6
LA PRIMERA SANGRE
La visita del Comandante General Militar Drang al Segmentum Pacificus no se parecía en nada a conferenciar con sus propios almirantes. Aquí no era un Potens Maxinms, sino un hermano comandante del que se esperaba el puntilloso protocolo digno de un huésped al que se rinden honores. Su séquito, formado por doscientas personas —sin contar los servidores, los holómatas y los lexómatas, que le había asignado con carácter permanente el Adeptus Mecánicus—, fue transportado en una rápida gabarra espacial escoltada por una flotilla de cruceros.
Había aquí toda una batería de adeptos: un inquisidor del Ordo Malleus que se había pasado tres días en el casco convertido en osario de la nave invisible sondeando las resonancias psíquicas todavía débilmente detectables en el revestimiento de adamantium; todo un equipo de analistas dirigidos por un Magos Logis, que había estudiado detenidamente cada palabra del informe del Epistolario Merschturmer, así como registros visuales y auditivos acumulados a bordo durante el ataque en el Ojo y, asimismo, un equipo de analistas militares que había evaluado tanto la amenaza como la forma de hacerle frente.
Como una misión diplomática, la flotilla descendió a través del interminable panorama de muelles e instalaciones situados en la órbita de Hidrafur, un montaje rematado como una catedral que hacía que el propio planeta, situado dos mil millas por debajo, pareciese pequeño en comparación. Se trataba de la base de la Flota de Combate Pacificus que, aunque no tenía la escala de la propia base de la Flota de Combate de Drang en Obscurus, tenía unas dimensiones asombrosas. Era una de las inversiones más importantes del Imperio y se componía de un cinturón de acero y adamantium de miles de millones de toneladas de peso. La flotilla siguió avanzando, surgiendo del borde interior del titánico anillo y descendiendo sobre Hidrafur. Los cruceros flotaban fuera de la atmósfera, mientras la rápida barcaza de mando seguía sola y se internaba en la envoltura de aire. De repente se vio debajo la superficie del planeta, y la grandiosidad de la base se reveló en toda su magnitud. Continentes enteros sembrados completamente de edificios, enormes hangares de reparación, forjas, catedrales cuyas agujas intrincadamente decoradas se abrían camino entre las nubes, mientras que en los océanos flotaban también gigantescas bases para el servicio de la flota.
La barcaza atravesó la capa de nubes hasta llegar a una extensión de cemento reforzado con adamantium. Las planchas de adamantium se separaron como montañas en movimiento. Con suavidad, la barcaza de Drang descendió hasta el reducto planetario subterráneo de la flota de Drang.
El Comandante General Militar Invisticone había respondido a la visita reuniendo equipos analíticos propios que ahora participarían en el debate, cuando no encarnizada discusión, con los que había llevado consigo Drang. Vestido con el magnífico traje ceremonial completo, en el que no faltaban ni la resplandeciente diadema, ni el alto cuello rígido sobre el cual su cabeza parecía flotar, ni la túnica hasta la rodilla tachonada de banderas ¡cónicas y condecoraciones que se le habían concedido en nombre del Emperador, se mostró cordial una vez terminada la letanía ceremonial.
—Es un gran placer verlo, comandante. Esto me recuerda viejos tiempos.
—También lo es para mí, comandante —respondió Drang con una levísima sonrisa al captar el doble significado de las palabras de bienvenida de Invisticone.
El Comandante General Militar del Segmentum Pacificus no tenía el gesto adusto que daba a Drang su monóculo. Su rostro era risueño y afable. También estaba cruzado por cicatrices. Algunas las había pintado con tinte rojo, y la mayor de todas, un surco que atravesaba su mejilla izquierda, estaba destacada con diminutos rubíes.
Aquella cicatriz se la había hecho Drang cuando ambos eran oficiales. Las relaciones entre ellos no siempre habían sido amistosas.
—¿De modo que está convencido de la necesidad de una acción?
—Oh, sí —confirmó Invisticone—. Lo he estado desde el principio.
En la profundidad del reducto, los dos estaban sentados compartiendo un banquete con tres representantes del séquito de Drang y media docena de almirantes de Invisticone.
La mesa del banquete estaba situada en una galería bajo una bóveda de cañón que cubría la gran sala a la que daba la galería, en aquella sala los equipos visitantes y residentes de asesores estaban sentados en grupos de dos, estudiando detenidamente los visores que parpadeaban levemente, y producían un murmullo bisbiseante de discusión. Esta era una de las salas más antiguas de la Base Pacificus, adornada con antiguos estandartes, bordeada por aflautadas columnas de piedra y pavimentada con losas desgastadas. Su antigüedad hacía que el propio aire estuviera cargado de humedad. Las lámparas parpadeaban, las válvulas envejecidas rechinaban y desde algún lugar llegaba el zumbido de los relés de energía.
Invisticone comía con fruición, mirando de reojo a Drang que rechazaba plato tras plato y consumía estoicamente una pequeña cantidad de comida apenas aderezada, que acompañaba con una copa diminuta de un licor tan exótico y costoso que una sola botella costaba lo que podía ganar un trabajador industrial en toda su vida. Era evidente que Drang no había modificado su austera naturaleza desde que Invisticone lo había conocido en su juventud. El único placer que se permitía, al parecer, era el cuenco de hierbas, cuya aromática fragancia inhalaba profundamente de vez en cuando. Lo más probable es que fuera adicto, se dijo Invisticone, aunque tal vez ni él mismo lo supiera.
—Sólo hay una cosa que me intriga, señor comandante —prosiguió Invisticone en un tono de cortés ironía—. Esta cuestión ¿tiene que ser bermellon? Tengo la impresión de que no ha informado a la Tierra de los hallazgos realizados por la nave invisible, ni de sus intenciones.
Drang dejó el cuenco de oro labrado en el que humeaban las hierbas y dirigió una furiosa mirada a su colega, despidiendo destellos con su monóculo de manufactura alienígena.
—¿Y por qué debería informar a la Tierra? —dijo desafiante—. ¿No está usted rabiando acaso por su cuota de gloria? ¿No estamos investidos de un poder incalculable? ¿Qué necesidad hay de molestar a los Altos Señores, y menos aún de humillarnos y rogar al Adeptus Terra como si entre los dos no pudiéramos ocuparnos de estos asuntos? No creo que nos lo agradecieran si lo hiciéramos, en realidad pondrían en duda nuestro valor y nuestra iniciativa. Oh, no, ésta es una cuestión de la Armada. ¿Lo que tengo previsto es un golpe quirúrgico, dirigido únicamente por nosotros. ¿Acaso los comandantes de la Guardia Imperial nos piden que hagamos su trabajo?
Hizo una pausa para tomar aliento. Había preparado este discurso en previsión de las dudas de Invisticone.
—Lo he invitado a participar en esta campaña movido por nuestra amistad, suponiendo que se sentiría honrado y ansioso por tomar parte en ella. Pero también, tras una evaluación realista de la amenaza. Pacificus y Obscurus son suficientes. Si se negara, Obscurus solo llevaría todo el peso de la operación y saldría victorioso.
—Ah, ya entiendo —respondió Invisticone con sarcasmo—. Quiere darse a conocer como el salvador del Imperio.
—Junto con usted, hermano comandante.
—Por supuesto. Actuar solo sería correr el riesgo de dejar exangües los recursos de Obscurus.
—Entonces compartimos los mismos intereses. Servimos al Imperio, servimos al todopoderoso Emperador y además conseguimos gloria.
Invisticone bebió un sorbo de su copa, consciente de que sus almirantes estaban escuchando con la máxima atención.
—Algunos dirían que es una traición mantener esto en secreto. ¿Ocultar algo al Emperador?
—No es un secreto y no ocultamos nada al Emperador —dijo Drang con tono resuelto—. El Emperador lo sabe todo, pero Él ya no habla. Lleva mucho tiempo sin hablar. Los Altos Señores de la Tierra no pueden solucionar todas las emergencias locales. Esperarlos sería pecar de debilidad, descuidar nuestro deber, y nuestro deber es actuar. ¡Debemos actuar! ¡Y debemos hacerlo ahora!
Un largo y embarazoso silencio siguió a estas palabras hasta que Drang volvió a romperlo en un tono diferente, más grave, que los sorprendió a todos.
—En cualquier caso, los tiránidos serán los que resuelvan todo en última instancia.
—¿Qué quiere decir con eso, hermano comandante? Los tiránidos son impresionantes, pero ya nos hemos ocupado antes de ellos.
—Sí, derrotamos a la Flota Enjambre Behemoth —concedió Drang—, pero no sin dificultad. Y luego apareció la Flota Enjambre Kraken. ¿Ha pensado en ello, comandante? Cada flota enjambre tiránida consta de millones de naves. ¿Y si Behemoth y Kraken fueran sólo las primeras de una multitud de flotas que a su vez se contaran por millones y que incluso ahora estuvieran avanzando hacia nuestra galaxia? La prodigalidad de la naturaleza alcanza sus proporciones más monstruosas en lo tiránido. Nada de lo que el Imperio pueda hacer podría detener a una horda semejante. Arrasarían toda una galaxia y no dejarían el menor vestigio de vida. Hasta el reino del Caos desaparecería. El enjambre tiránido tiene mente, pero no alma. Carece de un complemento espiritual. Cuando una flota tiránida avanza por el espacio disforme, es como un muro que va arrasando todo lo que encuentra a su paso. Una superflota tiránida como la que acabo de describir bastaría para extinguir a los malditos Dioses del Caos y a todos sus súbditos.
—Está pintando un panorama muy desolador —murmuró Invisticone. Recordaba que el Capítulo de Ultramarines del Adeptas Astartes había capturado una nave tiránida de Behemoth intacta y de su estudio habían obtenido muchos datos. Era evidente que los tiránidos no eran de esta galaxia. Venían de lugares muy remotos y, por lo que se sabía, siempre habían estado migrando en el espacio. ¿Tal vez dejando un gran reguero de galaxias desprovistas de vida por dondequiera que pasaban?
¿Y quién podía decir que había sólo una superflota como la que Drang acabada de describir de forma tan gráfica? No era descabellado que hubiera un número extraordinario de ellas. Los tiránidos podrían ser la forma última de vida en el universo, dependiendo de la propia infinitud para sustentar su existencia eterna. Cada una de las galaxias destruidas que dejaban tras de sí podía recuperarse en algunos miles de millones de años y volver a producir vida, lista para ser segada por otra superflota tiránida.
Los propios tiránidos podían ser infinitos en número. Ante una visión como ésta, toda la especie humana, incluido el propio Emperador, estaba indefensa y era insignificante. ¡Esa idea era una traición, sin duda!
Invisticone esbozó una sonrisa. La profundidad del derrotismo de Drang sólo podía significar una cosa: que estaba perdiendo su dominio. La pesadilla que describía, aunque posible en teoría, sólo existía en su imaginación.
Además, expresar pensamientos tan derrotistas de manera tan abierta era como sellar su destino. El brazo de la Inquisición era largo, y tarde o temprano lo sabía todo. Cualquier día, el Comandante General Militar Drang se enfrentaría a la posibilidad de ser arrestado y ejecutado.
Nada tuvo de sorprendente, pues, que se recuperase de inmediato y arguyese el argumento contrario.
—Pero si esto fuera cierto, el Emperador lo sabría. Por lo tanto, podemos confiar plenamente en que no es cierto.
—Debemos ejercitar nuestras mentes y sopesarlo todo —concedió Invisticone, haciendo un gesto de asentimiento, dispuesto a echarle un cable a Drang—, aunque sólo sea para descartarlo por falso, como usted dice. Bueno, basta ya de eso, hermano comandante —echó una mirada al acalorado debate que tenía lugar en el salón—. Suponiendo que esos expertos a los que hemos reunido puedan llegar a un acuerdo, accederé a tomar parte en la campaña, pero sólo si informamos al Adeptus Terra de nuestras intenciones y esperamos la respuesta de los Altos Señores.
Estas palabras exasperaron a Drang. Había confiado en que su retórica hubiera convencido a Invisticone de lo contrario.
—¿Y si ellos se demoran, no están de acuerdo y ordenan una investigación más minuciosa? —Dio un bufido—. Debemos usar nuestra inteligencia, de lo contrario no somos dignos de nuestra jerarquía. Comandante, no puedo exigir y no suplicaré, pero…
—Entonces, zanjémoslo a la antigua usanza, amigo mío —lo interrumpió Invisticone, esbozando una sonrisa.
El Comandante General Militar Drang comprendió la verdadera razón de la objeción de su hermano comandante. Invisticone se acariciaba la cicatriz orlada de rubíes de su mejilla izquierda.
Después de tanto tiempo seguía esperando una oportunidad para el desquite.
Drang ya no lucía las cicatrices de sus duelos. Se las había hecho quitar y ahora su piel estaba completamente lisa y en perfecto estado. Consideraba que la exhibición de tales trofeos era una señal de inmadurez.
—Por supuesto, hermano comandante. Una excelente sugerencia —respondió Drang, poniéndose de pie y haciendo una ligera inclinación de cabeza.
Las altas botas de Invisticone golpearon el suelo de la sala de entrenamiento, situada en un nivel más profundo del recinto. Las pisadas de Drang lo seguían.
En su fuero interno, Drang no sabía a ciencia cierta qué era lo que se proponía el comandante de la Flota de Combate Pacificus. Entre los oficiales más jóvenes, los duelos habían cambiado en los últimos años. Ahora se hacía gala de una rivalidad más encarnizada que en la época de Drang e Invisticone, y eran más feroces. Los alfanjes tradicionales habían sido reemplazados por pistolas de diversos tipos. El perdedor pocas veces salía con vida.
Pensó que a lo mejor Invisticone quería matarlo, a pesar de que su antigua enemistad se había transformado en algo muy parecido a la amistad.
Pero Invisticone pasó de largo entre los armarios que contenían pistolas de todo tipo. En el otro extremo de la sala, las puertas de los armarios chirriaron, delatando su falta de uso. Dentro había gran variedad de alfanjes y escudos. Invisticone lo invitó a elegir su arma.
Drang raras veces sonreía, pero cuando tuvo en sus manos un pesado alfanje y probó su equilibrio, se sintió invadido por un olvidado placer y sus delgados labios se curvaron.
—Este servirá.
No había segundos; ningún subordinado estaba autorizado para juzgar a un comandante militar imperial. Drang e Invisticone estaba solos. Este sonrió al levantar un alfanje similar al de Drang y pasar el brazo entre las correas del escudo.
Los alfanjes eran vibroespadas, un tipo de arma obsoleta que, sin embargo, se seguía usando en los duelos. Drang esperaba que Invisticone conectara la energía de su alfanje y lo hiciera cantar. De esa manera, hasta el más leve roce podía resultar fatal. Pero no lo hizo.
¿O era posible que lo hiciera como un último acto traicionero?
—¿Está seguro de que eso no le da una ventaja desleal, hermano comandante? —dijo Invisticone, señalando el prominente monóculo de Drang.
—Sólo si estuviéramos luchando a una distancia de medio año luz, lo que espero que no suceda nunca —respondió Drang con ironía—. No puedo quitármelo, ya lo sabe, pero no se preocupe. Utilizaré la visión normal.
Ocuparon sus posiciones sobre las líneas blancas pintadas en el suelo. A pesar de ir vestidos con el uniforme completo, condecoraciones incluidas, y de no ser ya jóvenes, los dos hombres conservaban su agilidad. Invisticone empezó con una finta y trató de sorprender a Drang con una cuchillada contra su flanco izquierdo. El alfanje chocó con el escudo levantado de Drang, que lanzó una estocada por debajo del mismo, siendo contrarrestada a su vez. A continuación Drang retrocedió ante un furioso ataque lanzado por su adversario, cuyo alfanje centelleaba a derecha e izquierda, bloqueado por Drang a cada golpe. Era evidente que no había dejado de entrenarse.
Drang se recuperó y devolvió el asalto. Durante un momento los dos quedaron trabados, escudo con escudo, con los alfanjes alzados y enganchados por el guardamano. Con un empujón mutuo consiguieron separarse, pero sin perderse de vista ni un instante.
En aquel preciso instante Drang oyó un sonido sibilante. Invisticone había activado su espada.
Antes de que tuviera ocasión de responder, ya tenía encima al comandante de Pacificus que, con una risa salvaje, lanzaba ataque tras ataque contra el escudo de Drang, al parecer olvidado de su propia seguridad. El alfanje de energía cortaba y mordía el escudo de metal que, en cuestión de segundos, quedó hecho una ruina.
¡Era así como debía ser!
Drang retrocedió, dando gracias a que su adversario le hubiera dado un pequeño respiro para deshacerse del escudo, que ya no era más que un estorbo. Invisticone, en un gesto teatral, arrojó el suyo al suelo con estrépito, levantó su alfanje y lo desactivó.
—¡Es mejor así! ¡Como en los viejos tiempos!
Como era de rigor, Drang admitió que había juzgado mal a su colega. ¡Invisticone tenía razón! ¡Los escudos eran para quienes carecían de pericia con la espada! De las hojas saltaban chispas al entrechocar una con otra. Cada estocada se encontraba con su quite oportuno, a cada finta le respondía una contrafinta, en una coreografía vertiginosa de dos espadachines consumados en plena faena. Drang se vio obligado a retroceder, y más de una vez esquivó la afilada hoja de su adversario por un pelo. A menos que pudiera desviarse hacia un lado, no tardaría en encontrarse contra la pared, lo cual lo situaría en clara desventaja ante Invisticone.
En aquel momento, aunque tal vez sólo fuera una décima de segundo, encontró una apertura. Sus doloridos músculos impulsaron la pesada hoja como si fuera la lengua de una serpiente antes de que fuera desviada con un sonoro entrechocar de acero. En la mejilla derecha del Comandante Militar Imperial Invisticone apareció una línea color carmesí que hacía juego con cicatriz de la mejilla opuesta. Invisticone se quedó inmóvil, con su espada todavía trabada con la de Drang después de haberla desviado.
Luego se recompuso y levantó el alfanje verticalmente ante sí.
—La primera sangre es suya, hermano comandante —con una risa forzada arrojó a un lado el alfanje, que chocó con estrépito contra el suelo junto a su escudo—. El duelo ha quedado decidido.
—Me honra, hermano comandante —concluyó Drang, bajando también su arma.
—Al parecer, su destino es decorar permanentemente mi cara —fueran cuales fuesen los sentimientos íntimos de Invisticone al verse derrotado por Drang una vez más, su voz se mantuvo serena, aunque en el fondo se advertía cierta amargura. Por su mejilla corría la sangre y se la enjugó con un pañuelo de seda exótica antes de sacar un lápiz astringente de un bolsillo de su uniforme y pasarlo por la nueva herida, que dejó de sangrar instantáneamente.
Era increíble la simetría que la nueva herida guardaba con la anterior. Al examinarse más tarde, lo más probable es que Invisticone pensara que el comandante de Obscurus había conseguido el efecto deliberadamente, lo cual era sobrestimar la pericia actual de Drang con la espada. ¿Se sorprendería ante tamaña habilidad o guardaría resentimiento ante la idea de que Drang pudiera estar jugando con él?
Cualquiera de las dos reacciones tendría consecuencias cuando llegara el momento de establecer la estrategia de combate…
—Bueno, más trabajo para mi asesor de estética —prosiguió Invisticone—. Tengo algunas piedras nuevas bastante raras. Granates. Un tipo de piedras color sangre que imitarán a la perfección a las gotas de sangre fresca. Haré que me las cosan en la cicatriz. ¿O cree acaso que combinarán mejor unas piedras de otro color con su obra anterior? ¿Zafiros azules, tal vez?
Drang se cuidó muy mucho de expresar su desdén por la ostentación cosmética. Eso hubiera dado a Invisticone la ocasión de meterse con su monóculo alienígena.
Abandonaron la sala de entrenamiento. En la antesala los esperaba una delegación conjunta de los equipos mixtos de evaluación. Dos oficiales de evaluación, uno de los cuales lucía la insignia de Pacificus y el otro la de Obscurus, portando ambos videopantallas, se adelantaron separándose de un pequeño grupo de ayudantes.
—Estamos de acuerdo, señores comandantes —dijo con gravedad el oficial de Invisticone, haciendo una reverencia a uno y a otro sucesivamente—. Después de arduas discusiones hemos llegado a la misma proyección. Nuestras regiones están en peligro.
—No creo que el Comandante Drang hubiera venido hasta aquí de no haber sido así —respondió Invisticone con sequedad—. Ahora sólo nos queda coordinar nuestras operaciones.
—Esa es también nuestra conclusión, señores comandantes.
Invisticone respondió con una cortés inclinación de cabeza y se disponía a retirarse cuando el oficial volvió a hablar.
—Hay otra cuestión sobre la que estamos de acuerdo. Es preciso informar a la Tierra de lo que se avecina.
Los comandantes intercambiaron una mirada que se hizo glacial cuando se volvieron hacia el oficial. Tanto Drang como Invisticone habían mantenido al margen de los equipos de evaluación a los miembros del Administratum. Aparte de los especialistas que les había proporcionado el Adeptus Mecánicus, todos pertenecían al personal de la Armada, de ahí que los hombres que los habían saludado no llevaran los hábitos característicos de los prefectos del Adeptus Terra sino los uniformes con charreteras y los equipamientos variopintos de las flotas.
Ahora que Drang había obtenido la colaboración de Invisticone, estos equipos, incluidos los tecnosacerdotes, permanecerían bajo vigilancia y no tendrían contacto alguno ni con otros seres humanos ni con comunicadores. Lo mismo se haría con todos los que habían tomado parte en el proyecto de evaluación. En cuanto a la nave invisible, había sido recuperada secretamente por unidades de la Flota de Combate Obscurus, y tanto para el Adeptus Mecánicus como para la Inquisición había sido destruida en el Ojo del Terror. Ahora estaba oculta en una cavidad semejante a un poro en las profundidades de Cypra Mundi, el planeta base de la Flota de Combate Obscurus, y su paradero sólo era conocido por unos cuantos oficiales de probada lealtad personal a Drang, que habían jurado guardar el secreto. El navegante que heroicamente había traído la nave de regreso del Ojo del Terror había sido ejecutado discretamente.
Por lo que respecta a los cuerpos de los Marines Espaciales, incluido el del Epistolario Merschturmer, así como las glándulas progenoides que Merschturmer había recuperado, se los mantenía en estasis, una desconsideración que habría puesto furiosos a los respectivos capítulos del Adeptus Astartes de haber tenido conocimiento de ello. Drang todavía no había decidido si los devolvería a sus monasterios fortaleza.
Invisticone respondió a la opinión del oficial de estado mayor en un tono súbitamente irritado.
—¡Ésta es una cuestión de la Armada! ¡La Tierra tendrá conocimiento de los hechos tras la feliz conclusión de la campaña y no antes!
Las caras de los que tenía ante sí palidecieron y su expresión se tornó pétrea, mientras cada uno de los hombres trataba de discernir qué implicaciones personales tendrían para ellos aquellas palabras. Drang no pudo evitar sonreír y añadir un comentario de su propia cosecha.
—Por supuesto —dijo arrastrando las palabras—, en caso de que fracasemos… Bueno, si fracasáramos, la Tierra no tardaría en enterarse.