7: Un deleite mortal

7

UN DELEITE MORTAL

Incluso en medio de un huracán, el deber de un timonel es hacer todo lo que está en sus manos. Pelor Calliden bajó la cápsula, apoyó las manos en los controles y enfocó toda su potencia psíquica hacia el ojo de disformidad.

Imperator, adjuva me —rogó, pero no consiguió encontrar el sentido de nada. Sólo estaba aquel denso mar verde, encrespado, salpicado de brillantes colores, en el que no conseguía ver nada y en cuya corriente la Estrella Errante era arrastrada como los restos de un naufragio. Todo lo que podía hacer era tratar de mantener la nave estable mientras iba a la deriva. A pesar de que las corrientes de disformidad no eran materiales en un sentido real, había oído de naves que habían entrado en barrena y habían sido destruidas por su propia fuerza centrífuga.

Y, a decir verdad, el campo de integridad inercial de la Estrella Errante, necesario en toda nave espacial para proteger a la tripulación y a los pasajeros de acelerones y cambios de dirección letales, estaba teniendo dificultades. Rugolo, sujeto al asiento del copiloto con los cinturones de seguridad, gritaba de rabia al verse arrojado de un lado a otro.

Presa del pánico, Calliden optó por salir del espacio disforme. Instantáneamente se oyó un claro crujido en el exterior del casco, y ambos fijaron sus ojos en la videopantalla externa.

Lo único que se veía era una especie de bruma o niebla de la cual surgían vagos retazos de luz. Rugolo dirigió su mirada al fabulador estelar, el aparato de navegación que debería indicarles su posición. Pero también este dispositivo estaba confundido y era no incapaz de reconocer nada en aquellas tinieblas. Su placa de significadores pasaba, una detrás de otra, una sucesión de identificaciones fallidas.

Se habían materializado dentro de la espesa nube de polvo del borde del Ojo. Ésa era la causa del crujido que oían. La loca velocidad de disformidad que llevaban se había transformado en una velocidad de espacio real, que era una fracción sólida de la velocidad de la luz. El polvo impactaba contra el casco y azotaba a la nave como si estuviera atravesando una tormenta de arena, frotando el revestimiento de adamantium, desgastándolo. Eran como balas de polvo cargadas de masa extra como consecuencia del efecto relativista, que se abrían camino a través del blindaje exterior ya de por sí desgastado y debilitado por el tiempo y el uso.

Sin dilación, Calliden volvió a entrar en el espacio disforme, concentrando toda su atención en mantener la estabilidad de la nave. Y fue entonces cuando descubrió otro fenómeno conocido de los navegantes, un fenómeno del que había oído hablar pero que nunca había experimentado: el momento aterrador en que «la alegoría», como se había llamado al medio del que se vale la mente de cada navegante para interpretar la disformidad, se hacía trizas y era reemplazada por otra cosa.

Su subconsciente ya no podía ver el espacio disforme como una selva pintoresca. La tormenta de disformidad había acabado con aquella imagen. Por un momento se quedó sobrecogido, sin nada a que agarrarse, nada que le permitiera un mínimo control sobre los movimientos de la Estrella Errante. La integridad inercial temblaba. Rugolo gritaba mientras la nave daba incesantes volteretas, a un ritmo que probablemente era de cientos o incluso miles de veces por segundo.

Calliden no oía los gritos de su amigo y tampoco tenía una conciencia real de la sensación de barrena. Era la primera vez que experimentaba para qué servía la cápsula. En realidad no era necesaria para pilotar ni para navegar, ambas cosas podían hacerse perfectamente sin ella. La cápsula había sido concebida sólo para proteger al navegante. Mientras la mente de Calliden luchaba denodadamente por resolver lo imposible, su cuerpo sufría convulsiones y se sacudía sin control de un lado para otro. Entonces la cápsula se ceñía aún más a su cuerpo y lo sujetaba con suavidad para evitar que los terribles espasmos de sus músculos le rompieran los huesos.

Por fin sucedió algo. Algo surgió entre aquel tumulto inaprehensible, algo que le permitiría, al menos en parte, recuperar el dominio. Figuras. Rostros. Un mar tridimensional de rostros, millones de ellos, grotescos, gesticulantes, humanos unos, semihumanos otros, algunos en los que se combinaban rasgos de diversas bestias, caras de todos los tamaños, algunas más grandes que la propia Estrella Errante.

Las caras se arremolinaban y pasaban, delineando el flujo desordenado del borde de la gran tormenta de disformidad conocida como el Ojo del Terror. Las caras cambiaban, se transformaban en una ingente multitud que era siempre la misma cara: la cara de su madre.

Esa cara se repetía millones de veces y a las caras se sumó el cuerpo de su madre, vestido con los atuendos que había usado en vida, y también desnuda. ¡Le sorprendió ver a su madre desnuda, contoneándose, jugueteando, danzando, gesticulando como si intentara seducirlo! Y entre esas madres que se duplicaban hasta el infinito se fueron abriendo camino, como haciendo presión desde algún sustrato fluido, demonios de aspecto terrorífico con los que su madre empezó a hacer innumerables gestos y actos obscenos mientras no dejaba de mirar a Calliden con gesto burlón.

Las entidades de la disformidad habían vuelvo a leer su mente. Una vez más estaban intentando aprovecharse de su inestabilidad emocional. Al principio funcionó. Durante un breve instante, Calliden cerró su ojo de disformidad angustiado, creyendo que realmente era su madre, multiplicada y reproducida en el infierno al que había sido condenada y en el que se vería obligada a copular con demonios por toda la eternidad. La nave entró otra vez en barrena y esto lo hizo reaccionar, darse cuenta de que lo que veía no eran más que imágenes surgidas de sus propias pesadillas. Se obligó a escrutar otra vez el espacio disforme, a hacer todo lo posible por estabilizar la nave.

Las innumerables figuras que se confundían unas con otras habían desaparecido. De repente, la turbulencia había cesado. La Estrella Errante seguía ahora una trayectoria estable. Calliden tuvo la sensación de que si saltaba del espacio disforme, se encontraría al otro lado del escudo de polvo que rodeaba a la tormenta de disformidad, transformando las estrellas que había en su interior tal como se veían a simple vista —por ejemplo, desde el planeta llamado Apex V— en una nebulosa.

Pero no lo hizo. Su subconsciente había renunciado a interpretar el espacio disforme mediante escenas alegóricas. La región descabellada contenida dentro del Ojo desafiaba esos ejercicios, En lugar de eso vio lo que le pareció un vasto universo de intrincadas curvas de cientos de colores que se entrelazaban por toda la negrura de la inmensidad. Pero esta inmensidad no se parecía en nada a lo que puede concebir una mente normal. Era una locura incomprensible.

Lanzó un penetrante chillido mientras su mente parecía a punto de estallar. Entonces, al borde ya de la desesperación, empezó a entender lo que le estaba pasando: ¡veía en ocho dimensiones!

Había sido sometido a ejercicios de entrenamiento como éste en la Schola Navigationis, a la expansión de la mente más allá del mundo tridimensional de la percepción sensorial ordinaria. Según se decía, sólo las personas con el gen del navegante podían conseguirlo, pero no en todos los casos.

Calliden estaba extasiado. Era como si su cerebro hubiera adoptado un nuevo modo de ver el reino espiritual, de ver el espacio disforme tal como es realmente. No se veían entidades de la disformidad. Todo era puramente abstracto. Una gran trama de fuerzas psíquico-espirituales.

Dispersas en la inmensidad, desvanecidas en distancias ingentes, había algo parecido a oscuras simas curvas, agujeros de existencia negativa. Comprendió que eran estrellas con sus sistemas planetarios, islas de materia rodeadas de pozos de gravedad, lugares a los cuales —al menos en la galaxia normal del exterior del Ojo del Terror— no llegaba la atracción del espacio disforme y los demonios no podían manifestarse directamente. Calliden no podía saber cómo eran aquí las cosas.

Torció la cabeza buscando otra cosa. Sí, allí estaba, filtrándose por el casos multidimensional, leve, levísima e intermitente, mucho más leve que las estrellas del Ojo vistas desde Apex V, pero visible al fin, tan sólo lo justo. Una luz blanca y pura, genuina y tranquilizadora, serena y santa. Allí estaba, incluso aquí… La luz sagrada del Emperador.

El Astronomicón. Calliden nunca había estado tan contento de verla. Mientras no la perdiese de vista, por leve que fuera su resplandor, no estaría perdido.

Luego, mirando al frente vio entre las curvas laberínticas un punto brillante de tonalidad perlada que viajaba delante de él. Conocía ese brillo. Era la señal emitida por los visores de disformidad vistos desde fuera. Casi con seguridad era la nave multicolor de Gundrum. Entusiasmado, transmitió a Rugolo la información.

—Esto nos da una oportunidad. Gundrum o su piloto deben saber cómo salir de aquí.

—¿Puedes retrasarte para que no nos vea? —preguntó Rugolo con voz ansiosa.

—No, somos impulsados hacia adelante.

Rugolo profirió un gruñido mientras miraba las pantallas. En ellas no se veía más que un vacío grisáceo. Para los escáneres, no había nada fuera de la nave, ni siquiera espacio.

—Es posible que no puedan vernos —murmuró—. Según Gundrum, no tiene un navegante. La que pilota es esa hermana suya.

—No me lo creo.

La nave de Gundrum parecía tan fuera de control como la Estrella Errante. Por lo general, era posible abandonar una corriente de disformidad y avanzar hacia un destino previsto. Que Calliden lo hubiera conseguido a los pocos días de recuperar su capacidad de navegación era algo para lo que difícilmente podía encontrar una explicación. Volvió a mirar aquellos trozos de inexistencia oscura que, en el espacio disforme, presagiaban la presencia de materia en el espacio real. Daba la impresión de que era posible viajar a cualquiera de ellos en línea recta, pero él sabía que esa impresión era ilusoria. En el espacio disforme no existía nada comparable a una «línea recta».

Por el momento, la Estrella Errante estaba apenas en el borde exterior de la gran tormenta de disformidad que era el gran Ojo del Terror, y era arrastrada por su periferia como una hoja atrapada en un torbellino. Y delante de ellos, la nave de Gundrum corría la misma suerte. Era probable que al adentrarse se encontraran más borrascas, más turbulencias irresistibles al cruzar de una corriente a otra. Pero Calliden no estaba pensando en eso. No quería aventurarse más adentro. Por el momento buscaba la forma, con o sin Astronomicón, de salir de allí.

Tenía que haber una manera, se decía una y otra vez. Gundrum lo había conseguido.

Frunció el ceño. Se veía surgir un pozo de inexistencia. Una isla de materialidad hacia la que los arrastraba la corriente. Pero algo iba mal. Mientras el gran resplandor de inexistencia los engullía… se desvaneció. En su lugar, apareció el resplandor de un sol blanco. Calliden miró las pantallas del detector: el entabulador de gravedad, el entabulador de radiación, la representación visual, todos ellos encuadrados en sus marcos ovales de bronce labrado. Se vislumbraba un sistema planetario. Cuatro mundos, uno próximo y otro acercándose. Calliden sacudió la cabeza. Con su ojo de disformidad aún podía seguir el rastro de la nave pintada. Era como si la corriente de disformidad fuera a aplastarla contra el planeta. ¡Y la Estrella Errante no tardaría en correr la misma suerte! No tenía sentido. La atracción del espacio disforme no debería funcionar tan adentro de un pozo de gravedad. Sin embargo, estaba claro que un torrente de disformidad tampoco debería fluir a través de él.

Rugolo no podía salir de su asombro.

—¿Seguimos dentro del espacio disforme o hemos salido de él? —preguntó a Calliden, volviéndose hacia él.

—Estamos y no estamos —musitó Calliden igualmente confundido—. No, no es así. ¡Estamos en el espacio disforme y también en el espacio real!

El pánico se hizo patente en la voz de Rugolo al captar las implicaciones de lo que estaba leyendo en los tabuladores.

—Si impactamos contra ese planeta… —dijo con voz ahogada—. ¡Salgamos de aquí, Pelor!

Calliden ya estaba luchando con los controles en un intento desesperado de modificar el curso, pero no servía de nada. Lo único que conseguiría sería lanzar la nave en una barrena que acabaría haciéndola trizas. Personalmente, prefería estrellarse contra el planeta a una velocidad que la convertiría instantáneamente, junto con sus tripulantes, en plasma. ¡Porque si se desintegraba antes la nave, los arrojaría vivos al espacio disforme y serían presa de los demonios!

—No puedo hacer nada —sollozó—. ¡Roguemos al Emperador! Reza por la salvación de tu alma.

Rugolo se desplomó presa de la desesperación. Calliden, por su parte, estaba demasiado desolado como para rezar. ¡Éste seria el final! Se maldijo por haber escuchado al Corsario, a alguien que llevaba estampada en la frente la señal del fracaso. Por miserable que hubiera sido su vida anterior, al menos estaba vivo.

Mientras estos pensamientos cruzaban su mente, notó que el entorno abierto a su ojo de disformidad empezaba a cambiar otra vez y se volvía aún más difícil de interpretar. ¡Se superponían el espacio disforme y el espacio real! ¡A las ocho dimensiones del espacio disforme se añadían las cuatro dimensiones —tres espaciales y una temporal— del espacio ordinario! ¡En total, doce dimensiones! ¡Imposible incluso para un navegante entrenado!

¿Podrían las entidades del espacio disforme entender un entorno semejante? De ser así, tenían poderes intelectuales muy superiores a los de los humanos. Era demasiado complicado como para que Calliden pudiera discernirlo. Gimoteó. Sus ojos giraban en las órbitas. Renunció a interpretarlo. El gran esquema semejante a una trama que lo rodeaba desapareció y en su lugar vio el sol blanco y abrasador que emitía sus rayos en un espacio extrañamente coloreado. Un oscuro espacio violáceo impactado por débiles franjas de luz se veía donde antes estaba el espacio negro como el ébano al que estaba acostumbrado y se hacía patente el planeta hacia el que se dirigían a velocidad de vértigo y que cada vez estaba más próximo.

¿Dónde estaba la nave de Gundrum? ¿Habría acabado ya todo para ella? ¡No, allí estaba! ¡Tan cerca que podrían haberla visto a simple vista! ¿Cómo habrían podido acortar la distancia que los separaba? ¿Cómo podría haber reducido la velocidad la otra nave, desafiando a la corriente de disformidad?

Calculó que les faltaba menos de un minuto para estrellarse contra el planeta y sólo se le ocurrió una cosa. Apagó el motor del espacio disforme en un intento de regresar al espacio real.

Una violenta sacudida los lanzó hacia adelante. A Rugolo se le cortó la respiración. Calliden rebotó dentro de su cápsula y sintió como un mazazo en la cabeza antes de perder el sentido.

Cuando volvió en sí, Rugolo estaba desplomado en su arnés, aturdido todavía. Un sonido sibilante e impetuoso llenaba la cabina, procedente del casco exterior. La Estrella Errante ya no estaba en el espacio. Navegaba por la atmósfera del planeta hacia el que había salido disparada, atravesando el aire sobre alas sólidas y estabilizada por el piloto automático.

Calliden estaba atónito. ¿Cómo podía haber desacelerado la nave hasta el punto de franquear la atmósfera en una distancia tan reducida? Debería de haber caído como un meteoro en llamas, impactando en la superficie en cuestión de segundos y creando un cráter de varias millas. Vio la nave de Gundrum navegando apaciblemente delante de ellos.

Calliden oyó algo que se removía a su lado. Rugolo empezaba a recuperarse. El mercader no tardó en comprender la nueva situación y ni siquiera se molestó en preguntar cómo había sucedido. Sus ojos chispearon al ver la nave multicolor de Gundrum.

—¡No los pierdas de vista! —dijo.

Calliden había desconectado el piloto automático y había vuelto a tomar los mandos. Redujo la velocidad al ver que la otra nave lo hacía. La nave de Gundrum bajó en picado y siguió planeando sobre el paisaje de tierra y mar que se veía a sus pies.

La atmósfera era curiosamente límpida. Casi no parecía aire, sino más bien un cristal transparente. No había nada parecido a una capa de nubes. La superficie brillante estaba completamente expuesta a la luz del sol.

Tanto la nave multicolor como la Estrella Errante volaban como naves atmosféricas en lugar de aterrizar directamente usando sus motores principales de espacio real. Ese era el procedimiento normal cuando una nave espacial de dimensiones moderadas entraba en una atmósfera planetaria en automático, como si el piloto estuviera inconsciente. Quienquiera que pilotara la nave de Gundrum, lo hacía de forma instintiva y entusiasta, casi imprudente. La nave serpenteaba y jugueteaba mientras se acercaba a la superficie. Calliden se preguntó si estaría tratando de burlar a sus perseguidores, pero no, eso sería imposible al no haber una capa de nubes. Él la siguió, con más cautela ya que, por extraño que parezca, tenía menos práctica en vuelo atmosférico que en navegación por el espacio disforme. Las dos naves se encontraron pronto sobrevolando a menos de media milla de altura de una superficie prácticamente plana. Daba la impresión de que el planeta carecía de montañas, colinas y valles. Era parcheado, agua y tierra se alternaban en franjas y arroyos. No había masas terrestres ni oceánicas definidas. Los colores eran pastel: azul, verde y rosa pálido. Desde aquí, a doscientas millas por debajo del manto de aire, el cielo se veía de un color azul profundo, difundiendo la luz del resplandeciente sol blanco. Todo presentaba un aspecto normal, un planeta habitable que podría haber despertado el interés del Imperio… si no estuviera dentro del Ojo del Terror.

A sus ojos se descubrió una extensa planicie tapizada por un manto verde. La nave de Gundrum había reducido la marcha hasta que sus alas apenas le proporcionaban sustentación suficiente para mantenerse en el aire. Un motor de maniobra despidió una luz blanca y caliente, tan brillante como la del sol que lucía sobre sus cabezas. Con una graciosa maniobra, la nave aterrizó.

No tenía sentido tratar de ser discreto. Era imposible ocultarse. Calliden realizó la misma maniobra y aterrizó apenas a medio kilómetro de distancia.

Ambos esperaron a ver lo que ocurría a continuación. Rugolo estaba tenso. Se sentía atrapado en su propia nave, donde un demonio se había introducido en sus sueños y había estado a punto de materializarse. Todavía le parecía oír su voz incitante llamándolo. No se le había pasado por alto que, a pesar de haber cambiado de idea, se seguía viendo obligado a continuar con su plan original de seguir a Gundrum, como arrastrado por el destino.

No se observaba ningún movimiento. Después de más de una hora, se abrió una escotilla en el casco de la nave multicolor y descolgaron una rampa.

Y eso fue todo. No salió nadie. Pasó otra hora y aparecieron dos carros, tirados por algún tipo de animales de carga, en el borde de la planicie, a la distancia, acompañados de una media docena de figuras humanoides. Mientras el grupo se iba aproximando lentamente a la nave pintada, pudieron ver que los carros iban cargados hasta los topes. A Rugolo se le iluminó la mirada.

—¡Mercancía! ¡Ésa debe ser la fuente de abastecimiento de Gundrum!

—¿Estás loco? —dijo Calliden enarcó las cejas en un gesto de incredulidad—. ¿Después de lo que te ha sucedido? ¿Cómo puedes pensar en otra cosa que no sea salir de aquí?

Rugolo no lo escuchaba. Conectó el amplificador de imagen, sobre todo para mirar el contenido de los carros, y luego desvió la vista sorprendido. Calliden siguió su mirada.

Los que avanzaban junto a los carros no eran… personas. Su forma era humanoide, pero no humana. La piel despedía destellos multicolores, como las escamas de los peces, y tenían unos miembros desmesuradamente cortos y fornidos. Sus rostros, si a algo se parecían, era a las ranas. No había en ellos nada, salvo que caminaban erectos y tenían cuatro miembros, que se pareciera, aunque sólo fuera vagamente, a los hombres.

—¡Alienígenas! —exclamó Calliden.

Rugolo pensó que tenía sentido. El Ojo del Terror databa sólo del vigésimo quinto milenio. Seguramente habría mundos habitados por alienígenas y también colonias humanas en la región cuando se desató la tormenta de disformidad. Y todavía estaban allí. Se mordió el labio inferior. Sin duda, Calliden era un ingenuo. Había sido educado en la idea de que los alienígenas eran malos, probablemente se habría sorprendido de haberse enterado de cuánta mercancía fabricada por alienígenas llevaban al Imperio los mercaderes independientes, eso por no hablar de los Corsarios.

—Bueno, una vez vendí una chuchería de origen alienígena a un inquisidor —admitió en voz alta—. Aunque no estoy muy seguro de que fuera un inquisidor.

Se levantó de su butaca.

—Quédate aquí —dijo saliendo de la cabina, y cuando volvió era evidente que había ido al armario de armas de la nave. Traía dos pequeñas pistolas láser, no de uso militar sino fabricadas para aplicaciones civiles, con empuñaduras de madreperla y cañones damasquinados. Le ofreció una a Calliden.

—Esconde ésta cerca de ti. Tiene una carga completa.

Calliden había salido de la cápsula del navegante y la había recogido. Miró el arma con empuñadura de madreperla sin tocarla.

—¿Qué estás planeando? ¿Matar a Gundrum para robarle su mercancía?

—No es mala idea, pero no es posible. ¿Qué pasaría si trataras de llevarnos de vuelta al Imperio?

—Eso tiene fácil respuesta. Hay una corriente de disformidad que atraviesa este sistema planetario, y estamos varados en su mismo centro. Si intento salir de aquí, la nave se hará pedazos.

—Exacto, pero Gundrum debe de conocer la manera de salir, o al menos su hermana la conoce… digas lo que digas, debe de ser una navegante. Tenemos que alcanzar un acuerdo con él. No tenemos elección.

—Aegelica no puede ser una navegante y al mismo tiempo hermana de Gundrum —respondió Calliden—. De ser así, Gundrum también sería navegante. De todos modos ella no puede serlo o yo lo sabría —hizo una pausa—. ¿Cómo es posible que confíes en Gundrum después de lo que te hizo? ¿Después de enviarte un demonio para que acabara contigo? Es probable que haya usado algún artefacto alienígena para ello.

Se produjo un silencio.

—En realidad no sabemos si lo ha hecho —dijo Rugolo, conciliador—. Puede que haya sido culpa mía, por usar la piedra de los sueños en el espacio disforme, tal como tú dijiste, cuando había demonios cerca. Tal vez las piedras sean inofensivas en otras partes.

La mente de Rugolo era un torbellino. El ataque del demonio quedaba relegado en su memoria como si no hubiera sido más que una pesadilla. ¡Su plan original estaba a punto de dar sus frutos!

Calliden profirió un suspiro de desesperación.

Los carros alienígenas se habían detenido a cierta distancia de la nave de Gundrum. Un grupo de gente descendió por la rampa: Gundrum, Aegelica, Foafoa y Kwyler. Rugolo ofreció otra vez la pistola láser a Calliden.

—Toma, es para tu protección.

Calliden aceptó el arma sin dar muestra alguna de entusiasmo. La examinó brevemente y la guardó en un bolsillo. Era ligera, diseñada para pasar desapercibida.

Abandonaron la cabina, descendieron por la escotilla y permanecieron a la sombra de las voluminosas alas mirando hacia la nave multicolor. Calliden, que ya había realizado el ritual de cierre de protección en la base de la Estrella Errante, entonaba nervioso una plegaria tras otra para alejar al mal, una letanía del navegante.

Rugolo echó una mirada al manto verde que cubría la planicie y al que él había tomado por alguna variedad de hierba o musgo de las que son comunes en muchos mundos. Ahora, al volverse para hablar con su socio, observó algo extraño. El aire parecía reverberar al menor movimiento, como si fuera líquido. Algo lo hizo mirar hacia arriba. Numerosas criaturas plateadas planeaban sobre su cabeza. No eran criaturas aladas como las aves o los murciélagos, sino que, a todos los efectos, eran peces que se desplazaban con movimientos ágiles y sinuosos moviendo sus aletas semitransparentes. En otras palabras, nadaban.

¿Cómo era posible que un pez nadara en el aire? Rugolo respiró profundamente e hizo un movimiento ondulante con la mano. A pesar de su extraña cualidad reverberante, el aire no parecía más denso que el que normalmente respiraban los seres humanos.

Calliden incrementó el ritmo de sus encantamientos cuando Rugolo le hizo observar los peces aéreos, haciendo el Signo del Emperador que sólo estaba permitido a los navegantes, lndudablemente estaba convencido de que el fenómeno no era natural. Rugolo buscó alguna explicación ajena a la magia. Pensó que, a lo mejor, las criaturas tenían vesículas llenas de un gas más ligero que el aire, que les permitiera flotar. Sin embargo, parecían demasiado pequeñas para que eso fuera posible y se movían con demasiada rapidez. Los pequeños movimientos que hacían sus aletas hubieran servido para impulsarlas en un medio líquido, pero no en la levedad del aire.

Estiró la mano para coger una que se acercaba, pero se escurrió y lo evitó describiendo un ángulo ascendente.

Volvió a centrar su atención en la escena que se desarrollaba junto a la nave de Gundrum. Las bestias de carga, animales de cuatro patas con rayas verdes y amarillas y con facciones semejantes a las de los gorilas, habían sido desenganchadas y los carros habían sido volcados sin ceremonia, derramando su contenido en el suelo formando dos montones. Los visitantes humanos habían empezado a elegir en las pilas de objetos, examinándolos uno tras otro.

Rugolo tocó a su compañero en el brazo para indicarle que lo siguiera. Al ver que se acercaban, Gundrum se enderezó.

—¡Por las raíces de mi deseo! ¡Mis buenos amigos, los mercaderes de los mundos conformes! ¡Sí, ya vimos que nos seguían! Pero ¿por qué? ¿Por qué? —Una extraña expresión airada se adueñó de sus facciones—. ¿Qué deseos irresistibles vienen dispuestos a satisfacer?

Todos los ojos, alienígenas y humanos, estaban ahora fijos en los dos intrusos. La mirada de Rugolo se paseó brevemente por los montones de mercancías que cubrían el manto verde del suelo. Casi nada de lo que allí había era reconocible.

—Así que ésta es la fuente de su mercancía —dijo.

—Oh, nooo… Nunca habíamos estado antes aquí. Nunca sabemos hacia donde vamos cuando nos internamos en el gran y glorioso Ojo del Placer… u Ojo del Terror, como lo llaman los cobardes. Vamos a donde nuestros señores nos guían.

—¿De modo que no saben cómo han llegado aquí? —preguntó Calliden, alarmado.

—Las raíces de mi deseo me trajeron hasta aquí. El delirante Señor de los Placeres fue quien me trajo hasta aquí. Los vientos del destino me trajeron hasta aquí. ¿No les he dicho que el espacio es diferente aquí, en la gran tormenta? Aquí no se vuela con instrumentos. No se vuela mirando lo que hay alrededor. Se guía uno por la fe. La fe en su deseo. Aquí, todo responde a eso. ¿No es así, mi pequeña y dulce hermana?

Gundrum rodeó con el brazo los hombros desnudos de Aegelica. Ella se estremeció con aparente placer, frunciendo la boca con coquetería.

—Oh sí, querido hermano —susurró con voz cálida.

Como si ella la hubiera provocado, una brisa cálida los rodeó, disipando el frío del aire. Calliden recordó el extraño comportamiento tanto de Gundrum como de la Estrella Errante, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.

¿Era posible que algún poder extraño —tal vez la propia disformidad, en cierto modo— respondiese a las emociones y deseos de un piloto? ¿Qué se eligiese el destino respondiendo a los deseos, tal vez incluso a los subconscientes, y lo transportase hasta allí?

La idea era a un tiempo siniestra y atractiva. Trazó en el aire otra señal protectora que hizo reír a Gundrum. Los alienígenas con cara de rana parpadearon.

Sin embargo, las palabras de Gundrum seguían rondando en la cabeza de Rugolo.

—Usted hizo una promesa, Gundrum. Espero que la cumpla.

Aegelica estaba frotando la espalda de su hermano.

—Hizo una promesa, Gundrum… pero ¿a quién? Pregúntale si usó la piedra de los sueños —se dirigió a Calliden—. Y tal vez sea usted el que está en deuda…

La palidez de Calliden se acentuó aún más. Creyó entender lo que quería decir Aegelica. Sin embargo, Rugolo lo interpretó de otra manera y empezó a hablar con enfado.

—¡Sí! ¡Algo no funcionaba bien en esa maldita piedra que me dio! ¡Estuvo a punto de matarme! —bajó el tono—. ¿Supongo que sabrá cómo volver a Calígula?

—¡Yo viajo con las raíces de mi deseo! —exclamó Gundrum, riéndose estentóreamente—. ¡Me dejo llevar por el capricho de los dioses! Usted, en cambio, fue arrastrado en mi estela y ahora es como el resto de un naufragio. Su única esperanza es aceptar a los grandes Señores Oscuros, a los Poderes Ruinosos.

El horror sobrecogió a Rugolo y a Calliden. Éste agarró con fuerza el brazo de Rugolo.

—¡Éste es un mundo descabellado, y he aquí a un demente que nos insta a abandonar al Emperador!

Kwyler, vestido ahora con una especie de jubón amplio, había estado rebuscando entre los artículos alienígenas. En aquel momento los miró brevemente, para volver a lo que estaba haciendo. Foafoa, en cambio, daba muestras de evidente agitación. Tenía los puños apretados y no dejaba de ir de un lado a otro.

—¡Mátalos, Gundrum! ¡Quieren hacerse con nuestro negocio! ¿Por qué nos han seguido, si no? ¡Mátalos ahora! —y dirigiéndose a Rugolo—: ¿No te advertí que te alejaras? ¡Ya me he topado antes con personas como tú!

Rugolo acercó la mano con un gesto involuntario a donde tenía escondida la pistola láser. Mientras esto ocurría, no le pasó desapercibido el número creciente de criaturas pisciformes que se arremolinaba en el aire sobre ellos. Era casi como si aquella reunión de humanos y alienígenas se estuviera produciendo en el fondo del océano, entre cardúmenes que iban y venían.

—¡Cuidado con lo que haces, amigo! —dijo Foafoa, observando su movimiento involuntario y agarrándolo por el brazo.

Canturreando y riendo para sus adentros, Gundrum había empezado a bailar una danza desarticulada. Aegelica emitió una risa electrizante mientras se adelantaba grácilmente, haciendo a un lado a Foafoa con sólo pasar la mano por su bíceps.

—¡Eres demasiado rudo, Foafoa! ¿A qué viene eso de querer matar a la gente rompiéndole los huesos, acuchillándola o disparándole? —su voz era cálida y acariciadora, y la mirada de sus ojos verdes se volvió hipnotizadora al fijarla en Rugolo con afecto y admiración—. ¡Foafoa, no tienes maneras! Venga aquí, amigo mío, permítame darle una bienvenida más adecuada.

Calliden se sintió indefenso, abrumado por el terror. Estaba seguro de que a su amigo le ocurriría algo horrible. Como en trance, observó que Aegelica se detenía ante Rugolo. Se contoneaba levemente y el mercader parecía completamente abstraído mientras observaba los movimientos de su cuerpo cimbreante. Los ojos de la mujer se abrieron como platos y adquirieron una lonalidad de verde aún más profunda.

Entonces, los más horribles presentimientos se hicieron realidad. El cuerpo de Aegelica cambió como el de una monstruosa orquídea a la que de repente le salieran nuevos brotes. Donde antes estaban sus delicadas manos aparecieron unas garras dentadas, como las de un cangrejo. Sus pies también se alargaron y adquirieron el aspecto de las patas de un águila gigantesca. De su boca salió una lengua larga y tubular y, lo más grotesco de todo, de su trasero firme y carnoso salió una cola larga y flexible rematada en aguzadas púas.

Lo sorprendente es que a Rugolo todo esto no parecía repelerle. Temblaba de excitación. Calliden echó mano a su arma, pero Foafoa, que estaba detrás de él, le sujetó los brazos con sus manos poderosas. Calliden podía oír su risita sibilante. Aegelica dio un paso, pavoneándose como un ave. Tendió sus terribles garras y cogió a Rugolo como si fuera un trozo de comida que estuviera a punto de despedazar. Pero el contacto de aquellas garras quitinosas y cortantes como cuchillas sólo le provocó un delirio de placer. Gimió y tendió una mano temblorosa, anhelando tocar el pecho de la mujer, cuya lengua, que era como un zarcillo hueco, se estiraba hacia la boca de Rugolo. Sujetándolo con una sola garra, liberó la otra y la usó para acariciar y excitar su cuerpo, haciéndole perder el control y desplomarse, mientras sus ojos giraban en sus cuencas y gimoteaba de placer.

Resultaba espantoso ver hasta qué punto aquel espectro aterrador seguía siendo Aegelica. En su rostro se reflejó un deleite salvaje mientras levantaba un pie, que no era precisamente humano, con un movimiento rápido y apoyaba la gran garra contra el vientre de Rugolo. Calliden se dio cuenta de que con un solo movimiento podía arrancarle las entrañas, y de que lo más probable es que ésa fuera su intención. Procuró en vano librarse de Foafoa, que le impedía alcanzar el arma que tenía en el bolsillo interior.

—¡Maynard, despierta! ¡Es un demonio! ¡Usa tu arma!

No sirvió de nada. Rugolo estaba en otro mundo, el placer le había hecho perder el control. Calliden abrió el ojo de disformidad, aunque estaba tapado con un pañuelo que se había atado antes de abandonar la nave, y empezó a entonar la fórmula de exorcismo que ya había utilizado. Inmediatamente, Foafoa le tapó la boca con una mano, manteniéndolo sujeto contra su cuerpo con la otra, de modo que de sus labios sólo salió un balbuceo sofocado.

Negándose a ver lo que estaba a punto de suceder, bajó la vista, y entonces descubrió algo inesperado. El viscoso verdor sobre el que estaban se volvió vacilante y desapareció como si se hubiera producido una repentina transformación química. Fue reemplazado por una superficie plana y brillante, casi incolora, como la superficie de una masa de agua inmóvil.

Calliden descubrió demasiado tarde que era agua. De repente se hundió en ella, lo mismo que Foafoa y todo el tinglado. Rugolo y la monstruosa Aegelica, Gundrum con sus cabriolas, Kwyler, Calliden sujeto por Foafoa, la nave espacial multicolor, los alienígenas, sus carros y animales y los montones de mercancías, todo se hundió como un masa de desperdicios en un estanque.

El agua se cerró sobre sus cabezas. Calliden sintió que Foafoa lo soltaba e intentó nadar hacia la superficie, pero no pudo. El agua parecía demasiado leve como para responder a sus brazadas y al movimiento de sus piernas. Se hundía irremisiblemente. Al mirar hacia arriba vio la superficie del «océano» cada vez más lejos y sintió el paralizante pánico de quien está a punto de ahogarse. Entonces sus pies tocaron la superficie. Con el corazón a punto de estallar miró a su alrededor y vio que la escena anterior se repetía casi exactamente igual en el fondo del océano.

Rugolo y Aegelica se habían separado. Al igual que Calliden, Rugolo contenía la respiración y forcejeaba. Los alienígenas mantenían la misma actitud pasiva de antes, sin inmutarse por lo que estaba sucediendo. Gundrum y su grupo, aunque decían ser forasteros en aquel lugar, movían sus cuerpos con un ritmo ondulante, como si disfrutaran, y tenían una expresión extraña en sus rostros.

El impacto producido no había levantado arena. La superficie sobre la que se apoyaban era firme y estaba cubierta de un manto formado por una especie de juncos sobre el que descansaba una nave espacial pintada. También había peces deslizándose de un lado a otro. El agua era límpida y transparente y la luz del sol penetraba sin dificultad. Calliden no pudo contener por más tiempo la respiración y, resignado a lo peor, abrió la boca.

Pero no salieron burbujas de su boca.

Por instinto ensanchó los pulmones. Sintió que el líquido le llenaba la boca, corría por la garganta y se infiltraba en sus pulmones. El agua no estaba fría, sólo agradablemente fresca, incluso Iría. Ya no se sentía sofocado. Dejó salir el agua de sus pulmones, volvió a inhalar y se encontró respirando normalmente, respirando agua.

Calliden movió la mano en el agua. Aunque no tenía exactamente la densidad que hubiera esperado, todavía ofrecía la resistencia al movimiento propia de un líquido. Aegelica daba volteretas, reía, balanceaba la cola de un lado al otro, mientras Gundrum continuaba con su peculiar danza descoyuntada sin dejar de reír.

—¿No lo había dicho yo? ¡En este lugar nada puede darse por sentado! ¡Estamos en un planeta donde el agua y el aire son lo mismo!

Calliden miró a su alrededor en busca de la Estrella Errante. Sí, allí estaba, a cierta distancia, también sobre el lecho marino. Supuso que tal vez fuera posible respirar agua si ésta tenía un alto contenido de oxígeno disuelto, pero eso no explicaba el hecho de que los peces nadaran en el aire ni que Gundrum pudiera hablar bajo el agua de forma tan clara en lugar de que las palabras salieran como una serie de burbujas.

¡O que la tierra los hubiera traicionado convirtiéndose de golpe en océano!

¡La tierra, el aire y el agua eran intercambiables!

Con elegancia y delicadeza, Aegelica apoyó sus pies sobre los ondulantes juncos verdes. Apartó a un pez de gran tamaño cubierto de escamas rojas iridiscentes que se interpuso en su camino y volvió a posar su mirada en Rugolo. Su voz parecía aun más cálida transmitida por el líquido elemento.

—El placer y el dolor son lo mismo. El dolor es placer; el placer es dolor… Ven, querido mío, mi amado Maynard. Es mi deseo darte placer hasta la muerte…

De pie, con el agua entrando y saliendo de sus pulmones, Rugolo esperaba impaciente, anhelando las caricias mortales de las garras de Aegelica. Calliden también miraba, sin pensar ya en rescatar a su amigo. En lugar de eso esperaba fervientemente, que después de haber llevado a Rugolo a una muerte atroz y al éxtasis supremo, hiciera lo mismo con él.

Rugolo perdió por completo la voluntad cuando Aegelica se apoderó de él. Con la flotabilidad que permitía el agua, no le costó trabajo levantarlo con una sola garra. La larga lengua tubular empezó a juguetear con la cara, el cuello y las orejas de Rugolo, cuyos audibles gemidos resultaba embarazoso escuchar.

Con la garra izquierda lo había cogido por debajo del brazo y ahora, con la que le quedaba libre, lo había enganchado por el muslo izquierdo. Suave y retozonamente empezó a flexionar ambas garras, doblándolo un poco. Se disponía a arrancarle la pierna izquierda.

—¡No!

Calliden salió de su trance descabellado y erótico. Introdujo la mano bajo su túnica negra, advirtiendo entonces que estaba empapada, y sacó la pistola láser. Calliden no estaba acostumbrado a manejar armas. Le llevó un momento o dos sujetar la empuñadura, quitar el seguro, apuntar y disparar.

El vapor formó burbujas en toda la trayectoria del rayo láser, que atravesó sibilante el agua. Pero no alcanzó a Aegelica. En su lugar, impactó contra un pez que estaba a casi un metro de distancia y que en aquel momento se interpuso entre ambos. El pez explotó cuando el agua contenida en su cuerpo se transformó en vapor. Fragmentos de carne, piel y huesos se diseminaron por el lecho marino.

Foafoa rugió de indignación. Dio la impresión de que no se movía, pero de repente apareció un arma en su mano, haciendo un gran ruido. Era una versión más corta de una espada sierra, un cuchillo sierra, del largo de una cuchilla de carnicero, y Calliden tuvo la sensación de sus dientes despedazándole la carne. Estaba aterrorizado. Giró en redondo para apuntarlo con su pistola láser, pero no consiguió disparar. El cuchillo sierra atravesó la pequeña pistola separando el cañón de la recámara, y arrancando casi el pulgar de Calliden al mismo tiempo.

Foafoa rió, moviendo el cuchillo con movimiento zigzagueante, amenazador, ante la cara de Calliden.

—¡Eso merece una muerte lenta, navegante!

En aquel momento, Calliden oyó un largo, persistente grito de agonía. No era un grito de placer, sino de toma de conciencia. Aegelica había empezado a desmembrar a Rugolo. En cuanto sintió que se descoyuntaban sus articulaciones, el mercader volvió a la realidad, pero, extrañamente, su grito se transformó en un sonido de agradecimiento cuando los poderes alucinatorios de Aegelica se apoderaron de él una vez más.

—¡Aegelica! ¡ya basta!

El grito surgió de detrás de ellos. Era la voz de Kwyler, que había dejado de rebuscar entre la mercancía alienígena y se había puesto de pie. De entre su ropa había sacado un arma mucho más voluminosa que la discreta pistolita de Calliden. El navegante no había visto nada igual. Tenía un cargador plano, un depósito cilíndrico de combustible y una bandolera además de la empuñadura, aunque Kwyler lo pasaba por alto y la manejaba como si fuese un arma de mano corriente.

Arrojado a un lado por Aegelica, Rugolo yacía retorciéndose y gimiendo. Con expresión triunfante, Aegelica se volvió hacia Kwyler, con sus ojos como platos mirándolo fijamente y sus miembros transformados abiertos como en actitud de bienvenida. Calliden no estaba seguro de haber identificado correctamente el arma de Kwyler hasta que despidió un relámpago vivido y una brillante gota de energía, más brillante que cualquier arma, y el agua hirvió con tal furia que la escena casi se oscureció hasta que las burbujas subieron flotando hasta la superficie. Era un rifle de fusión, conocido también como parrilla, mucho más terrible que cualquier lanzallamas común, que lanzaba una ráfaga de energía térmica submolecular a corta distancia.

Aegelica recibió de lleno la ráfaga. Al ser envuelta por ella profirió un alarido de soprano que se prolongó en un aria interminable, una celebración de dolor y deleite, de conmoción y gratitud. No debería haber estado en condiciones de emitir sonido alguno. Debería haber quedado instantáneamente reducida a cieno fundido y vapor humeante, pero cuando la escena se despejó, Aegelica seguía allí, no en su versión demoníaca con garras y patas de águila, sino en la de la mujer irresistiblemente atractiva que había sido antes.

—¡Auggg! —de su pecho y de su vientre salía humo al dispersarse la energía del rifle de fusión—. ¡Hazlo otra vez Kwyler!

Pero Kwyler ya estaba apuntando el rifle en otra dirección.

—Tira el cuchillo, Foafoa.

Apuntó el rifle alternativamente contra Foafoa y Gundrum. Este dejó de bailar. Los dos miraron el cañón del arma de fusión con temor. Al menos eso le permitió a Calliden llegar a una conclusión, la de que, a diferencia de Aegelica, ninguno de ellos era un demonio.

Foafoa no obedeció al pie de la letra la orden de Kwyler, pero con un movimiento de su muñeca, el cuchillo sierra desapareció silenciosamente bajo su ropa.

—¿Por mis raíces, qué es lo que te aflige, Kwyler? —preguntó Gundrum con voz lúgubre.

—Esto ya es más de lo que puedo soportar, Gundrum —dijo Kwyler con voz fatigada—. Estáis cada vez peor. Os voy a dejar y me voy a volver con éstos. Subid a la nave y marchaos, todos.

—¡Traidor! —dijo Foafoa con una mueca acompañada de un rugido.

Entonces ocurrieron dos cosas. El agua en la que estaban sumergidos empezó a arremolinarse, empujando a los cardúmenes de peces, y la parte posterior de la cabeza de Foafoa se distorsionó, hasta que apareció una cara, la cara que Rugolo había visto en el bar de Calígula y había tomado por una alucinación producida por aquel licor peculiar que Gundrum le había servido.

Ahora supo que estaba equivocado: era real.

La cara de nariz bulbosa, vieja y joven al mismo tiempo, buscó a Rugolo donde estaba tirado entre los juncos marinos, y sonó su voz aguda, estridente.

—¡Te dije que no vinieras! ¡Te lo dije! ¡Ahora estás atrapado! ¡Ahora perteneces al Caos!

—¡Oh, Kwyler —dijo Gundrum en el mismo tono apesadumbrado de antes y haciendo caso omiso de la horrible transformación, como si fuera perfectamente normal—, has cortado las raíces de tu deseo! ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Cómo vas a encontrar tus deleites efervescentes sin nuestra guía? ¡Estás perdido! ¡No más limonada para tu alma!

Con un repentino chapoteo, el agua respirable en la que estaban sumergidos desapareció. Por magia espontánea, los juncos se transformaron en el mismo cieno verdoso sobre el que antes habían estado los viajeros del espacio.

Calliden se encontró respirando aire una vez más, pero los peces seguían nadando a su alrededor.

La planicie no era como había sido antes. Ahora se mezclaban en ella zonas secas con corrientes que formaban meandros. La Estrella Errante estaba cerca.

Foafoa dirigió a Kwyler una mirada llena de odio. Parecía no tener conciencia de la segunda personalidad que se manifestaba desde el envés de su cabeza. Las exhortaciones de la cara que miraba hacia atrás subieron de tono y la cabeza de Foafoa empezó a hincharse, mientras la otra forma trataba de salir con inmenso esfuerzo. Aparecieron unos hombros, luego se liberaron dos pequeños brazos que hicieron fuerza hacia atrás contra los bordes del orificio que ahora se veía en el cráneo de Foafoa. Estaba surgiendo una forma humana completa. Pronto quedaron fuera el abdomen y las piernas. Un individuo completo, muy parecido a un bebé de un año, pero con una cara de adulto como la de un enano se deslizó por la espalda de Foafoa hasta quedar de pie sobre los juncos.

No era completamente independiente. Un cordón umbilical iba desde el ombligo del hombrecillo hasta el orificio de la cabeza de Foafoa. Después de tan horrible «nacimiento», el bebé enano se dirigió con andar inseguro hacia Rugolo mientras el cordón se alargaba manteniendo la grotesca conexión. Pronto la criatura estaba tratando de ayudar a Rugolo a ponerse de pie.

—¿Estás bien? —preguntó con tono preocupado—. ¿Puedes ponerte de pie?

Foafoa seguía comportándose como si no tuviera la menor conciencia de esta repulsiva extensión de su ser. Miró inquisitivamente a Gundrum y alzó las manos al cielo.

—¡Ven, mi querida y deleitosa hermana! Ven, mi ardiente y fiel compañera de viaje. ¡Vámonos de aquí!

Se volvió y se dirigió a la nave multicolor andando a saltitos. Aegelica, que había estado haciendo gestos incitantes a Calliden, lanzó algunos besos al aire y lo siguió. Junto a ella iba Foafoa, mientras el cordón umbilical se estiraba tras de sí.

Entonces, los alienígenas que hasta aquel momento habían permanecido inmóviles, y hasta sus animales que estaban echados ante los carros vacíos, cobraron vida y fueron presas del pánico. Salieron corriendo detrás de Aegelica, con sus brazos en actitud implorante, llamándola con voces guturales. Aegelica se volvió a mirarlos con desprecio, hizo un gesto de desdén con la mano y se dirigió a la nave.

Si su partida fue estrafalaria, mucho más lo fue la de Foafoa. Cuando estaba a punto de subir la rampa hasta la escotilla de la nave, el cordón umbilical alcanzó a su máxima extensión y de repente se contrajo. Foafoa sólo trastabilló levemente, pero el efecto sobre el bebé enano fue mucho más espectacular. Salió despedido por el aire y se estrelló contra el cráneo de Foafoa en el que desapareció engullido en unos pocos segundos. El agujero de la cabeza de Foafoa se había cerrado antes incluso de haber llegado a la escotilla, quedando la piel perfectamente lisa y restaurado el pelo crespo, de modo que no quedaba ninguna huella de la figura del enano.

Rugolo se puso de rodillas y empezó a farfullar palabras incoherentes. Tenía los ojos vidriosos y la cordura parecía haberlo abandonado por completo. Había sido atacado por demonios dos veces en el mismo día y su mente estaba desquiciada. El espectáculo también despertó a Calliden, sacándolo de la inercia que se había apoderado de él.

—¡Por lo más sagrado, esto no puede ser real! ¡No puede ser! —exclamó el navegante, elevando las manos al cielo abierto.

—Es real —respondió Kwyler lacónicamente, colocando de nuevo el rifle de fusión en su arnés—. Apártese, a menos que quiera que nos coja la contracorriente.

Su advertencia ayudó a devolver el sentido al navegante. A Rugolo era imposible despertarlo, se había retirado a algún infierno particular. Calliden lo obligó a ponerse de pie y lo arrastró, alejándolo de allí. Si la nave de Gundrum hubiera sido simplemente una nave de las que viajan de un planeta a otro, con un solo motor de reacción, nada podría haberlos salvado de la contracorriente cuando despegó. Pero no lo era. Como todas las demás naves interestelares, su masa estaba reducida por campos inerciales controlados. Un impulso extrañamente leve era suficiente para hacer que levantara vuelo de un planeta del tamaño de la Tierra. Chapoteando sobre el terreno húmedo, sintieron que una oleada de calor los golpeaba, mientras surgía un resplandor blanco de los dos tubos de escape de la nave. Aceleró, se convirtió en un punto y luego desapareció.

A aquellas alturas, Rugolo había dejado de farfullar y ahora canturreaba. Atravesaron una laguna somera para llegar a la Estrella Errante. De pronto, un ruido hizo que Calliden se volviera. Tras el rechazo de Aegelica, las criaturas con cara de rana se amontonaban unas sobre otras, asiéndose fuertemente entre sí hasta que fueron una masa informe. Daba la impresión de que eran presas de un frenesí de apareamiento. También las bestias atadas a los carros se excitaron, y echando atrás las cabezas lanzaban sonoros resoplidos.

El navegante desvió la mirada, conteniendo su repulsión. El y Kwyler lograron con dificultad subir a Rugolo hasta la cabina de control, donde lo tendieron en la litera. Calliden le preguntó cómo se encontraba, pero no obtuvo respuesta. Daba la impresión de que no sabía dónde estaba.

—Esto es lo que tiene de espantoso —dijo Kwyler con voz neutra—. Algunas personas no se rehacen jamás. Pierden la razón y jamás la recuperan. Es una suerte que no le pasara a usted. Necesitamos un navegante.

—¿Por qué nos ha ayudado? —preguntó Calliden, volviéndose hacia él—. ¿Qué es lo que quiere?

—Quiero salir de este lugar, salir del Ojo, y espero que a estas alturas, ustedes también —respondió Kwyler, mirándolo con amargura—. Serán unos tontos si no lo hacen. ¿Me llevarán con ustedes, verdad? Detesto quedarme varado en este lugar.

Hizo una pausa.

—En cuanto al motivo… debería haberme mantenido apartado de Gundrum desde el principio. Eso es todo.

Calliden le dirigió una mirada incrédula y luego fue hasta el armario, en el que estuvo rebuscando hasta que encontró el botiquín de Rugolo. No estaba muy bien provisto, pero encontró una pequeña caja de bálsamo calmante que, acompañado de las invocaciones adecuadas, a veces conseguía calmar el estrés mental. Aplicó una gruesa capa de crema sobre la frente de Rugolo y pronunció los conjuros apropiados. Pareció surtir algún efecto. Rugolo cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño.

—¿Qué fue eso… esa cosa que salió de la cabeza de aquel individuo? —preguntó el navegante a Kwyler.

—No es una cosa, es una persona. Su nombre es Gidane. Al principio formaba parte del grupo. Foafoa se estaba metiendo siempre con él, siempre lo dominaba, hasta que al final Gidane fue absorbido totalmente por él —se estremeció—. Ese es el tipo de cosas que pueden pasar en el Ojo. Gidane era mi amigo —concluyó a modo de explicación.

A Calliden le pareció tan repulsiva la explicación de Kwyler que ni siquiera pudo reaccionar ante ella. Era demasiado para su imaginación.

—Cuénteme algo sobre Aegelica —lo presionó—. Sé que es un demonio, pero ¿por qué Gundrum la llama hermana y ella a él hermano?

—La Aegelica original era hermana de Gundrum —respondió Kwyler—. El demonio la poseyó, aunque ella no se resistió demasiado. Aegelica sigue existiendo, creo, pero su personalidad está sepultada, subordinada a la del demonio. Hay muchas clases de demonios, pero éste es del tipo de los conocidos como diablillas, una hija de Slaanesh. De ahí el nuevo nombre de Aegelica, una pequeña broma por su parte.

—¿Slaanesh? ¿Qué es eso?

—¿De veras quiere saberlo? —respondió Kwyler, torciendo la boca—. Slaanesh es uno de los Señores del Caos. Sí, realmente hay dioses del Caos. ¿Le complace saberlo? ¡No debería ser así! Este es el dios de la decadencia y el placer desenfrenado. Sea lo que fuere, lo cierto es que las criaturas de este planeta le rinden culto. El poder de Slaanesh debe de haber conducido a Gundrum hasta aquí, a través de Aegelica, por supuesto. Ella hace de piloto, aunque, como ya se habrá dado cuenta, no es un navegante. No necesita serlo, aquí, en el Ojo. El espacio disforme es su entorno natural.

—¿Qué querían de ella los alienígenas?

Kwyler suspiró, como si tuviera que explicar las cosas a un niño retrasado.

—El precio que iban a pagar por las mercancías que ofrecían era que Aegelica los hiciera morir de placer, lo que casi le pasó a su amigo. Son hedonistas irrecuperables.

—¿Cómo lo sabe? Gundrum dijo que jamás habían estado en este planeta.

—Es obvio que son adoradores de Slaanesh —respondió Kwyler, molesto por la ignorancia de Calliden— y que saben que Aegelica es su diablilla. Una Fuente de Deleite Indescriptible. Una Fuente de Gozosa Degradación. Es posible que su amigo pueda entender esos títulos, después de lo que ha pasado.

—Pero los alienígenas ya sabían lo que quería Gundrum. Acudieron con sus carros cargados.

—Así es como funcionan las cosas en el Ojo la mayoría de las veces. Es inútil buscar explicaciones.

De la litera llegó un gemido. Rugolo se estaba despertando.

—¡Aegelica! ¡Aegelica!

—Todo está bien —dijo Calliden, acudiendo presuroso a su lado—. Se ha ido. No puede hacerte daño.

Rugolo levantó la cabeza de la cama. Tenía los ojos extraviados, como si estuviera luchando por volver a la realidad.

—¡Tú no lo entiendes! ¡Yo lo quería! ¡Quería que me hiciera aquello!

A Calliden se le revolvieron las tripas al recordar cómo, en contra de su voluntad, él mismo se había inflamado con el deseo de ser desmembrado por la mujer transformada en demonio.

Tirándose fuera de la litera, Rugolo les dio la espalda para ocultar su humillación. Al hacerlo, su mirada topó con la videopantalla del exterior. Los individuos con cara de rana habían terminado su acoplamiento masivo y permanecían entre las mercancías que habían quedado diseminadas por doquier. Entre ellas había docenas de cristales del tamaño aproximado de la cabeza de un hombre. Daba la impresión de que burbujeaban y chisporroteaban, como si estuvieran cargados de energía. Uno tras otro fueron estallando y desapareciendo con explosiones silenciosas, transformándose en un humo de color lechoso.

—Mercancías… podríamos sacar algo por ellas si las lleváramos de vuelta al Imperio —dijo Rugolo, reflejando la codicia en su mirada.

—Usted no tiene lo que los alienígenas quieren por ellas —respondió Kwyler lacónicamente.

—No hay que dar nada a los alienígenas, porque nada les debemos. Cogemos lo que queremos y ya está. Para eso tenemos armas —ésa era una lección que había aprendido en los viajes que había realizado con su padre, el Corsario.

—Olvídese de robarles —respondió Kwyler sin mostrarse impresionado—. Puede que no estén tan indefensos como parece, y ahora mismo se sienten frustrados y enfadados. Ahora nuestro problema es más acuciante: cómo salir del Ojo, y les aconsejo que pensemos en ello como algo urgente.

Rugolo ya no estaba seguro de querer abandonar el Ojo. Era un mundo fascinante, con placeres y nuevos modos de vida que ofrecer…

De repente, el borde de la franja de tierra donde estaban situados los alienígenas cedió. Los alienígenas, las mercancías y los carros se hundieron en el agua y desaparecieron de la vista.

—Bueno… podemos respirar bajo el agua…

—¡Despierta, Maynard! —gritó Calliden—. ¡No piensas cuerdamente! ¡Tienes la mente ofuscada!

—¡Pensar rectamente! —Rugolo sacudió la cabeza, como si quisiera apartar algo de su mente—. Olvidar a Aegelica. Demonios… —musitó para sí. Luego se volvió hacia Kwyler—. ¿Puede ayudarnos a salir?

—Para salir, utilizarán los mismos medios que para entrar —respondió Kwyler—. Ustedes entraron siguiendo a Gundrum, ¿no es así? Fueron arrastrados al espacio disforme por la estela de su nave, como él mismo dijo. Por lo general, eso no funciona en la disformidad, pero esto no es precisamente el Immaterium. Es también el Ojo, donde todo es movido por la fuerza del Caos.

»Por lo tanto, volveremos a hacer lo mismo. Seguir a Gundrum hasta que salga del Ojo. Aegelica siempre encuentra un camino de salida. Pueden arrastrarnos en su estela, como antes.

—¿Y si nos detectan? —preguntó Calliden.

—Gundrum no está interesado en usted. Para empezar, nunca tuvo intenciones de hacer negocios con usted. El hecho de darle aquella piedra fue lo que él llama una broma, y también una manera de ganarse el favor de sus amos, por supuesto, aunque eso es siempre algo incierto. Aparte de eso, no es especialmente vengativo.

—¿No es vengativo? —la voz de Rugolo era inexpresiva. Miró a Calliden—. No puedo tomar decisiones, Pelor. Estoy confundido. ¿Qué debemos hacer?

—En cualquier caso, tú no vas a tomar ninguna decisión, Maynard —respondió Calliden con firmeza—. No estás en condiciones de hacerlo. Nos vamos, nos vamos ahora mismo —echó una última mirada al paisaje de tierra y mar completamente llano. Un viento empezó a ondular la superficie de las aguas calmas que tenían debajo. Eso no le gustaba.

»Echate en la litera, Maynard —le ordenó—. El despegue puede resultarte un poco violento, pero podrás soportarlo.

Señaló a Kwyler el asiento del copiloto y él se puso ante los controles, desplegando la cápsula del navegante. Unos minutos después, una sibilante nube de vapor apareció donde había estado la laguna, condensándose y formando un banco de niebla, del cual, con los escapes todavía funcionando a tope, surgió la nave espacial y se elevó hacia el cielo.

Una vez fuera de la atmósfera, Calliden observó que el entorno seguía siendo tan extraño como antes. El espacio no era del todo negro. Tenía tonalidades azul oscuro, índigo, púrpura, violeta, que se movían como las aguas del océano cuando hay mar de fondo.

Los fabuladores no captaban el rastro de radiación de la nave multicolor. Calliden tiró de la palanca de disformidad. Se produjo la familiar sensación de sacudida al encenderse las pantallas, y la nave salió de la fase del espacio real… pero no se produjo una división propiamente dicha entre el espacio real y el espacio disforme del interior de la Gran Tormenta. La complejidad dodecadimensional de las dos esferas se extendía a su alrededor, confundiéndolo y llevándolo al borde de la locura. Sabía que tenía que simplificar su entorno mental para que el entramado cósmico se hiciera comprehensible. Al fin, gracias a un supremo acto de voluntad, consiguió «hacer caer» una dimensión tras otra hasta que, al menos hasta cierto punto, fue capaz de distinguir una dirección de otra.

Entonces pudo captar el rastro de la nave como una especie de barquilla alargada o túnel, un ángulo de las curvas abstractas que, en aquel momento, representaban para él el espacio disforme.

El torrente de disformidad ya se había apoderado de la Estrella Errante y la propulsaba a una velocidad enorme. La estrella que era el sol del mundo que acababan de abandonar ya había quedado muy atrás. Sólo tenía que dirigir la nave hacia la deformación en forma de túnel y así estaría seguro de mantenerse en la estela de Gundrum.

—¿Por qué es tan extraña la nave de Gundrum? —preguntó a Kwyler—. Esa forma tan rara, y sus colores. ¿También es de manufactura alienígena? ¿Eldar, tal vez?

Pensó que tenía la tersa terminación característica de los eldar, y además Gundrum había vendido un guardia espectral.

—No, es de fabricación imperial, por extraño que parezca, pero ha sufrido una profunda transformación. En su época presentaba un aspecto muy similar al de la suya, una chalana llena de óxido, si me permite la comparación. Hay que reconocer que su nave mercante no es precisamente el último modelo de fábrica. El Ojo es un lugar de cambios. La transformación de la nave de Gundrum se produjo en un par de minutos.

—¿Estaba usted allí? ¿Lo vio?

—Había por allí nubes iridiscentes —respondió Kwyler, haciendo un gesto de asentimiento—. No, no nubes exactamente, se parecían más a manchas de luces de colores. La nave atravesó una de ellas, y al salir estaba como la ve ahora. Por dentro también es preciosa, tiene el mobiliario totalmente modificado, pero mecánicamente no ha cambiado mucho.

A sus palabras les siguió un silencio reflexivo.

—En aquel momento ninguno de nosotros estaba a bordo —continuó—. Muchas veces me he preguntado qué habría sido de nosotros de haber estado dentro.

Se produjo otro silencio.

—Era un mundo Tzeentch —concluyó.

Nadie preguntó qué significaba Tzeentch.

Un punto reluciente apareció en la visión de disformidad de Calliden, la signatura de las pantallas de disformidad en acción. Era la nave sin nombre de Gundrum. Pensó en que si él podía verla, también Aegelica podía ver la Estrella Errante.

Luego, el punto desapareció. Segundos más tarde, sin advertencia alguna, se encontraron en medio de una turbulencia.

¡Había sido imposible evitarla! Rugolo y Kwyler gritaron cuando la nave entró en barrena, sobrepasando una vez más la capacidad de los estabilizadores inerciales. Calliden se sacudía en los arneses de su cápsula. Las señales incomprensibles y contradictorias que llegaban a su cerebro se traducían en ataques epilépticos, para eso estaba la cápsula.

¡Ni siquiera en los simuladores de entrenamiento había experimentado un caos de disformidad como aquél! Estaba deslumbrado, incapaz de hacer nada, atrapado en una especie de laberinto, jungla, madeja, sima, revoltijo, tumulto, fermento o pandemónium. ¡Un desorden total!

No sabía cuánto había durado. Nunca supo si había hecho algo para preservar la nave, o si había sobrevivido a la furiosa catarata por pura suerte. Lo cierto es que en algún momento la Estrella Errante salió disparada de la turbulencia como un pipa estrujada.

Antes de poder pasar revista, Calliden tuvo que estabilizar la nave. La corrección de una barrena en doce dimensiones era un problema ingente. Calliden hizo caso omiso de todas las preguntas y requerimientos de sus compañeros de viaje.

Después de una hora tuvo la sensación de haber hecho todo lo que podía. Sólo entonces se atrevió a pasar a lo que se entendía por espacio real en la región, fuera lo que fuese. Todo lo que sabía era que ya no había ni rastro de la nave espacial pintada, y que se habían adentrado aún más en el Ojo, mucho más. Por supuesto, la nave todavía estaba a merced de la tormenta, arrastrada junto con el gran movimiento circular que abarcaba en su extensión miles de mundos, como una mano demoníaca que encerrase un universo de bolsillo.

Para orientarse, Calliden tiró hacia atrás de la palanca de disformidad.

Esta vez la transición fue más suave, el tirón más leve. Los tres ocupantes de la Estrella Errante miraron la escena a través del visor externo.

Ante sus ojos se desplegó un espectáculo espléndido.

Durante sus miles de años de existencia, la tormenta de disformidad no sólo había configurado toda la vida psíquica que había en su interior, sino que también había capturado a las propias estrellas y las había agrupado en nuevas formaciones. Se encontraron con un enorme espectáculo de galaxias y torrentes de estrellas intercalados con enormes nubes de polvo y de gas.

El propio espacio emitía destellos multicolores. ¡Los colores de la disformidad!

Calliden podía ver algo que no estaba al alcance de los demás. Aunque ahora miraba con sus ojos «normales», su ojo de disformidad seguía abierto. En el espacio real no hubiera añadido mucho a su percepción, pero aquí… caras. Caras que aparecían y desaparecían. Caras espantosas.

Se quedó perplejo. ¿Cómo podía haber caras a una distancia de decenas o centenas de años luz?

Con todo, no fue eso lo que más lo asustó, ni eso ni el hecho de haber perdido de vista a Gundrum. Salió con dificultad de su cápsula y, tras abandonar el asiento del piloto, tendió los brazos hacia Rugolo con una expresión de espanto en su cara.

—¡Maynard! ¡Estamos perdidos! ¡Nunca saldremos de aquí! ¡No puedo verlo! ¡No puedo ver el Astronomicón!