13: El largo sueño

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EL LARGO SUEÑO

Lo único que el sargento Abdaziel Magron podía oír encerrado en su traje de energía era el sonido de su propia respiración. Habían pasado muchas horas desde la destrucción conjunta de la base rebelde de los Devoradores de Mundos y la fuerza de ataque leal, incluido el acorazado Venganza Imperial.

Las estrellas se movían con lentitud a su alrededor. Giraba indefenso, consciente de que el rescate era imposible. Después de un buen rato se dio cuenta de que todavía asía su espada sierra con el guantelete, a pesar de que la debía de haber apagado en algún momento. La envainó con resignación.

En esta situación, era inevitable que un hombre de profundas convicciones religiosas reflexionara sobre el curso que había tomado su vida. La verdadera vida del sargento Magron había empezado cuando tenía siete años y se lo llevaron de su mundo natal, Duthovan, un mundo salvaje de mares revueltos, cielos tormentosos, archipiélagos montañosos y hombres de fuerte musculatura que habían aprendido a navegar por todo su planeta en endebles catamaranes. Los duthovanos eran famosos por su fuerza y arrojo. Esto era lo que había llevado a los reclutadores de los Angeles Oscuros hasta allí, en busca de futuros legionarios.

El entrenamiento de Abdaziel Magron había empezado de inmediato en el monasterio fortaleza de Caliban. Ni siquiera ahora podía recordar cuál había sido su nombre nativo. Por tradición, los novicios de los Ángeles Oscuros adoptaban nuevos nombres. Pero de los trescientos muchachos de su promoción, sólo él había sobrevivido a los rigores de aquel primer entrenamiento. A continuación había servido veinte años en una compañía de exploradores, que pertenecía al Regimiento de Luther, un gran honor, ya que el Regimiento de Luther era el más respetado de los diecinueve regimientos del Capítulo de los Ángeles Oscuros.

En una compañía de exploradores era donde un futuro Marine Espacial probaba su auténtica valía, ya que a menudo se los enviaba al mismo frente de batalla protegidos tan sólo por una ligera armadura de escamas y se los mandaba a las misiones más peligrosas completamente solos. Era la prueba más dura que se le podía poner a un hombre, y la tasa de mortalidad era muy alta. Un millar de exploradores fueron iniciados junto con Magron, y sólo seis consiguieron sobrevivir, para después convertirse en Marines Espaciales.

El día que lo eligieron fue el más glorioso de su vida. Después habían empezado las mejoras biológicas; los órganos adicionales; las glándulas suplementarias para aumentar su peso, fuerza y estatura; los sentidos mejorados; los implantes que le permitían la conexión con su servoarmadura; y por encima de todo ello, la semilla genética que permitía que todo funcionara, tomada de su líder espiritual, el Primarca Lion El’Jonson.

Después le habían adaptado la servoarmadura. ¡Qué considerados habían sido con él los armadores que la habían ajustado! ¡Cuánto lo habían admirado! Ya era un Marine Espacial.

Allí fue cuando empezó el verdadero entrenamiento. Todo lo demás había sido un simple ensayo preliminar. Había durado diez años. A pesar de ello, desde el punto de vista de Magron, la parte más importante había sido la religiosa. Sin la religión, sin la absoluta devoción al Emperador, un Marine Espacial de los Ángeles Oscuros era algo inacabado.

Esto era lo que hacía tan incomprensible para él la deserción de legiones enteras de Marines Espaciales para unirse a Horus, el Señor de la Guerra, que otrora había sido el compañero y amigo de más confianza del Emperador y ahora era el peor de los traidores.

Una serie de recuerdos se agolpaban en la memoria del sargento Magron, como un panorama que hubiera acumulado de un extremo a otro durante los doscientos treinta años que había vivido. Las campañas en las que había servido, las batallas en las que había luchado, ¡de un extremo a otro de la galaxia! Incluso había tenido al legendario Luther, el segundo al mando de la legión, como compañero de armas. Y había estado en presencia del bendito líder de la legión, ¡el Primarca Lion El’Jonson en persona!

Sin embargo, sus más preciados recuerdos eran los de las ceremonias religiosas y los escasos festivales a gran escala, todos dedicados a venerar al Divino Emperador. Tal veneración era la esencia del ser del hermano sargento Abdaziel Magron. Mientras vagaba en la soledad más absoluta, llevaba en la frente los distintivos de cada una de las campañas en las que había tomado parte, y lo que más lamentaba era que estaba fuera de la batalla, y que las legiones traidoras continuaban imbatidas.

Sus reflexiones terminaron. Todavía veía girar a las lejanas estrellas a través de su visor, como harían durante toda la eternidad, dejándolo con sólo un asunto pendiente.

La vida de un Marine Espacial no le pertenecía a él. Pertenecía al Emperador. No se habían escatimado esfuerzos para hacer de él lo que era. Por esta razón se esperaba de él que supiera cuidar de sí mismo, en todas las situaciones. Por ello, para el sargento Abdaziel Magron habría significado un grave incumplimiento de su deber no utilizar la única opción que le quedaba. Activó la membrana de suspensión de actividad vital de su cerebro.

De todos los órganos implantados que convertían a un Marine Espacial en algo más que un hombre, el órgano an-sus era quizás el menos utilizado, pero él recurrió a él. Apagó una tras otra todas sus funciones vitales y psíquicas. Su corazón se ralentizó paulatinamente hasta pararse. Su metabolismo se redujo a cero, y sus músculos se quedaron inactivos. Sus células nerviosas y sus neuronas suspendieron la actividad. Un campo de electricidad cubrió todo su cuerpo para matar cualquier bacteria que estuviera todavía viva y después se desactivó.

Un Marine Espacial podía sobrevivir cientos de años en este estado. En el caso de Magron, el período de supervivencia era indefinido. Su traje de energía respondió a la señal de la an-sus revisando su entorno físico. Descubrió que el entorno estaba vacío, lo cual era ideal para la conservación a largo plazo. Por ello organizó la evacuación de aire del traje. Desactivó todas sus funciones, permitiendo que la congelación casi total del espacio interestelar —lo más cercano al cero absoluto— cubriera el cuerpo de Abdaziel Magron. Ahora el Ángel Oscuro no era muy diferente de cualquier otro trozo de materia que vagaba por el espacio interestelar.

En algún otro lugar, la historia del Imperio continuaba. La guerra de la Herejía de Horus seguía su curso. El Capítulo de los Angeles Oscuros fue dividido por el conflicto —lo cual le habría parecido increíble al sargento Magron— y el indigno depositario de la confianza del Emperador, Luther, se había unido al Caos. El Emperador combatió cuerpo a cuerpo con el Señor de la Guerra Horus, poseído por un demonio, y lo venció, aunque el precio fueron unas heridas tan graves que sólo un encierro eterno en el Trono Dorado podía mantenerlo con vida. A pesar de lo endurecido que estaba, Magron hubiera llorado de haber sabido lo que había pasado.

Pasaron siglos, que se convirtieron en milenios. La ardua tarea de reconstruir el Imperio siguió su lento avance. El Adeptus Astartes se reorganizó. Se limpiaron planetas, sacrificando a miles de millones en un esfuerzo sagrado por recuperar la pureza de la raza humana. Las horribles fuerzas del Caos fueron expulsadas, y pudieron refugiarse en el Ojo del Terror sólo porque las mermadas fuerzas leales no eran suficientes para erradicarlas por completo. Por lo que respecta al Emperador en su Trono Dorado, el palacio que lo rodeaba se expandió hasta cubrir un continente entero. El culto al Emperador se convirtió en el pilar religioso de la galaxia.

El Marine Espacial aletargado no sabía nada de esto. Su cuerpo inerte flotaba blandamente, sin destino. Cada varios siglos, respondiendo a alguna función residual, la membrana an-sus se activaba y empezaba a restituir la conciencia al cerebro congelado.

El sargento Magron empezaba a soñar. Incluso a veces se despertaba brevemente y veía las titilantes estrellas girando ante su visor como antes, y entraba en ensueños de evocación del pasado que parecían eternos, aunque de hecho sólo duraran uno o dos minutos cada vez, mientras la membrana y el traje, usando los últimos escasos ergios de energía que quedaban en la batería, comprobaban el entorno y decidían que el momento de despertar todavía no había llegado, si es que alguna vez llegaba, y lo volvían a sumir en su sueño de muerte.

De este modo, el sargento Magron volvía a ver toda su vida. Incluso recuperó recuerdos de su infancia en Duthovan. Rememoró su misión más peligrosa como explorador, en la que había marchado a través de un desierto para obtener información sobre un grupo de orcos. Lo capturaron, lo torturaron durante días y lo dieron por muerto, siendo más tarde reanimado por apotecarios del Capítulo con un tratamiento casi igual de doloroso.

Rememoró la batalla en los profundos túneles de un mundo sin atmósfera externa, habitado por alienígenas que habían conservado el aire que les quedaba y se habían refugiado bajo la corteza del planeta. Estar atrapado a diez millas de profundidad en los túneles medio derrumbados de una madriguera alienígena maldita era una pesadilla incluso para él. Había un sueño particularmente real, en el que él y uno de sus hermanos de batalla, un tal capitán Zhebdek Abaddas, habían sido los únicos supervivientes de una compañía entera desembarcada en un mundo de muerte en un intento por recuperar material de Plantillas de Construcción de Modelos Estándar de una nave estrellada de la Armada. ¡Un episodio horroroso! En aquel mundo había monstruos capaces de atravesar una armadura de Marine Espacial como si fuera una cáscara de huevo, y sobre los que casi no hacían mella ni el fuego de los bólters ni las demás armas. Otros miembros de la compañía habían sacrificado sus vidas para que él y Abaddas pudieran alcanzar la nave. Esto les había infundido nuevos ánimos contra fuerzas imposibles.

El sueño se desvaneció, para ser reemplazado, más tarde, por otro. No podía saber, por supuesto, que la an-sus lo había conservando durante miles de años. Le parecía que los períodos de sueño eran breves. Pero aunque él no lo sabía, algo estaba cambiando. A pesar de que las estrellas estaban a años luz de distancia, incluso a distancias tan inmensas se produjo una influencia gravitacional mínima.

Con el tiempo suficiente, un objeto pequeño empieza a seguir un curso entre ellas. La armadura modelo MK-IV, con su ocupante helado, atravesaba año luz tras año luz, ganando velocidad progresivamente.

Pasaron casi diez milenios, y al final de dicho tiempo la ya difunta armadura se perdió en medio de una enorme concha de gas y polvo que tenía el aspecto de una enorme nebulosa.

Oculto en la nebulosa, había un enorme remolino de estrellas y galaxias. Los caminos de la disformidad son realmente extraños. De alguna manera había influido en la deriva milenaria de Magron. De alguna manera había atraído su cuerpo inerte. Ahora era arrastrado a través del difuso envoltorio exterior del Ojo del Terror. Una vez dentro, empezó a moverse más deprisa, desafiando todas las leyes de la física. Pasaron más siglos durante los cuales la disformidad lo empujó hacia el movimiento en espiral de la tormenta. Parecía como si las almas de los hermanos Ángeles Oscuros lo estuvieran llamando, atrayéndolo. Oscilaba de un lado a otro. Después le dio la impresión de que se dirigía directamente hacia el interior, hasta que llegó a una formación de estrellas en particular, con una forma extraña.

Al estar en letargo, no podía ver aquella forma imposible, n¡las igualmente imposibles formas de las estrellas que la componían, ni tampoco, mientras iba acercándose a ellos, los planetas que rodeaban dichas estrellas.

Ahora se movía a la velocidad de una nave espacial. Sin embargo, sin ninguna causa externa aparente, redujo la velocidad. La luz de un sol extraño calentó el revestimiento de su armadura. De forma gradual, grado tras grado, su cuerpo emergió de una temperatura lo bastante baja como para licuar el helio.

Suavemente, llegó al borde de una atmósfera que pertenecía a un planeta que no era exactamente un planeta, sino que su superficie estaba laminada en grandes y curvadas marquesinas rosadas, formando cada una un continente. En aquel momento, el sargento Abdaziel Magron debería haber entrado en la atmósfera como un meteoro en llamas, quemándose juntos armadura y hombre. Pero no ocurrió tal cosa. Se deslizó suavemente hacia abajo, como si bajara en una cama de pétalos de rosa, y después de muchas horas fue a parar a una hermosa pradera. El sol imposible se alzaba en el cielo. Una brisa cálida, cargada de perfumes, acarició la armadura tendida boca arriba.

Entonces se activó la única función que quedaba en el cuerpo de Magron, una función que pertenecía a la misma membrana an-sus. Era capaz de percibir que el Ángel Oscuro estaba una vez más en un entorno favorable, o al menos uno en el que sería capaz de sobrevivir, y empezó el proceso de reanimación.

El proceso en sí duró bastante tiempo. El cuerpo humano, por sobrehumano que sea, no puede activarse en un instante. No es como arrancar un motor. Los músculos de Magron temblaban levemente mientras sus células estomáticas volvían a la vida. El hígado, los intestinos, los riñones, el bazo y el páncreas se pusieron en funcionamiento, al igual que todos los órganos suplementarios que le habían implantado hacía más de diez mil años. Las células nerviosas reanudaron su actividad. Al principio muy débilmente, sus dos corazones empezaron a latir, y su sangre de Marine Espacial, muchísimo más eficiente que la de un ser humano normal, comenzó a fluir por sus venas. Sus neuronas iniciaron su actividad, preparando el sistema reticular ascendente para despertar el córtex frontal. Esto no ocurrió inmediatamente. Durante algunos días Magron estuvo en coma, y varios días después tuvo los sueños más raros de su vida.

Entonces Magron se despertó. Estaba en medio de una absoluta oscuridad, y no se podía mover, por lo que al principio creyó que estaba muerto, y que era un espíritu sin cuerpo que navegaba en un mar de almas.

La razón de que no se pudiera mover era muy sencilla. La inactividad de Magron había sido tan larga que la batería de su traje había agotado la energía. Los sensores de su casco carecían de energía para seguir funcionando y permanecían inactivos, incapaces de enviar señales a su cerebro. Las bobinas y los cables que servían para mover el pesado traje estaban igualmente inactivos. Los estribos que había entre las placas de la armadura se habían endurecido, haciendo imposible el movimiento del traje a base de fuerza muscular.

Pero una cosa acabó convenciendo a Magron de que, a pesar de todo, estaba vivo. Respiraba y, por lo tanto, tenía una forma corpórea. Esto se debía a la visión de futuro de los diseñadores de la armadura, ya que la bomba que le debería haber suministrado oxígeno tampoco funcionaba, y en una armadura completamente sellada se hubiera asfixiado una vez se hubiera agotado el oxígeno almacenado en el hígado. Así pues, miles de años atrás, cuando la lectura de la batería bajó casi hasta cero, el traje había realizado la última pequeña acción con los últimos ergios que le quedaban. Había abierto un orificio al exterior, lo suficientemente grande para que Magron pudiera respirar si llegaba a una atmósfera con oxígeno.

Por supuesto, no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. No sabía dónde estaba, ni cómo había llegado allí. No tenía esperanzas de ser reanimado, y como nadie se había puesto en comunicación con él ni lo había rescatado del traje sin energía, se preparó para morir de hambre poco a poco.

Sepultado como estaba, no podía oír ni ver lo que pasaba a su alrededor, aunque el aire que respiraba estaba agradablemente perfumado. Por eso no sabía qué habitantes del planeta reconstruido lo habían encontrado, lo habían rodeado y se habían retirado horrorizados al ver la odiada águila Imperial, aún claramente visible en su peto a pesar de la erosión causada por su largo viaje. Sabían que era un Marine Espacial, y un Marine Espacial enemigo. Al final, obedeciendo, y mostrando un respeto servil, llevaron la noticia a uno que llevaba los mismos colores, aunque no los mismos emblemas.

Al Ángel Caído le llevó su tiempo llegar al lugar. Observó con cuidado la figura yacente, leyendo todo lo que transmitían los emblemas y los sellos del traje, incluida la identidad del Ángel Oscuro. También reconoció el tipo de armadura que llevaba el Marine Espacial. Era de la misma época que la suya.

El capitán Abaddas no exteriorizó su sorpresa. Lo fantástico no era sorprendente en el Ojo del Terror.

Pero realmente estaba estupefacto. La cubierta exterior de la servoarmadura estaba extrañamente rayada y llena de pequeñas abolladuras, como si hubiera pasado largos siglos expuesta al espacio. Por lo demás estaba intacta, ofreciendo un notable contraste con la suya. Este no era un Marine Espacial del Caos.

Pudo oír la respiración del ocupante del traje.

—Ponedlo de pie —ordenó.

Fue una tarea ardua. Se necesitaron cuerdas. Pero poco a poco la abultada figura, un verdadero emblema del valor guerrero, fue puesta de pie. El traje de energía no se desplomó. La dureza de los estribos de sus placas era suficiente para mantenerlo erguido, como el capitán Abaddas había supuesto.

Caminó alrededor de la rígida figura. Al llegar a la parte de atrás, se dio cuenta de que los conversores solares de la parte posterior de las molduras del pesado hombro estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo que había sido atraída por la carga de energía de los paneles de silicio. Gritó algunas órdenes. Alguien trajo un paño suave y limpió la superficie hasta que brilló como el ébano.

Lentamente, un hilillo de energía recorrió los sensores. De forma muy vaga al principio, y con mayor claridad después, el sargento Abdaziel Magron empezó a ver.

El capitán Abaddas esperó pacientemente a que se llenara la carga de reserva antes de hablar.

—Sargento Magron, ¿me reconoce? —preguntó con su voz grave—. Soy el capitán Abaddas, del Tercer Regimiento.

Una voz ronca, débil, incrédula, amortiguada por el casco del Marine Espacial —no había suficiente energía aún para hacer funcionar el altavoz exterior— salió a través de las aberturas que había abierto el traje para respirar.

—Hermano capitán Abaddas… ¿Realmente es usted? ¿Qué le ha pasado?

—¿Me reconoce, hermano sargento? —repitió Abaddas.

—Lo reconozco, hermano capitán —susurró Magron débilmente.

—Entonces déjeme ayudarlo, hermano.

El capitán Abaddas puso su mano en el enchufe de carga de emergencia de la mochila del sargento. Se produjo un burbujeo y un resplandor a medida que descargaba energía en la batería agotada. Rechinando al principio, el traje recuperó la vida.

—Acompáñeme, sargento.

Y el sargento Abdaziel Magron de la Legión de los Angeles Oscuros caminó hacia su nuevo futuro.

Era como si los dos se hubieran encontrado completamente cubiertos por la armadura en un campo de batalla. Magron tuvo una retrospección. No pudo evitar el recuerdo del momento en el que Abaddas y él habían estado juntos en un mundo de muerte, sin la menor esperanza de ver Caliban ni de recibir la bendición en uno de los monasterios fortaleza.

Abaddas no tenía la misma armadura que entonces. Magron pudo reconocer su traje de energía como un MK-III en origen, diseñado sobre todo para abordajes y lucha en los túneles; Magron también había llevado una, en las tripas del mundo alienígena sin atmósfera. El modelo MK-III tenía una apariencia brutal, con su grueso casco en forma de cuña y sus placas frontales adicionales. Pero el traje que llevaba Abaddas había sufrido algunas transformaciones. Era como si el caparazón exterior se hubiera convertido en algo orgánico y le hubieran empezado a crecer tumores, en forma de excrecencias de colores. Una estructura en forma de ciervo coronaba el casco. El águila Imperial había desaparecido del peto, así como la insignia del regimiento del revestimiento del hombro derecho. Ambos habían sido reemplazados por curiosos diseños, desconocidos para él. Aún podía verse la insignia del Capítulo, pero había sido distorsionada y elaborada de forma extraña, así como la insignia que indicaba el rango de Abaddas.

Se detuvieron frente a una cabaña de madera que aparentemente era la base del capitán. Un Marine Espacial tenía una mentalidad fuerte, capaz de adaptarse a circunstancias cambiantes, pero éste era el sitio más extraño en el que Magron había estado jamás. El suelo estaba compuesto de una sustancia cristalina de color rosa que, sin embargo, estaba cubierta por una excrecencia musgosa, o cristalina, del mismo color y transparencia. También estaba sembrado de rosas que parecían crecer directamente de aquel suelo de cristal, sin ningún arbusto que las sustentara. No muy lejos estaba el límite de un bosque que también lucía rosas, pero de un tamaño enorme.

El panorama que se extendía sobre sus cabezas era realmente espectacular. La mitad del cielo estaba abierto y despejado. Evidentemente, Magron estaba en una formación de estrellas, ya que brillaban incluso de día. El cielo era de color malva pálido, casi blanco. En medio del horizonte brillaba un sol de color rosa.

Con forma de rosa.

La otra mitad del cielo… era como una marquesina, una estructura sólida, también rosa. Magron supuso que estaría hecha de la misma materia que el suelo. Pero casi no proyectaba sombra, aparentemente sin ofrecer resistencia a la luz del sol. Incluso se podían ver algunas estrellas a su alrededor, aunque débilmente.

En conjunto, aquél era un mundo de belleza mágica. El sargento Magron no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Pero era su deber informar al capitán Abaddas, si es que realmente era él.

—Capitán, ¿por qué lleva la armadura? ¿Hay algún combate? —preguntó.

—Lo haya o no, la sigo llevando puesta —fue su enigmática respuesta.

Magron dudó, antes de continuar hablando.

—Capitán, ¿puedo ver su cara?

Una risita sarcástica salió del yelmo de bordes afilados.

—¿Sospecha que finjo ser su hermano y oficial superior? ¿Que he robado su armadura? Muy bien, sargento Magron. Asegúrese.

Abaddas levantó los brazos, abrió los cierres del casco incrustado y se lo quitó. Su triste rostro de mandíbula cuadrada lo observó entre los gruesos hombros revestidos.

Magron estudió la cara atentamente. Era como la recordaba y no aparentaba mucha más edad, pero era más triste e impasible, como si el oficial se hubiera olvidado de usar la expresión facial. Había también, a pesar de su parecido con una piedra, una vitalidad casi antinatural, una brillante sensación de fuerza de voluntad.

—¿Se acuerda de cuando estuvimos juntos en el mundo de muerte, hermano sargento, con toda una compañía perdida?

—Capitán —preguntó Magron de repente—, ¿por qué no lleva el águila Imperial?

—Se lo explicaré enseguida, hermano sargento, pero antes presénteme su informe. ¿Cómo ha llegado a este mundo?

—¿Puedo quitarme la armadura, capitán?

Abaddas guardó silencio un par de segundos, como si la petición lo hubiera sorprendido. Después volvió la cabeza y profirió un grito con voz profunda. De los límites del bosque surgieron sus esclavos de cámara, con las cabezas. Con voz seca les ordenó que asistieran a Magron. Se dirigieron cabizbajos hacia él como si fueran perros, ayudándolo a quitarse el traje de energía hasta que se irguió en la llanura de las rosas sólo con su túnica negra. Su actitud no se parecía en nada a la de los sirvientes de Cal iban. Magron se tambaleó ligeramente tras desprenderse del traje. Sus funciones corporales todavía luchaban por recuperar la normalidad después de la an-sus.

—Ahora, sargento. Su informe.

Magron le explicó todo lo que había pasado: la destrucción de la base interestelar de los Devoradores de Mundos junto con las fuerzas de ataque leales que habían sido enviadas para neutralizarlos, cómo se había perdido en el espacio y había puesto en marcha la an-sus. Sabía que habían pasado casi cien años imperiales estándar desde entonces, es decir, desde que el temporizador de su traje había dejado de funcionar, pero eso era todo, ni siquiera sabía cómo había llegado a este mundo que tenía un aspecto tan atractivo.

Abaddas no quedó muy satisfecho con la historia. Hubiera preferido que el sargento Magron hubiese llegado al Ojo del Terror por su propia voluntad, que fuera un renegado entregado por convicción al Caos. En lugar de eso, sus palabras reflejaban su devoción al Emperador y su odio a los rebeldes.

De todos modos, su llegada no podía deberse a un simple accidente. La llamada de la sirena del Caos, que se difundía a través de la disformidad y por todo el espacio-tiempo —especialmente en tiempos de rebelión— lo había llevado hasta allí. Y el hecho de que Magron y Abaddas, que posiblemente fueran los dos únicos Angeles Oscuros que había en el Ojo, se hubieran encontrado de esta manera, no podía ser una simple coincidencia.

Abaddas estaba convencido de que había sido su voluntad y su necesidad de contar con la compañía de otro Ángel Oscuro lo que había llevado allí al sargento.

—Dígame, hermano capitán —preguntó Magron—, ¿cuánto tiempo he estado en letargo? ¿Dónde estamos ahora?

El capitán Abaddas se tomó su tiempo antes de responder. Su mayor preocupación tenía que ser la salvación de su hermano Ángel Oscuro, llevarlo al camino recto y apartarlo de su poco afortunada lealtad. Esto iba a ser difícil. Mientras el sargento Magron estaba combatiendo a los renegados Devoradores de Mundos, el capitán Abaddas había estado en Caliban, escuchando las inspiradoras palabras de Luther, oyendo cómo el Primarca Lion El’Jonson los había traicionado y se había atribuido toda la gloria.

Abaddas no era Luther. No tenía su capacidad para convencer a los hombres de abandonar sus convicciones más profundas. Debía valerse de alguna argucia. Al fin y al cabo, ¿qué era verdad y qué mentira? En el dominio del Caos no siempre era posible saber qué era una cosa y cual otra. Y por lo que respecta al tiempo, ¿que tiempo debía usar como respuesta, el suyo o el de Magron?

—El significado del tiempo no es el mismo que antes —dijo por fin—. Ya no es el tirano que solía ser. Podría decirse que los hechos de los que habla sucedieron hace unos doscientos años.

La sorprendente respuesta hizo que Magron frunciera el ceño. Volvió a mirar el artilugio alienígena que había en el peto del capitán, como si la sospecha de una espantosa posibilidad empezara a tomar cuerpo en su mente.

—Entonces hace mucho tiempo que fueron aplastados los malditos rebeldes —afirmó, como si desafiara a Abaddas a contradecirlo.

Entonces el capitán Abaddas tomó una decisión. Recordó el consejo que una vez le había dado un sabio adepto a Tzeentch.

«Di la verdad cuando no te sirva una mentira.»

—Hermano sargento —dijo con voz autoritaria—, deme su bólter y su espada sierra.

Magron dio un paso atrás. No le gustaba recibir esa orden de un hombre que, como el capitán Abaddas, no tenía en su armadura el águila Imperial. Abaddas le dirigió una furiosa mirada.

—Sargento —añadió en tono más conciliador—, usted está todavía bajo los efectos secundarios de la an-sus. No puede confiar en su juicio. Antes de que le explique su situación, ¿tiene algún inconveniente en rendirme sus armas? ¿O es que ha llegado a la situación de desobedecer a un oficial de rango superior?

Esta regañina surtió su efecto. Magron se agachó y desenvainó el bólter y la espada sierra, y los arrojó a los pies de Abaddas.

—Lo que tengo que decirle —dijo Abaddas en tono mesurado cuando se hubo despojado de sus armas— le resultará difícil de aceptar e incluso de comprender. Es preciso que se prepare. La rebelión encabezada por el Señor de la Guerra Horus consiguió triunfar. El Emperador está muerto, lo mató el propio Horus en combate singular, aunque también él murió a causa de las heridas recibidas. Lion El’Jonson está muerto. Ahora la galaxia está gobernada por los poderes del Caos, si sabe lo que es eso.

Un Marine Espacial puede ser sometido a torturas extremas, físicas y mentales, sin que ello le haga ni siquiera pestañear. Puede enfrentarse a horrores capaces de volver loco a un hombre normal. Pero cuando el sargento Abdaziel Magron oyó estas palabras, el mundo se oscureció ante sus ojos. Se dio cuenta de que estaba temblando. Se hubiera desplomado sin sentido si el capitán Abaddas, cuyas fibras de energía emitieron un leve zumbido, no se hubiera adelantado para sostenerlo con sus enormes guanteletes.

—Manténgase de pie, Marine Espacial. Debe soportar lo peor.

Magron gimió. Se maldijo por haber entrado en an-sus. ¡Ser reanimado en una galaxia sin el Emperador!

¡Horrible! ¡Increíble! ¡Insoportable!

—¿Dónde está ahora el Emperador? —preguntó conmocionado, mirando directamente a los ojos grises e inconmovibles de Abaddas.

—¿Qué necesidad tenemos de un Emperador? —vociferó Abaddas, reflejando en su rostro el primer destello de reacción emocional—. Tenemos a los Dioses del Caos.

Magron había oído hablar de ellos. Los capellanes del Capítulo les habían dado varias charlas sobre ellos cuando estalló la rebelión, la mayor amenaza a la que había tenido que enfrentarse jamás la especie humana. Inteligencias malévolas de fuera del universo físico, peores que los peores alienígenas, empeñadas en someter a la especie humana a las perversiones y degradaciones más abominables e inimaginables, y contra las cuales el Emperador era el único escudo.

—¿Y nuestro… Capítulo? —farfulló.

—Todavía existe, sargento. Seguimos siendo hermanos.

Hizo una pausa, como sopesando las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—Yo también era fiel. Maté a muchos de mis hermanos que se habían consagrado al Señor de la Guerra. ¿Se da cuenta ahora de por qué le pedí sus armas, sargento? Si en otros tiempo yo hubiera oído lo que está oyendo usted ahora, me hubiera lanzado contra quien me decía tales cosas con lo que tuviera a mi alcance. Sólo al final, con el Emperador ya muerto, fui capaz de comprender la verdad. El Emperador se interponía entre la especie humana y su destino con el único objetivo de mantener su poder personal. El Señor de la Guerra Horus realizó el supremo sacrificio para liberarnos.

—¡Lo que está diciendo es una blasfemia, capitán!

—En otras épocas hubiera sido una blasfemia, pero hoy es un hecho histórico.

Abaddas señaló al brillante sol de la rosa y al dosel de color rosado que cubría la mitad del cielo.

—Mire a su alrededor. Mire lo que puede conseguir, ahora que nos hemos librado de las limitaciones del Emperador. ¡La posibilidad de configurar mundos! ¡De ascender a los cielos! ¡Los hombres pueden parecerse a los dioses si tienen el valor necesario para ello! Ahora no hay nada que no pueda conseguirse.

Abaddas estaba usando su don del Caos perceptor de emociones para observar atentamente a su hermano Ángel Oscuro. Las emociones pre-herejía de un Marine Espacial estaban siendo desmenuzadas y analizadas. En esencia, sólo eran dos: determinación y lealtad. Determinación de vencer a todos los enemigos, y lealtad al Emperador y a Su Imperio. El culto al Emperador había sido inculcado más profundamente en los Ángeles Oscuros que en cualquier otra legión. Abaddas podía ver, con tanta claridad como el prado de cuarzo salpicado de rosas que lo rodeaba, la negra desesperación que se adueñaba de Magron al enterarse de la muerte del Emperador y de la destrucción de su causa y que recorría todo su cuerpo como una nube oscura y ardiente.

Era inevitable que en algún momento descubriera que su capitán le había mentido. El objetivo de Abaddas era asegurarse de que para entonces hubiera aprobado las intenciones que subyacían tras esas mentiras. Era preciso reorientar la devoción de Magron. Necesitaba poderosas razones para llegar a odiar y repudiar al Emperador del Trono Dorado. Era preciso atraerlo al servicio de uno de los Poderes Ruinosos.

Abaddas ya sabía a cuál. Magron no aceptaría a ningún otro. Tenía que ser Khorne, el dios del combate, el dios del honor, el dios de la sangre.

Sintió una presencia y miró hacia arriba. El sargento Magron siguió su mirada y se estremeció, dudando de su salud mental. Durante un breve instante le pareció ver una cara que abarcaba todo el cielo, la de un perro o de un lobo con fulgurantes ojos rojos que llevaba en la cabeza un casco de tres cuernos, el del centro parecido al cuerno de un unicornio.

La visión hizo que se sintiera como una hormiga apresada en un bote mientras algún animal de proporciones enormes lo miraba desde arriba. Hubiera pensado que se trataba de una alucinación, de otro efecto secundario de la an-sus, de no haber advertido, que también el capitán Abaddas veía la aparición.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Magron.

—Un ser del Caos —respondió Abaddas sin cambiar de tono—. Un gran demonio. Son los únicos que pueden adoptar semejante tamaño. Este planeta está acabado. Es mejor que nos vayamos. ¡Encontrará muchas cosas satisfactorias en su nueva vida, sargento! ¡Vuelva a colocarse su servoarmadura y sígame!

—¿Me permite recordarle, capitán, que ha abjurado usted de sus votos al Emperador, votos que ambos hicimos? ¿Qué derecho tiene a mandarme? —replicó Magron, mirándolo consternado.

—Puede hacer lo que le plazca, hermano sargento —respondió Abaddas. Por haberse puesto el casco, su voz sonó distinta, ya que ahora salía del altavoz exterior—, pero le aconsejo una retirada estratégica.

Se dirigió a la gran estructura metálica que Magron había visto caída en las lindes del bosque cercano. Magron miró otra vez hacia arriba y pudo apreciar unos destellos dispersos contra el fondo malva pálido. No necesitó que nadie le dijera lo que eran. Podía reconocer unas cápsulas de desembarco en acción.

Había vuelto a introducirse en la armadura recargada, esta vez sin necesidad de ayuda, cuando una de las cápsulas, de fabricación muy rudimentaria por cierto, chocó contra el suelo y se abrió. De sus entrañas salió una multitud de pesadilla que no se parecía a nada que Magron hubiera visto jamás. Al principio pensó que se trataba de una abigarrada colección de depravados alienígenas, algunos con armaduras de lo más extrañas, mucho más que la suya, otros desnudos, y los había también que iban cubiertos de tiras de piel entrecruzadas, de las cuales colgaban cabezas, miembros, corazones e hígados arrancados, y otros que se envolvían con entrañas ensangrentadas y se autoflagelaban como si quisieran disfrutar de la sangre mientras corrían. Entonces se dio cuenta de lo que eran.

Mutaciones. Probablemente, todos ellos habían sido humanos.

Mientras miraba a la mezcla de caras animales, quitinosas caras de insectos, cuerpos grotescos que corrían hacia él con paso torpe, empujándose unos a otros en su prisa, el sargento Magron sintió que el frío se apoderaba de su alma. El Emperador muerto. La galaxia en poder del Caos. Sí, había belleza en ello, el planeta en que estaba era una buena prueba, pero los capellanes también tenían razón: la obscenidad y la depravación lo invadían todo.

El capitán Abaddas se detuvo, se volvió y disparó una ráfaga de su bólter contra la precipitada multitud, produciendo una matanza. Otra cápsula de desembarco se estrelló un poco más allá haciéndose pedazos, y después otra. Magron echó mano a su bólter y a su espada sierra —aunque era probable que ésta hubiera agotado su energía— y, activando su armadura, siguió a su hermano de combate. Abaddas trepó por una abertura en lo que Magron había tomado por una estatua de bronce que representaba a alguna enorme y horrorosa bestia y le hizo señas de que lo siguiera.

Las balas provenientes de primitivas armas de desecho tamborileaban en su armadura, mientras se agarraba a los bordes de la abertura y se izaba hasta el interior. La entrada se selló cuando hubo pasado como si nunca hubiera existido, como si la piel de la estructura simplemente hubiera llenado el hueco.

Se encontró en un interior rugoso, granuloso. La forma animal parecía haber sido fundida en un molde de una sola pieza, pero de una manera tosca ya que en el interior quedaban restos del metal fundido. El espacio era alargado y estrecho, dejando apenas espacio para permanecer de pie. La luz procedía de unos parches situados en el techo que emitían un resplandor rojizo y de dos gruesas ventanas situadas en la parte delantera y que se corresponderían con los ojos del reptil.

De estas ventanas procedía la luz que iluminaba una especie de anaquel sobre el que había un rudimentario conjunto de controles formados por dos o tres manivelas de bronce rodeadas por una barandilla baja, semejante a la de una bandeja. Estos detalles confirmaron las sospechas de Magron de que se trataba de algún tipo de vehículo. Sin embargo, no había donde sentarse, ni siquiera ante los controles. Independientemente de la mayor o menor duración del viaje, había que ir de pie.

Mazas, ejes, garras y puños empezaron a golpear y arañar el casco, acompañados de alaridos de frustración y odio. Otros atacantes, que se las habían ingeniado para trepar por las patas delanteras, hacían muecas a través de las ventanillas delanteras, mientras intentaban romper el vidrio blindado —o sustancia similar— con armas de todo tipo y hasta con sus propias cabezas de facciones dislocadas. Como en las naves espaciales había simples ventanillas en lugar de las habituales videopantallas, Magron supuso que el extraño vehículo era una especie de aeronave capaz de volar sólo a través de la atmósfera. Estaba equivocado. De pie en el morro de la nave, Abaddas activó dos de los controles y la nave emitió un rugido. Magron se quedó perplejo al ver que el interior del casco se flexionaba como si el metal fuera carne. A continuación se elevó en el aire, liberándose de los feroces invasores que se agarraban a su granulosa superficie.

* * *

A través de los ojos ventanilla situados delante de Abaddas, Magron vio cómo el pálido color malva del cielo se transformaba en un morado profundo, en el que resplandecían los delicados pétalos rosados del sol. Abaddas dio una vuelta con la nave, y Magron pudo ver el planeta que quedaba a sus pies. El sargento se quedó perplejo al ver la misma figura de una rosa destacada a la luz del sol-rosa. Además, a su alrededor se extendían grandes nubes de estrellas y de gas que, según le explicó Abaddas, formaban una rosa aún más vasta, el Sistema Planetario de la Rosa.

—¿Cómo es posible? —se preguntó Magron casi sin aliento, volviendo la mirada hacia el extraño espectáculo que ofrecía su otrora camarada de armas enfundado en su servoarmadura multicolor mutada por el Caos.

—Se lo dije. ¡Tenemos poder para dar forma a los mundos!

Probablemente a la inteligencia que creó esta maravilla le gustaban las rosas.

Magron se preguntó si quedaría algún segmentum del antiguo Imperio que le resultara reconocible. Puede que todo hubiera sido modificado e incluso que hubieran cambiado la disposición de las estrellas.

—¿Qué clase de inteligencia hizo esto? —preguntó—. ¿Un hombre o una… fuerza del Caos? ¿Un demonio, como dijo usted?

—¿Y dónde está la diferencia? —respondió Abaddas, soltando una risita sardónica—. Ya le dije, sargento, que los hombres ahora pueden parecerse a los dioses. ¡Todo es posible para nosotros! ¡Nuestra infancia ha quedado atrás!

Sacó las manos de los mandos y se volvió a mirar a Magron con la angulosa visera de su casco ligeramente desplazada hacia abajo, como para dedicarle una mirada de acero.

—Esto es lo que el Emperador nos negó, sargento. Él era como un padre dispuesto a no permitir que sus hijos ocuparan su lugar en el mundo por temor a lo que pudiera sucederles. Para justificar sus restricciones, exigía que le rindieran culto. ¡Pero los hijos estaban hechos de una materia más obstinada y se rebelaron para ser libres!

—¿Y esa proliferación de mutaciones que acabamos de dejar atrás?

Abaddas guardó silencio durante un breve instante, pensando en lo orgulloso que se sentiría Magron cuando recibiera las primeras recompensas del Caos, por abominables y monstruosas que pudieran parecerle ahora.

—Usted está todavía en la guardería del Emperador, sargento —dijo suavizando un poco el tono—. Desea limitar la libertad a lo que el Emperador consideraría aceptable. Más adelante cambiará de parecer. Pero ya está bien de eso. Usted nació para la guerra, fue preparado y modificado para ser un guerrero; hasta el Emperador lo adaptó para la guerra y le ofreció honor y gloria. Aquí, en el reino del Caos, tendrá guerra.

A Abaddas le hubiera apetecido abandonar el Sistema Planetario de la Rosa para buscar aventuras en otra parte, pero su interés por Magron lo retuvo. El Sistema estaba a punto de verse involucrado en un conflicto. El camino de Magron quedaría muy allanado si alguien lo empujaba por él.

Apuntó el morro de la nave zooforme hacia el Sistema. Aquí no era necesario hacer cálculos minuciosos ni marcar el rumbo. Tzeentch era el señor de los caminos y las trayectorias. Magron oyó al capitán entonar palabras rimbombantes e ininteligibles del Conjuro Mágico de Destino. La nave zooforme emitió un rugido sordo, como el de un animal que advierte a sus enemigos que no entren en su territorio. Abaddas sacó las manos de los mandos. La nave encontraría ahora su camino, guiada por la propia disformidad.

Centró toda su atención en ayudar a su hermano Ángel Oscuro a revisar su servoarmadura después de su larga permanencia en el vacío. Necesitaba muchos ajustes. Era un milagro que estuviera tan poco deteriorada, tan intacta, después de tanto tiempo, mucho más del que había dicho a Magron.

No, se corrigió. Era un designio, no una casualidad. ¡El designio del Caos!

Esto mismo fue lo que le dijo a Magron.

—Hermano sargento, ha sido enviado hasta mí. ¿Cómo cree si no que apareció en el prado de Rhodonius? ¿Podía tener alguna esperanza de ser reanimado después de haber estado an-sus en el espacio interestelar? No, lo único que podía esperar era estar a la deriva en el vacío para siempre. Los Dioses del Caos le han ayudado y le han demostrado el respeto debido a un guerrero. No permita que su benevolencia caiga en saco roto.

—¡No puedo abjurar del Emperador! ¡Le he jurado lealtad!

—Todos los votos quedan sin efecto cuando está de por medio la muerte —le recordó Abaddas. Tendió la mano para que Magron le diera su espada sierra, recargó su batería de energía atómica y probó su eficacia. Todavía funcionaba, pero su temible zumbido sonaba ronco.

—Es necesario ajustar el motor —observó—. Buscaremos un tecnomago.

—Yo lo puedo ajustar —respondió Magron contrariado. Comprobó su bólter y su pistola bólter y vio que estaban bien, aunque la munición estaba degradada, por lo que aceptó cargadores frescos que le ofreció Abaddas.

—Ahora debe descansar, hermano sargento. Su cuerpo tiene que recuperarse de la suspensión y prepararse para las pruebas que deberá superar.

—¿A dónde nos dirigimos, hermano capitán?

—Vamos a otra estrella del Sistema.

* * *

Le sorprendió que Abaddas llevara puesta su voluminosa servoarmadura de modelo MK-III con todas las excrecencias del Caos, como si no se diera cuenta de cuánto limitaba sus movimientos. Ni siquiera se había quitado el casco, cosa que los Marines Espaciales hacían a menudo, incluso en el fragor de la batalla.

Magron había amontonado su propio equipo en la parte trasera de la estrecha cavidad. Por lo que pudo ver, ocupaba casi la mitad de la longitud de la peculiar nave. De la parte trasera llegaba el sonido ronco del motor.

Magron se echó de espaldas sobre el suelo de metal y, aunque el consejo del capitán era bueno, decidió no entregarse al sueño propiamente dicho, sino usar, en cambio, el nódulo cataléptico implantado en su cerebro que le permitía que la mitad de su cerebro descansara mientras la otra mitad permanecía alerta.

Después de varias horas y sintiéndose ya descansado, aunque todavía desconcertado y apenado, se puso de pie. Abaddas permanecía en silencio en el morro de la nave, mirando al exterior. Todavía podía oírse el suave rugir de los motores. A través de las ventanas observó que las estrellas del sistema daban la impresión de moverse visiblemente, cosa que no podía suceder a velocidades de espacio real.

—¿Cuándo entramos en la disformidad, capitán?

—No vamos a entrar en la disformidad —respondió Abaddas, volviendo se pesadamente para mirarlo—. Ya estamos viajando a mayor velocidad que la luz.

Magron volvió a mirar a las estrellas. Pasaban con un movimiento fluido, cambiando de color a su paso en una gradación del violeta al rojo.

—Sí, a usted le parece imposible —dijo Abaddas con voz ronca—. Contrario a las leyes de la naturaleza. ¿Qué le he dicho?

—¿Es así cómo se realizan ahora los viajes estelares por toda la galaxia? —preguntó Magron.

—No —admitió Abaddas, decidido a decir por una vez la verdad—, sólo en una región limitada, y eso desde hace poco. No sé exactamente por qué, pero creo que lo hizo uno de los grandes demonios para facilitar los viajes espaciales. Como puede ver, es mucho más fácil que viajar a través del espacio disforme.

Magron se preguntó cómo era posible ver siquiera las estrellas cuando uno viajaba a una velocidad superior a la de la luz que las hacía brillar. El intento de mirar dentro de la disformidad con el propio sentido físico de la vista —aunque pocos lo hubieran intentado jamás— no permitía ver nada, sólo negrura.

—Usted habla de demonios…

—No es más que el nombre que se da a las inteligencias que ayudan a los Dioses del Caos.

Una estrella surgió del campo de estrellas sumamente comprimidas que formaban apenas uno de los enormes pétalos de la rosa cósmica. Magron no tenía demasiada idea de cómo habían encontrado su camino hasta ella, ya que Abaddas daba la impresión de tener muy pocos conocimientos sobre navegación. Las paredes rugosas y llenas de burbujas del interior crujieron y se curvaron levemente. Magron se quedó atónito al observar que el anaquel de control de la nave no tenía instrumentos visibles, ni tabuladores estelares para indicar su posición, ni amplificador para examinar los mundos del sistema planetario. Era lo mismo que estar navegando en una balsa en medio de un grupo de islas sin contar siquiera con la ayuda de una brújula.

Se estaban aproximando a un planeta que aparentemente era idéntico al que acababan de dejar, con la superficie formada por relucientes pétalos, al menos en el lado iluminado por el sol. Abaddas dirigió la nave hacia el centro de la rosa, donde Magron descubrió algo nuevo. Al principio le pareció un diamante o una gota de rocío centelleante. Luego, al descender, vio que era una ciudad de enormes proporciones que atravesaba los cerrados pétalos de rosa con torres muy altas. A Magron le dio la impresión de estar mirando realmente una sencilla flor en cuyos pliegues habitaban diminutas civilizaciones.

La nave zooforme se introdujo entre las torres y entonces se reveló su auténtica estatura. Magron miró por los ojos ventanilla y quedó estupefacto muy a su pesar. No se parecía en nada a las lóbregas ciudades del Imperio que había conocido; era una ciudad de cuento de hadas, resplandeciente a la rosada luz del sol.

La nave zooforme aterrizó en una plaza enorme. El lateral del vehículo se abrió de golpe, dejando ver un amplio panorama. Había una muchedumbre en la plaza, pero al principio Magron casi no reparó en ella. Tenía la vista fija en la ciudad que se levantaba más allá, con sus gráciles torres, sus arcadas y bulevares, su piedra delicadamente trabajada y la solemnidad de sus templos.

—Debe tomar una decisión, hermano, como lo hice yo hace ya mucho tiempo —dijo Abaddas, sacándolo de su ensoñación—. La era que conoció ha terminado y nuestro Capítulo ha sobrevivido a la transformación en una nueva era, aunque muy disperso. Debe adaptarse al nuevo universo. Mire, vea lo que se avecina.

Señaló hacia el cielo con un guantelete. Muy en lo alto se veía el brillo de unas motas de metal que rápidamente fueron creciendo hasta quedar claro lo que eran.

Una flota de invasión estaba descendiendo, aunque sin guardar formación alguna. Podía verse una variopinta colección de cientos o incluso miles de naves, parecidas muchas de ellas a la nave zooforme pero más grandes, con formas metálicas retorcidas, nudosas, como salidas de un horno o de una forja, pero todas con signos de influencia sobrenatural que demostraba bien a las claras que no eran obra humana. Naves con patas monstruosas que pataleaban, con brazos y tentáculos que hacían movimientos, con caras animales que gesticulaban.

Naves que vomitaban sangre sobre la hermosa ciudad que sobrevolaban.

—Este sistema planetario está siendo invadido —dijo Abaddas a Magron—. Ahora voy a unirme con los encargados de la defensa de la ciudad. A usted le corresponde elegir. Le suplico que piense en nuestra hermandad. Recuerde a nuestro derrotado Emperador si quiere. Pero si recuerda estas cosas, ¡recuerde también que soy su capitán! ¡Póngase la armadura y sígame!

Las palabras de Abaddas despertaron recuerdos dormidos en el cerebro de Magron. Recordó cómo había admirado a este Marine Espacial austero, impasible. Recordó la aventura del mundo de la muerte, cuando él había aceptado que estaban sentenciados como el resto de la compañía, que la expedición había sido un fracaso, pero Abaddas se había negado a admitirlo. ¡El frío e intrépido capitán había encontrado no sólo la forma de sobrevivir, sino también de cumplir su misión!

A decir verdad, Abaddas no le había dado opción. Magron se apresuró a ponerse la armadura. Abaddas no lo esperó, sino que se puso en marcha.

Magron lo siguió rápidamente, comprobando una vez más sus armas sobre la marcha. Bólter, pistola bólter, espada sierra, espadín —la única arma que no había pensado en inspeccionar, pero cuyo filo examinó ahora—. Mientras sus botas blindadas pisaban la amplia explanada, Abaddas le pidió que le dejara el arma y la golpeó al pasar contra una estatua de mármol que representaba a una criatura alienígena alada.

La hoja se hizo añicos. Casi cien siglos de espacio interestelar a casi cero grados la habían debilitado, tal como había supuesto el Marine del Caos. Buscó en su bolsa y le entregó otra.

—Ésa no servía para nada. Tome ésta.

Magron aceptó el espadín. Era sinuoso y unas misteriosas tonalidades lo recorrían en toda su extensión. No se parecía a ninguna pieza que hubiera visto jamás en el equipo de un Marine. En ambas caras tenía runas grabadas que él no conocía, y el mango, con forma de serpiente, le produjo un estremecimiento que lo hizo dudar antes de cogerlo. Sin embargo, lo puso en su vaina.

Por primera vez examinó a la multitud reunida en la plaza. Eran caballeros, guerreros, hombres de armas, unos provistos de todo tipo de armaduras y otros sin ellas. Casi todos, observó Magron, presentaban algún tipo de anormalidad. Era evidente que la ciudad estaba aquejada de una enfermedad que provocaba deformidades congénitas. En el antiguo Imperio hubiera sido purificada. Sin embargo, había muchos que no llevaban armas y parecían normales y que corrían aterrorizados al ver descender las naves, para esconderse en los magníficos edificios que bordeaban la plaza.

—¿Sigues a Tzeentch o a Khorne? —gritó a Abaddas un caballero con una armadura de un azul escarabajo resplandeciente.

—¡Lucho por Tzeentch! —respondió el capitán Abaddas a voz en cuello.

A aquellas alturas era evidente que la flota invasora se disponía a aterrizar sobre un área muy extensa. Piezas de artillería disparaban ráfagas de láser y bolas de plasma intentando destruir a los invasores antes de que consiguieran aterrizar. Sólo una nave consiguió llegar a la plaza; era un edificio volador enorme, coronado con torres como una catedral y construido, al parecer, de brillante piedra blanca. Al posarse en el suelo, un murmullo salió de su interior y sus enormes puertas de madera se abrieron de golpe. Una congregación que había estado orando salió por ellas.

Al principio le pareció un desfile de estandartes, ya que cada uno de los componentes provisto de armadura llevaba un blasón por encima de la cabeza en el extremo de un palo sujeto a la parte trasera de la armadura, según la tradición del Adeptus Astartes. Magron no pudo examinar los estandartes, apenas tuvo tiempo para darse cuenta de que sus dibujos eran espeluznantes y de aspecto alienígena. Además, quienes los llevaban eran criaturas de aspecto monstruoso, todas ellas diferentes, montadas algunas en cabalgaduras igualmente monstruosas.

¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Los de las armaduras desembarcaron en formación disciplinada. Atónito, Magron vio que sus armaduras se parecían a las de los Marines Espaciales, pero grotescamente modificadas como si fueran la obra de algún armero desquiciado, aún más que la del capitán Abaddas.

—¿Sigue odiando a los traidores, hermano sargento Magron? —lo desafió Abaddas—. ¡Entonces vénguese en ésos, porque son Marines de la Legión Alfa, los primeros en pasarse a las filas de Horus, el Maestro de la Guerra!

Magron los observó atentamente y pudo reconocer los colores de la Legión Alfa. También vio, en algunos estandartes, el emblema en forma de X con tres barras horizontales que había visto cuando combatió contra los Devoradores de Mundos.

La rabia se adueñó del corazón de Magron. Ahora los bólters rugían, produciendo una carnicería entre los caballeros y guerreros que salían a su encuentro, en un intento vano pero valeroso de contener a los invasores.

—¡Por el emperador! —gritó.

—¡Otra vez codo a codo con el capitán Abaddas! —Aunque su grito pasó desapercibido en el creciente tumulto, Magron marchó hacia adelante, dejando oír el salvaje rugido de su bólter. El primer disparo rebotó contra el enemigo de estrafalaria armadura produciendo escaso daño. Tenía que acercarse más.

Lanzó una breve ráfaga. Oyó las explosiones, pero no consiguió ver nada. Los proyectiles habían desaparecido en una repentina oscuridad. Sintonizó los sentidos de su traje en otra longitud de onda, pero siguió sin ver nada.

La oscuridad se mantuvo durante un momento y el ruido de la batalla se desvaneció en ella. Luego recuperó la vista, pero ya no vio la clara luz rosada de antes. La escena parecía congelada, como si los guerreros armados hubieran quedado apresados en ámbar, inmovilizados bajo una luz cenagosa y pardusca que era ahora la única iluminación. El sargento Magron miró hacia arriba. El sol seguía allí, pero había cambiado. Ya no era de un maravilloso y resplandeciente color rosado; se había oscurecido y tenía un tono marrón quemado. Los pétalos de aspecto carnoso se estaban marchitando y no plegando, volviéndose casi negros y cada vez más borrosos. Esto debería haber revelado al Sistema Planetario de la Rosa en todo su esplendor, pero no era así. Sólo se veían al fondo las estrellas situadas más allá del sistema. De éste, no se veía nada.

Sobre la plaza se cernió una oscuridad casi total. El sargento Magron sintió que las losas que había bajo sus pies temblaban y se resquebrajaban. En la lejanía oyó un estrépito titánico. Al mirar a su alrededor consiguió ver que los pétalos planetarios que antes cercaban la espléndida ciudad se marchitaban y transformaban en cenizas.

—¡Qué está pasando, capitán! —preguntó a través de su intercomunicador.

—Se acerca la Gran Noche —respondió Abaddas con voz lúgubre.