14
LA CASA DE LOS TESOROS
Calliden se dio cuenta demasiado tarde de que se había olvidado de realizar el ritual de sellado cuando cerró el panel de control. No había colocado la palma de su mano derecha sobre la runa de sellado ni pronunciado la fórmula de protección. Si lo hubiera hecho, cualquiera que hubiese intentado hacer pilotar la nave sin permiso se hubiera encontrado con trabas para su manejo. Pero Kwyler la estaba pilotando con la facilidad de un experto.
Se preguntó cómo podía haber sido tan descuidado, algo debía de haber obnubilado su mente para que se olvidara. Tal vez lo mismo —¡aterradora idea!— que lo había llevado hasta allí.
¿Qué podía hacer? En el interior de la Estrella Errante no se tenía sensación de movimiento a pesar del zarandeo que debía soportar en la atmósfera turbulenta. Sin embargo, tuvo la sensación de que podía ser peligroso forcejear con Kwyler para recuperar el control.
Se dirigió en silencio al camarote trasero y sacudió a Rugolo para despertarlo. El mercader gruñó mientras emergía de su sopor y se rascó la perilla.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—¡Estamos aterrizando en el planeta! Kwyler ha jugado sucio.
Calliden no pudo ver la expresión de Rugolo a la luz del electrolumen de emergencia, pero lo oyó tragar aire angustiado. Luego su voz sonó aterrada.
—¡Deténlo, Pelor!
—Si lo intento, podemos estrellarnos.
Rugolo volvió a gruñir y se puso de pie de un salto. Fue dando bandazos hacia la cámara delantera y, al llegar, apoyó la mano en el panel de iluminación. De golpe, la luz iluminó toda la cabina.
—¿Qué está haciendo?
Kwyler lo miró furtivamente y luego cogió la pequeña botella acanalada que estaba sobre el panel de control. Se la llevó a los labios, tomó un trago y a continuación se la ofreció a Rugolo.
—Sólo queda un trago. Bébalo.
Automáticamente Rugolo aceptó la botella, luego se detuvo y miró el visor situado encima del panel de control. Las nubes pardas e hirvientes se abrieron, dejando a la vista la superficie del planeta, de una tonalidad sepia que rezumaba de la baja capa de nubes.
El planeta era una mezcolanza, un revoltijo de imágenes caídas. Chorros de fuego, cascadas relucientes, se derramaban desde las nubes turbulentas. Un extraño relámpago amarillento —si es que en realidad era un relámpago— atravesó zigzagueante el espacio entre las nubes y la superficie, creando en el paisaje la ilusión de gigantescas y acechantes figuras que tan pronto aparecían como desaparecían. ¿Eran reales o una ilusión óptica? Rugolo se inclinó por lo segundo, ya que Kwyler dirigió la nave sin titubear a través de una enorme figura barbada que había surgido del suelo hacia las nubes blandiendo una maza y se interponía en su trayectoria.
Pero Calliden sabía que era otra cosa. Durante el instante en que la nave de carga atravesó al gigante a la altura del diafragma había sentido un estremecimiento psíquico que no tenía nada de imaginario. El planeta producía seres efímeros, generados a partir de las descargas de energía de las nubes hacia la superficie.
—¡Cuidado! —gritó Rugolo.
Una mole rocosa había aparecido de golpe, y esta vez no era efímera, sino sólida y permanente. Era un enorme castillo, de varias millas de altura, cuyas murallas se fundían con las nubes. No había ninguna posibilidad de que Kwyler lo evitara.
Ni siquiera lo intentó. La Estrella Errante atravesó limpiamente la enorme estructura de piedra. Al pasar, pudieron entrever las estancias, salas y escaleras interiores antes de salir al otro lado.
«¡Un castillo fantasma!», pensó Calliden.
—¡Vuelva a subir! —ordenó Rugolo con voz firme, pero antes de darse cuenta, se había llevado la botella a los labios y había bebido su contenido. La pequeña cantidad de licor que quedaba trepó por su garganta, produciendo la maravillosa explosión que se difundió por cada una de las células de su ser.
«Aaah…»
Fue como renacer. El terror que había experimentado Rugolo al enterarse de lo que había hecho Kwyler —el terror de volver a encontrarse con Aegelica— se disipó, especialmente cuando se dio cuenta de que lo único que quería Kwyler era conseguir más brebaje cuanto antes. ¿Qué había de malo en eso?
Calliden se dirigió a la cabina, fijándose en la posición de las manos de Kwyler sobre los controles. Se sintió contrariado porque ya no quedara licor para él. ¿Acaso no tenía derecho?
Sacudió la cabeza, tratando de despejarla. La atmósfera estaba cargada de fuerzas psíquicas, podía sentirlas, y estaban afectando a su buen juicio. Sintió la necesidad de abrir el ojo de disformidad, pero desistió. Tenía miedo de lo que pudiera ver.
Volvió a prestar atención a las figuras fantasmagóricas que les salían al paso. La inmensa mole de una de las grandes monta ñas que atravesaban la atmósfera pasó junto a la nave. En la parle baja de sus laderas podían verse árboles auténticos y algo parecido a edificios. La luz intermitente de los relámpagos creaba un efecto estroboscópico que le producía un especie de náusea. Rugolo se abalanzó hacia adelante. Por un momento dio la impresión de que intentaría arrebatar los controles a Kwyler. Luego se apartó, como si se hubiera dado cuenta de la peligrosidad de su acción. Parecía un poco ebrio.
Habían reducido la velocidad y ahora estaban cerca del suelo, sobrevolando lo que parecía ser una zona industrial, con chimeneas y hornos humeantes que parpadeaban en la iluminación estroboscópica. En aquel momento ocurrió algo que aterrorizó a Calliden. El terreno se hinchó delante de ellos formando una enorme cabeza y unos hombros que pugnaban por salir del paisaje. Una enorme mano salió disparada y se apoderó de la nave.
A pesar de la parada en seco, los ocupantes se mantuvieron de pie. El control inercial que hacía posibles los viajes espaciales podía con las fuerzas que participaban en esto. Todavía podía oírse el sonido del motor y se encontraron mirando directamente a la cara de la… cosa… que los tenía atrapados.
¿Era un espíritu del propio planeta? De su cráneo desnudo salían protuberancias muy parecidas a las montañas que se veían desde el espacio. Su cara era la parodia de un ser humano, con ojos redondos y fijos, una boca marchita y desdentada y una nariz ganchuda. No se trataba de una simple aparición. Sujetaba con firmeza la nave en su enorme puño.
Aquella cosa abrió la boca —una abertura roja y cavernosa que terminaba en una profunda sima— con los ojos desorbitados de entusiasmo, y se llevó la nave a los labios expectantes.
En aquel momento, Kwyler hizo una maniobra brusca con las palancas de control, y liberó a la nave de la mano del gigante y siguieron su camino.
—Bah, no son tan peligrosos como parece —dijo sin darle importancia.
Rugolo estaba mudo de terror. No así Calliden.
—Llévenos otra vez hacia arriba, Kwyler. Ha estado a punto de engullirnos. ¡Vuelva a subir!
—Está bien. Ya casi hemos llegado.
—Esto es una locura —Calliden decidió que había llegado el momento de actuar. Kwyler no se había abrochado el cinturón de seguridad. Intentó empujarlo hacia un lado y apoderarse de los controles. Pero Calliden tenía poca fuerza y no estaba acostumbrado a pelear, mientras que Kwyler, a pesar de ser pequeño, tenía una fortaleza metálica. Se mantuvo en su puesto, aunque Calliden intentó desplazarlo con todas sus fuerzas mientras le gritaba que lo dejara. Estaba desesperado. Dio un tirón tratando de levantar el morro de la nave hacia el espacio, pero Kwyler tiró en dirección opuesta mientras Rugolo rugió alarmado y se sumó a la refriega.
El resultado de todo ello fue que Kwyler dio con la cabeza contra el tablero de control. Si alguien hubiera mirado a la videopantalla, habría visto que estaba borrosa. Oyeron un chirrido prolongado cuando la nave chocó contra el suelo y se arrastró un largo trecho, levantando montones de tierra antes de girar en redondo y detenerse finalmente con una nota cascada de protesta del motor.
Calliden extendió la mano y dio un golpe a la runa para desconectarlo, entonando silenciosa pero fervorosamente la Letanía de Control de Daños del Catecismo del Navegante.
Pero se dio cuenta de que había pronunciado la plegaria demasiado tarde cuando vio los indicadores relumbrantes del tablero. La Estrella Errante estaba vieja y su estructura no era muy sólida. Rugolo nunca había dispuesto de dinero para renovar el casco, progresivamente deteriorado. El impacto del aterrizaje forzoso había producido numerosos daños.
La videopantalla estaba hecha trizas, pero eso no les impidió ver afuera. Justo debajo de la pantalla oval había un orificio que atravesaba las tres capas del casco. A través de él se veía la tierra y la vegetación de color ocre arrancada de raíz.
A Calliden se le cayó el alma a los pies al volver a pasar revista a los indicadores de daños. Rugolo tendría herramientas para reparar averías menores, pero no para ésta. El daño sufrido por el casco ya era bastante grave, pero los visores de disformidad también estaban rotos. Su reparación sólo podía hacerla un tecnoadepto.
Aunque consiguiera volver a despegar —cosa que Calliden ponía en duda— la Estrella Errante nunca conseguiría salir del Ojo del Terror.
—¡Mi nave! ¡Mi nave! ¡Era todo lo que tenía!
La aflicción de Maynard Rugolo era genuina. Calliden, Kwyler y él se encontraban sobre un montículo de color marrón oscuro que había levantado la Estrella Errante en su violento aterrizaje. La zanja que había abierto se extendía a lo lejos. En cuanto a la nave, sus álabes se habían desprendido y yacían rotos a los lados de la zanja. El casco que se perfilaba por encima de ellos, como un enorme monstruo marino varado, estaba abollado y arrugado, y las gárgolas aplastadas.
Las nubes bajas resonaban, lanzando sus rayos relumbrantes. La energía que a modo de rayos cruzaba en zigzag el espacio comprendido entre las nubes y la tierra chisporroteaba y crepitaba, y las figuras espectrales que creaba danzaban sobre el paisaje y daba la impresión de que se burlaban de ellos.
Calliden pensaba que la sensibilidad de Rugolo estaba mal enfocada. El verdadero problema no residía en la pérdida de su propiedad, sino en que no podrían salir de aquel lugar de locura y pesadilla. Empezó pensar en Gundrum y en su nave espacial multicolor.
El aire no cesaba de soplar, castigándolos con ráfagas ardientes. Sin saber qué hacer, Rugolo miró a su alrededor.
—Este planeta está habitado, he visto edificios al aterrizar. Podrían ayudarnos a levantar la nave y reparar los daños…
—A menos que sepan reparar y sintonizar los visores de disformidad, olvídate —respondió Calliden haciendo un gesto de negación—. En realidad ya puedes ir olvidándote aunque sepan hacerlo. Dentro del Ojo, las cosas y los habitantes están tocados por el Caos. Yo no me internaré en el espacio disforme sin visores consagrados al Emperador.
Kwyler gruñó sacudiéndose la ropa. Calliden echó una mirada al riñe de fusión oculto bajo su jubón.
—Bueno, yo no tengo la culpa —dijo el hombrecillo—. Yo habría aterrizado de una pieza, con el morro hacia arriba. Vamos a ver a Gundrum.
—¿Ir a ver a Gundrum? —la respuesta de Rugolo fue un grito de incredulidad, una mezcla de miedo y de protesta—. ¡Aegelica está con él!
—¿Quiere pasarse aquí el resto de su vida? —dijo Kwyler, volviéndose hacia el mercader—. Tenemos que convencer a Gundrum de nos saque del Ojo.
La idea de un viaje en compañía de Aegelica, poseída por un demonio, hizo temblar incluso a Calliden.
—¡Todo esto es por tu culpa! —gritó Rugolo, descargando su furia contra el navegante—. ¡Todo ha ocurrido por haberte conocido! ¡Debería haberlo pensado dos veces antes de asociarme con un navegante psíquicamente inestable!
Se interrumpió en mitad de su ataque. Sabía que no debía culpar a Pelor. Su excesiva temeridad era la culpable. Pero en aquel momento deseó estar de vuelta en Gendova, aunque estuviese varado y sin navegante… y donde, recordó, también habría perdido a la Estrella Errante para pagar una deuda a un insignificante mercader local. ¡Qué ignominia!
Rugolo casi prefería la actual situación. Si no fuera por… Las intermitentes figuras gigantescas entrevistas, el retumbar constante, la luminosa luz sepia, lo estaban haciendo entraren trance. El retumbar formaba voces, gritaba algo al paisaje que se veía más abajo. Pero ¿qué? No podía descifrarlo. Sacudió la cabeza para despejar su cerebro.
Kwyler señaló algo. Al chocar, la Estrella Errante había ido a parar junto a una elevación del terreno. Habían aparecido tres figuras en la cima de la elevación y estaban mirándolos. Eran Gundrum, Aegelica y Foafoa.
La mirada de Foafoa era feroz. Aegelica, vestida todavía con su breve jubón, sonreía y no parecía amenazadora. El aspecto de Gundrum, en cambio, era más extraño, anguloso y gesticulador que antes. Daba la impresión de que ahora midiera una cuarta más, ¿o sería un efecto de la luz?
Empezaron a bajar la pendiente. Calliden vio que Rugolo se ponía verde y empezaba a sudar, temblando de terror. Kwyler lo retuvo para impedir que el pánico lo hiciera salir corriendo.
El trío se detuvo a pocos metros de distancia, sin dejar de mirar a la maltrecha nave de carga, a cuya sombra borrosa se encontraban ahora. Gundrum sonrió con callada satisfacción, casi sin mover sus labios pálidos. Aegelica, con su risa de contralto, parecía expresar placer y darles la bienvenida. Foafoa, en cambio, golpeó el suelo con los pies y los amenazó con sus puños, pero una vez terminada su actuación, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—He venido para ofrecerte mis disculpas, Gundrum —dijo Kwyler, dando un paso adelante para salir a su encuentro.
—¿Y a atacar otra vez a mi hermana con el rifle de fusión que veo que todavía llevas contigo, Kwyler? —respondió Gundrum, enarcando las cejas hasta tal extremo que parecía físicamente imposible—. Por mis raíces, por mis palabras, por mis pensamientos retorcidos y mis simples e inocentes obras, ¿qué tenemos aquí? Una nave sobre las rocas y una tripulación en peligro.
Rugolo y Calliden se encogieron cuando detuvo su mirada en ellos. Era imposible saber qué estaba pasando por su mente desquiciada.
—¿Todavía lo quieres, hermanita? —preguntó a Aegelica, señalando con gesto negligente al mercader.
Rugolo sintió náuseas, se dobló y vomitó lo que había comido mientras estaban en órbita. Calliden, paralizado por el miedo, no pudo moverse para ayudarle, pero lo hizo Aegelica. Conmocionado y sorprendido vio cómo le rodeaba los hombros con su brazo, le secaba la boca con un pañuelo que había sacado de su escote y murmuraba palabras tranquilizadoras. Extrañamente, sus palabras parecieron calmarlo. Sonrió y le dio las gracias, un gesto que convenció a Calliden de que su socio había perdido el juicio. Ella retrocedió y siguió mirándolo con simpatía.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres, viejo amigo? —preguntó Gundrum a Kwyler.
—¿Un trago de esencia por los viejos tiempos? —el tono de Kwyler era suplicante.
—¿Limonada para tu alma? ¿Necesitas alimento para tus raíces? Pues bien, adelante. ¡Olvidemos las viejas rencillas!
Se volvió y abrió la marcha. Con un gesto enérgico, Kwyler indicó a sus compañeros que debían seguirlo. Subieron el promontorio y se encontraron ante un ancho valle poco profundo, surcado por un estrecho río lleno de meandros que brillaba como metal bruñido bajo la tenue luz.
Río arriba se veía la fuente de donde surgía, una encendida catarata que bajaba desde las nubes y, por algún proceso alquímico, se transformaba en agua en cuanto tocaba el valle.
Allí estaba la nave espacial de Gundrum, con su superficie lustrosa y reluciente, tan diferente de cualquier otra nave del Imperio. Unos cientos de metros más allá se alzaba un grupo de edificios que bordeaban la orilla más cercana del río, construidos, al parecer, de bronce bruñido y de líneas vacilantes y curvas. Humo, vapor y bocanadas de polvo de colores salían de las chimeneas. Un edificio atravesaba el río. Era mucho más grande que los demás y tenía tres chimeneas, por las que salían una columna de humo y chispas rojizas.
La escena era típicamente industrial, y tenía el aspecto de ser un suburbio de una ciudad más grande que no se divisaba. Kwyler había dicho que Gundrum obtenía su mercancía fundamentalmente de un lugar. ¿Sería de un lugar tan pequeño? ¿Una sucesión de fábricas en lugar de todo un planeta? No dejaba de tener sentido. Tal vez Gundrum había dado por casualidad con este lugar en una de sus primeras incursiones y desde entonces había seguido la misma ruta. Eso explicaría por qué había conseguido sobrevivir en una parte tan peligrosa de la galaxia.
Descendieron al valle. Habían montado un pabellón de terciopelo bermellón entre la nave iridiscente y el río, y por primera vez Rugolo y Calliden vieron a otros seres humanos. Una fila de media docena de hombres eran conducidos por la orilla del río. Iban unidos por una cadena sujeta a unos collares de hierro y tenían las manos atadas a la espalda: eran esclavos. Los vigilaban cuatro guardias vestidos con simples tabardos de color ocre y polainas de un material parecido al cuero. Llevaban armas de color dorado y un tipo de rifle con boca rebordeada y dos culatas, una delantera para estabilizar el arma y otra con un disparador en la parte posterior, muy parecidas al rifle de fusión de Kwyler.
La indumentaria negra y marrón de los prisioneros le resultó familiar a Rugolo. Al acercarse, uno de ellos vio a Calliden y pareció reconocerlo. En su rostro pálido y desesperado hubo un repentino destello de esperanza.
—¡Ayuda, señores, por favor!
—¡Es de Gendova! —exclamó Calliden sorprendido—. ¿No te acuerdas? Uno de los que intentaron secuestrarme. ¿Cómo habrá llegado aquí?
—Todos son de Gendova —dijo Rugolo que había reconocido su forma de vestir—. Después de todo, parece que han conseguido llegar al Ojo.
Volvió a resonar la estridente risa de Aegelica. Los guardias apuraron el paso, obligando a los esclavos a avanzar hacia los edificios que se alzaban poco más allá.
—¡Venid amigos míos! —dijo Gundrum con voz tonante que se mezcló con el constante retumbar que llegaba desde arriba—. ¡Haremos un brindis!
Con un gesto complicado y extravagante los invitó a entrar en el pabellón. Calliden no podía explicarse por qué él y Rugolo aceptaban la invitación, dispuestos a compartir el interior con Aegelica. El episodio anterior parecía un sueño; ahora parecía completamente inofensiva. Dentro había una mesa redonda con tres patas curvas y tres sillas de respaldo recto dispuestas a su alrededor. Sobre la mesa había dos de las botellas en forma de tonel, una de un color marrón apagado y otra de una tonalidad naranja con un leve resplandor. Foafoa no quiso entrar en la tienda. Se dirigió a grandes zancadas hacia la nave espacial iridiscente. Kwyler, en cambio, casi corrió hacia el interior en penumbra. Se sentó a la mesa, cogió una botella y luego, como recordando cuál era su sitio, la volvió a dejar y se quedó mirando a la mesa con expresión tensa.
—Siempre supe que encontrarías la forma de volver a nosotros, Kwyler —dijo Gundrum con voz lúgubre, sirviendo el contenido de la botella anaranjada en un vaso diminuto.
—Sí, por supuesto que sí —admitió Kwyler.
—Bebamos por ello, entonces. Sólo una cosecha local, me temo.
—Mañana lo haremos mejor, ¿eh? —Kwyler cogió el vaso que le ofrecía Gundrum y dejó que el denso licor se deslizara por su garganta. Una mirada de alivio y éxtasis transformó su rostro. Se quedó allí sentado con los ojos cerrados, atento a lo más profundo de su ser.
Gundrum sirvió unas gotas, que cayeron pesadamente, a Rugolo y Calliden y a sí mismo. La suya dio la impresión de acceder a su boca antes de que el vaso le tocara los labios, como si actuara con voluntad propia.
—¿No resulta curioso —observó con satisfacción—, que quienes desean venir a comerciar en el Ojo acaben encontrando el camino a este pequeño lugar? ¿Cuál parece ser la causa?
—¿Cuál será realmente? —se preguntó Aegelica con su agradable voz de contralto. Alargó la mano, cogió la otra botella, la de color marrón, y la descorchó. No se molestó en coger un vaso. Levantó la botella por encima de su cabeza echada hacia atrás y dejó caer todo su contenido en la boca. El licor fluyó como un glaciar, como jarabe, por su garganta, sin que tuviera necesidad de tragar.
Rugolo recordó su larga lengua tubular tras su transformación en demonio. La imaginó metiéndola en la botella para aprovechar lo que quedaba del licor. Pero no lo hizo. Ahora parecía completamente normal. Arrojó la botella entre la áspera vegetación que formaba el suelo de la tienda.
—Tenemos que conseguir algo mejor que esto, querido hermano —dijo con un suspiro.
—Así se hará, querida. ¡Por las raíces de mi deseo que así se hará!
Rugolo bebió su pequeña porción al ver que Calliden hacía lo mismo. Sintió el deleite eléctrico que ahora le resultaba familiar y cómo la energía recorría todo su ser, interrumpiendo sus pensamientos, haciendo girar sus sentimientos, llenando su conciencia interior de un colorido chispeante, haciendo que se sintiera inmortal e invencible.
—¿Cuánto se tarda en ser adicto a esto, como… —dudó antes de seguir con la pregunta, pero finalmente la completó—… como Kwyler?
—Uno ya es adicto —le aseguró Gundrum—. Uno ha tenido siempre esta adicción, no es algo que sea necesario adquirir. El licor es una esencia… la esencia de la vida. Le gusta estar vivo, ¿no es cierto?
Gundrum volvió a llenar los tres vasos y luego se dirigió a Kwyler.
—Esta botella no será suficiente. Ve a la destilería y pide lo que me deben. Ellos entenderán lo que quiero decir.
Kwyler apuró su esencia de la vida, con expresión codiciosa arrebató la botella a Gundrum y se sirvió dos vasos más que bebió rápidamente, uno después de otro. Luego hizo un gesto de asentimiento, se levantó y salió de la tienda.
El contenido de la botella descendió rápidamente y, al mismo tiempo, fueron desapareciendo la sensación de peligro y el miedo natural en Rugolo y el navegante. Aegelica daba la impresión de haberse adormecido tras beber toda la botella. Se echó, relajada y pareció quedarse dormida.
Gundrum la miró, con una expresión suavizada que en su cara áspera y angulosa resultaba cómica.
—Mi querida pequeña —dijo con voz ronca—. Mirad que expresión apacible. Sí, ya sé que han visto otro aspecto de ella que les infundió temor, pero mírenla ahora. Así era cuando era joven, antes de que aprendiéramos a disfrutar de los cambios de esta región. Una joven inocente e inofensiva.
No sabían si estaba celebrando o lamentando su posesión demoníaca. Rugolo pensó que a lo mejor el demonio la había dejado.
Ahora le importaba poco. No podía entender por qué había dejado que Calliden lo convenciera de la absoluta necesidad de abandonar el Ojo. Se sentía tan fuerte y ambicioso. La pérdida de la Estrella Errante era sólo un contratiempo. ¡Habían conseguido llegar al reino de la magia, con sus productos mágicos! Todo lo que tenía que hacer era encontrar una forma de obtener esos productos y luego un medio de transporte… Recordó que para ello necesitaba la colaboración de Gundrum, y eso era bastante incierto.
—He perdido mi nave —dijo—. ¿Querrá sacarnos del Ojo? Todavía puedo serle útil, cuando consiga otra. Creo recordar que teníamos un acuerdo.
Esto último lo dijo para inclinar finalmente la balanza. Si Kwyler decía la verdad, Gundrum nunca había hablado en serio.
Frunció el ceño. ¿No había algo más? ¿Algo sobre una joya? Curioso, la idea parecía rehuirlo, como si fuera algo que había soñado.
—Claro que lo llevaré —dijo Gundrum—. Los llevaré a los dos. Cuando salgamos de aquí, quiero decir. Tal vez vayamos antes a otra parte.
—¿Y qué puedo hacer yo por usted?
—Estoy seguro de que podrá pagarse el viaje.
A aquellas alturas, la botella de licor ya estaba vacía. La luz se iba haciendo más tenue dentro de la tienda. Gundrum se puso de pie y se inclinó sobre Rugolo, acercando su cara de piel apergaminada.
—Usted me ha complacido, aunque no lo sepa. Ha dado pruebas de la energía y el arrojo necesarios para entrar en el reino encantado. No hay muchos que sean capaces de hacer eso. Merece una recompensa.
Los dos viajeros se sintieron a un tiempo rechazados e hipnóticamente atraídos por la presencia de Gundrum y también por sus palabras, que parecían abrirles nuevas perspectivas. Rugolo se dio cuenta de que este pequeño mundo, raro como era, no podía ser la única fuente de abastecimiento de Gundrum. Para empezar, de alguna parte había sacado al guardia espectral eldar.
Tal vez fuera el licor —se habían bebido entre los dos casi un tercio de la botella—, pero les pareció estar viéndolo todo con ojos nuevos, con los ojos de otra persona. Era posible que el licor provocara leves alucinaciones, pensó Calliden. Muchos estimulantes y bebidas lo hacen.
—Los jóvenes que pasaron a nuestro lado deben de haber hecho lo mismo —señaló Calliden—. Da la casualidad de que sabemos de dónde vienen. ¿Por qué han sido hechos prisioneros?
—Es una triste historia —respondió Gundrum—. Criminales y tontos que no estaban a la altura de la empresa y fueron financiados por algún magnate de los negocios, que también les proporcionó un navegante secuestrado. Consiguieron seguir nuestra huella, como hicieron ustedes, pero fueron capturados como esclavos por los nativos de este planeta. No podría hacer nada por ellos aunque quisiera.
—¿Un navegante? ¿Dónde está? —preguntó Calliden, poniéndose de pie de un salto.
—Muerto, me temo. Todavía estaba a bordo de su nave cuando…
—¿Dónde está su nave? —preguntó Rugolo con impaciencia.
—Comida —dijo Gundrum tras una pausa—. En este planeta hay gigantes de tierra que surgen del suelo y devoran todo lo que se pone a su alcance, especialmente si es de metal. Pero no se preocupen, aquí estamos a salvo.
De afuera llegó un extraño sonido. Siguieron a Gundrum fuera de la tienda y vieron una hilera de nativos que se acercaban desde las fábricas y la destilería empujando trineos por encima de la hierba amarillenta. Del cielo seguían llegando el ruido retumbante y los relámpagos —aunque tal vez no fueran relámpagos, pensó Calliden, sino energía conectada de alguna manera con la energía que chisporroteaba de una a otra de las empinadas montañas—, pero la luz se había debilitado un poco. La noche tardaba mucho en caer en este planeta, ya que la luz del sol se difundía a través de la capa de nubes y más allá de la línea terminal. Probablemente, nunca oscureciera del todo. Las descargas de energía lo impedirían.
El que llevaba el primer trineo, vestido con el mismo tabardo de color austero y las mismas polainas que los guardias de los esclavos, saludó a Gundrum.
—He aquí el pago convenido.
«¿Pago por qué? —se preguntó Calliden—. ¿Por los esclavos?» Pero si era así, ¿cómo los había conseguido Gundrum? Su propia historia parecía más lógica.
Gundrum les indicó que se acercaran. Los seis primeros trineos estaban cargados con cientos de botellas de licor, productos de la destilería. Sacó cuatro y dio dos a Rugolo y otras dos a Calliden.
—El resto son para la exportación —dijo—. Si reafirmamos nuestro acuerdo, tal vez puedan ayudarme a distribuirlo, con gran beneficio para todos.
—Primero tendré que rehacer mi fortuna —respondió Rugolo casi para sus adentros.
Gundrum se había alejado para examinar los otros trineos. Calliden sujetó a Rugolo por el brazo y tiró de él hacia atrás.
—¿Qué estás haciendo? —le susurró al oído—. ¿Por qué has permitido que la chica te tocara? ¡Está poseída por un demonio! ¿No recuerdas lo que estuvo a punto de hacerte?
—¡No creo que siga siendo un demonio! ¡Ahora es muy simpática! —respondió Rugolo.
Calliden suspiró y se apartó. También él había sentido el magnetismo excitante de Aegelica, su encanto seductor. Pero otra parte de él se había retraído, como si se apartara de una serpiente venenosa, y eso había sido incluso antes de su transformación demoníaca en el primer planeta.
Rugolo obedeció de buen grado cuando Gundrum le indicó que se acercara a echar un vistazo a los otros trineos, ofreciéndose a enseñarle la producción de las fábricas alineadas a lo largo del río. A pesar de su embriaguez de esencia, Rugolo quedó decepcionado por el contenido del primer trineo que examinó. Gundrum desplegó con orgullo una variedad de platos y cuencos de metal, trinchadores, fuentes, todo ello ricamente ornamentado, a veces de formas excéntricas, pero corrientes en todo lo demás.
—¿Qué tiene de especial todo esto? —preguntó malhumorado—. ¡Pueden conseguirse cosas como éstas en cualquier bazar del Imperio!
—¡Eso es lo que parece! —respondió Gundrum, riendo con fruición—. Pero nada que pueda fabricar un artesano del Imperio puede compararse con lo que está viendo. ¡Cualquier cosa servida en estos recipientes resulta dos o tres veces más deliciosa!
Rugolo hizo un gesto de incredulidad.
—Ya veo que no me cree, amigo —dijo Gundrum transformando en sombrío su tono habitualmente exultante—. Esto lo entusiasmará más, ya que pretende ofrecer la mercancía a los curiosos y los amantes de lo exótico.
El segundo trineo estaba repleto de cajas de distintos tamaños. Gundrum abrió una de ellas. En su interior, descansando sobre un material blanco y suave, había un instrumentos cilíndrico de ocho o nueve centímetros de largo, de color peltre y tenía una serie de registros. Gundrum lo levantó con cuidado y se lo entregó a Rugolo.
—Mire por él y dígame lo que ve.
En un extremo tenía un ocular. ¿Un telescopio? Rugolo se lo colocó en el ojo derecho y guiñó el otro para mirar dentro del cilindro.
No vio nada hasta que Gundrum manipuló con sus largos dedos la fila de registros. De repente apareció una escena: una vista aérea de una ciudad del Imperio. Era fácil reconocer la arquitectura ciclópea con su florida decoración, los grandes arbotantes que sostenían las estructuras descomunales, el aspecto sucio y lúgubre…
Movió el instrumento y apareció una vista panorámica de la superficie planetaria. En el lejano horizonte seguían viéndose la ciudad y sus excesos, pero mezclados con el espeso humo y las llamaradas de las fábricas y las forjas.
No pudo identificar la ciudad. Había un millón como ésa. Gundrum volvió a manipular los registros y la escena cambió. Se encontró mirando a través de una cúpula transparente que flotaba en el espacio. Gundrum giró un anillo pulido del aparato. Dio la impresión de que atravesaba la cúpula y veía la asombrosa estancia interior, cuya elegancia y belleza revelaban que no tenía nada que ver con el Imperio. Y las personas que la habitaban —bueno, no eran personas para ser precisos— eran demasiado altas y gráciles, y sus rostros tenían un aire alienígena…
—¿Recuerda al guardia espectral? —susurró Gundrum a su oído—. Fue hecho en un lugar como éste. Éstos son eldars.
Rugolo siguió mirando fascinado. Luego apartó el instrumento de su ojo e hizo un gesto de indiferencia.
—Interesante, pero no creo que valga la pena entrar en el Ojo del Terror por esto. No es más que un visor que tiene algunas escenas e imágenes grabadas.
—No, no hay nada grabado. Lo que ve está sucediendo ahora. Está mirando cosas muy lejanas a través del espacio disforme —advirtiendo el escepticismo de Rugolo, añadió—: Vuelva a mirar.
Rugolo sintió el instrumento caliente en sus manos. Volvió a acercarlo a su ojo.
Ahora estaba mirando el interior de lo que le pareció la catedral más grande que pueda imaginarse. El techo abovedado era tan alto que se veía borroso por el vapor de agua condensado: ¡nubes dentro de un edificio! Innumerables sacerdotes y acólitos iban y venían por la nave. Las naves laterales, flanqueadas de estandartes rotos, en jirones pero que conservaban todavía sus antiguos colores, tenían cientos de metros de altura. Una luz de tonalidades múltiples se filtraba e iluminaba unos murales que se movían lentamente representando una batalla tras otra.
En el enorme edificio bullía una actividad febril, nada que ver con la paz y el recogimiento propio de las oraciones. Ahora Rugolo giró el anillo de ampliación. Le dio la impresión de avanzar por la nave hacia la lejana cancillería. Guardando el santuario, uno a cada lado, con los puños levantados en actitud de saludo, había dos titanes, las mayores máquinas de guerra que podían usarse en la Tierra y que hasta ahora sólo había visto en la propaganda de la Guardia Imperial. Y más allá, en el santuario, un globo de oro resplandeciente rodeado por una jungla de cables y tubos tan numerosos que casi lo ocultaban a la vista, sujetos por generadores de campo, fuente y foco de toda emoción en el vasto…
Rugolo apartó precipitadamente el instrumento de su ojo.
¡No podía ser! ¡Era imposible! ¡No podía estar mirando la sala del trono del Emperador!
Desvió la vista y de repente se detuvo, mirando hacia arriba con el ceño fruncido. En la distancia, deslizándose a través de los relámpagos, avanzaban tres naves volando bajo. Se parecían más a barcos que a naves espaciales, ya que tenían proas curvas y carecían de cubierta de cristal, con lo cual sus cabinas estaban abiertas a la atmósfera. Tenían alas cortas, más parecidas a álabes, en marcado ángulo hacia atrás. Al acercarse, se vieron rostros mirando hacia abajo por los laterales. Las naves describieron dos círculos sobre el lugar, emitiendo un sonido muy parecido al zumbido de una sierra y escupiendo chispas por la cola, y luego se posaron suavemente sobre la hierba color ocre.
—¡Ah, más visitantes! —observó Gundrum con energía—. ¡Tantos visitantes! ¿Quién vendrá ahora?
Los mercaderes locales —¿o eran simplemente artesanos?— habían dejado de tirar de los trineos y miraban con desconfianza, mientras media docena de guerreros salían de cada embarcación, armados de forma desigual, vestidos con armaduras improvisadas hechas con placas de metal superpuestas sujetas con cintas y yelmos que más bien parecían solideos sujetos a la cabeza.
Todos los guerreros presentaban las mismas mutaciones. Tenían los ojos, que salían de las órbitas, en el extremo de unos pedúnculos que los hacían girar a un lado y a otro. Sus bocas, provistas de dientes que parecían lanzas, ocupaban las tres cuartas partes de la circunferencia de la cabeza, de modo que cuando las abrían daba la impresión de que sus cabezas estaban casi seccionadas por la mitad. Tenían brazos demasiado cortos, la mitad de los de un hombre normal, y su mayor parte correspondía a unos dedos largos y huesudos que se plegaban en torno a sus armas como tentáculos.
Su jefe, cuyo rango indicaban tres plantas amarillas y espumosas pegadas a su yelmo y sus ondeantes bombachos rojos, dirigió una breve mirada a la nave espacial iridiscente, saludó con familiaridad a Gundrum con una inclinación de cabeza y luego se dirigió al hombre que tiraba del primer trineo con una voz que más se parecía al sonido producido por un animal que hubiera aprendido a hablar.
—A nuestro señor, el alto y muy digno demonio Spittingbottom, le gustan vuestros licores y desea poseer vuestra destilería.
El obrero industrial del tabardo carmesí mantuvo la cabeza baja.
—Señor —respondió respetuosamente—, servimos al demonio Mouldergrime, que ya posee la destilería y a quien también le gustan nuestros productos.
—¡Puf! ¿Y cómo os trata ese gran Mouldergrime?
—Muy bien. Vivimos en paz y mantenemos a nuestras familias. Por supuesto, se hacen sacrificios durante los festivales. En el Festival del Ayuno quemamos vivos a nuestros hijos de cuatro años. Pero estos festivales sólo se celebran cada dos años, y es un sacrificio que hacemos con gusto a Mouldergrime por todos los favores recibidos de él.
—¡Bah! ¡Vuestro Mouldergrime es un tacaño! ¿Qué ha hecho por vosotros? Tenéis el mismo aspecto de siempre. Spittingbottom os permitirá conservar a vuestros hijos. ¡Todo lo que pide es comerse a vuestras mujeres! ¡Y si lo servís bien, llegaréis a pareceros a nosotros!
El hombre local bajó aún más la cabeza, lo mismo que todos sus compañeros.
—No podemos hablar en contra de Mouldergrime, señor.
—No importa. Como sabrás, en el otro extremo de este mundo Spittingbottom posee un continente y Mouldergrime el otro. Esta noche celebran una competición en la isla de Grossgrease para ver cuál de sus respectivos paladines puede comer la mayor cantidad de gusanos y expulsar la mayor cantidad de excrementos. Si gana Spittingbottom, se quedará con la destilería y con la ciudad. Sólo he venido a prepararos para el cambio de amos. ¡Tened dispuesta una gran cantidad de esencia!
Con un gesto feroz, el jefe del escuadrón ordenó a sus hombres que subieran a las embarcaciones aéreas y se fueron por donde habían venido.
Sin embargo, Gundrum seguía mirando hacia arriba.
—A menudo viene a continuación… Sí, aquí viene. Está cerca, volando bajo y acercándose. Síganme los dos —dijo a Rugolo y a Calliden—, y observen lo que sucede. Puede que les resulte provechoso.
Emprendió una carrera espasmódica, en la que sus brazos se bamboleaban como si no los tuviera bien sujetos al cuerpo, hacia una colina poco pronunciada del valle. El mercader y el navegante los siguieron a distancia. Entonces vieron lo que él había estado observando. Avanzando por el aire con porte majestuoso a través de los crepitantes zigzagueos de energía, se veía lo que a primera vista podía tomarse por una mancha de bruma multicolor. Gundrum hizo un alto en la cima de la elevación y esperó a que llegaran. Abajo estaba la maltrecha Estrella Errante.
—En una época, mi nave era una chalana corriente como la suya —les dijo—. La magia de este mundo fue lo que la cambió. Observen.
Fue como ver un arco iris que se hubiese convertido en una gigantesca ameba centelleante formando trompos en el aire. A medida que se acercaba se fue haciendo menos borrosa y más definida. Al acercarse a la nave de Rugolo, la forma amorfa y arrolladora que llenaba la mitad del espacio visual la rodeó completamente. A Rugolo empezó a latirle con fuerza el corazón. ¡Su nave sería restaurada por medios mágicos! El casco brilló y chispeó con todos los colores del arco iris… y a continuación cayó hecha trizas.
Se quedó boquiabierto. La nube iridiscente empezó a ascender otra vez hacia el cielo aprovechando la elevación del terreno y su borde inferior pasó a una buena distancia de ellos. Dejó tras de sí una masa informe de metal retorcido.
—Evidentemente, no debiera haber ocurrido eso —gruñó Gundrum.
Empezó a bajar la cuesta seguido de mala gana por Rugolo, mientras Calliden permanecía en la cima de la elevación. Gundrum recogió un trozo de metal del casco despedazado y se lo mostró. La nube iridiscente había hecho algo más que despedazar la nave. El metal tenía un brillo apagado, de colores aceitosos.
—Esta chatarra al menos vale algo —le dijo Gundrum—. Todo lo que hay en los mundos del Ojo del Terror, incluso el metal, está impregnado de las fuerzas del Caos. El metal foráneo tiene valor como novedad. Está tocado por el Caos cuando se le da el tratamiento iridiscente, por supuesto, pero de una forma especialmente pura.
Esto era lo más sensato que Rugolo le había oído decir al mercader del Caos. Gundrum tiró el trozo de metal iridiscente.
—Mala suerte —dijo a Rugolo, mirándolo con simpatía—. Volvamos a la tienda. Me parece que le vendría bien un poco de esencia.
Rugolo no tuvo fuerzas para rechazarla. Volvieron hasta donde estaba Calliden, y después se dirigieron a la tienda.
Aegelica seguía durmiendo, ignorante de la visita de los siervos del demonio del otro extremo del planeta. Los tres abrieron una botella de licor, y luego otra. Al parecer, cada botella contenía esencia de un color diferente. Fuera cual fuese el proceso de destilación, era muy desigual.
Gundrum parecía dispuesto a mostrar un rostro más humano. Describió algunos de sus viajes por el Ojo, aunque era evidente que omitía los detalles más extraños. Cuando casi habían terminado la segunda botella, Calliden le hizo una pregunta seria.
—¿Cree usted en el Emperador?
—Ah, nuestro amado Emperador —replicó Gundrum con tono jovial—, el que mantiene unida a la raza humana y se encarga de nuestras almas. Por supuesto.
—¿Y nunca tiene la sensación de que lo que hace está mal?
—¿Mal? —Gundrum hizo una mueca exagerada y volvió a su anterior modo de hablar—. ¡Oh, no, no, no! ¡Oh, no, no, no! ¡Por mi palabrería! ¡Oh, no! No me importa todo eso. Los sacerdotes dicen que todo es malo excepto el Emperador. Los alienígenas son malos. El Caos es malo…
»¿En qué son los alienígenas peores que nosotros? No son más que criaturas, lo mismo que nosotros. No, para mí todo es lo mismo. El Emperador no es el capitán de mi alma.
La cara habitualmente pálida de Calliden se puso aún más pálida. Hasta Rugolo, que había alcanzado casi el éxtasis por la cantidad de licor que había bebido, estaba completamente conmocionado. Jamás se había topado antes con un hombre tan amoral. Es cierto que había hecho negocios con los alienígenas, pero como todo el mundo sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, incluso le había divertido su pecado. Asesinos, ladrones, estafadores y herejes, todos reconocían al Emperador en su corazón. Le resultaba inconcebible un hombre que no tuviera siquiera esa moral rudimentaria.
Confundido, cambió de conversación.
—¿Qué le ha sucedido a Kwyler? No ha regresado con la mercancía.
—Supongo que no habrá podido despegarse de la destilería. —Gundrum lanzó un suspiro y luego un rugido—. ¡Hermana!
Aegelica se despertó y miró a su alrededor medio dormida. Tenía un aspecto infantil e inocente. Resultaba difícil creer que fuera la misma persona de su primer encuentro, o la que había atacado a Rugolo de una forma tan cruel.
—Vete a la ciudad, busca a Kwyler y tráelo.
Salió con aire obediente a la penumbra exterior y en poco menos de media hora estaba de regreso, sin Kwyler, pero con otra pequeña botella acanalada.
—Kwyler envía esto —dijo.
—¡Ahí! —Gundrum pareció complacido. Le quitó la botella de la mano, la abrió y vertió su contenido en los vasos del tamaño de una bellota. El licor tenía un color amarillo brillante y se vertía con más facilidad de lo habitual, como si fuera menos denso.
Gundrum lo olió, luego tomó un sorbo y lo paladeó antes de tragarlo.
—¡Humm! Un sabor nuevo. No le han dado tiempo de madurar. Es verde, pero refrescante. Una esencia muy pura, diría yo.
—Supongo que fue embotellado hace apenas algunas horas —dijo Aegelica con una risita.
Rugolo y Calliden también lo probaron. Como había dicho Gundrum, tenía un sabor verde. La invasión de sabores era más limitada, pero también más aguda. Al llegar a sus estómagos se produjo la explosión habitual, pero más excitante.
—¡Me gusta esto! —exclamó, esbozando una sonrisa inexpresiva y tomando otro poco.
A Calliden también le gustó. Alargó la mano hacia la botella.
Entonces observó que Aegelica había cambiado desde su visita a la destilería.
La inocencia recatada, levemente patética, había desaparecido. Era la Aegelica magnética, vampírica de antes. Sus ojos se habían agrandado y redondeado y eran más verdes. La piel que llevaba descubierta se había afirmado y tenía un brillo especial. Se había acercado a Rugolo y le acariciaba la perilla con una mano, mientras le pasaba las uñas de la otra por el cuello. Lo miraba con la ávida mirada de un depredador.
—Apártate de ella, Maynard —dijo Calliden con voz disonante, poniéndose de pie.
Y después de eso ya no se enteraron de nada.
Lo primero que notó Rugolo fueron los ruidos. Pasó un rato antes de que pudiera abrir los ojos. Oyó unos pies que se arrastraban y el murmullo de voces. También había otros sonidos: un silbido intermitente, como el de un pistón de acción retardada, y algo así como el borboteo y el fluir de un líquido.
Todo hacía eco, como dentro de un gran barracón de metal, lo cual resultó ser cierto cuando el mercader abrió los ojos. Estaba tendido de lado sobre un suelo duro, atado de pies y manos. Calliden estaba en la misma situación a unos pasos de él. A ambos les habían quitado sus pistolas láser.
Tomó conciencia de una cara que lo miraba desde arriba.
—Ah, aquí estamos, por fin.
El hombre llevaba uno mono azul hecho de un material áspero. Un obrero. Pero tenía un talante amable. Llamó a algunos otros que acudieron y ayudaron a Rugolo y a Calliden a sentarse, apoyados contra la pared del barracón. Les pareció que era el día siguiente. La luz parduzca del día entraba vacilante por las aberturas del tejado.
El barracón estaba abarrotado de instrumentos. Había un pequeño horno que estaban alimentando, y cuyo humo espeso iba a parar a una chimenea. El sonido sibilante y regular procedía de un artefacto en cuyo centro había un cilindro amarillo y grueso, en el que entraba un pistón a intervalos y del que salían ráfagas de vapor polvoriento. El artefacto estaba conectado a las válvulas de admisión de una fila de media docena de cubas alineadas sobre una pared, un cilindro por cuba. Rugolo se dio cuenta de que estaban en la destilería que cruzaba el río. Pero ¿por qué?
—Es agradable encontrar gente del exterior —dijo el obrero, dirigiéndose a él—. Es difícil conseguir buena materia prima, ¿sabe? Supongo que querrán saber cómo se hace, ¿verdad? Se empieza por un proceso de inmersión. Luego viene la extracción de la quintaesencia. Bueno, pueden verlo por sí mismos. Aquí están los que llegaron antes que ustedes.
—La última botella debía estar drogada —susurró Calliden al oído de Rugolo.
El mercader tomó conciencia de un olor acre. Provenía del vapor que salía de las cubas. Y entonces vio a «los que llegaron antes que ustedes», que eran conducidos encadenados. Los gendovanos. Miraron a su alrededor desorientados y empezaron a debatirse cuando les quitaron los collares de hierro y los colgaron por los pies, cabeza abajo, de una cinta deslizante provista de poleas y que recorría el barracón de un lado a otro. Cuando cada uno de ellos quedó suspendido encima de una cuba, empezaron los gritos pidiendo clemencia.
No sirvieron de nada. La cinta bajó y cada uno de los gendovanos, doblándose desesperadamente, desapareció dentro de su cuba. Medio minuto después volvieron a salir, farfullando y empapados, gimiendo sus protestas hasta que los volvieron a sumergir.
Poniéndose en cuclillas junto a Rugolo para hacerse oír, el obrero de la destilería siguió explicando el proceso en el mismo tono amistoso e informativo.
—La inmersión lleva algún tiempo, ¿ve? Es como hacer velas, pero al revés. En lugar de poner sebo sobre la mecha poco a poco, se va extrayendo el alma o, si prefiere, todo el contenido psíquico, que va a parar al líquido. ¡Oh, ese líquido es el secreto de este negocio! ¡Nadie más lo conoce, ni en este mundo ni en el otro! Bueno, no voy a decirles nada más. Es nuestro secreto industrial. ¿Cómo es? Bueno, no voy a decir que vayan a disfrutar con ello. Se siente como si a uno le extrajeran todo. Es bastante incómodo. Pero después de un tiempo, uno apenas sabe dónde está o quién es, eso es lo que dicen. Todo ha ido a parar a la solución. Luego, con la última inmersión lo dejan a uno allí y deja de respirar. Entonces empieza la extracción de la quintaesencia. Hay muchas sustancias químicas y hormonas y otras cosas, como moléculas de memoria en el cerebro, y todas esas cosas también van a parar a la infusión. Luego los sacamos fuera para clarificar. Después de eso pasa al alambique para la sublimación y, por último, a los barriles para madurar.
»Llevo en este trabajo toda la vida, desde que era un niño. Estoy orgulloso de mi trabajo, de verdad. ¡Son los mejores licores de toda la galaxia! Y eso se debe a que son esencias de seres humanos. ¿Podría haber algo mejor?
Después de haber manifestado lo orgulloso que se sentía por su trabajo, el obrero de la destilería se puso de pie y fue a ocuparse de sus quehaceres. En un momento dado, los gendovanos habían dejado de forcejear y los habían dejado una hora o dos totalmente sumergidos.
Rugolo y Calliden pudieron apreciar la traición de Kwyler en toda su magnitud. Para eso era para lo que los había llevado allí, para entregarlos y que los destilaran para el deleite de otros.
Pero ¿dónde estaba Kwyler? Tal vez había vuelto con Gundrum. Sólo había salido de la tienda —recordaron que por orden de Gundrum— para disponer la adquisición de esencia.
—Éste es el auténtico negocio de Gundrum —dijo Rugolo rechinando los dientes—. No negocia tanto con lo que saca del Ojo como con lo que trae al Ojo. ¡Trae personas humanas para que las transformen en licor!
—¿Por qué hace eso? Aquí también hay personas humanas.
Rugolo se quedó pensando en ello. Recordó lo que había dicho Gundrum sobre una cosecha local. Lo que había dicho sobre el valor del metal de afuera.
—Aquí todo está corrompido por el Caos, incluso las personas, sobre todo las personas. Las personas llegadas de fuera del Ojo del Terror, no corrompidas, no contaminadas, deben proporcionar un producto superior.
—Las personas como nosotros, quieres decir —añadió Calliden con voz lúgubre.
Rugolo observó que el navegante estaba mirando algo y siguió la dirección de su mirada. Debajo de una de las cubas, quizás empujada hacia allí por accidente, había un objeto que reconoció como el riñe de fusión de Kwyler.
Les había llegado su turno en las cubas.
—¡Podemos serles útiles! —gritó Rugolo con vehemencia al ver acercarse a los obreros—. ¡Soy un mercader! ¡Mi amigo es navegante! ¡Echen un vistazo a su ojo de disformidad! ¡Podemos proporcionarles mejor material que el que trae Gundrum! Sabemos dónde encontrar montones de personas. No les cobraremos mucho. ¡Dennos una oportunidad!
Nadie hizo el menor caso a sus balbuceos. Sus últimos ruegos se oyeron cuando se encontró mirando hacia la lóbrega y maloliente superficie de aquel brebaje que conseguía la absorción de un hombre, de su naturaleza, de la experiencia de toda su vida, de su mismísima alma.
Acompañados por el ruido metálico de una cadena, fueron introducidos en el líquido. Tenía un tacto aceitoso y se colaba poco a poco por sus ropas, pegándose a la piel. Rugolo contuvo la respiración, pero no pudo evitar que se le introdujera por la boca y las fosas nasales, produciéndole una sensación de ahogo. Le pareció que había estado allí una eternidad. Psíquicamente no sentía casi nada, tal vez apenas una sensación de derretirse en los bordes, pero ésta era sólo la primera inmersión.
Se volvió a oír el ruido de la cadena al sacarlos fuera del líquido. Calliden, más sensible que él, no había resistido tan bien. Salió boqueando y retorciéndose compulsivamente.
—¡No puedo soportar esto, Maynard! ¡No puedo! ¡No puedo soportarlo! —su voz se transformó en alarido cuando volvieron a bajarlos—. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Madre, ayúdame!
A diferencia de Rugolo, había sufrido más los efectos psíquicos del proceso de inmersión que los físicos. Era como si lo estuvieran rompiendo por dentro, como si el líquido, al absorberse, hiciera que su alma saliera de él, algo así como una osmosis. Le producía un dolor superior a todos los que había sufrido hasta entonces. Se debatió dentro de la cuba, intentando gritar con la boca llena de aquel líquido de sabor inmundo, sintiendo cómo penetraba en sus pulmones.
Entonces oyó una voz tranquila, serena.
«Voy a ayudarte, Pelor.»
¡Era la voz de su madre!
Pudo sentir su presencia dentro de la cuba, junto a él. Tenía los ojos cerrados pero podía ver su rostro con claridad, su querido rostro que intentaba consolarlo.
La cuerda que lo tenía atado a la cinta superior se rompió. Se dobló hacia arriba, retorciéndose en el fondo de la cuba. Las cuerdas que ataban sus manos y sus pies se habían ablandado y estaban resbalosas por el líquido aceitoso. Con un esfuerzo, consiguió soltarlas.
Estaba libre. Estiró la mano y se agarró al borde de la cuba.
Al salir de su segunda inmersión, Rugolo advirtió inmediatamente que algo había cambiado. Calliden ya no era su compañero de inmersión, ya no colgaba a su lado cabeza abajo; estaba en el suelo del barracón esgrimiendo el rifle de fusión. Su llama submolecular bramaba ante él, vaporizando a los hombres y achicharrando el barracón y la maquinaria, emitiendo una ola de calor que podía sentir incluso donde estaba.
Todo lo que se interponía en su camino lo dispersaba y lo hacía salir volando por las aberturas del otro lado. Calliden no perdió tiempo. Encontró la polea que hacía funcionar la cinta y bajó a Rugolo hasta el suelo. Después de no pocas dificultades, consiguió desatar las cuerdas.
Jadeando aliviado, Rugolo se limpió de la cara el líquido pegajoso y maloliente.
—¿Cómo lo has logrado, Pelor?
Calliden sollozó y se apoyó en el hombro de Rugolo.
—¡Era mi madre! —gimió—. ¡Ella me liberó! ¡Después de todo es real! ¡Mi madre está en el infierno, Maynard!
—Evidentemente —dijo Rugolo, apartándolo y dedicándole una mirada burlona—. Es una ventaja tener una madre en el infierno cuando uno está en el Ojo del Terror. —Le quitó de las manos el rifle de fusión—. Ahora vamos a ajustar cuentas con Gundrum. Después de todo, necesitamos su nave.
—Puedes matar a Gundrum y a Kwyler, pero no puedes matar a Aegelica con eso —respondió Calliden, saliendo tras él tambaleante—. Ya sabes lo que pasó antes. Además, no podemos salir del Ojo sin su ayuda.
Fuera del barracón, los hombres corrían. Pero no era por el rifle de fusión. Las embarcaciones aéreas había regresado, aterrizando más allá de la línea de fábricas. El jefe disparaba dos simples pistolas al aire, produciendo mucho ruido y humo, y ordenaba a sus hombres, extrañamente mutados, que avanzaran.
—¡Esta destilería y esta ciudad pertenecen ahora al demonio Spittingbottom! —rugió con aire triunfal—. ¡Su paladín defecó tanto como un megastegasaurio de cien toneladas! ¡Traed a vuestras esposas! ¡Spittingbottom está hambriento!
En eso vio a los evadidos chorreando, con las caras cubiertas de aceite.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Sois forasteros! ¡Sois botellas de esencia! ¡Volved allí!
Rugolo no sabía cuánto combustible quedaba en el depósito del rifle de fusión. Mostró el arma al rufián, esperando que supiera lo que era. En la cara del jefe de los soldados apareció una mirada calculadora. Los pedúnculos de sus ojos se movían de un lado a otro. Se volvió hacia sus hombres e hizo un movimiento envolvente con el brazo.
—¡Vamos, a la destilería!
Rugolo continuó la marcha lo más rápido que pudo siguiendo el río, seguido de Calliden, y descubrió que algunos mutantes se habían quedado atrás para apoderarse de la nave iridiscente. Estaban parapetados tras su embarcación aérea, lo mismo que Gundrum y Foafoa, agachados junto al pabellón escarlata, intercambiando láser por tiros de mosquete. No había ni rastro de Kwyler ni de Aegelica.
El camino más rápido hacia la nave era pasar por el medio, entre los dos grupos, atravesando la línea de fuego. Rugolo atrajo la atención de Calliden.
—Cuando yo lo diga, corre con todas tus fuerzas.
Aún no los habían visto y estaban fuera del alcance del rifle de fusión, pero no del láser de Gundrum, lo cual era preocupante. Rugolo respiró profundamente.
—¡Ahora!
Salió disparado. Cuando había cubierto la mitad de la distancia, Gundrum se volvió y lo miró con una ridícula expresión de sorpresa. Disparó con su láser sin apuntar. Rugolo respondió con una breve ráfaga del rifle de fusión, manteniendo la empuñadura apoyada sobre su hombro. Hubo un silbido al recalentar la ráfaga de energía submolecular el aire que atravesaba. Se retorció para lanzar otra ráfaga en la dirección de las embarcaciones aéreas. El rifle de fusión era un arma de corto alcance y todavía estaba demasiado lejos para causar daño, pero entre la reverberación que producía vio caer a Gundrum hacia atrás, levantando los brazos como para protegerse del calor. Foafoa, en cambio, aprovechó la oportunidad para cubrir la brecha que lo separaba de los mutantes. Sin proponérselo, Rugolo le había cubierto.
Él y Calliden atravesaron corriendo la nube borrosa del aire todavía caliente, sintiendo que les quemaba la piel. Unos segundos después habían superado el pequeño pabellón. Rugolo miró hacia atrás y vio a Foafoa cerca de las embarcaciones aéreas disparando a su alrededor con su pistola láser, lanzando el rayo brillante a un lado y a otro.
Un rayo azulado-blancuzco pasó silbando junto a la oreja de Rugolo. Se giró en redondo. Gundrum debía de haber rodeado el pabellón por el otro lado. Estaba de pie en la rampa de acceso a la nave espacial. El hombre y la máquina que se erigía tras él tenían el mismo aspecto anguloso y extraño. Rugolo esquivó otro disparo del láser y a continuación, apoyando la empuñadura de su rifle de fusión contra el hombro, avanzó amenazador hacia él. Ahora estaba lo suficientemente cerca como para vaporizar a Gundrum. Éste, al darse cuenta, apuntó con su pistola láser a Calliden.
Llegaron al pie de la rampa y se quedaron midiéndose mutuamente. Con una sonrisa reluciente, Gundrum miraba de reojo a Rugolo, desafiándolo a apretar el gatillo, sabiendo que su acto postrero sería atravesar el corazón del navegante. Su cara se iluminó de gozo, como si se le hubiera ocurrido una idea.
—Por mis raíces, por mis palabras, por mis deseos secretos, ¿qué va a hacer? Yo me habré ido, su navegante se habrá ido. ¡Tendrá que formar equipo con mi querida y enloquecida hermana!
Sus ojos se desviaron, mirando a las embarcaciones aéreas. Rugolo hizo lo mismo, pero sin perder de vista a Gundrum. La carga de su pistola estaba medio agotada tras haber matado a media docena de mutantes. Foafoa había arrojado su pistola y había sacado un corto sable curvo de una vaina que llevaba atado al muslo. En aquel momento, una bala de mosquete le dio en pleno pecho. Vaciló y cayó hacia atrás. Los mutantes se abalanzaron sobre él inmediatamente. Utilizaron su propio sable para cortar su torso en tiras.
Lo que vio a continuación hizo que Rugolo se pusiera enfermo. Mientras Foafoa, ya muerto, yacía en el suelo, la parte posterior de su cabeza se abrió y salió su contrahecho compañero Gidane. El enano del tamaño de un bebé se puso de pie y avanzó vacilante hacia la nave de colores, tendiendo los brazos en actitud implorante. El cordón umbilical que lo unía a Foafoa había sido cortado de un sablazo y lo arrastraba detrás de sí por la hierba, con el extremo sangrante.
Aquella figura grotesca no llegó lejos. Uno de los mutantes lo levantó hasta la altura de su cara, con la desmesurada boca entreabierta de gusto. Al parecer, pensaba que Gidane era un bebé. Empezó a besarlo y a lamerlo con su enorme lengua verde, mientras Gidane ponía cara de disgusto y farfullaba protestas.
—¿Puedo sugerir que subamos? —propuso Gundrum tranquilamente—. Creo que Gidane ha encontrado quien se ocupe de él.
A Rugolo le pareció bien. Sin dejar de apuntarse mutuamente con sus armas, subieron la rampa. Tras recibir un gesto de asentimiento de Rugolo, Gundrum pulsó un botón que hizo que la rampa subiera y se ocultara en el casco.
Estaban en un ascensor. Con un zumbido empezó a subir, deslizándose suavemente hasta que se detuvo y se abrió hacia el interior de la nave.
Lo primero que vio Rugolo fue a Aegelica. Estaba sentada en un asiento que no le resultaba familiar. No era una silla, sino una butaca que se balanceaba de un lado a otro en un pedestal, cosa que a ella evidentemente la complacía, porque no dejaba de moverse con aire juguetón de un lado a otro. Se enderezó al verlos y esbozó una provocadora sonrisa.
—¡Qué alegría verte otra vez! —le dijo a Rugolo—. Te llamas Maynard, ¿verdad?
Rugolo no recordaba haberle dicho su nombre. Tal vez el demonio que llevaba dentro lo había sacado del éter.
Habían entrado en lo que era una disposición corriente en una pequeña nave comercial, una sala de vuelo combinada con espacio de estar. Sin embargo, su estilo era algo completamente nuevo para él. En lugar de la falta de espacio, que era lo normal en el Imperio industrializado, tenía unas líneas despejadas, un aspecto aerodinámico, como las líneas exteriores de la propia nave. No había rincones ni grietas, ni protuberancias, ni complicadas decoraciones, y todo era de suave color pastel. Rugolo jamás podría haberse sentido cómodo en aquel lugar. Era una perversión. Un producto del Caos.
—¿Se da cuenta de que ha cometido un error? —dijo Gundrum con voz suave—. Ha puesto la ventaja de mi lado. Si ahora mato a su navegante, ¿va a disparar realmente el rifle de fusión en un espacio tan cerrado? Podríamos cocinarnos ambos y convertir en escoria esta sala de control.
—Eso me tiene sin cuidado —dijo Rugolo con voz firme—. Estoy dispuesto a hacerlo —sin embargo, no le pasó desapercibido que Gundrum había dejado a Aegelica de lado al describir los efectos del arma.
—¿Dónde está Kwyler?
—Está a bordo —respondió Aegelica con una risita.
Rugolo desplazó su mirada para encontrar el panel de vuelo. Aparte de la falta de runas y de la decoración compleja, era estándar.
—¡Pelor —ordenó— acércate y sácanos de este maldito planeta!
Gundrum siguió apuntando al navegante con su pistola láser mientras se sentaba ante el extrañamente despejado tablero de control siguiendo las órdenes de Rugolo. La videopantalla, con una forma cuadrada poco habitual, se encendió y el motor de la nave cobró vida con un suave rugido.
Se elevaron, atravesando los crepitantes relámpagos y las efímeras figuras virtuales, así como la capa de nubes parduzcas. Calliden colocó la nave en órbita estacionaria, dominando el erizado planeta que se rodeaba de una tracería de energía chispeante.
—Ya es hora de una tregua —dijo imperturbable Gundrum, guardando su pistola láser.
Rugolo no estaba dispuesto a imitarlo y guardar el rifle de fusión que mantuvo apuntado sobre el mercader del Caos.
—Traiga a Kwyler aquí —dijo—. Quiero recompensarlo por el licor drogado.
—No hubo ningún licor drogado. Fue Aegelica la que los hizo dormir. Puede volver a hacerlo ahora mismo, si quiere.
Rugolo tragó saliva.
Aegelica miró a Calliden bajando los párpados y éste se desplomó inconsciente, dando con la cabeza en el tablero de control. A continuación se recuperó, levantándose y mirando sorprendido a su alrededor.
Rugolo quedó atónito tras comprobar que estaba completamente inerme. Gundrum había estado jugando con él. Levantó su rifle de fusión.
—¿Qué intenta hacer? —preguntó.
—Volver a Calígula con nuestra carga, o seguir más allá.
También Rugolo había tenido intención de ir más allá de Calígula, si podía. Había planeado robar a Gundrum su nave y quedarse con sus mercancías.
—En cuanto a Kwyler —prosiguió Gundrum—, no lo culpe demasiado. Es cierto que los traicionó, pero no lo podía evitar. Recuerde que primero los rescató. Eso fue auténtico, pero el pobre Kwyler es una persona endeble, débil. Se dio cuenta de que no podía prescindir del licor, de modo que los trajo como pago.
—También usted nos traicionó —explicó Rugolo.
—¿Qué nosotros los traicionamos? —Gundrum repitió su desmesurado enarcamiento de cejas—. ¿Qué les debíamos nosotros? Le confesaré que en un momento tuve la idea de salvarlos de las cubas. Después de todo, los dos somos mercaderes. Si la nube iridiscente hubiera dejado su nave en condiciones de volar, les hubiera permitido seguir su camino. Pero —se alzó de hombros con un movimiento espasmódico— no y, después de todo, ustedes son valiosos por venir de fuera del Ojo. Los que llegan aquí por sus propios medios son mucho más valiosos que los demás. Son de la mejor calidad mucho mejores que los que son traídos como cautivos. Ésta es la razón de que Aegelica deje un rastro para que lo sigan.
Rugolo se quedó pensativo. ¿Les reservaban más trampas? ¿Estarían pensando en venderlos más adelante?
—¿Dónde está Kwyler?
Por toda respuesta Gundrum señaló una pequeña mesa redonda. Sobre ella había una botella tapada de color amarillento. Era la misma que Aegelica había traído de la destilería.
—¡Lo han estado bebiendo!
Rugolo y Calliden se miraron horrorizados.
—¿Eso es Kwyler?
—Al menos parte de él —respondió Aegelica con voz vibrante—. ¡El resto está en el casco, madurando!
—Nos había traicionado y abandonado —dijo Gundrum—. ¡No podíamos permitirlo, por mis raíces! Sin embargo, pienso que fue un final digno de él. Kwyler sabía que iba a terminar en la botella tarde o temprano, no me cabe la menor duda.
—Pongámonos en marcha, hermano —dijo Aegelica, levantándose—. Perdona a estos dos tontos y llevémoslos con nosotros.
—Como quieras, hermanita. Siempre has tenido buen corazón —respondió Gundrum.
La chica indicó a Calliden que dejara el asiento del piloto y ocupó su lugar, programando los controles para el viaje. Sus movimientos eran seguros. Evidentemente, era un piloto consumado. Rugolo empezó a sentir cierto alivio, aunque mezclado con desconfianza. Sin Aegelica nunca hubieran podido salir del Ojo, y aquí estaba ella ofreciéndose a llevarlos. Pero ¿era la mujer o el demonio quien les hacía la oferta?
De repente, Aegelica fijó la vista en la videopantalla e hizo un ajuste.
—¡Hermano, ven a ver esto!
Todos miraron a la pantalla. En ella se veía una gran mancha oscura, rodeada de estrellas y de polvo resplandeciente.
—¡El Sistema Planetario de la Rosa! ¡Ha desaparecido!
Gundrum se acercó más, inclinándose y mirando fijamente.
—No, sigue allí. Mira, tapa las estrellas que hay detrás. Sólo se ha oscurecido.
Rugolo miró el gran espacio negro y vacío, y le pareció ver un leve brillo vacilante.
¿Cómo era posible que todo un sistema planetario se apagara?
—Sí, ahí está —murmuró Aegelica—. Ya lo veo. El ciclo se ha invertido. Éste es un buen momento para irse, hermano.
Volvió a centrar su atención en los instrumentos del piloto. Estaba girando la nave, preparándola para partir. La turbulenta esfera roja y parda del sol del erizado planeta apareció en la pantalla.
Calliden y Rugolo quedaron paralizados por el terror. El sol se convulsionó. De él asomaron una cabeza de cara airada y unos hombros y, tras echar una breve mirada a su alrededor, volvieron a retraerse. Después de eso, el sol recuperó su aspecto de bola turbulenta de tonalidades rojas y pardas.
Si Gundrum y Aegelica habían advertido algo, no hicieron ningún comentario. Aegelica tiró de una palanca y la nave espacial salió disparada, dejando atrás el sol y su solitario planeta.
De repente, profirió un agudo grito.
—¡Hermano! ¡Estamos fuera de control! Algo se ha apoderado de nosotros. ¡No puedo controlar la nave!
En la videopantalla desaparecieron todas las estrellas. Sólo se veía una negrura vacilante. Estaban cayendo, pero no hacia el planeta erizado ni hacia su furioso sol. Estaban cayendo en picado hacia la profunda oscuridad que había sido antes el Sistema Planetario de la Rosa.