —insistió Abaddas con voz más bronca—. ¿No invocó usted al que Transforma las Cosas? ¡Vea con qué rapidez fue atendida su plegaria! ¡No insulte a los servidores de los dioses de la oscuridad!

El extinto Emperador pasó a segundo plano en la mente de Magron mientras miraba a aquellos ejemplares del nuevo universo. Se dio cuenta entonces de que lo que el capitán había tratado de decirle era cierto. Aquí había un poder con el que nunca había soñado.

Lentamente se hincó de rodillas, uniéndose al homenaje de Abaddas.

El pico del ave se abrió y una voz tonante retumbó sobre la superficie del planeta. Magron ni siquiera se preguntó cómo podía difundirse aquella voz en el vacío del espacio. Las preguntas racionales no tenían cabida en este mundo.

Las palabras del gran demonio transmitían una persuasión y una compulsión que no dejaba lugar a dudas.

—Tenemos ante nosotros un gran proyecto, un proyecto en el que mi amigo el Khak’akaoz’khyshk’akami y yo somos aliados, os necesitamos, mis súbditos, mis pequeños, mis criaturas. ¡Venid, tenemos trabajo para vosotros!

El demonio hizo un leve gesto con su mano terminada en garra. Fue como si la gravedad se hubiera invertido para los habitantes comunes de la ciudad. Dando volteretas, las multitudes se vieron arrastradas hacia las alturas, debatiéndose, y a una distancia aproximada de un cuarto de milla, desaparecieron.

Y no sólo en la ciudad, aunque Magron y el resto de los presentes no podían saberlo. En todo el planeta, y en los incontables planetas del Sistema en los cuales los dos grandes demonios, sin las trabas de las leyes normales del espacio y del tiempo, aparecían simultáneamente, miles de millones se vieron arrastrados a servir en los infiernos forja de Chi’khami’tzann Tsunoi.

Pero no ocurrió lo mismo con los paladines del Caos, ni con los Marines traidores, ni con todos aquellos que habían recibido marcas de favor. Los dos demonios, amigos de conveniencia, revolotearon y se alejaron volando, desapareciendo gradualmente en el espacio. El capitán Abaddas se puso de pie y apuntó con uno de los dedos de su guantelete al espaldarón que cubría el hombro izquierdo de Magron.

Allí, brillando como el mercurio, había un signo sinuoso que antes no estaba. Además, el águila Imperial de su peto había desaparecido.

—¡Ha actuado correctamente, hermano! Esos signos significan que ha sido reconocido. Sirva al Caos de todo corazón y recibirá muchos dones.

Los Marines de la Legión Alfa, al encontrarse con una ciudad vacía, emprendieron la marcha, sin cesar en sus cánticos, hacia su nave catedral.

—Van a continuar su guerra en otra parte —le explicó Abaddas a Magron—. La están librando por todo el Sistema Planetario.

—Entonces los dos seres que vimos… ¿eran Dioses del Caos? —preguntó Magron, todavía atónito ante la magnificencia de lo que acababan de ver.

—No, eran grandes demonios, agente de Tzeentch uno y de Khorne el otro.

Magron recordó que el Marino Alfa había pronunciado esos dos nombres al desafiar a Abaddas.

—Si son aliados, ¿por qué sus adeptos luchan entre sí?

—Éste no es el mundo al que está acostumbrado, sargento —respondió el capitán, soltando una carcajada cortante y sarcástica—. Todo está dispuesto de una manera diferente. Cuando los demonios conversan, sus palabras forman un miasma que irrumpe en medio de la guerra que enfrenta a sus seguidores.

La nave catedral despegó y desapareció instantáneamente. En aquel momento, el planeta rosiforme empezaba a sufrir una transformación. En torno a la ciudad en ruinas, los restos abarquillados y ennegrecidos de los pétalos planetarios que todavía podían verse cuando se hizo la nueva luz, levantándose hacia el cielo, ahora se deshicieron y desaparecieron. También la ciudad distorsionada se vino abajo, dando la impresión de enterrarse en el suelo que antes la había sustentado. Pronto no quedó más que un paisaje desnudo, salpicado de volcanes que de repente entraron en erupción y de árboles de alguna extraña especie alienígena sacudidos por el viento, todo bajo el sangriento resplandor del sol rojo. Eso y los resultados de la reciente carnicería.

La influencia mágica de Chi’khami’tzann Tsunoi había abandonado al Sistema Planetario haciendo que volviera a su anterior estado natural, tal como había sido antes de que se desatara la tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror. Excepto, por supuesto, para su población humana, que en algunos casos reemplazó a las poblaciones alienígenas que lo habían ocupado antes.

El capitán Abaddas miró a su alrededor sorprendido por el cambio.

—Sargento, lo traje aquí para que conociera a alguien —dijo Abaddas al fin—. Acompáñeme.

Se pusieron en camino, atravesando a pie el desolado paisaje. Mientras andaban, Abaddas empezó a hablar de los Poderes del Caos.

—Los principales Dioses del Caos son cuatro —explicó—. Con uno de ellos es mejor no tener nada que ver, me refiero a Slaanesh, un dios de sensualidad y perversión desatadas. Ni siquiera está conectado con la humanidad, sino con la raza alienígena de los eldars. Tzeentch es el de mayor sabiduría y que tiene un dominio insuperable de la magia. Luego está Khorne, el Dios Guerrero. Nurgle es quizás el más difícil de entender ya que difunde la enfermedad y el contagio, aunque a través de él se puede aprender a soportar cualquier infortunio.

»Cada uno de estos grandes señores tiene un número desconocido de grandes demonios, que son como dioses menores, y que les deben obediencia, así como filas de pequeños demonios y, por supuesto, paladines humanos que también pueden alcanzar en su momento la categoría de demonios. Los hombres pueden llegar a ser como dioses, inmortales y con poderes divinos.

Magron escuchaba fascinado su explicación del panteón.

—El delito del Emperador —prosiguió Abaddas con cautela— fue tratar de negar a la especie humana esta posibilidad de progreso y guardárselo para sí.

—¿A cuál de los cuatro poderes rinde culto usted, capitán? —preguntó Magron cuando logró asimilar su explicación.

—Yo no rindo culto a ningún señor en especial —respondió Abaddas—. No es necesario. Sin embargo, para usted la vinculación a un dios determinado es el camino más rápido hacia los goces y las glorias del Caos.

—¿A cuál…?

Abaddas guardó silencio un momento, como si estuviera meditando.

—Conozco sus cualidades, hermano sargento. Un guerrero de su valía debería prestar juramento a Khorne, el Dios de la Guerra. A su servicio encontrará una satisfacción sin límites.

Durante algún tiempo caminaron en silencio.

—Hermano capitán —dijo Magron—, os ruego que me habléis de los últimos días cuando, según decís, nuestro Capítulo fue aniquilado.

Abaddas dudó, no muy seguro de la conveniencia de atender su petición, pero se dio cuenta de que su reticencia despertaría sospechas en Magron y empezó a mezclar verdades y mentiras.

—Luchamos arduamente y hasta el final —dijo—. Por último, lo que quedaba de nuestro Capítulo se retiró hacia Caliban y tuvo que soportar el asedio de fuerzas rebeldes muy superiores en número. Para entonces, el Emperador ya había muerto —hizo una pausa, evocando genuinamente la titánica lucha—. Fue tal la ferocidad de la batalla que el propio Caliban quedó reducido a un fragmento que se mantenía unido sólo por las defensas del monasterio fortaleza central. Sin duda se sorprenderá, sargento, cuando le diga quiénes encabezaron el asedio.

Magron esperó un momento a que continuara.

—Los Portadores de la Palabra.

A pesar de que su punto de vista empezaba a cambiar, Magron quedó profundamente conmocionado. Los Portadores de la Palabra eran la única legión del Adeptus Astartes que posiblemente superaba a los Ángeles Oscuros en fervor religioso. Su solo nombre era sinónimo de pasión misional. En la Gran Cruzada habían llevado el culto al Emperador a todos los planetas que habían conquistado, erigiendo catedrales y monumentos en todas partes. Ésta era la primera noticia que tenía de su deserción. Las comunicaciones habían quedado interrumpidas durante la rebelión, y las noticias habían viajado con lentitud.

—Sí, los más fieles al Emperador fueron los primeros en abandonarlo —continuó Abaddas con tono sombrío—, una pérdida de fe que paradójicamente brotó de su fervor religioso. Los Portadores de la Palabra llegaron a darse cuenta de que el Emperador no merecía su veneración. No era más que un hombre, y además no era infalible. Ahora adoran a los Dioses del Caos con el mismo fervor con que otrora veneraron al Emperador, incondicionalmente.

Los dos Marines Espaciales, enfundados en sus armaduras, siguieron caminando por el paisaje. Abaddas sabía que Magron estaba librando una batalla en su interior, pero el Caos lo estaba ayudando, indicándole el camino. Pronto recibiría más ayuda.

—Espero que esta historia le resulte instructiva —dijo después de un rato.

—¿Con quién nos vamos a reunir ahora? —preguntó Magron.

—Con un capellán de los Portadores de la Palabra.

De camino los sorprendió el regreso de la Gran Noche del Sistema Planetario de la Rosa. El sol se volvió negro, pero esta vez la luz negativa que emitía se mezcló con el fuerte resplandor de los numerosos volcanes. La mezcla de luces negra y roja era fantasmagórica. Evidentemente, el Chi’khami’tzann Tsunoi, el demonio de Tzeentch que había creado el Sistema Planetario de la Rosa, sólo había interrumpido el ciclo de la rosa para hacer su dramática aparición. Ahora, el ciclo volvía a imponerse a la naturaleza original del planeta.

Pasaron horas mientras se abrían camino por el poco grato paisaje. De vez en cuando se veían cruzar en la distancia unas borrosas figuras encorvadas que habían escapado del reclutamiento hecho por el gran demonio.

—El altar del capellán no está lejos —dijo el capitán Abaddas poco después.

Se detuvo. Una forma se alzaba ante ellos como una torre. Daba la impresión de ser una nave espacial, pero su diseño, inclinado y aerodinámico, era poco habitual. Sobre su superficie, a la luz negra, se veían algo así como vetas de colores sombríos. Y a los pies de tan extraña nave se desarrollaba una espantosa escena.