12: En el Sistema Planetario de la Rosa

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EN EL SISTEMA PLANETARIO DE LA ROSA

El panorama del cielo desde Rhodonius 428571429, ya fuera e día o de noche, no tenía igual. Durante el día estaba dominado por el sol rosado de Rhodonius, envuelto en sus radiantes pétalos rosados, y las estrellas más cercanas del circundante Sistema Planetario de la Rosa lucían en un cielo de color malva pálido. El despliegue nocturno era aún más espectacular. Todo el sistema se dibujaba sobre un fondo de color púrpura, con estrellas y brillantes nubes de gas que se extendían, una capa tras otra, envolviendo al planeta con infinitas conchas de brillantes velos rosados. El panorama general era el mismo desde todos los planetas que pertenecían a la galaxia, todos los cuales eran designados con el nombre Rhodonius seguido de un número. Se decía que cada número representaba tan sólo una barba de una de las plumas del Gran Dios Tzeentch.

Por lo que respecta a Rhodonius 428571429, la configuración precisa del panorama dependía del lugar donde uno estuviera, puesto que no había una única línea del horizonte. Cada pétalo de la rosa planetaria configuraba un paisaje, y los pétalos se arqueaban unos sobre otros, permitiendo que la luz penetrara lo suficiente para enviar un brillo rosado a los niveles más bajos, y la roca rosada, similar al cuarzo de la que se componían, cantaba débilmente con una nota aguda, dulce, cristalina.

El capitán Zhebdek Abaddas, antiguo miembro del Capítulo de los Angeles Oscuros, eterno enemigo del Emperador y de lodo lo que defendía el Imperio de la Humanidad, observó el magnífico panorama desde uno de los pétalos planetarios de la segunda capa, con un baldalquino de cuarzo cerniéndose sobre él. El sol se estaba poniendo en medio de un brillo rojizo y la rosa más grande de la galaxia brillaba en todo su esplendor. Este era el momento del día en que hacía una pausa para recordar a su amado Señor de la Guerra Horus, que debía haber reemplazado al Emperador y marcado el comienzo de una nueva era de gloria.

Recordaba, también, a su propio preceptor espiritual, el comandante Luther, supuestamente muerto en la gran batalla final en el mundo de origen de los Ángeles Oscuros, Caliban. Aunque corría el rumor de que todavía vivía, Abaddas nunca lo creyó. Si Luther hubiera sobrevivido, habría reunido a todos los Ángeles desperdigados bajo un solo estandarte, aquí, en el Imperio del Caos.

Finalizada su meditación diaria, el capitán Abaddas se dispuso a ponerse de nuevo su armadura. Este también era el momento del día en que podía despojarse de la armadura durante un rato, aunque cada vez le resultaba más difícil. Había llegado a considerar la armadura como parte de sí mismo. Cuando estaba sin ella le parecía estar desnudo. Ya no se consideraba a sí mismo como un cuerpo de carne y hueso.

Había cambiado mucho desde que la habían adaptado para él por primera vez. Los forjadores de armaduras del Adeptus Mecánicus que la habían creado apenas la reconocerían ahora como trabajo suyo. Todos los antiguos símbolos habían sido reemplazados, pero eso era lo de menos. El traje de energía, con una forma voluminosa y cuadrada, el tipo de armadura de Marine Espacial más aparatosa de su época, parecía haber estado sumergida durante siglos en algún baño químico y haber desarrollado excrecencias cristalinas de colores, transformando las antes limpias líneas de ceramita en retorcidas líneas curvas.

Tal explicación 110 estaba muy lejos de dar en el blanco. El traje de energía tenía diez mil años de antigüedad, aunque considerado desde otro punto de vista tan sólo tenía cien años, ya que el tiempo no transcurría linealmente en el reino del Caos. Realmente había sufrido una mutación como si fuera algo vivo, la armadura y su portador crecían juntos, cambiaban juntos, dirigiéndose hacia el punto en que al fin se convertirían en un solo ser. El capitán Abaddas sabía que llegaría un día en que ya no tendría voluntad para quitársela.

Una armadura del Caos.

Al ver que había terminado su meditación, sus esclavos de cámara se adelantaron a toda prisa y con la habilidad que da una larga práctica empezaron a acomodar su cuerpo marcadamente musculoso acompañado de un rostro adusto, tan acostumbrado ya a no expresar nada, dentro de la mole formada por metal modificado, ceramita y maquinaria. Ahora era tan difícil como hubiera podido serlo antes. Sin embargo, su cuerpo todavía conservaba todas las modificaciones de los Marines y casi no había sido alterado por los regalos del Caos, ya que no adoraba a ningún poder concreto del Caos. La señal del Caos era perceptible, sobre todo, en su fuerza de voluntad.

Abaddas se erguía en medio de un prado sembrado de rosas de todos los tamaños y colores. Su alojamiento era una cabaña excavada en el tronco de un rosal gigante. Su guardia personal se había acomodado en el bosque de rosas situado más abajo, en el espacio comprendido entre el pétalo planetario en el que él estaba y el pétalo superior. La propiedad del capitán de los Angeles —es decir, el territorio en el que todos lo temían y obedecían— consistía en estos dos pétalos y los pétalos situados a ambos lados, aunque podía ejercer su poder sobre una parte mayor del planeta cuando lo deseara, y de vez en cuando lo hacía.

Su bigotudo senescal se aproximó. Llevaba una armadura corporal formada por láminas talladas de feldespato azul y un casco de dura madera de rosal. Llevaba una alabarda. Todo ello indicó a Abaddas la naturaleza del mensaje que le traía.

—Señor, hemos localizado a los intrusos en el bosque —dijo el senescal, haciendo una reverencia.

A estas alturas los esclavos de cámara habían sujetado el casco de Abaddas, con su visor en forma de proa. Tenía acceso a todos sus sentidos agudizados por la armadura, que superaban con mucho a los de cualquier Marine Espacial del Imperio humano. Podía ver los sentimientos del senescal tan claramente como su rostro, jugueteando por su cuerpo como los colores cambiantes de un camaleón. El senescal se sentía animado, con plena confianza en su comandante, excitado ante las perspectivas de conflicto.

Pero además, como era de esperar, tan asustado ante la perspectiva de ser sacrificado en el plan de batalla de Abaddas, como de que el enemigo lo matara. Abaddas gruñó para sí. Un ser humano sin modificar era un mosaico de emociones, cualquiera de las cuales podía traicionarlo. Había sólo dos maneras de extirpar el miedo: neurocirugía o recibir los regalos del Caos. Abaddas no había sentido miedo durante miles de años.

Su voz profunda salió de su casco como una explosión.

—¿Cuantas horas de marcha?

—Quizás dos, señor.

—Reúne al sargento Arquid y a sus tropas. Atacaremos esta noche.

—Sí, señor. —El senescal hizo una nueva reverencia y partió.

Los esclavos de cámara, terminada su tarea, retrocedieron con la mirada baja.

Abaddas empezó a revisar sus armas: espada sierra, bólter, pistola de rayos, un arma del Caos que no funcionaba fuera del Ojo del Terror, regalo de un príncipe demonio en agradecimiento por haber tomado parte en una campaña.

Cuando terminó, volvió a sumirse en sus pensamientos, quedándose tan quieto como una estatua tallada mientras el sol desaparecía y el Sistema Planetario de la Rosa tomaba posesión del cielo. Algunas veces el capitán Abaddas añoraba la compañía de los de su clase. Oh, había conocido a otros Marines traidores —había más o menos un cuarto de millón de ellos en el Ojo—, pero en ninguno de sus viajes se había encontrado con otro Ángel Oscuro. Por lo que él sabía, podía ser el único hermano de batalla que había sido arrojado a este lugar, en aquel terrible día en que todos habían sido arrastrados a través de la disformidad y esparcidos por toda la galaxia. En una ocasión había tenido noticias de otro, pero no había conseguido encontrarlo; con el paso del tiempo llegó a la conclusión de que lo que había oído sólo era una historia sobre sí mismo.

El capitán de los Ángeles Oscuros no había permanecido en el Sistema Planetario de la Rosa mucho tiempo. Había deambulado por todo el Ojo del Terror, siempre solo, siendo testigo de innumerables maravillas y ofreciendo sus servicios a un príncipe tras otro. Las guerras eran constantes en el Ojo; su servoarmadura estaba quemada y marcada para siempre por la acción que había visto. Sin embargo, le había resultado fácil intimidar a los habitantes y labrarse un territorio propio. Un guerrero de verdad siempre debía tener esclavos.

Un poderoso demonio de Tzeentch había transformado la galaxia original, imponiendo con magia el tema de la rosa sobre ella, pero la había dejado más o menos abierta, por lo que atraía a todo tipo de renegados del Caos. En los últimos tiempos, una multitud de adoradores de Khorne había realizado incursiones en el sistema, siempre feroz, siempre destructiva, sólo para matar. Abaddas había oído que se estaba librando una guerra entre el patrón de la Galaxia y un gran demonio de Tzeentch, por lo que consideraba un acto de cortesía el oponerse a los invasores, especialmente si amenazaban sus dominios.

El senescal volvió con el capitán Arquid, mientras más de dos mil hombres que había entrenado bajo la supervisión de Abaddas empezaron a introducirse desde el bosque de rosas situado en el límite del prado. Arquid, que no era nativo del Ojo, era un renegado del Caos que había luchado como mercenario en los márgenes del Imperio antes de ser arrojado a la tormenta de disformidad a bordo de una nave de guerra estropeada. La vida aquí se ajustaba perfectamente a su naturaleza aventurera. Una ráfaga de lanzallamas le había desfigurado un lado de la cara, y nunca había sido reparado; en el Ojo no existía la cirugía reparadora. Un penacho rojo reemplazaba el cabello, el único favor visible que había recibido del Caos hasta el momento. Llevaba una cota de malla y un peto metálico, pero prefería no llevar casco para que se viera su mutación. Colgando del cinturón, al estilo caballeresco, llevaba dos pistolas láser.

De los miembros del pequeño ejército de Abaddas, varios cientos eran aventureros como Arquid y el resto, reclutas locales, algunos de los cuales llevaban armaduras de feldespato azul como la del senescal —ya que no había minerales metálicos en la corteza de Rhodonius 428571429—, pero muchos iban vestidos con sus ropas habituales de fibra de madera de rosal trenzada. Había una gran variedad de armas, desde pistolas de metal, lanzallamas y pistolas láser hasta hachas de cuarzo, lanzas y picas.

Movidos por los gritos y los juramentos de los cabos, formaron en apretadas columnas, sosteniendo en alto sus estandartes decorados con llamativos diseños de color vermellón, morado y negro, en su mayor parte diseñados por Abaddas y que incorporaban o rediseñaban varios símbolos bien conocidos de los Poderes Oscuros. Muchos de los estandartes llevaban un retrato de Abaddas enfundado en su servoarmadura, con su visor afilado sobresaliendo hacia adelante, empuñando el bólter y la espada sierra, como si estuviera a punto de arrollar al espectador. En estos lugares, un Marine Espacial consagrado al Caos era una figura que infundía terror, y Abaddas lo explotaba convenientemente.

Ahora estaba de pie frente a ellos, con las piernas separadas y las enormes botas aplastando las rosas. Se dirigió a ellos brevemente, y su voz amplificada retumbó sobre toda la asamblea.

—Un enemigo terrible ha invadido nuestro hermoso reino y ha acampado en el bosque. Un enemigo que os arrebatará muchas más hijas y matará a muchos más de vuestros hijos, que yo. Ahora vamos a destruirlo y humillarlo, no para proteger a vuestras familias y vuestras granjas, no por miedo hacia mí, sino porque de esta manera complaceréis a los dioses. ¡Arrojaos sobre el enemigo! ¡Todo el que rehúya la lucha, se las verá con esto!

Alzó la espada sierra e hizo que zumbara durante unos segundos, agitándola en el aire. Cuando empezó a presionar a los lugareños para que hicieran el servicio militar, en algunas ocasiones mataba a todos los supervivientes de una batalla para levantar la moral. Así conseguía que los reclutas que los reemplazaban mostraran un poco más de firmeza como resultado.

Terminó su alocución con una ferviente oración:

—¡Luther, guíanos! ¡Horus, concédenos tus favores!

—¡Sargento Arquid! ¡Le doy el doble de tiempo! ¡Tiene una hora para atravesar el bosque!

Arquid gritó las órdenes. Después de replegar los estandartes para avanzar con más facilidad, la compañía marchó a la carrera a través del prado y penetró en el bosque, formando columnas que se movían con facilidad entre los troncos de los rosales gigantes. El crepúsculo dejó paso a la noche. A medida que bajaba la temperatura, la canción del cuarzo cambió de tono y subió de volumen, con una nota triste y seductora. La parte inferior del vasto pétalo planetario se cernía formando un arco muy arriba, sobre sus cabezas, como el techo de una cueva gigante, pero las capas de la magnífica rosa interestelar de la galaxia todavía se veían a través de la bruma, como si atravesaran una pantalla luminosa. El bosque de rosas, con sus enormes flores —que eran más grandes que un hombre, y que despedían fuerte y embriagador olor— no conocían la oscuridad, sólo un crepúsculo de color púrpura.

Abaddas no se molestó en preguntarse cómo un grupo de ataque de otro mundo había conseguido penetrar tan profundamente en los dos paisajes de los pétalos. Creía saberlo.

Casi una hora después ordenó reducir el paso y envió a varios exploradores por delante. Los informes que trajeron no eran sorprendentes. Con sus sentidos aumentados, podía oír dónde estaban las fuerzas de Khorne, acampadas en una hondonada, disfrutando de una ruidosa juerga. Incluso podía ver el brillo de sus hogueras, que se reflejaba en los brillantes tallos de los rosales.

Mandó hacer un alto y avanzó solo, moviéndose sigilosamente, a pesar de su gran volumen, con su andar motorizado. Los invasores, haciendo gala de su desprecio por la cautela, actitud típica de los seguidores de Khorne, no habían puesto centinelas. Se ocultó tras un arbusto de rosas y echó una ojeada al campamento.

La madera de rosal ardía alegremente, despidiendo una luz brillante. La hondonada era bastante grande, del tamaño de un anfiteatro, ya que habían cortado los rosales para hacer sitio y los habían arrojado a la hoguera del campamento. Abaddas calculó que debía haber un millar de guerreros alrededor de la misma. Aplicó sus sentidos más allá del campamento, y creyó ver los trazos de la nave de desembarco que los había llevado hasta allí. La nave espacial que los había transportado podía estar todavía en órbita, aunque era poco probable. A aquellas alturas, su impaciente capitán se habría marchado a otro lugar, prometiendo volver en otro momento.

Miró hacia arriba, paseando la mirada por la bóveda celeste. Allí estaba. Un hueco, a través del cual el Sistema Planetario de la Rosa brillaba con mayor claridad. Los adoradores de Khorne habían agujereado el pétalo planetario que estaba encima, y habían entrado en el planeta de la rosa como un gusano devorador.

Sabía muy bien cómo lo habían hecho. Habían utilizado un explosivo que combinaba el poder demoníaco y la fusión nuclear, apuntando en una dirección y haciendo un agujero limpio de un cuarto de milla de cuarzo sin producir el menor ruido. Lo había visto hacer antes, a pesar de que no era fácil encerrar a un demonio menor en una bomba de fusión.

Dirigió su atención al campamento. Un tótem resplandeciente y de aspecto furioso de Khorne había sido erigido a la luz de la hoguera, observando la escena cómo si tuviera plena conciencia de ello, lo cual probablemente era cierto. Vio que casi todos los guerreros eran renegados del Caos que habían recibido mutaciones. Eran comunes las cabezas de perro; los brazos mutados en espadas, las hachas de batalla o las porras con púas; las colas de escorpión; las lenguas que arrojaban dardos venenosos. Unos cien aproximadamente habían recibido juntos sus recompensas del Caos. Todos tenían caras de insecto, con mandíbulas transversales lo suficientemente fuertes —Abaddas había visto antes esta mutación— como para traspasar el acero.

Y entre ellos había algunos grandes paladines, bastante transformados, que tenían más de monstruo que de humano, y cada uno de sus pasos y de sus gestos irradiaban violencia.

Los adoradores de Khorne habían descubierto que había una fuerza enemiga en el bosque. Habían capturado a uno de los exploradores, y a varios de los habitantes del bosque. Tras despejar una zona alrededor del tótem, habían desnudado a los prisioneros y les habían dado espadas. Éste era el único tipo de deporte que les gustaba practicar a los adoradores de Khorne. Con el rostro ceniciento, los cautivos eran obligados a luchar por su vida contra los oponentes que la horda bestial elegía.

Pero todavía prevalecía el sentido del honor del Dios de la Sangre. Abaddas ajustó su oído y oyó, a través de los gruñidos y aullidos de celebración, cómo establecían las condiciones del combate. Los prisioneros podían golpear en cualquier parte del cuerpo, mientras que sus adversarios Khorne sólo podían destriparlos.

Había unos cincuenta prisioneros, pero el entretenimiento sólo duró unos minutos. Había intestinos desparramados en montones rojos sobre la tierra empapada de sangre, acompañados por estertores de muerte. No había piedad para aquéllos que, viendo el destino que los esperaba, se negaban a luchar o rogaban para que se les perdonara la vida. La única respuesta era un tajo que atravesaba su abdomen.

De la multitud salieron unas criaturas perturbadas, casi animales, que empezaron a lamer la sangre y a engullir las tripas humeantes. Habían sido humanos tiempo atrás, pero ahora estaban deformados de una forma indescriptible. Andaban a cuatro patas y podrían resultar cómicos en su ser grotesco si no fueran tan horribles. Eran engendros del Caos, paladines de Khorne cuyas carreras habían terminado en la peor de las degradaciones al haber disgustado a su señor de alguna manera. El conocimiento de este destino y de los regalos a que se exponía uno consagrándose a una deidad determinada era una de las razones por las que Abaddas había desistido de adoptar el culto de un poder concreto del Caos.

Volvió la cabeza hacia donde le esperaban sus tropas, amplificando la voz. Sus palabras rugieron a través del bosque púrpura, haciendo temblar los carnosos pétalos de las rosas.

—¡Avanzad! —ordenó.

Y se precipitó de un salto hacia el campamento de los adoradores de Khorne.

—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —bramó, con el amplificador todavía a plena potencia. Su espada sierra diseminó sangre y jirones de carne por todo el campamento. Su bólter destruyó coraza tras coraza mientras arremetía contra el montón de cuerpos. Vio miradas de admiración en caras, que eran destruidas una décima de segundo después. Su armadura se hizo visible en un crescendo de láser y fuego de lanzallamas. Por su visor de ángulo reducido veía pasar un gran número de lanzas inútiles.

Los paladines del Caos lucharon unos contra otros por el honor de ser los primeros en enfrentarse a él, sólo para caer con roncos gritos de satisfacción, vencidos por un guerrero digno.

Con el sargento Arquid a la cabeza, el pequeño ejército de Abaddas irrumpió en el anfiteatro, con los estandartes desplegados. Normalmente no habrían sido adversario para los enloquecidos Khorne, además de que los doblaban en número, pero Abaddas ya había cambiado la marea a su favor. Blandiendo una pistola láser en cada mano, Arquid luchaba espalda contra espalda con Abaddas, acabando tranquilamente, uno tras otro, con los que los atacaban por los flancos, y observando divertido cómo los heridos de muerte mostraban orgullosos sus mutaciones sagradas en sus agonías finales, invocando a Khorne para que presenciara su final.

La matanza se hizo entonces más igualada. Los mutantes con cabeza de insecto, demostraron facilidad para arrancar a mordiscos caras, cabezas y extremidades. El ambiente fue invadido por un ruido confuso de aullidos y chirridos, ululatos y berridos, gruñidos y roncos gritos, e incluso relinchos de terror proferidos por los más débiles de los reclutas de Abaddas. En el límite de esta visión vio cómo algunos se escabullían. Tomó nota de ellos para ejecutarlos más tarde como medida ejemplarizante.

La barrera de fuego había agotado el cargador de su bólter, tras eliminar una tercera parte de las fuerzas de Khorne. En lugar de perder unos segundos para cambiar el cargador, metió el arma en su soporte y cogió su pistola de rayos con el guantelete.

No se parecía en nada a otras pistolas. La boca era una ranura cuya anchura era cinco veces superior a su altura, y estaba envuelta en una serpiente decorativa de brillante electrum. Tan pronto como cogió la empuñadura, sintió cómo la pistola se conectaba con su mente. Como muchas otras cosas fabricadas en el reino del Caos —sobre todo las armas— era en parte física y en parte psíquica. Sólo quienes tenían una gran fuerza de voluntad podían usar la pistola de rayos. Su empuñadura era capaz de hundir a un usuario de voluntad débil junto con el objetivo. El índice de Abaddas, cubierto por la armadura, se cerraba alrededor de un gatillo, que podría haber pertenecido a un arcabuz de carga por el cañón en la antigüedad remota.

Un rayo múltiple, semejante a una cinta de colores naranja, marrón y malva, que se iba estirando como un hilo de caramelo, salió culebreando de la ranura horizontal y rodeó el campamento con un fuerte zumbido. Parecía sentir atracción por las cabezas, fuera cual fuese su forma, y evitaba las de los hombres de Abaddas. Abaddas sintió el golpe de la conmoción cerebral en cada una de las mentes.

La pistola de rayos era un arma terrible. No atacaba los cuerpos de los hombres, sino sus almas, obligándolos a recordar en un instante cada momento de su vida, haciendo al mismo tiempo que se odiaran a sí mismos. El alma huía del cuerpo horrorizada, para encontrarse de pronto en la disformidad y ser devorada por un demonio u otro ser en función de las necesidades.

El rayo psíquico elegía como blanco, en primer lugar, a los más mutados. Estos eran especialmente vulnerables, ya que eran obligados a verse a través de ojos normales, tal como eran antes de caer en las retorcidas visiones del Caos. El horror que sentían no conocía límites. Pálidos cuerpos se desplomaban sin vida en el bosque. Las armas, al chocar contra el suelo, producían un sonido metálico y un golpe sordo.

Un paladín de Khorne con colmillos, cara de lobo y pelaje de mamut lanudo, desnudo aparte de eso, despreciando cualquier protección y con un hacha de proporciones modestas en una garra y un puñal en la otra como únicas armas, profirió un rugido de rabia al ver los rayos que volaban de un lado a otro derribando a sus compañeros de armas.

—¡Deshonra, deshonra! ¡No hay sangre! ¡No hay sangre! ¡No hay honor sin sangre!

El principal regalo del Caos al desnudo paladín era un don de espiritualidad, el regalo de la valentía pura. Y en efecto, la pistola de rayos era un arma que ningún verdadero seguidor de Khorne utilizaría. Abaddas desvió el arma cuando el paladín se lanzó sobre él. Sentía un gran respeto por un paladín de Khorne, cuyo récord de batalla debía ser largo y glorioso.

Pero no se dejó engañar pensando en lo estúpido que era el paladín de Khorne al atacar a un Marine Espacial cubierto con su armadura con unas armas tan insignificantes. Si estaban consagradas por un demonio, podían atravesar la ceramita, la carne e incluso el hueso de un solo golpe. El traje de energía de Abaddas zumbaba mientras se movía de un lado a otro, repeliendo el hacha de la criatura con su espada sierra. De repente cargó hacia adelante, forzando al paladín peludo contra la multitud de cuerpos que luchaban a sus espaldas. Durante un momento, el servidor de Khorne perdió el equilibrio, y el hacha, tan afilada como una cuchilla, osciló en el aire. Abaddas intervino. La cabeza fue separada de los hombros y voló por los aires, goteando sangre por encima de los combatientes que estaban más abajo.

Abaddas tuvo tiempo para echar una mirada satisfecha a su alrededor. A pesar de haber tenido que reclutar a algunos elementos poco aptos —los habitantes de los planetas de la rosa no eran tan belicosos como él hubiera querido—, el entrenamiento forzado estaba dando resultados. Los invasores estaban siendo masacrados.

Entonces llegó un ruido de arriba, un zumbido, un relincho, un martilleo. Abaddas vio unas formas abultadas que descendían, tras entrar por el agujero excavado en el pétalo planetario superior.

Fue en aquel momento cuando comprendió su error. El campamento que había atacado no era más que la vanguardia de una invasión mayor. Probablemente, todo el Sistema Planetario de la Rosa estaba sufriendo la invasión de una horda de adoradores de Khorne provenientes del espacio.

En efecto, al tiempo que las recién llegadas naves de desembarco se desplomaban sobre el bosque de rosas, aplastando los capullos y haciendo que el dulce y fresco aroma de las rosas se mezclara con el del sudor animal y la sangre derramada, vio lo improvisado de su construcción, como si hubieran unido con soldadura —quizás incluso estaban unidas mediante la magia— placas de metal a las que apenas habían dado forma, desiguales y llenas de fallos, y a las que apenas habían dejado enfriar, dando la impresión del metal recién salido de la fundición. Las habían unido de cualquier modo en algún taller, quizás incluso en una nave espacial.

Y ni siquiera estaban diseñadas para volver a despegar. Quedaban destrozadas al aterrizar, sus cascos caían con estrépito al suelo y quedaban reducidas a chatarra. De sus interiores abultados fluían montones de hombres bestia que echaban espumarajos por la boca, cayéndose y tropezando unos con otros en su ansia por matar. Manaba sangre, incluso, del interior de la nave de desembarco desmantelada, y la multitud, al salir, arrastraba cuerpos mutilados. La lucha había empezado dentro de las naves durante el descenso, a pesar de su reducido espacio.

Un torrente interminable de cápsulas de desembarco parecía estar cayendo a través del crepúsculo purpúreo. Abaddas no profesaba gran lealtad a Tzeentch. En principio había pensado defender su pequeño territorio en honor al gran demonio que gobernaba el sistema planetario, como si fuera un tributo por sus tierras. Pero era poco probable que pudiera resistir una incursión de aquel calibre.

Al menos por el momento. Las cosas serían diferentes, se dijo para sus adentros, cuando la Gran Noche llegara. Y eso ocurriría dentro de poco.

Dio la orden de retirada. Unos cuantos, los poseídos por la sed de sangre, se mostraron reticentes, dispuestos a enfrentarse a una muerte segura en el fragor de la batalla, pero obedecieron. Lo que quedaba de sus fuerzas desapareció entre los rosales, un terreno que conocían mejor que los invasores, que seguían cayendo del claro y despejado cielo.

Era imposible saber a ciencia cierta el camino que seguirían los adoradores de Khorne, pero el hecho de que hubieran usado un artefacto de fusión demoníaca para abrirse camino hacia el planeta indicaba que tenían intención de adentrarse profundamente en él. En los espacios más estrechos entre los pétalos planetarios que estaban más juntos había tribus y reinos desconocidos, perspectivas de sangre y aventura que tanto gustaban al Dios de la Sangre y a sus secuaces.

Estaba a punto de amanecer cuando se reagruparon y volvieron a la hondonada donde el capitán Abaddas tenía su cabaña de ermitaño. Habían transportado a los heridos más graves a través del bosque. Los acostaron en camas improvisadas hechas de pétalos de rosa amontonados, y Abaddas encontró tiempo para atenderlos con hechizos curativos que había aprendido durante su estancia en el Ojo.

Mientras tanto el sargento Arquid hizo formar al resto, a la espera de las órdenes de su señor. La voz de Abaddas era más suave cuando se dirigió a ellos, alabó su coraje y disciplina y pronunció unas breves palabras en reconocimiento a los caídos. Había también una tarea más importante que atender. Algunos de los que habían huido habían vuelto, aturdidos y confusos. Otros, los que todavía tenían suficiente inteligencia como para recordar la advertencia de Abaddas, se habían ocultado en el bosque.

Bueno, los adoradores de Khorne pronto darían buena cuenta de ellos. Abaddas ordenó a los cobardes que formaran una fila, y les preguntó si comprendían el castigo. Sus ojos se abrieron como si lo hubieran olvidado, pero ninguno protestó, ninguno opuso resistencia, ni trató de escapar. De todos los miles de millones de seres humanos que vivían en el reino del Caos, había muy pocos que no entendieran la arbitrariedad y el absolutismo de sus soberanos. Inclinaron las cabezas en sumisa obediencia a medida que la espada sierra de Abaddas cortaba un cuello tras otro y un cuerpo tras otro se desplomaba sobre el suelo cubierto de rosas.

—Volved a vuestros pueblos —dijo a los espectadores silenciosos, algunos de los cuales acababan de ver a sus propios parientes ejecutados—. Pronto sabremos si volverán los invasores.

Se fueron. Los malheridos empezaban a dar gracias a medida que iban sintiendo el efecto de los hechizos curativos. Los esclavos de cámara de Abaddas avanzaron. Sabían que querría inspeccionar su armadura después de una batalla. Les permitió quitársela, examinó su exterior en busca de daños y probó todos sus sistemas cuidadosamente, inspeccionando las runas de diagnóstico una por una. Trajeron aceites aromáticos, todos con base de rosas, y toallas con las que se limpió los restos de sangre y suciedad. A continuación abrillantó cada placa, cada adorno, cada emblema hasta que todos brillaron como antes. Este era un trabajo que un Marine Espacial debía de hacer por sí mismo. Sería un insulto para su armadura, su Capítulo y su dios que lo hicieran los esclavos o los sirvientes.

El sol de la rosa estaba saliendo, el Sistema Planetario de la Rosa se desvanecía, mientras le colocaban otra vez el traje de energía. Despidió a los esclavos y rezó, dirigiéndose primero a Luther y después a Horus, para saber si había actuado con corrección, ahondando en las profundidades de su cerebro en busca de una respuesta.

Cuando se volvió hacia su cabaña, su mirada se detuvo en la cobriza nave zooforme asentada sobre su vientre a la sombra de los rosales, sostenida en parte sobre unas patas rechonchas de reptil, mutada su anterior forma de torpedo en una forma retorcida, nudosa, una mezcla entre un tronco de árbol caído y un reptil estriado, con el morro hacia arriba como si estuviera ansiosa por lanzarse al espacio. Era el medio para abandonar Rhodonius 428571429 en caso de necesidad.

Entró en su cabaña, y revisó y limpió sus armas. El único mueble que allí había era una enorme silla de madera de rosal, de respaldo recto, que ocupaba la mitad del espacio. Era en esta silla donde, con toda su armadura, el capitán Zhebdek Abaddas de los Angeles Oscuros pasaba gran parte de su tiempo. Comía, dormía y pensaba en ella. Se sentó, descansó un momento y después contempló el futuro.

Más o menos a media mañana aparecieron unos aldeanos buscando al senescal, que no se atrevió a molestar al adormecido Marine Espacial. Algunas horas más tarde apareció Abaddas. Había decidido revisar la nave zooforme.

—Señor, los aldeanos tienen noticias —dijo el senescal, haciendo una reverencia.

—¿Vienen los invasores?

—No, mi señor, no se trata de eso —el senescal hizo un gesto al grupo de cinco aldeanos, que vestían simples blusones tejidos, y les indicó que podían hablar.

Al principio guardaron silencio, hasta que el senescal los animó a que hablaran en un tono más severo.

—Lord Abaddas, hemos encontrado algo, tendido en el prado situado a las afueras de nuestra aldea.

Aunque él mismo la había propiciado, Abaddas sintió desprecio hacia su actitud servil.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—No se mueve, señor. Creemos que está muerto.

—¿Muerto? ¿Quién está muerto?

De nuevo parecían reticentes, hasta que Abaddas levantó su brazo cubierto de ceramita, amenazando con partirles el cráneo.

—Un Marine Espacial, señor —dijo el más valiente de todos.