11: El Byssos

11

EL BYSSOS

El Registro Imperial no llevaba la cuenta de las naves invisibles que se habían enviado al interior del Ojo del Terror durante los últimos quince milenios, pero sin duda habían sido varios miles. Lo que sí figuraba allí era el número de las que habían regresado: sólo ciento noventa y ocho. Claro que ni siquiera ese número era exacto, ya que algunas de las expediciones, como la organizada recientemente por el tecnomago Ipsissimus, habían sido organizadas en el mayor de los secretos y jamás se habían inscrito en los archivos.

En todo ese tiempo, las sondas supervivientes sólo habían logrado realizar de forma incompleta la tarea que se les había encomendado, es decir, la de levantar el mapa de las formaciones estelares del Ojo que habían sido modificadas hasta límites irreconocibles desde el día en que el espacio disforme había estallado transformándose en espacio real. Los mapas incompletos que se habían trazado nunca se habían puesto a disposición de la Navis Nobilite. Sólo estaban disponibles para la rama más secreta de cazademonios de la Inquisición, completamente desconocida para la sociedad en general, y que se autodenominaba Ordo Malleus, y para las oficinas secretas de los Naval Segmentae.

Ésa fue la razón por la que, al pasear la vista por el Ojo del Terror, el navegante Pelor Calliden no vio nada reconocible. Ninguna de las constelaciones, ninguna de las formaciones estelares, ninguna de las formas y configuraciones familiares de polvo y gas resplandecientes que había llegado a conocer en años de estudio y memorización de las grandes cartas estelares que eran las sagradas escrituras de las Casas de Navegantes se presentaban a sus ojos. Las únicas cosas que le resultaban familiares —¡y de una familiaridad extraña!— eran las caras humanas que aparecían y desaparecían, y que por su aspecto medían cientos o miles de años luz. No estaba seguro de que fueran realmente humanas. Parecían… cambiadas. Tampoco estaba seguro de que no fueran sólo una ilusión, producto de su propia visión desconcertada, ya que después de unos cuantos minutos desaparecían.

Estuvo allí sentado, mudo, hasta que poco a poco el pánico fue apoderándose de él. Se volvió para mirar a Maynard Rugolo, que estaba acostado en su litera, sujeto con un cinturón de seguridad. Tenía los ojos vidriosos. No había respondido a los gritos furiosos de Calliden, era como si no los hubiera oído. O eso o que las noticias que transmitía habían sido la gota que había rebasado su copa de la locura, porque parecía haberse retirado a lo más profundo de sí mismo.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Calliden, volviéndose implorante hacia Kwyler, que ocupaba junto a él el asiento del segundo piloto—. No puedo ver el Astronomicón. Estoy perdido.

—¡Utilice la fe! —respondió el hombre de rostro afable, vestido con su camisa o jubón de rayas que era casi como una túnica, esbozando una sonrisa y palmeándole el brazo.

—¡No puedo! ¡El Emperador me ha abandonado! —exclamó Calliden dejando caer la cabeza y cubriéndose la cara con los brazos.

—¡No en el Emperador, estúpido! —dijo Kwyler, sonriendo con disimulo—. Él no puede ayudarle aquí. Sólo la fe.

Lentamente, Calliden se desembarazó de la cápsula. Se puso de pie, se alejó del panel de vuelo y fue a sentarse a la mesa, donde el techo de la cabina se arqueaba en la penumbra. Su ojo de disformidad parecía haber perdido su brillo y tenía los hombros hundidos.

—No tengo fe. Estamos acabados.

—Por supuesto que sí, es un navegante —replicó Kwyler—. ¿Cómo es posible que no tenga fe?

—¡Venero al Emperador! —protestó Calliden—. ¡Usted quiere que rece a los demonios! No puedo hacerlo.

—No, no, usted no me entiende —repuso Kwyler, haciendo un gesto con la mano—. No fe en un dios. Sólo fe. Fe en que puede ir a donde quiera ir. Es la mejor forma de navegar en el Ojo. Responde a las fuerzas psíquicas.

—El Emperador es la única luz —respondió Calliden, apesadumbrado, repitiendo la liturgia de la Navis Nobilite—. El Emperador es un sol sobre todos los soles.

—Vamos a ver —insistió Kwyler, esbozando una aviesa sonrisa—. Ahora está en el Ojo del Terror. Permítame que le ayude un poco.

Buscó en el interior de su amplia vestimenta, de donde antes había sacado el rifle de plasma, y sacó una pequeña botella panzuda de cristal acanalado y de color rojizo. Llevaba adherido un vasito diminuto, no mayor que una bellota.

Calliden observó que era idéntica a la botella de licor que había sacado Gundrum en el mundo fronterizo. La experiencia de entonces lo había asustado. Había sido inesperada, una invasión de su persona, una pérdida momentánea de control que no le había gustado. Se retrajo al ver que Kwyler destapaba la botella y la inclinaba cuidadosamente después de separar la pequeñísima copa. Un chorro de un licor chispeante, de textura semejante al jarabe, salió del cuello de la botella y llenó el recipiente hasta el borde.

Kwyler se lo ofreció e hizo una observación extraña.

—Introdúzcalo en su interior. Él le devolverá el valor.

A regañadientes, Calliden aceptó la copa y se quedó mirando la pequeña gota de líquido espeso de suaves pero cambiantes colores. Sentía como si las palabras de Kwyler lo obligaran a beber a su pesar. Se llevó a los labios la diminuta copa. Le dio la sensación de que el licor trepaba hasta su lengua por voluntad propia y volvió a sentir la desconcertante sucesión de sabores, como si todos los que había probado en su vida se repitieran ahora. Ni siquiera era consciente de haber tragado, pero el licor se deslizaba por su garganta. En cuanto llegó a su estómago, el violento choque eléctrico lo sacudió hasta la última fibra. Sus nervios ardían. Se sentía exultante, como si en su interior se hubiera despertado una nueva vida. Su sombría situación se había convertido en una confiada expectativa de futuro. Era como si la tristeza y la oscuridad hubieran sido reemplazados por una esperanza iridiscente.

Mientras Calliden experimentaba esta explosión lenta, irresistible, Kwyler tomaba un trago directamente de la botella. Cerró los ojos, como si estuviera escuchando a lo más hondo de sí mismo.

—Por el Emperador —balbució, como si hablara para sí—. Espero que encontremos pronto el lugar. Ésta es mi última botella; tengo que conseguir más. ¿Por qué he sido tan idiota?

Calliden no sabía que la sustancia produjera adicción. ¿Se lamentaba Kwyler de haber rescatado a Rugolo del hechizo de Aegelica? Eso parecía, y el saberlo aumentó la inquietud de Calliden.

Mientras enjugaba el cuello de la botella, Kwyler lo miraba, observando el efecto que el licor producía.

—Este licor sólo puede obtenerse en un lugar —dijo como al pasar—. Un planeta al que va Gundrum. Allí es donde consigue la mayor parte de su mercancía. No le haga caso cuando dice que tiene extensos contactos. Él depende de su hermana.

»Entonces, ¿ya sabe lo que tiene que hacer ahora? Haga lo que hace Aegelica. Vuele dejándose llevar por la fe. Siga su rastro. El que ella deja es muy marcado, se lo aseguro. No, no me refiero a un rastro de disformidad. Ni siquiera sé si eso puede funcionar aquí. Sígala. Ha estado haciéndolo todo el tiempo, aunque probablemente no lo supiera.

Pronunció estas últimas palabras esbozando una sonrisa forzada, luego cogió el vaso de la mano flácida de Calliden y lo puso a un lado.

—Será mejor darle también una gota a su amigo o nunca volverá en sí. Pero ésta es la última dosis que les doy hasta que renovemos las existencias.

Una decepción inesperada invadió a Calliden. La sensación eléctrica ya empezaba a desvanecerse, despertando el deseo de que Kwyler compartiera el resto de la botella y repitiese la experiencia. De todos modos se sentía lleno de vitalidad. Observó a Kwyler mientras levantaba la cabeza de Rugolo y aplicaba a sus labios la copita que había vuelto a llenar. Rugolo tragó y a continuación se puso rígido. Con un movimiento repentino se soltó el cinturón de seguridad y saltó de la litera con los ojos brillantes.

—¡Por la Divinidad! ¡No hemos terminado todavía!

—Por supuesto que no —murmuró Kwyler—. Por las divinidades —se volvió hacia Calliden, que tenía una nueva expresión en su ojo—. ¿A qué espera? ¡Siga a Aegelica! Necesito esencia.

Calliden se dirigió a su cápsula.

Soltando la palanca de disformidad, se dispuso a hacer lo que Kwyler le había pedido y a intentar navegar sin el Astronomicón.

Al principio, la Estrella Errante estaba presa de la misma corriente rápida de antes. Normalmente, Calliden hubiera quedado paralizado por el miedo. El que ahora no le sucediera, probablemente tenía algo que ver con el licor o esencia, como lo había llamado Kwyler. De repente descubrió que había algo de cierto en lo que Kwyler había dicho. La navegación en el espacio disforme era un acto de fe, incluso con el Astronomicón. Antes había asociado siempre esa fe con el Emperador, que era el credo de todo navegante. Pero había algo más. Algo interno, propio del individuo. Una especie de confianza en que podía conseguirlo.

Calliden miraba al frente y veía aquí y allá las áreas peculiares de oscuridad que denotaban la presencia de estrellas o de galaxias. No es que eso significara mucho. La línea visual apenas si era en la disformidad. Su otro don era la transadivinación, una percepción instintiva de cómo llegar de un lado a otro en el menor tiempo posible. Calliden pensaba que muchos se sorprenderían si supieran hasta qué punto el tráfico del poderoso Imperio dependía de ese instinto.

El torbellino de disformidad amainó levemente. Habían pasado la primera barrera, donde la turbulencia era más fuerte, y entonces sucedió algo increíble. Dejó de oírse el zumbido del motor y la palanca de embrague cambió de posición por sí misma. La nave había saltado espontáneamente del espacio disforme.

Calliden quedó atónito al contemplar de nuevo la enorme extensión del Ojo con sus rutilantes estrellas —la mayoría de ellas de colores desusados, reparó ahora— incrustadas en un espacio que, aunque oscuro, no era ni con mucho tan oscuro como el del resto de la galaxia, sino que reverberaba con colores cambiantes, como si se hubiera vertido una fina capa de petróleo sobre ébano y provocara la difracción de la luz de las estrellas. En realidad, ese espacio no era negro. Se aproximaba más al azul, como había observado antes.

—Algo pasa con la tracción —dijo en voz baja, temblorosa. La tracción de disformidad era la pieza más probada, de diseño más sólido, del equipamiento de una nave del Imperio. No se había registrado ni un solo fallo. Pero si se producía…

—No le ocurre nada a la tracción —dijo Kwyler desde el asiento del copiloto—. Simplemente no la necesita.

Lentamente, Calliden volvió la cabeza para mirar a Kwyler. Su ojo de disformidad brillaba con una expresión maliciosa. Lo que había dicho el hombrecillo no tenía sentido.

—Meta la tracción de espacio real —dijo Kwyler— y mantenga la aceleración máxima. Ya verá lo que quiero decir.

—Usted está loco. Se le ha atrofiado el cerebro. A velocidad de espacio real tardaríamos miles de años en llegar a la estrella más cercana.

—Haga la prueba —insistió Kwyler sonriendo y sin inmutarse por el insulto.

—Me niego a obedecer —respondió Calliden, retirando sus manos de los controles y recostándose en su asiento, donde la cápsula lo envolvía como una mortaja.

Detrás de él oyó unos pies que se arrastraban. Rugolo había abandonado su litera y, con paso vacilante, se había acercado al tablero de control, apoyando su mano en el respaldo del asiento de Calliden. Sus ojos tenían todavía una mirada ligeramente vidriosa, pero también excitada, como vislumbrando una nueva aventura. Parecía casi ebrio. Se quedó unos momentos mirando al visor exterior que mostraba el extraño panorama del Ojo perfectamente encuadrado en el marco ovalado de estilo rococó del visor.

—Haz lo que te dice, Pelor. Él conoce mejor que tú esta parte de la galaxia.

Tozudamente, Calliden se cruzó de brazos. En respuesta a su actitud, Rugolo hizo lo mismo que la noche de su primer encuentro. Estiró la mano por encima de Calliden y puso la tracción de espacio real.

Se puso en marcha con un rugido cascado, muy diferente del zumbido suave y casi espectral del motor de disformidad. Calliden intentó volver a apagarla, pero Rugolo se lo impidió manteniendo su mano grande y fuerte sobre la palanca de bronce del control. Rechinando los dientes de indignación, Calliden se vio obligado a hacerse cargo de los controles para no dejar a la nave sin guía en medio del espacio.

—Aceleración máxima —repitió Kwyler.

Ahora no sonreía. Tenía una expresión de feroz satisfacción, como si les estuviera demostrando algo increíble que ni él mismo entendía.

Y así era en realidad. No se percibió la aceleración en la pequeña cabina. El propio campo inercial de la nave podía manejar con facilidad fuerzas de espacio real de ese tipo. Los tres hombres mantenían fijos los ojos en el tabulador de velocidad. Tenía dos lecturas: una en millas por hora y la otra, que casi nunca se consultaba, en fracciones de velocidad de la luz.

En esta ocasión la consultaron. El comportamiento de la Estrella Errante fue increíble, superando con creces lo que habría conseguido la nave recién salida de fábrica. El primer dial zumbó hasta quedar empañado. Todos miraron entonces la segunda lectura.

—¡Capitán! —gritó Calliden reconociendo por primera vez el derecho de Rugolo a recibir ese nombre—. ¡Hemos superado la velocidad de la luz!

Perplejo, Rugolo retiró la mano de la palanca del motor.

El tabulador siguió subiendo.

—Estamos navegando a velocidad de disformidad en el espacio real —dijo con expresión de asombro.

—No exactamente espacio real —replicó Kwyler—. Esto es el Ojo del Terror, donde el espacio disforme y el espacio real se superponen. No obstante, este fenómeno concreto es reciente, apareció hace aproximadamente un año. Estamos en una región del Ojo donde la superposición ha cambiado de naturaleza. En cierto modo, la disformidad y el espacio real se han soldado o pegado, se han fundido en lugar de superponerse. El resultado es que se puede viajar de una estrella a otra con una tracción ordinaria. Extraordinario, ¿verdad? —se encogió de hombros—. El Ojo está lleno de sorpresas. Pero no creo que dure mucho. Supongo que será temporal.

—No se necesita un navegante —dijo Calliden con voz apagada. Cualquiera podría hacerlo.

—Yo no diría eso. Todavía se trata de la disformidad. Todavía se necesita la fe. Podría parecer que se puede ir de alfa a omega en línea recta, pero no siempre es así.

Daba lo mismo. Si toda la galaxia fuera así, la Navis Nobilite probablemente no existiría, reflexionó Calliden. Más aún, ni siquiera existiría el Imperio. Otras razas, desprovistas del gen del navegante, también podrían conducir sus naves a lo largo de grandes distancias interestelares. La ventaja de que disfrutaba la especie humana desaparecería.

El tabulador seguía superando cifras. Calliden no podía salir de su asombro. ¡La Estrella Errante viajaba a cientos de veces la velocidad de la luz! Era imposible. En el espacio real ninguna nave, ni aun provista de los motores más potentes, había logrado jamás acelerar más que a la mitad de la velocidad de la luz, e incluso en esos casos la fricción producida por el polvo y el gas —aunque increíblemente tenue como era la materia en el medio interestelar— había sido tan destructiva que había destruido la nave. ¡Sin embargo, la nave de carga de Rugolo, vapuleada como estaba, se movía suavemente sin dar señales de resistencia aerodinámica en el casco exterior!

—Tómeselo con calma —dijo Kwyler, interrumpiendo las divagaciones del piloto—. Recuerde que lo que tiene que hacer es seguir a Aegelica. Ella está por ahí, dejando una huella psíquica que puede seguir. Ella incluso quiere que la siga.

Calliden casi no lo oía. La Estrella Errante volaba echando chispas por el espacio, cada vez más deprisa. Podía oír la pesada respiración de Rugolo a sus espaldas. La experiencia de ver pasar las estrellas zumbando, como si fueran copos de nieve arrastrados por la ventisca, era tan apasionante que a duras penas podía contenerse.

—¡Reduzca la velocidad! —gritó Kwyler—. ¡Vamos demasiado deprisa! Vamos a…

Una violenta sacudida los lanzó hacia adelante, y Rugolo pasó por encima de Calliden, cayendo sobre el panel de control y golpeándose con los instrumentos y las palancas. La Estrella Errante resonó como un gong.

Lo que antes se veía en el visor externo desapareció. La pantalla se quedó en blanco. Estaban en el espacio disforme e, inexplicablemente, la tracción del espacio real se había desactivado y se volvió a oír el zumbido del motor del espacio disforme. En el tablero de control, del que Rugolo trataba de levantarse, las dos palancas se habían movido solas.

¿Cómo había ocurrido? ¿Se habían movido al chocar Calliden contra el panel? ¿O se debía a la repentina sacudida de la nave?

¿O acaso —Calliden casi ni se atrevía a pensarlo— había sido una respuesta de la propia nave como si fuera algo vivo?

El Ojo provocaba cambios. Kwyler lo había dicho. Y si era capaz de transformar un objeto inanimado como la Estrella Errante, ¿qué no podría hacer con Rugolo y con él mismo?

—¡Nos ha llevado más allá del límite! ¡Fuera de la región que le indiqué! ¡Vuelva! ¡Haga que regresemos! —gritaba Kwyler, intentando despertarlo.

Pero Calliden era incapaz de reconocer algo a su alrededor. Sin el Astronomicón, era como si estuviera en la más absoluta oscuridad. ¿Dónde estaban el norte, el sur, el este y el oeste galácticos? ¿Dónde estaban el cénit o el nadir? ¿Cómo podía volver, si no sabía a dónde dirigirse?

Cerró tanto su ojo de disformidad como sus ojos de espacio real. Durante un momento fue como si se hubiera desvanecido. Perdió la conciencia de la cabina y de sus dos compañeros. En su interior oía una voz le advertía, le urgía, le ordenaba: «Sal de aquí, Pelor. Sal de este lugar. ¡Vuelve al universo normal!».

¡Era la voz de su madre!

Pero ahora sabía que no era realmente su madre, ni tampoco un demonio engañoso. Era su subconsciente, que trataba de advertirle usando una voz a la que sabía que haría caso.

Volvió a abrir su ojo de disformidad. No había ni selva, ni curvas ni marañas de espacio multidimensional, no había nada que tuviera sentido, salvo un poderoso impulso que se había apoderado de la Estrella Errante y la arrastraba hacia adelante. ¿Qué distancia habían recorrido? Era imposible saberlo. Tal vez miles de años luz. El motor de disformidad funcionaba en vacío, no tenía el menor efecto dentro del torrente del Caos. Kwyler seguía vociferando y golpeando su brazo, y Rugolo había regresado a la litera.

Calliden pensó que tenía que hacer algo para recuperar el control. No se veían estrellas, todo era una masa oscura, exasperante. Si pudiera ver estrellas en el espacio real, tal vez podría adivinar la dirección que habían seguido.

Empujó hacia adelante la palanca de disformidad.

La transición fue instantánea, pero seguía sin haber estrellas. De hecho, no estaba seguro de haber regresado al espacio real, no hasta que miró la videopantalla y vio la imagen. Kwyler también la vio y se quedó sin aliento.

—No… no…

Lo que mostraba la pantalla también podía verlo Calliden con su ojo de disformidad. Una mancha de espacio enorme, negro, hirviente, por el cual se vertía un torrente de negrura aún más intensa, más negro de lo que jamás hubiera podido imaginar. No era la negrura ni la oscuridad proveniente de la ausencia de luz. Era algo positivo, como una sustancia sólida o una fuerza activa, voraz, delirante, anhelante de devorarlo todo. Por supuesto, no se oía el menor sonido, pero la imaginación de navegante de Calliden había creado uno, y oía la erupción cósmica como un estruendo, un bramido, un crujido, como si el universo estuviera próximo a su fin.

Era lo más enorme que había visto. La-impresión de infinitud que producía no se parecía a ninguna otra cosa. Por comparación, la Estrella Errante era apenas un átomo.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Kwyler, contemplando el fenómeno atónito y horrorizado—. ¡Por el Emperador! ¡Por Tzeentch! ¡Por Slaanesh! ¡Por Khorne y Nurgle, estamos perdidos! ¡Hemos recorrido cinco mil años luz! ¡Estamos en el Byssos!

Calliden casi ni reparó en la blasfemia en que había incurrido Kwyler al pronunciar el nombre del divino Emperador con otros nombres extraños, que jamás había oído.

—¿Qué ha dicho que es? —tartamudeó.

—¡El centro del ojo! ¡De aquí es de donde surge la energía del espacio disforme, más concentrada que cuantas haya podido ver! ¡Sáquenos de aquí si ama al Emperador! ¡Si eso nos toca, quién sabe lo que puede suceder!

¿Era éste el secreto del Ojo? ¿Un agujero hecho en la materialidad para que las fuerzas de la locura pudieran fluir por él? Kwyler tenía razón sobre los efectos de una concentración tan violenta del Caos. Distorsionaría la realidad más allá de todo lo imaginable, pero eso casi no tenía importancia ya que una energía de disformidad de tamaña furia haría trizas la nave.

Volvió a oír la voz de su madre resonando en su centro vital: «Sal de aquí, Pelor. ¡Sal ahora mismo!».

El Byssos, como Kwyler lo llamaba, le había dado al menos un punto de referencia. Volvió al espacio disforme. Curiosamente, al principio el Byssos no era visible. El torrente de disformidad que había estado arrastrando a la Estrella Errante —y que probablemente era uno de sus afluentes más importantes— lo había ocultado. Pero ahora, el torrente estaba perdiendo fuerza y se dividía al encontrarse con otras corrientes similares hasta formar un vórtice horrendo, y revelar por fin sus aterradoras fauces.

Calliden sabía que no bastaría con dar la vuelta a la nave y hacerla avanzar a contracorriente. La tracción de disformidad carecía de la potencia necesaria como para remontar una corriente tan fuerte.

Intentó una maniobra sinuosa, esquivando las borrascas que rodeaban al poderoso Byssos como una polilla que trata de sobre vivir a un vendaval enfurecido. La cabina se inclinaba a un lado y a otro, arrastrada por las violentas fuerzas.

«¡Huye! ¡Huye! ¡Huye!»

Al fin logró poner cierta distancia entre ellos y el agujero sobrenatural en el espacio, y entonces la nave pareció quedar presa en una de las corrientes rápidas producidas por el Byssos. Calliden sintió que un viento frío, diabólico, lo atravesaba, un viento del espacio disforme, algo que no era simplemente un espejo psíquico del universo inmaterial, sino una feroz fuerza invasora. Hizo todo lo que pudo para mantener el equilibrio mientras iban dejando atrás la pupila siniestra del Ojo del Terror.

¿A dónde irían a parar? Sólo cabía esperar que los volviera a depositar en la misma región de la que habían salido tan precipitadamente. Kwyler parecía aliviado, pero estaba tenso. Se pasaba la lengua por los labios y tenía la cara pálida.

—Piense en Aegelica —le aconsejó—. Represéntesela mentalmente. Sienta su presencia. Puede hacerlo, ¿verdad? —añadió con sarcasmo—. Estoy seguro de que le produjo una gran impresión.

A Calliden aquel consejo lo turbó. No le apetecía pensar en la hermana de Gundrum, poseída por un demonio, y mucho menos seguir su huella psíquica, como si fuera un cordón umbilical espectral, hacia donde quisiera conducirlo.

—¿Y si seguimos adelante? —dijo desafiante—. Estuvimos cerca del centro del Ojo. Si sigo adelante, tarde o temprano llegaríamos a la periferia. Tal vez consiguiéramos salir.

—Deje de soñar despierto, amigo mío —respondió Kwyler, soltando una risa sarcástica—. Sabe que no es así. Sabe que aquí no se puede viajar en línea recta. Está dentro de un huracán de disformidad. No haría más que dar vueltas en redondo. En cuanto a atravesar la frontera, tampoco lo conseguirá sin Aegelica, a menos que quiera intentarlo a través de la Puerta de Cadia, que no sólo es difícil de encontrar, sino que además está patrullada por naves del Caos. ¿Le gustaría encontrarse con ellas?

—No.

—Entonces utilice sus sentidos de navegante. ¡Olvídese del Emperador y encuentre a Aegelica!

De la litera llegó un gemido. «Aegelica, Aegelica.» El nombre fue pronunciado con una mezcla de terror y anhelo. A Calliden se le erizó el vello de la piel. ¿Cómo podía llevar a Rugolo junto a ella? Volvió a preguntarse por qué Kwyler se había comportado como lo hizo, defendiéndolos de semejante horror, y ahora lo único que le interesaba era volver a la fuente de su adicción. Lo único que se le ocurrió era que la adicción le había nublado la razón, dejándolo a merced de sus impulsos.

Mirando a lo lejos vio trazas de disformidad que indicaban formaciones estelares, y algunas configuraciones que no reconoció, pero que correspondían a estructuras que no podían subsistir en el espacio normal. No tuvo ganas de investigar. Estaba haciendo lo que había dicho Kwyler, dejándose llevar por su instinto, haciendo lo que siempre había hecho, pero sin el Astronomicón, sin el Emperador, buscando la señal no de una estrella o de un grupo de estrellas, sino de una persona con características nada comunes.

El rápido torrente en el que se habían transportado se dispersó dentro de la sustancia del Ojo. Calliden redujo la velocidad de disformidad. Pasaron horas antes de que la Estrella Errante volviera a sufrir una violenta sacudida y la visión tumultuosa de la disformidad desapareció, siendo reemplazada por el azul profundo y transparente, salpicado de colores, que ya habían visto antes. La tracción de disformidad se detuvo poco a poco, mientras se volvía a oír el cascado zumbido del motor de espacio real, sin que Calliden hubiera hecho nada. Resultaba extraño pilotar una nave que parecía tener inteligencia propia.

—Tenemos que buscar el Sistema Planetario de la Rosa —dijo Kwyler, mirando a su alrededor y manipulando la videopantalla.

—¿Qué es eso?

—Créame, lo sabrá en cuanto lo vea.

Calliden no necesitaba la videopantalla. En esta parte del Ojo, su mirada de disformidad le daba una visión muy clara. Estaban viajando a mayor velocidad que la luz, pero se contuvo para no cometer el mismo error de antes. Nada le resultaba familiar. En la distancia vio lo que podría haber sido el equivalente físico de las extrañas figuras que había visto en el espacio disforme. Era difícil discernir lo que era, a menos que se tratase simplemente de nubes de polvo.

Empezó a perfilarse un sistema planetario. Reduciendo aún más la velocidad, se acercó para echarle una larga mirada. Su sol era enorme, pero no respondía a la idea que se tenía normalmente de un sol. No era esférico, sino un disco plano de un color verde resplandeciente. Tenía por lo menos veinte planetas, cada uno con su propio color —malva, rojizo, verde, magenta—, pero no guardaban la disposición normal de los planetas. En lugar de estar aproximadamente en el mismo plano, sus órbitas formaban un zigzag en todos los ángulos, como los electrones de un átomo, y a veces había más de un planeta en la misma órbita.

Entonces apareció algo que dejó a Calliden paralizado. Una figura volaba atravesando todo el sistema, y era más grande que los planetas, más grande incluso que el sol verdoso en forma de disco. Una figura vagamente humanoide pero de pelaje carmesí, con una cabeza como la de un cánido con feroces colmillos y ojos penetrantes inyectados en sangre debajo de unas cejas prominentes. La cabeza estaba coronada por grandes cuernos angulosos, además de un cuerno retorcido como el de un unicornio, que le salía directamente de la coronilla. La criatura pasaba volando, agitando sus alas membranosas que dejaban en la sombra a una docena de planetas cada vez que pasaba. Estaba cubierta hasta la cintura por una armadura breve pero muy ornamentada que despedía destellos rojos y negros, y muy ceñida a su cuerpo, salvo en los hombros, que estaban protegidos por piezas elevadas y extravagantemente trabajadas. El hacha de batalla de hoja curva, que sostenía con facilidad en una de sus manazas mientras volaba, era de bronce negro y más grande que cualquier arma de este tipo. Una energía sobrenatural parecía Huir y restallar por toda la increíble aparición, dándole un aspecto más sólido, más real que el de cualquier criatura natural.

—¿Qué… qué…? —tartamudeó Calliden hasta que su mente encontró una explicación racional—. Es una alucinación. ¿Puede verlo, Kwyler?

—Es real —respondió Kwyler en voz baja con la boca seca. Aunque aterrado, no parecía tan sorprendido como el navegante—. Un demonio, uno de categoría.

Entonces ocurrió algo que dejó confundido a Calliden. La aparición dio la impresión de retirarse. Demasiado tarde se dio cuenta de que en realidad se estaba aproximando, aunque al mismo tiempo su tamaño iba menguando.

El demonio parecía enfadado. Voló junto a la Estrella Errante, y ahora su tamaño apenas era veinte veces mayor que el de la nave. Miró hacia ella de soslayo con sus ojos ardientes y batiendo las alas majestuosamente.

—¿Cómo puede usar sus alas para volar en el espacio? —inquirió Calliden, histérico.

—Vuela sobre corrientes de disformidad. Tenga cuidado. No haga nada. Tal vez se vaya.

Calliden profirió un chillido y tiró de los controles cuando la entidad de disformidad, en un repentino ataque de furia, se dio la vuelta y descargó un golpe con el hacha de batalla, que era más grande que la Estrella Errante. La nave viró bruscamente, evitando a duras penas ser aplastada por el golpe, y luego huyó a toda velocidad.

El demonio no salió en su persecución. La nave espacial era demasiado insignificante como para merecer tamaño esfuerzo. La última vez que Calliden la miró, la inmensa criatura del Caos, que había recuperado su tamaño anterior, estaba liberando su frustración con uno de los mundos de colores, al que le dio con la parte plana del hacha de batalla un golpe de lado que lo hizo volar en pedazos hacia el sol en forma de disco.

Por primera vez, el navegante tuvo la sensación de entender plenamente de qué quería proteger el divino Emperador a la especie humana.

Por un instante se preguntó si el planeta machacado tendría población humana.

Muchos soles multicolores pasaron a toda velocidad, algunos deformes, otros en forma de anillo, unidos unos en complicadas configuraciones por filamentos de luz y fuego, rodeados otros por intrincadas decoraciones hechas de oro, plata y bronce. No había coherencia alguna, no había dos que fueran idénticos. Era un universo menor envuelto en una tormenta, un mundo donde las leyes naturales de la física no existían. La voluntad y la imaginación de los demonios era lo que contaba.

—El Sistema Planetario de la Rosa —insistía Kwyler—. Busque el Sistema Planetario de la Rosa.

Calliden lo encontró, llegó hasta él desde la oscuridad y la distancia y, a pesar de todo lo que había visto antes, se quedó mudo de asombro.

—¡Maynard! —gritó—. ¡Ven y mira esto!

El mercader avanzó con paso vacilante desde la litera donde había estado echado y miró con los ojos nublados. Tenía los brazos caídos y la mandíbula caída.

El Sistema Planetario de la Rosa era, como su nombre indica, un gran conjunto de estrellas. Por lo general, los sistemas planetarios eran globulares y contenían miles, a veces decenas de miles de estrellas. En ese aspecto, el Sistema Planetario de la Rosa era como los demás.

Sin embargo, todas las estrellas eran de un arrebatador color rosado, y la galaxia en su conjunto tenía la forma de una rosa. Allí estaba todo: los pétalos curvos, de cientos de años luz de un lado a otro, recogidos en hojas de estrellas y gas resplandeciente, también de color rosa, con los pétalos imbricados unos en otros, dispuestos en capas hasta llegar al corazón de un suave resplandor. Algún poderoso demonio con sentido de la belleza le había dado forma. Calliden encendió el telescopio e hizo que su imagen apareciera en la videopantalla. Una de las estrellas que formaban la galaxia estaba frente a ellos. También tenía la forma de una rosa, con plasma radiante mágicamente suspendido formando capas idénticas de delicados pétalos.

—Cada uno de los soles que hay en su interior es lo mismo —dijo Kwyler—. Y eso no es todo. Cada uno de los planetas también tiene la forma de una rosa. Miles y miles de ellos.

—¿Está Gundrum ahí?

—No, utilizamos esto para orientarnos —respondió Kwyler, haciendo un gesto de negación—. Pero están cerca. ¿Puede percibir a Aegelica? Su rastro ya debería ser perceptible.

Señaló un punto de luz pardo-rojiza a la izquierda del Sistema Planetario de la Rosa. Evidentemente, no formaba parte de la galaxia propiamente dicha, ya que había sido omitido por la magia del signo que fuera que había creado el milagro floral.

—Ésa es la estrella. Tiene un solo planeta. Ahí es a donde vamos a parar generalmente. Allí tiene Gundrum la base de su comercio.

—¿Cómo puede estar seguro de que están ahí?

—¡Porque usted nos ha traído hasta aquí, navegante! ¿Cómo cree que lo ha encontrado? —respondió Kwyler, soltando una breve y explosiva carcajada.

Aunque el propio Kwyler podría haberlo hecho con la misma facilidad, Calliden condujo a la Estrella Errante hacia aquel sol mediocre. Cuando se volvió visible, resultó ser una esfera caprichosa y turbulenta, airada, fangosa, atravesada por destellos rojos. No fue difícil encontrar su único planeta. Describía una órbita próxima a su estrella primaria, y cuando puso el tabulador a buscar planetas hermanos, no detectó ninguno. Un sol con un solo planeta era algo muy raro en el resto de la galaxia y, por lo general, era el resultado de algún accidente cósmico que había destruido el resto del sistema planetario. Al recordar cómo había visto a un demonio destruir sin más un planeta un momento antes, Calliden no pudo evitar pensar en lo que podía haber ocurrido aquí.

No sabía hasta qué punto podría deberse a una sugestión de Kwyler, pero le pareció sentir una presencia insinuante en su mente. Aegelica, la de la cola con púas y largas garras en lugar de manos. Le dio la impresión de que le sonreía, de que se reía de él. El recuerdo de lo que había estado a punto de hacer a Rugolo volvió a su memoria e hizo que se sintiera sucio y depravado.

Fijó la nave en órbita y estudió el mundo que estaba allí abajo. Al igual que su sol, tenía un aspecto turbulento. Su superficie estaba oculta por nubes en ebullición atravesadas por relámpagos. Sin embargo, un rasgo más insólito llamó la atención de Calliden. Hasta doce torres puntiagudas sobresalían del planeta atravesando no sólo la capa de nubes, sino también la atmósfera. Esto daba al planeta un aspecto estrellado, como el de una semilla cubierta por una vaina erizada de espinas. Las agujas debían de tener mil millas de altura. De vez en cuando, de sus extremos surgían corrientes de energía, enlazando unas torres con otras en configuraciones transitorias.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó Calliden a Kwyler, señalando las torres.

—Montañas.

—Es físicamente imposible que haya montañas de esa altura —respondió Calliden, haciendo un gesto de negación.

—Se olvida de dónde estamos.

Fascinado, Calliden se quedó mirando las descargas de aquellas torres increíbles. Pensó que no era correcto llamarlas montañas. Eran demasiado esbeltas. Delgadas columnas de roca de mil millas de altura…

—Bueno, piloto, aterricemos —dijo Kwyler, interrumpiendo sus cavilaciones—. Lo guiaré hasta el campamento de Gundrum.

—¿No le parece peligroso? —preguntó Calliden intrigado—. Nuestro plan es seguir a su nave espacial para salir del Ojo. Deberíamos permanecer ocultos. No creo que nos detecten si nos quedamos en órbita.

Por toda respuesta, Kwyler buscó entre sus ropas, sacó la botella de licor y la inclinó para mostrarle lo poco que quedaba.

—He venido para conseguir un poco de esto, ¿recuerda?

—¿Nos va a poner en peligro por eso? Sea razonable.

Los dedos de Kwyler rebuscaron otra vez entre sus ropas. Durante un momento, Calliden temió que sacara su rifle de fusión. Pero no, no podía ser tan tonto como para descargar su mortífera energía en la pequeña cabina. Eso los vaporizaría a todos. No, por supuesto, no creía que Kwyler los atacara así.

—Me lo deben —dijo Kwyler con gesto contrariado—. ¿Dónde estarían si no hubiera sido por mí? Bajemos. Ya se lo he dicho, Gundrum no les hará daño.

Rugolo también tenía la vista fija en el espinoso planeta. Calliden sintió que estaba librando una dura lucha con respecto a Aegelica. Sus ojos reflejaban avidez, pero su rostro estaba pálido de terror.

«Aegelica.»

Al navegante le pareció oír que Rugolo había susurrado su nombre, pero sus oídos no habían captado ningún sonido. Estaba detectando o adivinando de una manera subconsciente los pensamientos de Rugolo.

—Es demasiado arriesgado —dijo el mercader, saliendo súbitamente de su ensoñación—. Permaneceremos en órbita y luego seguiremos a la nave de Gundrum cuando despegue. Si quiere más licor, se lo compra a Gundrum cuando lleguemos a Calígula si es que lo tiene y quiere vendérselo. Eso es todo.

—Muy bien… capitán —concedió Kwyler con un gesto de desencanto.

—¿Cuánto tiempo suele quedarse Gundrum en este lugar? —preguntó Calliden.

—No mucho —respondió Kwyler, encogiéndose de hombros—. Tal vez un día o dos en tiempo imperial. Por supuesto que eso de que van a volver a Calígula es una suposición. Puede que por la bonita cabeza de Aegelica pase la idea de explorar un poco más el Ojo.

Rugolo recordó lo que Kwyler había dicho sobre que Gundrum tenía una fuente de abastecimiento. Era evidente que el adicto intentaba por todos los medios influir sobre su decisión.

Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Uno llegaba a acostumbrarse a esperar en una nave espacial.

—Programaremos el escáner de alta definición para que salte una alarma cuando detecte un objeto despegando del planeta. Mientras tanto vamos a comer algo.

Rugolo preparó una comida a base de vegetales deshidratados y frutos secos en la pequeña cocina. Kwyler, como había hecho todo el tiempo, tomaba sorbos furtivos de su botella acanalada.

La fatiga se apoderó de ellos. Rugolo se retiró al camarote. Calliden dio a Kwyler una manta y luego se tendió en la litera para dormir unas horas.

Debía de haber pasado una hora o dos cuando un movimiento oscilante hizo que se despertara poco a poco. La única iluminación que había en la cabina era la del electrolumen de emergencia que nunca se apagaba y que arrojaba una tenue luz azulada. Levantó la cabeza y miró a donde Kwyler se había acomodado junto al mamparo, pero no consiguió verlo en la penumbra.

Oyó un susurro, un rumor atenuado, el sonido de una atmósfera que se deslizaba bajo el casco de la nave. Lo más silenciosamente que pudo, se levantó de la litera y vio la luz de los instrumentos en el tablero de control. Recortada sobre ella se veía la figura encorvada de Kwyler.

Debía de haber sacado la nave de órbita con impulsos momentáneos, casi silenciosos, de los motores para maniobras de proximidad. En la pantalla del visor externo vio un espesa nube parda pasando por los sensores. Estaban volando por la atmósfera del planeta, como un avión.

Kwyler los estaba llevando hacia el planeta del Caos.