8: Hablan los Altos Señores

8

HABLAN LOS ALTOS SEÑORES

Drang visitó los cuerpos de los Marines Espaciales vencidos.

No podía hacer más de lo que hacía cada día. Abajo, en las excavaciones más profundas de la base planetaria del Segmentum Obscuras, transitando los túneles más profundos, despidiendo al personal de confianza, al más juramentado y al más restringido, llegando hasta las cámaras de almacenamiento de las sagradas reliquias de aquellos a quienes, en sus pensamientos más íntimos, admiraba más que a nadie: los Marines Espaciales.

Había visto Marines Espaciales con anterioridad, pero muy pocas veces, y en raras ocasiones los había visto en acción. Había pasado su vida en la Flota, que proporcionaba transporte a los miles de millones de miembros de la Guardia Imperial. Los Capítulos del Adeptus Astartes, verdadero nombre oficial de los Marines Espaciales, contaban con sus propias naves para viajar de un mundo a otro.

Lo poco que había visto de ellos lo había dejado fascinado para toda la vida. Todos eran superhombres, como si pertenecieran a una raza diferente. Estaban mejor dotados biológicamente, tenían órganos extra, eran mucho más altos que los humanos corrientes y su vida se medía por siglos, por eso al compararse con ellos Drang se sentía disminuido.

El Imperio estaba constituido por alrededor de un millón de mundos. Y en total, sólo había alrededor de un millón de Marines Espaciales, organizados en unos mil Capítulos de mil guerreros cada uno. Tocaba a un solo Marine por planeta, pero era suficiente.

La Guardia Imperial mantenía la unidad del Imperio, pero era el Adeptus Astartes quien lo defendía contra sus enemigos.

Echó una rápida mirada a través de la pared transparente de la cámara de estasis. Muchos de los cuerpos estaban demasiado quemados y destrozados para poder ser reconocidos. Otros parecían trasuntar aún poder y fuerza, incluso en la muerte, sobre todo el Bibliotecario, que había sobrevivido durante un momento al ataque del Ojo del Terror. Drang podía ver los negros caparazones soldados a la caja torácica, lo cual les permitía funcionar en el vacío del espacio.

No olvidaba que estos superhombres habían sido vencidos por otros Marines Espaciales, por los Marines Espaciales del Caos. Además, esos Marines habían pertenecido a las Primeras Fundaciones.

Efectivamente, se confundían con la historia más remota del Imperio, cosa que pocos sabían. Como Comandante General de un Segmentum, uno de los únicos cinco, Drang había tenido acceso a muchos secretos. La Primera Fundación había producido guerreros todavía más resistentes que los actuales, pues sus genes seminales provenían directamente de los Primarcas originales, los progenitores creados en el laboratorio que habían dado origen a los Marines Espaciales pasados y presentes.

Eso había ocurrido hacía diez mil años y, sin embargo, los Marines Espaciales de la Primera Fundación seguían vivos en el Ojo del Terror, protegidos del paso del tiempo por la locura del Caos y por su poder para sustraerse a las leyes físicas.

Drang observó sus caras en la cámara de estasis, las de aquellos que no la habían perdido por una explosión o porque les hubieran cercenado la cabeza. ¡Qué caras! ¡Qué adustez! ¡Qué resistencia! ¡Qué arrojo!

De la garganta de Drang se escapó un ronco suspiro. «¡Me hubiera conformado con haber sido uno de vosotros!»

Volvió a pensar en aquellos Marines de la Primera Fundación, y en todo lo que habían logrado. La razón de que los capítulos actuales estuviesen constituidos por un número limitado de Marines obedecía al deseo de evitar que se volvieran contra el propio Imperio. La Primera Fundación había sido mucho más numerosa y estaba organizada en legiones. Inevitablemente, esto había conducido a una espantosa guerra civil en la que unas legiones lucharon contra otras, y acabaron desgarrando el Imperio.

«¿De qué otro modo podría haber ocurrido», pensó Drang. El Imperio era el ejemplo más acabado de organización a gran escala que había visto jamás la galaxia, gracias al Emperador. ¿Cuál era el objetivo de semejante organización, sino darle alguna utilidad? ¿Para qué las flotas de barcos de guerra y destructores, para qué los gigantescos ejércitos, para qué el mayor arsenal de armas jamás reunido si luego no se hacía nada con ello? La necesidad de provocar un conflicto a gran escala debía de haber sido irresistible.

Del mismo modo que lo había sido para él. Cuando habían llegado noticias desde el Ocularis Terribus de las naves de guerra que se estaban construyendo, y que constituían una fuerza lo suficientemente importante como para desafiar al Imperio, Drang se había alegrado.

Ésa era la verdadera razón por la que había tomado medidas para evitar que estas noticias llegasen a la Tierra. A lo largo de una década había mandado la Flota de Combate Obscurus, una época frustrante y tediosa en la que había actuado como transportista de las variadas hordas de la Guardia Imperial, se había enzarzado en ocasionales escaramuzas con todo tipo de extranjeros y había castigado a algún que otro mundo rebelde. «Y todo eso cuando tenía en sus manos todas las armas necesarias para una guerra devastadora.»

Drang temía que los Altos Señores pudieran apartarlo de su aventura. Que adoptaran una actitud de cautela, o diseñaran planes tortuosos, o cursaran órdenes a otras flotas de combate y ordenaran al Segmentan Obscurus que permaneciese como reserva, o que simplemente se negaran a aceptar los hallazgos de la nave invisible.

Había sido una apuesta por su parte, que había perdido. Drang no esperaba vivir lo suficiente para poder llevar a su flota a la batalla. Apartó su mirada de la cámara de estasis y echó hacia atrás la cabeza, casi como si realmente pudiera ver a través del techo del geométrico corredor. Lo cual, en cierto modo, podía hacer.

Estaba mirando a través de su monóculo implantado. Conocía los numerosos rumores que corrían acerca de dicha prótesis, pero nadie se había atrevido a preguntarle por ella. El mismo había asegurado que podía ver medio año luz hacia atrás a través del monóculo, «en tiempo presente, sin tener en cuenta el paso de la propia luz», y era cierto. Pero eso no era todo.

La verdadera historia de cómo había conseguido el monóculo no era tan azarosa como aseguraban algunos rumores, pero sí bastante misteriosa. El propio Drang desconocía su origen; se lo había vendido un mercader independiente que aseguraba haberlo obtenido en un mundo alienígena fuera del alcance del Astronomicón. Drang había pagado un elevado precio por él, pero el coste había sido mayor para el mercader, porque Drang era posesivo y no quería que nadie más en el Imperio tuviese un artilugio semejante. Por eso ordenó matar al mercader, a su familia y a todos sus socios. Luego se valió de la Inteligencia Naval para averiguar los movimientos pasados del mercader, ordenando la muerte de todos los que habían tenido tratos con él. La pista había conducido, desde luego, a los límites del Imperio, pero luego, de manera inesperada, se internaba en el propio Segmentum Obscurus de Drang, donde había acabado perdiéndose.

Nunca había descubierto todos los poderes del monóculo, pero sabía que podía ver el futuro.

También sabía que estaba establecido, que alguien se le acercara, alguien a quien él no sería capaz de detener pese a todas las medidas de seguridad que había adoptado. Y para mayor indignidad suya, era una mujer. Podía verla ahora como una forma oscura y cimbreante, como si estuviera al fondo de un túnel.

Sabía, además, que no tardaría mucho en aparecer, incluso podía ser aquel mismo día. La mayor parte de la noche la había pasado dándole vueltas a su anunciada condena, buscando una salida, pero el monóculo no le ofreció ninguna. Todo aquello le había producido una fría frustración, pero también la firme determinación de alcanzar primero la gloria.

«¡No, que no sea hoy! ¡Poderoso Emperador, dame la victoria!»

Pero en cualquier caso… Echó una rápida mirada a las caras deformadas de los Marines Espaciales muertos.

—Ten valor, Drang —se dijo a si mismo—. ¡Muere como han muerto ellos!

Sus botas resonaron en el suelo de metal cuando volvió sobre sus pasos. Al final del pasillo levantó una rechinante puerta de bronce y entró en un vehículo tubular. El transporte lo llevó velozmente a través de las tripas de la Base de Obscurus.

Finalmente, salió a una galería que daba a un techo de cristal, bajo el cual estaban, en cubículos individuales, todos los que había encarcelado como parte de sus medidas secretas: miembros del Adeptus Mecánicus, especialistas psíquicos, ordenadores cibermodificados, así como el personal auxiliar, incluso los proveedores, que constituían el equipo de evaluación.

Había guardias en la galería, a intervalos de unos cuarenta metros. Drang saludó a uno que estaba a su lado y se subió al podio. Todo lo que dijera desde allí sería transmitido a los prisioneros. Apretó los puños.

—¿QUIÉN DE VOSOTROS FUE? —rugió Drang.

Todos miraron hacia arriba, algunos con miedo, otros con curiosidad y otros con resignada paciencia. Los servidores del Imperio estaban acostumbrados al trato brusco.

A decir verdad, era improbable que cualquiera de ellos hubiera conseguido sacar información de la base. Tendría que haber estado descuidado Invisticone. A menos, a menos que se tratase de alguien del entorno de Drang; y en su mente empezaron a fraguarse planes de venganza.

Con un gesto de disgusto abandonó el podio y regresó al vehículo tubular. Minutos más tarde estaba en su despacho, donde se sentó para reconsiderar la situación. Estaba inquieto, porque no sabía en qué momento podía aparecer la asesina. Esperaba que perteneciera al Templo Callidus, un especialista en secretos y astucias.

¿Y si lograra defenderse y matar a la asesina, por improbable que pudiera parecer? Después de todo, había sido prevenido, lo cual, sin duda, constituía una ventaja. ¿Se opondría el Oficio Asesinorum a enviar a otro de sus adeptos? El maestre del templo no consideraría que se podía prescindir de sus servicios.

No, sería incapaz de hacer eso. Si lo que había oído era cierto, los asesinatos eran ordenados directamente por los Altos Señores. Una orden procedente de ese nivel no se podía anular.

Se oyó un sonido profundo, que lo sobresaltó. Era el comunicador de la puerta que le anunciaba que alguien deseaba entrar. ¿Por qué iba el asesino a llamar cortésmente a la puerta y esperar a que le dieran permiso para entrar antes de cometer el asesinato? ¡Qué idea tan descabellada! Aceptando lo absurdo del caso, Drang franqueó la entrada. La puerta se abrió con un zumbido y le permitió comprobar que era su ayudante, el capitán Jesa, que le llevaba el parte diario.

—Está bien, Jesa, y sea rápido, porque hoy estoy muy impaciente.

La puerta volvió a cerrarse con un ruido sordo.

—Cada cosa necesita su tiempo, señor —respondió el capitán Jesa educadamente.

Era tan insólito que su ayudante dijera eso —en realidad resultaba inapropiado— que Drang se quedó helado. De pronto se dio cuenta de que estaba a solas con Jesa. Podía hacer que los de seguridad irrumpieran en tromba en el despacho con sólo dar un grito o apretar un botón, incluso podía llenar la habitación de gas soporífero, pero sabía que nada de eso lo salvaría. No si se trataba de un asesino de Callidus.

Se puso de pie lentamente y, mientras lo hacía, el impecable uniforme negro del capitán Jesa se onduló hasta desaparecer y su cara empezó a derretirse. Ante el comandante Drang apareció entonces una atractiva jovencita, vestida con un ajustado traje negro que resaltaba sus formas. Ceñía su cintura con un cíngulo de asesino y su cabello era una masa compacta de oscuros rizos. En su rostro oval destacaban los ojos negros y aterciopelados. Parecía imposible que su vida estuviera dedicada a sembrar la muerte de mil maneras diferentes.

«Polimorfina.» La palabra asomó espontáneamente a los labios de Drang. También ésa era una especialidad de los asesinos de Callidus, que les permitía modificar y moldear sus formas físicas. Había adoptado la forma de Jesa, incluido su uniforme…

No, eso no tenía sentido… Drang estaba enfadado consigo mismo al reconocer que sus pensamientos se habían vuelto confusos con sólo enfrentarse a una muerte inminente.

—No soy polimorfina, mi señor comandante, sino algo mucho más sencillo —dijo ella con voz musical—. Soy una imagen holográfica, eso es todo, pero suficiente para un disfraz temporal.

Dio un golpecilo sobre el diminuto medallón que colgaba de su cuello, que no era otra cosa que un proyector holográfico.

—¿Qué ha sido del capitán Jesa?

—A veces hay que despejar el camino hacia el blanco —respondió ella, dirigiéndole una mirada de disculpa.

«¡Condenada! ¿Ha matado al pobre Jesa?». Le gustaba aquel hombre. Era su favorito entre los ayudantes que lo habían servido.

—¿A qué viene entonces tanta palabrería? —replicó Drang—. ¡Acabemos de una vez con esto!

—Si yo hubiera sido de Venenum o de Eversor, habría usted muerto tan pronto como crucé la puerta —respondió ella, dedicándole una sonrisa que podría haberse considerado amistosa—. He sido enviada por el Templo Callidus porque tenemos una misión especial que cumplir: vengarnos de los traidores.

»Ninguno de sus instrumentos de vigilancia y registro funciona —prosiguió, señalando a su alrededor con un gesto grácil—. Ninguno de los dispositivos de alerta o solicitud de auxilio está activado. Todos han sido neutralizados.

»Hay algo más que debe saber del Templo Callidus —continuó, volviéndose hacia él, y su voz se hizo firme y sentenciosa—. Un asesino de Callidus sólo puede matar a un traidor después de haberle explicado sus errores y delitos. Usted ha cometido un doble delito, porque ha ocultado al Imperio una amenaza del Senatorum Imperialis, y ha planeado operaciones militares a gran escala sin relación con el Senatorum imperialis. Por ambas traiciones debe morir.

Drang siguió hablando con voz estridente.

—¡Sé muy bien lo que he hecho y lo que he planeado —respondió Drang, con voz estridente—, pero estos procedimientos son fatigosos, por eso debería hacer lo que le han encomendado que hiciera!

—Lo acabo de hacer. Ahora debo darle el siguiente mensaje de los Altos Señores: en breve, su plan será aprobado y se ordenará el inicio de la campaña, pero no es el mejor momento para cambiar de comandantes. Por lo tanto usted. Comandante General Militar Drang, y el Comandante General Militar Invisticone saldrán hacia el Ocularis Terribus como comandantes de sus respectivas flotas. Sus respectivas ejecuciones quedan aplazadas hasta su regreso, y son asuntos sub-rosa que sólo ustedes deben conocer.

¡Dirigir una expedición militar con una condena a muerte pendiente! Drang experimentó una sombría satisfacción al pensarlo. Sus finos labios dibujaron una sonrisa placentera. Su única preocupación era que la asesina de Callidus pudiera interpretar ese gesto como un signo de alivio.

Pero ella no había terminado aún. Sus ojos se volvieron hacia las tallas de los Señores Comandantes Militares del pasado que decoraban los paneles de madera que revestían la habitación como una procesión de predecesores de Drang.

—Una cosa más, mi Señor Comandante. Si cumple satisfactoriamente con su deber y vuelve a verme, morirá con honor, y su nombre y su cara se añadirán al registro de honor del Segmentum Obscurus. Nunca se sabrá que murió a manos del Oficio Asesinorum. Pero si falla y escapa, aunque su campaña en Ocularis tenga éxito, no se le concederá honor alguno. Su nombre y su persona se expurgarán para siempre del Registro Imperial y las generaciones futuras no sabrán que ha existido. Déjeme decirle, también, que no conseguirá ocultarse de mí porque soy de Callidus, la espada de la venganza, y lo encontraré.

Sus labios se volvieron rojos y carnosos y esbozaron una sonrisa sensual, mientras que un ligero brillo iluminaba sus ojos. Drang vio que ella estaba deseando matarlo: un hombre de fina estampa, de noble cuna, bien situado en el Imperio, obstinado y valiente. ¿Qué asesino podría tener éxito si no sintiera placer con su trabajo? Ella era como una amante que le estaba prometiendo una cita futura.

—Morirá a causa de una aguja envenenada. Durante unos tres segundos sentirá un dolor intenso y luego se habrá acabado todo. Tome esto y llévelo siempre consigo.

Ella alargó la mano y en sus dedos cubiertos por un guante negro había una carta del Tarot del Emperador: la carta del asesino. Una esbelta figura que patea, golpea, corta, dispara, apuñala, un torbellino giratorio cuyas armas cambian constantemente.

Tocó el medallón colgado de su cuello, y en un abrir y cerrar de ojos volvió a adoptar la apariencia del capitán Jesa.

—¡Gracias, mi señor! —dijo la mujer con voz de barítono del capitán.

La puerta se abrió de pronto para volverse a cerrar. Drang salió tras ella, escrutando el pasillo en ambas direcciones, pero estaba vacío.

Irrumpió en la oficina de al lado, la de su ayudante, y también estaba vacía.

Ella había matado en alguna parte al eficiente capitán Jesa. Si es que lo había matado realmente, como decía. Pero no era improbable que hubiera mentido, porque no tenía necesidad de hacerlo. Era fácil entender su modus operandi. El eficiente capitán había muerto simplemente para anular la posibilidad de que estuviera en dos lugares al mismo tiempo.

El Señor Comandante volvió a su despacho y llamó a los oficiales de seguridad.

—Habla Drang. ¿Ha habido un fallo en la seguridad de mi oficina?

—No, mi señor —respondió la voz del servidor de vigilancia a través del receptor, tras una breve pausa.

—¿Quién ha entrado en mi oficina en los últimos diez minutos?

—En ese período sólo usted ha entrado en su oficina, mi señor.

—Rebobine los últimos diez minutos.

Se sentó para mirar la grabación y comprobó que la cámara sólo lo había grabado a él, sentado solo ante su escritorio y estudiando un informe sobre las maniobras recientes de la flota. Ni un alma había entrado.

Así pues, la joven de Callidus había sido capaz de anular los dispositivos electrónicos de su oficina y dejar una grabación limpia.

No era extraño. Si Drang no hubiera sido un Señor Comandante Militar, nunca hubiese tenido conocimiento de la existencia de la Oficina de los Asesinos. En cualquier sistema político, los mejores equipos se destinan a los organismos secretos del Estado y los mejores de todos iban a parar al Oficio Asesinorum.

La visita que el Comandante General Militar Invisticone recibió del Templo Callidus no tuvo el encanto y el romanticismo de la de Drang. La mañana de aquel día había presenciado el desfile de la nueva promoción de cadetes, emplumados oficiales, de la flota de Combate Pacificus, ninguno de los cuales tenía más de diecisiete años.

Por lo tanto, se sorprendió cuando uno de aquellos cadetes apareció aquella noche en sus habitaciones privadas, mientras veía por enésima vez «Imperium Commander», la obra más famosa del dramaturgo militar Willhelmis Swordkiller. Que el cadete hubiera atravesado su barrera de seguridad personal, con sus cinco niveles de profundidad, de aparatos y hombres, era bastante sorprendente, pero que el joven se hubiese presentado completamente desnudo, aún lo era mucho más.

Después de asegurarle que su visita no obedecía a motivos pasionales, el joven le transmitió el mismo mensaje que había recibido Drang. Al comparar al asesino de Callidus consigo mismo a la misma edad, Invisticone no pudo por menos que quedar impresionado. Apenas era más que un niño, pero con un aplomo, un conocimiento y una capacidad que eran más propios de un hombre con muchos años de experiencia a sus espaldas. Una ligera sonrisa iluminaba permanentemente la redonda cara del joven. Sabía lo qué debía hacer en cada momento como correspondía a alguien entrenado por el Oficio Asesinorum.

«¡Maldición, había sido Drang quien lo había metido en esto!»

Pero no había escapatoria e Investicone lo sabía muy bien. ¿Qué podía decir a este sonriente y desnudo joven con la sangre fría de un Marine Espacial?

Bueno, había una cosa…

—¿Se me podría conceder un último deseo cuando volvamos, joven? ¿La oportunidad de pelear con el Comandante General Militar Drang? Es un viejo amigo mío y me encantaría tener una oportunidad más para ensartarlo con mi espada.