10: El Gran Inventor

10

EL GRAN INVENTOR

—¡Skreaaak!

»¡Skreaa-aa-aawk!

»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!

»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!

El Chi’khami’tzann Tsunoi o gran demonio de Tzeentch, o Señor Emplumado, o Vigilante Señor de la Transformación, para nombrar sólo algunos de sus innumerables títulos, por más que su nombre propio sólo lo conocían él y el más encumbrado y digno de los Dioses del Caos, Tzeentch, el de majestad e ingenio indescriptibles, fuente del nombre secreto del Señor Emplumado y también de su auténtico ser extendió sus alas y voló surcando los apretados cielos de la disformidad. Su forma delineada por las plumas resplandeció con un millón de colores, intensos y fulgurantes. Su largo cuello se estiraba a un lado y a otro mientras descendía atravesando los innumerables niveles del Immaterium. Sus ojos de mirada fija y profunda, cargada de sabiduría, revisaron gloria tras gloria, bañadas por una luz sobrenatural que habría cegado a cualquier criatura mortal, descubriendo los gozosos palacios, los conflictos implacables, los complots y contracomplots; todo ello aparecía desnudo a la mirada escrutadora del Vigilante Señor de la Transformación.

Pero todo este esplendor, mayor incluso que la galaxia que abarcaba, no era físico. Su sustancia era la del pensamiento, la emoción, la intención, la conciencia desencarnada. Los cuerpos de sus criaturas, de sus palacios almenados, de sus paraísos, de sus purgatorios, de sus lugares abominables, sólo eran apariencias. En realidad, allí sólo había energía psíquica.

\ El Señor Emplumado descendía ahora hacia otro reino, un reino aparentemente oscuro, el reino de la materia. El Immaterium no físico y el Materium físico tenían un hambre terrible el uno del otro. Todos los seres materiales añoraban la libertad y el éxtasis de los espíritus desencadenados. Todos los seres inmateriales ansiaban una existencia material para realizarse plenamente. Alguna ley cósmica los mantenía apartados, pero era posible —sería posible— para ellos, combinarse en algún nuevo ser monstruoso. Sólo la existencia en el reino físico de un dios tan poderoso como los Dioses del Caos les impedía esta gozosa victoria.

—¡Skreaaak!

»¡Skreaa-aa-aawk!

»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!

»¡skreeaa-aaw-aaaw-kk!

El sirviente de Tzeentch, el Gran Conspirador, abrió su cruel y curvado pico y volvió a dar rienda suelta a su frustración y a su alegría. Además de su nombre secreto, que podía dar poder sobre él a cualquiera que lo averiguase, el Señor Emplumado tenía, por supuesto, los nombres que le daban sus compañeros demonios. Había uno que odiaba, «Urdidor de Estratagemas que se Desmoronan». Pero de otros estaba muy orgulloso como era el caso de «El Descubridor de Caminos, El Gran Inventor».

¡El Gran Inventor! El Chi’khami’tzann Tsunoi era, efectivamente, inventor. Su fama viviría para siempre en el nuevo mundo que se avecinaba.

Se preparaban dos guerras. Una para derrotar al dios de la galaxia material que mantenía a los Poderes Ruinosos a raya, y otra, la más terrible, la Gran Guerra, para decidir cuál de los Dioses del Caos gobernaría el Materium.

Ese dios sería Tzeentch, el Maestro de la Fortuna, el Arquitecto del Destino.

¿Había algún otro gobernante justo además de él? Sólo Tzeentch tenía el don prometeico de la previsión. El gobierno de Nurgle haría caer a la galaxia en una ciénaga de enfermedad y descomposición. Slaanesh podía ver el futuro sólo para organizar excesos todavía mayores de depravación y corrupción. Khorne, el Dios de la Sangre, despreciaba la premonición, porque la prospección era para los cobardes. Vivía sólo para matar y masacrar, sin que le preocuparan las consecuencias, sólo por el ardor de la batalla. De todos modos, necesitaba un aliado. Un aliado a quien traicionar una vez que dejase de serle útil.

El Señor Emplumado bajó en picado hacia lo que parecía ser un oscuro y accidentado muro o suelo. Era el reino del Materium, una vasta e informe masa cuando se veía desde afuera, un reino que sólo tenía tres o cuatro dimensiones, a diferencia de las muchas y variadas dimensiones de los cielos de la disformidad. Algunas veces, un demonio con fuerza suficiente podía echar una mirada a ese extraño y estrecho reino, pero por lo general tenía prohibido entrar en él. Sin embargo, el Chi’khami’tzann Tsunoi fue a posarse en un lugar donde la oscuridad era menos intensa. Se lo denominaba la Puerta y detrás de ella se extendía una limitada región en la que un demonio podía materializarse. Fuera de allí, sólo podía hacerlo con suma dificultad y con la ayuda de un mortal.

De pie cerca de la puerta, como si fuera a impedir el acceso, estaba un Khak’akaoz’khyshk’akami, un Devorador de Almas, un demonio mayor de Khorne. Su pelambre carmesí, chorreando eternamente la sangre de la matanza, sólo estaba parcialmente oculta por una escasa pero ricamente decorada armadura del Caos en negro y rojo, cuyas hombreras triangulares sobrealzadas tenían forma de calavera. Tenía plegadas a la espalda sus membranosas y peludas alas de demonio. Por encima de su cara de perro de brillantes colmillos, se alineaban dos cuernos negros como el hierro. En la mano izquierda, el gran demonio sostenía el mango de un trenzado látigo de gran longitud, y en la derecha el mango de hueso tallado de un hacha bendecida por Khorne, cuya negra hoja estaba grabada con una sola runa. El Chi’khami’tzann Tsunoi sabía bien que debía ser cauteloso con esa hacha, porque tenía aprisionado a otro gran demonio de Khorne.

—No podemos ser aliados si yo te puedo derrotar —dijo el Devorador de Almas con una voz semejante al ladrido de un perro.

El Señor Emplumado llevaba sólo una espada rúnica y ni siquiera la había desenvainado cuando se posó. Era una frágil arma contra el demonio del hacha. Además, su verdadera arma era la magia.

La energía de la disformidad resplandeció tenuemente cuando el Devorador de Almas movió su musculoso y ágil cuerpo, como si estuviera rodeado por un líquido fluorescente. El látigo restalló y se enroscó en una madeja anudada, intentando atrapar al Señor Emplumado para ponerlo al alcance del hacha negra. El Señor de la Transformación emitió un ronroneo y agitó una afilada garra. La energía disforme se congeló en una cinta de luz que se depositó sobre el enrollado látigo vuelta tras vuelta. Pareció que el látigo se reblandecía, se desenrollaba y quedaba lacio. La cinta de luz se desprendió sola y se enrolló alrededor del Devorador de Almas. Con un rugido de rabia, el demonio de Khorne empezó a descargar su hacha de guerra contra él. Un arma habitada por un demonio mayor tiene poder incluso para neutralizar la magia. La luz chisporroteó, se difuminó y desapareció.

—Ahora…

Haciendo restallar otra vez su látigo, el Devorador de Almas flexionó el cuerpo y blandió el hacha sobre su cabeza.

—¡Ojo de Tzeentch, conozco tu nombre!

La mentira estaba destinada a sobresaltar al Señor Emplumado, a atemorizarlo y dejarlo a merced de la acometida del Devorador de Almas, aunque sólo fuera durante un instante. El Chi’khami’tzann Tsunoi soltó una risotada divertida. ¡Qué simples eran estos servidores de Khorne! ¡Pensar que se podía engañar así a un Señor de la Transformación! Desgranó suaves sílabas, el equivalente etérico de las runas de conjuro. La siniestra hoja negra dirigida a su largo cuello avanzó con lentitud, como si tuviera que vencer la resistencia del espeso alquitrán. El demonio incrustado en ella, para sumar su fuerza a la del Devorador de Almas, gruñó audiblemente al tiempo que trataba de liberarse. Durante unos instantes el hacha flotó, sin avanzar ni retroceder.

De pronto, el demonio de Khorne retiró el arma y, lanzando su látigo, hizo el signo del honor de la sangre.

¡—Eres digno de respeto, Ojo de Tzeentch. Pero eso no nos convierte en «camaradas».

El Señor de la Transformación cloqueó y graznó. En la disformidad no existía la amistad. Aunque la emoción era el principal componente de la disformidad, se trataba de una emoción esencial y primitiva. Si la amistad tenía algún equivalente, ése era el sentido del compañerismo en la batalla de Khorne.

—Todavía no hemos terminado, Bebedor de Sangre. Llevaremos adelante la pelea. Si yo gano, me darás lo que quiero. Si ganas tú, podrás elegir una docena de mundos, y te los daré.

—¿Cómo puedo fiarme de un servidor del Gran Traidor?

El Chi’khami’tzann Tsunoi batió su pico y movió la cabeza de un lado al otro, estudiando la imagen de dios nórdico del Devorador de Almas con su mirada pétrea. Era normal que los demonios mayores de los diferentes señores no comprendiesen sus respectivos motivos, a pesar de su gran inteligencia. La única excepción era un Señor Emplumado, avezado en el estudio de las esperanzas y los temores de las cosas vivientes, tanto de los reinos físicos como de los del Caos.

—Sí, vas a confiar en un servidor del Gran Traidor. Traicionar abiertamente es como desbaratar los propios planes; pero traicionar sin motivo es una locura.

El Portador de la Muerte de Khorne, acostumbrado a blandir su enorme hacha sobre sus propios seguidores, en su sed de sangre, en el caso de que el enemigo fuera masacrado antes de que se calmara su rabia incontenible, se revolvió amenazadoramente al oír estas palabras. Parecía que lo hubieran insultado.

—¡Avanza! —le gritó, con una voz que era todo un desafío—. ¡Vamos a competir!

Ambos desplegaron sus alas, emplumadas las de uno, membranosas las del otro.

Una de las ventajas de ser un gran demonio es que la cualidad del tamaño, la mayor de las restricciones que tienen los seres físicos, no significa nada. El tamaño es sólo una propiedad de la materia. La dispar pareja, aliados de conveniencia cuando las circunstancias lo exigían, cruzó volando la Puerta, el estrecho paso a través del cual las fuerzas del Caos habían tratado durante todo ese tiempo de vencer al Materium. Desplegado ante sus ojos estaba lo que, en comparación con la galaxia, no era más que una antesala. Sin embargo, podían volar allí, porque el espacio de la disformidad y el espacio del mundo físico se superponían en aquel punto, como el aceite que se extiende en espirales sobre el agua, produciendo los colores del arco iris. Esto era lo que algunos mortales llamaban el Ojo del Terror, y en cuanto a los colores del arco iris, había una suspensión y una disformidad de las leyes físicas que hacían posibles nuevos tipos de mundos. Los dos grandes demonios volaron entre formaciones de estrellas que de momento eran más pequeñas que ellos, que ajustaban su tamaño, reduciéndolo a medida que se acercaban a sus respectivos destinos. Cada uno eligió un planeta adecuado de su propio dominio. Y los dos sacaron dichos planetas de los sistemas solares que los calentaban, pero no hubo ningún problema porque los planetas no se enfriaban; la fricción calentaba sus atmósferas a medida que se desplazaban por la superposición espacio disforme-espacio real semejante al éter. Pusieron los planetas uno casi al lado del otro y tendieron una larga lengua o carretera de una a otra superficie para que se unieran y soldaran. Este, pues, iba a ser el campo de batalla: un verde puente entre dos mundos, alumbrado por un cielo intenso, azotado por vientos cálidos, cruzado por interminables relámpagos.

Y en cada uno de los dos mundos casi estaban reunidas las huestes guerreras. Mandados por los príncipes demonios, su estandarte delantero portaba el Ojo de Tzeentch, ondeando al viento todos los emblemas mágicos, heredados por los Paladines del Caos, media población del mundo perteneciente al Chi’khami’tzann Tsunoi, armada y entrenada, transformada en sus papeles de guerra, avanzaba hacia el puente de batalla.

Mandada por los príncipes demonios, su estandarte delantero luciendo el emblema de las barras cruzadas de Khorne, banderas colmadas de cráneos chorreando sangre, heredadas por los Paladines del Caos, la mitad de la población del mundo perteneciente al Khak’akaoz’khyshk’akami, armada y entrenada, mulada o incluso mutilada en sus papeles de batalla, avanzaba hacia el mismo puente.

A gran altura, sentados en tronos flotantes de oro y plata, los grandes demonios dirigían el juego, comunicando sucesivas tácticas a sus respectivos capitanes.

Los millones de combatientes se encontraron al fin. En el primer momento parecía que no hubiera estrategia alguna. Las fuerzas se enzarzaron entre sí, los de atrás empujando a los que iban delante, de tal modo que en el apretujamiento medio millón de cada lado quedaron aprisionados hasta morir por los de su mismo lado. La carnicería de los esclavos de Tzeentch fue enorme, porque los reclutas de Khorne, acostumbrados desde su nacimiento a ver el asesinato enloquecido en masa como la forma más elevada de la realización humana, se lanzaron sobre ellos con feroz saña, aun a riesgo de matar a uno de los suyos con cada contragolpe de un hacha o de una espada.

El hocico del Devorador de Almas se llenaba de espuma mientras observaba la gran matanza. ¡En una hora murieron tres millones de enemigos! Por el luminoso y abrasador aire se propagó un clamoroso rugido de victoria inminente, que se sumó al sangriento hedor que impregnaba la atmósfera.

¡sangre para el dios de la sangre!

Entonces se desplegó la estrategia del Señor Emplumado. Su maniobra de entrada no había sido otra cosa que un sacrificio con el que intentaba que su oponente bajara la guardia. Ahora había dado órdenes estrictas a sus príncipes. Había situado sus fuerzas más disciplinadas en la retaguardia. Una vez desplegadas de forma divergente sus columnas, inició la maniobra, abriéndose paso por entre las muchedumbres enloquecidas que lo destrozaban todo. Ahora, la magia empezó a prevalecer sobre la fuerza bruta de la voluntad, las armas protegidas por conjuros sobre los guerreros ansiosos por matar. Las hordas de Khorne se fragmentaron, formando pequeños grupos, añadiendo su sangre a la sangre de los que ya habían convertido el jugoso verdor del puente interplanetario en una pegajosa ciénaga roja.

El Khak’akaoz’khyshk’akami desplegó sus alas, batiéndolas mientras sobrevolaba su trono y daba órdenes a sus mariscales. La rabia y la frustración lo habían convulsionado. El confuso clamor que le llegaba desde el campo de batalla era como un vino amargo que debía beber y que se le atragantaba. Si con ello no rompiera el acuerdo, se lanzaría a combatir y repartir golpes a diestro y siniestro aplastando a miles a los seres humanos, como monstruo titánico que era.

Su táctica de batalla surtió un efecto positivo. Las huestes del mundo Khorne —un luminoso y turbulento planeta, a diferencia de la brillante, deslumbrante y crepitante esfera bajo el dominio de Tzeentch— se recuperaron, consiguieron retirarse y de ese modo pudieron tomarse un respiro. Khorne también podía maniobrar, aunque con menos sutileza, en busca de sangre y calaveras blanquecinas si se veía amenazado por la derrota. Durante un momento, los dos ejércitos dieron vueltas uno alrededor del otro sobre la vasta planicie, como dos serpientes que se preparan para aparearse o para atacar. Después, con un alarido unánime, un rugido salvaje, las hordas de Khorne se lanzaron a la carga.

La acometida estaba diseñada para arrollar al enemigo de un solo golpe. El Señor Emplumado entreabrió el pico, y su larga y fina lengua quedó colgando, en un bostezo que no era de aburrimiento sino de pérdida de interés. Eso ya lo había previsto. Los seguidores y esclavos de Tzeentch estaban siendo presionados, cedían terreno, vertían sangre, perdían la carne a jirones y proferían roncos alaridos de agonía, mientras los huesos rotos y las armaduras salían disparadas en todas direcciones. Era imposible dar un paso sin tropezarse con miembros amputados y torsos eviscerados, por lo que los guerreros resbalaban y tropezaban con corazones arrancados e hígados y entrañas reventados.

Pero los cálculos del Señor Emplumado habían sido corregidos. Sus huestes habían absorbido el embate, y los dos ejércitos eran un revoltijo de combatientes que no hacía caso alguno ni a las órdenes de arriba, ni a las consignas que gritaban los generales del príncipe demonio. Podría pensarse que era la situación ideal para Khorne. Pero no era así; los preparativos de Chi’khami’tzann Tsunoi estaban completos. Las hordas de Khorne perdieron ímpetu, y no sólo eso, sino que en los primeros momentos de la segunda parte de la batalla, cuidadosamente elaborada por el Señor Emplumado, el Devorador de Almas había perdido más millones de los que había tenido noticia. Ahora estaba en inferioridad numérica. El Vigilante Señor de la Transformación se había aprovechado con éxito de la impetuosidad del otro.

Hasta aquel momento habían muerto unos cincuenta millones o más, de combatientes, dos tercios de los cuales correspondían a Khorne, y acabarían muriendo cien millones más. Lentamente, como una masa de amebas, el bamboleante y furioso conflicto avanzaba reptando hacia una de las cabeceras del puente interplanetario. No había manera de que se salvaran los que la habían alcanzado. Una vez que la masa en movimiento los empujó hasta el extremo, la gravedad que actuaba sobre el propio puente se desvaneció. Primero cayeron a miles al espacio y luego, a millones. Unos pocos, los que disponían de protección demoníaca, consiguieron permanecer vivos sin respirar; la inmensa mayoría se perdieron. Y antes o después, todos acabaron atraídos por uno u otro planeta, y convertidos en llamas al atravesar las respectivas atmósferas.

Pese a la aparente falta de control sobre la sangrienta lucha, la láctica del Señor Emplumado seguía dando sus frutos. El avance de la mortífera ciénaga había dado tal giro que ahora el mayor número de los que llegaban hasta el borde eran khornitas. Al fin, el KJiak’akaoz’khyshk’akami se dejó caer sobre su trono.

—Has ganado la partida —concedió con un estentóreo rugido—. Los infiernos armados son tuyos, y yo me uniré a ti en la que ahora será nuestra guerra.

»Deja que siga la matanza —prosiguió, señalando despectivamente hacia el puente planetario—. Mátalos a todos, que yo mismo castigaré a mis príncipes en nuestro reino del Caos por haber sido derrotados.

El Señor Emplumado emitió un suave graznido de satisfacción, en señal de asentimiento. Desde luego, no desveló su opinión de que la derrota de este Devorador de Sangre y Carne era un final anunciado. Con eso sólo hubiera logrado enfurecer al hijo de Khorne, cuyo rudo cerebro, en cualquier caso, habría sido incapaz de seguir semejante razonamiento indirecto.

El Devorador de Almas se había derrotado a sí mismo, sin saberlo. La perspectiva de una gran guerra contra el Imperio humano que, al fin, ganaría el Caos, había saboteado su estrategia en el juego de guerra. Había querido perder.

Una desfalleciente alegría se había apoderado del campo de batalla. En el curso de la lucha, los mundos enlazados habían rotado sobre su centro de gravedad común numerosas veces, y las huestes habían pasado varios días luchando ininterrumpidamente, sin dormir ni descansar. Los grandes demonios se fueron a través del espacio disforme, dejando el puente intacto. Los mundos enlazados girarían para siempre al unísono por el espacio infinito, como una mancuerna, calentados e iluminados mágicamente. Produciría el mismo efecto que colocar un palillo entre dos hormigueros. La mitad de la población de cada planeta seguía intacta. Mucho después de que hubiese concluido la batalla, aquellas poblaciones seguirían aventurándose a cruzar el puente para internarse unas en el territorio de otras, con lo cual se encontrarían la sed de guerra muy arraigada de Khorne con la magia y manejabilidad tradicionales de Tzeentch. Invasión y oposición a la invasión. La guerra sería permanente y no tendría fin.

Se alejaron volando a través de la región de la Puerta, batiendo sus alas sobre la disformidad. Encontraron su ruta, y se internaron profundamente en una omnipresente y tenebrosa oscuridad, un abismo estigio en el que los negros vapores tapaban la luz de todas las estrellas circundantes. Trazaron un círculo tras otro en una espiral envolvente, hasta que se hizo visible a lo lejos un débil resplandor rojizo. Los mundos forja infernales del Khak’akaoz’khyshk’akami se hicieron patentes. Eran mundos que, como muchos otros en la Puerta, o del Ojo del Terror, no habrían sido posibles en ninguna otra parte de la galaxia. Doce enormes pozos o embudos flotaban en el espacio, dispuestos radialmente como los radios de una rueda, con las bocas dirigidas hacia el centro. Cada pozo tenía el tamaño de un planeta: cinco mil millas de diámetro en la boca, quince mil millas de profundidad, extendido en la oscuridad. No los iluminaba ningún sol ni nebulosa alguna, pero no era necesario. La amarillenta boca de cada vasto pozo brillaba con un resplandor rojizo y lanzaba exhalaciones infernales, como humo en combustión.

Las escarpadas paredes exteriores de los pozos infernales parpadeaban débilmente en la oscuridad. Acercándose más a uno de los mundos infernales, se podía ver lo que parecían nubes de mosquitos o de polvo. Todavía más cerca, se veía que las bocas de los embudos exhalaban no precisamente humo espeso, sino armas. Miles de millones de armas, así como también armaduras. Espadas, martillos, lanzas, picas, guadañas de combate, carros blindados, vehículos blindados motorizados, bólters, lanzallamas, armas de plasma, artillería, naves espaciales, aeronaves de combate, todas las armas arcanas y semimágicas usadas dentro del Ojo del Terror, pistolas láser, puñales, misiles guiados por demonios, todos ellos volando a la deriva y esparciéndose en la oscuridad del espacio en tinieblas.

Eran los mundos forja del Khak’akaoz’khyshk’akami. Como correspondía a la crudeza del Devorador de Almas, producían, como si fueran salchichas, enormes cantidades de armamento sin mesura alguna, sin tener en cuenta las necesidades, la recogida ni la logística. Casi toda la producción salía al espacio y se perdía. Pero allí había mucho más en el caso de que hiciera falta.

El Khak’akaoz’khyshk’akami se agrandó y voló a cada uno de los doce embudos infernales que daban vueltas, golpeando su superficie con la parte plana de su espada y haciéndolos vibrar.

Vociferó un mensaje que se fue transmitiendo a través del espacio disforme, y su eco se repetía en cada interior semejante al Hades.

—¡esclavos! ¡condenados por toda la eternidad! ¡tenéis un nuevo amo! ¡soportad sus tormentos como habéis soportado los míos!

El Devorador de Almas estaba traspasando formalmente los mundos a su nuevo señor. Pero antes, el Gran Inventor tenía que inspeccionar su nueva propiedad. Ajustando su tamaño, voló hacia la boca del embudo más cercano.

En el interior se producía un estrechamiento y se reducía a lo lejos. Todo él estaba saturado por una cacofonía y un vivísimo resplandor, a los que se unía un hedor compuesto de humos sulfurosos y de sangre. Los millones de agotados trabajadores —o tal vez miles de millones, pues nadie los había contado nunca, ya que la persona no tenía valor alguno— trabajaban en la superficie interna entre humeantes mares y torrentes formados por sangre hirviente y sulfuro líquido. Los directores eran demonios y los conductores de esclavos, renegados del Caos. El Gran Inventor fue abordado por un príncipe demonio que se inclinó haciendo una gran reverencia, aunque era difícil que estuviera contento porque su señor y jefe lo hubiera abandonado y lo hubiera cedido al dominio de otro poder del Caos.

El príncipe se había despojado de su armadura del Caos. En este lugar no la necesitaba para luchar, y desnudo podía lucir mejor sus dones del Caos. Su grasienta y correosa piel relucía con el calor del horno. Su cabeza astada, en la que destacaban sus ojos tan rojos como la escena que le servía de fondo, lucía una nariz y una boca que se habían desarrollado simultáneamente en un único hocico, mientras que sus brazos, cada uno con dos codos para mayor agilidad, terminaban en zarpas como las de un oso, una de las cuales apretaba un látigo adornado con púas. Sus piernas eran de metal vivo, una auténtica mutación de adaptación para el supervisor de un mundo forja.

Abandonó el rostrum en el que se encontraba y mostró el camino hasta un carro aéreo.

—Permítame el honor, dignísimo señor, de mostrarle las instalaciones.

El Gran Inventor tuvo que encogerse todavía más para acomodarse en la adornada plataforma del carro, e incluso así hacía parecer pequeño al príncipe demonio que ordenó al vehículo —en un tiempo un ser vivo, ahora una máquina con forma de dragón— que se pusiera en movimiento. Volaron sobre el humeante paisaje, ignorando las zonas de trabajo repentinamente engullidas por ríos de lava, ignorando los gritos de los que se ahogaban en sulfuro líquido, o los desesperados aullidos de los que eran enviados a llenar tanques de metal licuado que recogían de los mares a altas temperaturas y que, en cambio, perdían el equilibrio y caían desde los promontorios que se desmoronaban, para acabar flotando en la destellante superficie como escoria carbonizada.

Descendieron al menos una docena de veces para mostrar al Señor Emplumado ejemplos de fundiciones, trenes de laminación, fabricas y talleres. Los esclavos desnudos —porque no se les permitía llevar ropas ni protección alguna— obedecían aterrorizados cuando aparecía el gran demonio. A veces el Señor Emplumado no se sentía complacido y ordenaba que se quemasen continentes enteros. Embargado por la embriaguez que esto le producía, el príncipe supervisor del mundo infernal mostraba con orgullo los pozos de castigo, a los que se mandaba a quienes no eran capaces de cumplir con sus cuotas de producción y allí eran sometidos a tormentos sin fin en enormes mazmorras de tortura donde los quemaban, los estiraban en el potro o les cortaban poco a poco los órganos internos. Allí permanecían entre lamentos, espantosos gritos, aullidos de dolor que resonaban entre las paredes de piedra.

—A ningún esclavo renuente se le permite morir hasta haberle sacado hasta el último aliento de agonía, Gloriosísimo y Noble entre los Nobles —le aseguró el príncipe demonio en un tono a la vez servil y jactancioso.

El Señor Emplumado clavó su dura mirada sobre el supervisor.

—Tú no te imaginas la clase de mazmorras, de artilugios y de instalaciones que tenemos en los cielos de Tzeentch para infligir tormentos sin fin a los que no nos sirven bien —dijo fríamente al príncipe demonio puesto a su disposición por Khorne.

Salió volando de la boca abierta del refulgente y rojizo pozo infernal y se metió en el siguiente, y así en todos los demás hasta terminar la inspección de los doce. Luego se reunió con el Khak’akaoz’khyshk’akami.

—Son adecuados; servirán. Y como vamos a ser compañeros de armas…

Éste era el momento que había estado esperando el Devorador de Almas. Miraba fijamente por debajo de sus pobladas cejas, intentando comprender conceptos que no le eran familiares.

—Dime por qué quieres estos mundos que me pertenecen. ¿Es cierto lo que me cuentas de que has encontrado una manera de crear materia?

—¡Es mi gran invención! ¿Acaso no soy el Gran Inventor?

El Chi’khami’tzann Tsunoi no pudo evitar mostrarse jactancioso. Se merecía bien el nombre que le habían dado sus compañeros demonios. Él, y sólo él, se iba a convertir en el favorito de los Dioses más encumbrados del Caos. El más favorecido de Tzeentch.

Su cuello estirado y su picuda cabeza adornada con la multicolor y vistosa cresta se movían a derecha e izquierda. Abrió el pico todo lo que pudo, levantándolo hacia los cielos. Su voz psíquica gritó lo suficiente como para que su eco atravesase la Puerta.

—¡puedo crear materia!

—Permíteme ver esa maravilla —dijo el Devorador de Almas, profiriendo un gruñido dubitativo.

El Señor Emplumado estiró una garra. Murmuró palabras de poder, de magia profunda. Su mente se quedó como el hielo, invocando los conjuros multiestratificados anidados e impresos en el espacio disforme, inasequibles a la comprensión de los mortales. Conjuros que se habían configurado a lo largo de miles de años.

—Cuando nos materializamos en el Materium, o incluso en la Puerta, debemos pedir materia prestada para hacerlo, y esto es duro —cloqueó suavemente—. Ahí están todas nuestras dificultades; por eso no podemos irrumpir en el Materium y moldearlo a nuestra voluntad. Pero la mía no es materia prestada; es algo nuevo.

En la garra del Señor Emplumado había aparecido una ondulada hoja dentada: una espada corta con uno de los sinuosos emblemas de Tzeentch estampado en su lateral. Brilló con un resplandor azulado con el impacto de la hiriente luz roja que provenía de los pozos infernales.

—Amanece una nueva era.

Retrajo su garra, dejando que el arma flotase en el espacio. El Devorador de Almas la cogió, la miró y la probó. En su cara lobuna apareció una mueca de asombro.

—Y ahora —prosiguió el Gran Inventor—. Me haré cargo de mis herramientas.

Hizo un signo envolvente y murmuró palabras de poder. Así ejerció su voluntad y los mundos forja infernales se subsumieron sin más en el espacio disforme.