5
LA PIEDRA DE LOS SUEÑOS
—Entonces, ¿qué te parece, Pelor?
Habían regresado a la Estrella Errante. Rugolo hacía rodar la piedra azul por la palma de su mano y sonreía.
—¡Voy a soñar con una esclava!
—¿No estará pensando en probarla? —preguntó Calliden, sorprendido.
—Claro que sí. Tenemos que probar nuestra mercadería, ¿no te parece? —Acercó la piedra a la luz y la examinó atentamente—. Esta piedra no es única. Gundrum tenía muchas de ésta. Tal vez podríamos comprarlas a granel. ¡Somos afortunados, Pelor! ¡Huelo la fortuna!
—¡No juegue con los poderes ocultos!
—Oh, no te preocupes —lo tranquilizó Rugolo—. En caso de que funcione, lo más probable es que sólo consiga hacer que los sueños sean más vividos o que haga que uno vuelva a tener el mismo sueño dos veces, pero más intenso la segunda vez. Eso sería como hacer que un sueño se convierta en realidad, ¿verdad?
—Debería ser más prudente —le advirtió Calliden con expresión sombría—. Yo huelo la magia. En cuanto a la fortuna, no creo que un personaje tan peculiar como Gundrum nos vaya a dejar mucho margen de beneficio. Su hermana me pone nervioso. ¿No observó su interés por usted?
Rugolo tuvo que admitir que las atenciones de Aegelica lo habían desasosegado. Había estado jugando con él, no le cabía duda. Tenía la sensación de ser una infortunada presa hipnotizada por un depredador. No estaba seguro de poder resistir mucho tiempo sus embates, por muy extraño que lo hicieran sentir. Sin embargo, no tenía intención de permitir que las cosas llegaran a ese punto.
—Conseguiremos nuestros propios márgenes de beneficio —dijo confiado—. ¿Puedes seguir a una nave por el espacio disforme, Pelor?
—No estará pensando en seguir a Gundrum.
—¿Por qué no? Hay una ruta comercial por descubrir.
—El Astronomicón tiene poca potencia allí. Podríamos perdernos. O, lo que es peor, salir volando del espacio para nuestro mal. Esa ruta comercial, como usted la llama, es el secreto de esa gente. Ya ha visto lo empeñados que están en mantenerla en secreto.
—Ése es un riesgo que deberemos correr.
—No me gusta. Y no creo que deba usar esa joya.
—Bueno, por la mañana te diré si ha pasado algo —respondió Rugolo, tirando la piedra al aire y volviendo a cogerla.
Al parecer, Calliden no podía hacer nada. Salió de la cabina y se retiró a su camarote.
Rugolo se preparó para dormir. Se quedó en ropa interior, se echó en el suelo, sobre la litera y se cubrió con una manta acolchada. Había colocado la piedra debajo de la almohada.
No esperaba que pasara nada notable. Sin embargo, se quedó dormido sin darse cuenta, y en algún momento de la noche empezó a soñar.
Por lo general, los sueños de Rugolo eran confusos y vagos, y al despertarse casi nunca recordaba nada. Pero esta vez fueron vividos y llenos de deseos de que se hicieran realidad. Estaba sobre el puente de la que había sido la nave insignia de su padre, que era ahora la suya. Escalonadas en torno a la nave insignia estaban todas las naves de la ilota, con toda su tripulación y perfectamente equipadas. Era una Corsario de éxito, con una gran reputación y más de treinta años de experiencia. En esta ocasión, como tantas veces en el pasado, había sobrepasado el alcance del Astronomicón, como los aventureros de aquellos tiempos alocados y vertiginosos de hacía muchos milenios cuando no había Astronomicón, que no tenían miedo y se atrevían a todo, empleando todo su ingenio, como un hombre del Imperio, contra todo lo que encontraban a su paso.
Un planeta apareció a sus pies, veteado y con unos colores que lo asemejaban a una fruta madura que brillaba a la luz del sol. Sus hombres habían descubierto —no era la primera vez— una civilización alienígena desconocida que estaba empezando a desarrollar la navegación espacial. En la superficie del planeta había misiles con cabezas nucleares apuntando al cielo. La pequeña flota de Rugolo estaba a punto de entrar en guerra con todo un mundo, a decir verdad, con toda una especie alienígena. Rugolo ganaría esta guerra, por supuesto, y saldría de allí con las bodegas de sus naves repletas de tesoros alienígenas, así como de datos sobre el mundo vencido por los cuales el Administratum le pagaría bien…
El sueño se disolvió en una confusión de imágenes, como suele suceder con los sueños. Rugolo era niño otra vez. Estaba visitando la casa de su amigo, el hijo de una noble y acaudalada familia. En su dormitorio abrió su cajón de juguetes y sacó un cofre profusamente adornado con un rico trabajo de orfebrería. En sus laterales estaban grabadas las palabras: ¡MATAD AL MUTANTE! ¡DESTRUID AL ALIENÍGENA!
Poniéndolo sobre una mesa, levantó la tapa para ver las cuatro figuras a escala que había dentro. Dos eran Marines Espaciales con servoarmadura completa, una carmesí y la otra color púrpura, blasonadas con los emblemas de su Capítulo. De los otros dos, uno era un humano con importantes mutaciones, con una cabeza tan grande que triplicaba su tamaño normal, y los ojos, la boca, la nariz y las orejas desplazados, lo mismo que los brazos y las piernas. El otro era una criatura monstruosa, con negros tentáculos y una garras segadoras relucientes en el extremo de cada miembro. Tanto el mutante como el alienígena eran feos, depravados y malvados.
Había también dos unidades de control para animar los modelos mecanizados enfrentándolos unos con otros. ¡Cuánto había envidiado Rugolo al chico malcriado por tener ese juguete tan caro! Y, por supuesto, su amigo siempre le hacía jugar con el mutante o el alienígena, y el juego estaba inteligentemente planteado para que, con dos jugadores de igual pericia, casi siempre ganaran los Marines Espaciales; cualquier otra fórmula hubiera sido contraproducente para la educación de un niño.
Ahora estaba jugando de nuevo con aquel juguete fantástico, pero en esta ocasión era suyo. Era él quien tenía el control del Marine Espacial en la palma de la mano, y la espada sierra del guerrero Adeptus Astartes de armadura carmesí estaba dando cuenta del mutante, cortándole los miembros y dispersándolos por doquier. En aquel preciso instante, con una repentina lucidez, tomó conciencia de que estaba soñando.
La tristeza se apoderó de él y tuvo una profunda sensación de pérdida. Cuando se despertase perdería su maravilloso tesoro.
¿Cómo conservarlo?
Tuvo una inspiración. Volvió a colocar las figuras en el cofre y a continuación deseó soñar que estaba en su cama. Colocó el cofre a los pies de la cama y se fue a dormir.
Maynard Rugolo abrió los ojos y vio que el cronopanel indicaba una hora temprana de la mañana en la longitud Calígula del lugar. Todavía estaba fresco en su mente el sueño de su niñez. Era algo raro en él, que no solía recordar sus sueños.
Retiró a un lado el cobertor, se sentó y se estiró, pensando en el día que tenía por delante. El mercader del Ojo, Gundrum, era una persona excéntrica. No estaba muy seguro de cómo debía tratarlo.
Estaba a punto de ponerse de pie cuando algo que había a los pies de su litera le llamó la atención. Era un cofre, ricamente adornado. En los laterales, talladas en relieve y pintadas de color plateado, se veían las palabras: ¡MATAD AL MUTANTE! ¡DESTRUID AL ALIENÍGENA!
—¡Pelor! —gritó ansioso—. ¡Pelor, ven aquí! ¡Rápido!
—¿Qué pasa? —preguntó Calliden, alarmado, entrando en la cabina.
—Dime con absoluta seriedad, ¿estoy soñando todavía?
—No, a menos que yo también lo esté —respondió el navegante, perplejo, mirándolo atónito.
—¡Mira esto! —Rugolo levantó la tapa del cofre dejando ver los modelos exóticos que contenía—. Esta noche he soñado con él y ahora está aquí, es real.
—¿Ha utilizado la joya?
—Sí, la he utilizado. ¡Funciona!
Calliden se adelantó y cogió con desconfianza uno de los Marines Espaciales que había en el cofre, como si tuviera miedo de quemarse. A modo de prueba, movió los brazos y las piernas del modelo.
—Un juguete infantil —dijo con voz inexpresiva—. ¿Está seguro de que no estaba aquí antes? ¿De que no formaba parte de su carga?
—Estoy seguro. No lo había visto desde que era niño.
Calliden volvió a poner la figura en su sitio y a continuación se pasó la mano por la ropa como si se la hubiera manchado.
—Es imposible —concluyó—. Tiene que ser cosa de brujería. La piedra nos hace ver y tocar cosas que no están ahí. ¡Deshágase de ella!
—Veamos —dijo Rugolo, resistiéndose a desprenderse de ella—. Vamos a ponerla a prueba. —El mercader fue hasta su litera y sacó la piedra de debajo de la almohada—. Saldré de la nave, me alejaré y la enterraré. Si lo que dices es verdad, el juguete deberá desaparecer. Supongo que el engaño de un mago no puede funcionar a gran distancia.
Se vistió rápidamente, salió de la cabina por la escotilla y bajó a tierra con la gema en el bolsillo. Apenas hacía media hora que había amanecido. De la musgosa planicie que rodeaba el aeropuerto espacial se desprendía vapor, un efecto matutino provocado por la fuerte luz solar sobre las plantas húmedas.
Miró a su alrededor, y sus ojos se detuvieron en la colorida nave espacial aparcada a cierta distancia. Ahora sabía que era la nave de Gundrum. Los había visto a él y a su grupo entrando en ella la noche anterior.
Alejándose de la Estrella Errante una distancia que consideró segura, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba antes de hundir el tacón de su bota en un trozo de terreno blando. Dejó caer la piedra en la depresión superficial, la cubrió con una piedra grande y regresó a la nave.
Entró en la cabina de control y vio a Calliden que había despejado una parte de la mesa y estaba manipulando al Marine Espacial de la armadura carmesí desde la unidad de control, haciéndolo mover la espada sierra y obligándolo a avanzar y retroceder. El navegante se sobresaltó al sentir a Rugolo, y dejó rápidamente la unidad.
—He escondido la gema a casi una milla de distancia —dijo Rugolo con indisimulada satisfacción—, y el juguete sigue aquí.
—¿Materializar objetos de los sueños? —Calliden sacudió la cabeza en un gesto de preocupación—. ¿Cómo es posible? Ni siquiera los tecnomagos de Marte pueden hacer eso.
—¿A quién le importa? —dijo Rugolo entusiasmado—. A lo mejor los magos de Marte sí pueden. Las personas que ocupan cargos importantes en el Adeptus Terra ocultan muchas cosas. O a lo mejor es un secreto conocido por los tecnosacerdotes alienígenas. Gundrum también encontró al guardia espectral en el Ojo, y eso es alienígena. Allí hay todo tipo de cosas. Es una casa de los tesoros, desconocida para el Imperio, y todo porque la Armada no tiene agallas para ir allí. ¡Por el Emperador! ¡Menudo hallazgo!
—No creo que ningún tecnosacerdote, ni humano ni alienígena, pueda hacerlo —dijo Calliden, preocupado—. Los demonios sí podrían hacerlo. Esto es lo único que se me ocurre. Deje esa piedra donde está, Maynard.
—¡Pelor, Pelor! ¡Los demonios no existen! ¡Son un invento para asustar a los ignorantes!
—Si me permite, ésa es una actitud estúpida —respondió Calliden, esbozando una sonrisa sarcástica—. Me parece que los comandantes de la Armada son más prudentes. El Ojo no sólo es una tormenta de disformidad, la mayor de la galaxia conocida donde es imposible la navegación, sino también un antro de misterio y del mal si es cierto todo lo que se dice de él —echó una mirada al cofre y al Marine Espacial—. Creo que podría haber demonios aquí.
—La gente de Calígula comercia con el Ojo. A lo mejor la tormenta se ha calmado un poco, o algo así. Para empezar, Gundrum y su hermana conocen una ruta para entrar y salir.
—No crea todo lo que dice Gundrum. Ni él ni su hermana son navegantes, a menos que haya una nueva estirpe ajena a las Casas, cosa que me resisto a admitir. Supongo que podrían recurrir a saltos de cuatro años luz sin usar un navegante, pero tampoco lo creo. Usted no puede ir a ninguna parte de esa manera.
—Saltos de cuatro años luz —Rugolo asintió pensativo. Los navegantes eran algo tan reconocido que a veces uno olvidaba que el gen del navegante no se daba entre las razas alienígenas, al menos por lo que él sabía. No tenían individuos capaces de escrutar el espacio disforme, y con ellos sólo eran posibles breves saltos de disformidad. Por lo tanto, no había nada que pudiera compararse con el vasto y glorioso Imperio de la especie humana.
Descartó la cuestión con un movimiento impaciente de la mano.
—¡Pensamientos negativos! ¡Así nadie se hace rico!
Después de su experiencia del día anterior, Calliden se mostraba reacio a volver a visitar la población, y Rugolo optó por ir solo.
Recuperó la piedra y abandonó el aeropuerto espacial. Por la sucia calle de la población circulaban carros tirados por bestias de carga de pelambre enmarañada y paso rápido. Los carros iban cargados de productos de granja que se canjeaban, supuso Rugolo, por dinero o por mercancías traídas de otras partes. ¿Del Ojo, tal vez?
Entró al mismo bar del día anterior y buscó con la vista a Gundrum. No había ni señales de él ni de su hermana, la encantadora Aegelica. Tampoco se veía por ninguna parte al guardia espectral, y pudo observar con satisfacción que tampoco estaban los tres que habían molestado a Calliden el día anterior.
—¿Dónde está Gundrum? —preguntó al encargado, acercándose a la barra.
El hombre de la barra respondió con un acento que no le resultó familiar, limpiándose las manos con un trapo.
—¿Pensar que yo saber el paradero de todos? Servir bebidas. Vender tabacos. ¿Tener tú dinero?
De mala gana, Rugolo se deshizo de unas cuantas monedas para una jarra de aquella cerveza abominable. Era probable que Gundrum estuviera en su nave, reflexionó, pero conociendo las costumbres de los mercaderes, no tenía sentido hacerle una visita allí. Se consideraría una falta de educación.
Por primera vez reparó en que, sentado ante una mesa vacía, estaba el hombrecillo de la camiseta color verde y cereza que le había señalado a Gundrum el día anterior. Después de un momento recordó su nombre: Kwyler.
Empezó a pasearse y se acercó a él distraídamente.
—¿Se acuerda de mí? Estoy buscando a Gundrum. Creo que usted lo conoce.
—Por supuesto —sonrió de oreja a oreja—. Soy su socio.
—No sabía que tuviera un socio, salvo su hermana Aegelica —dijo Rugolo, enarcando las cejas—. ¿Cuál es exactamente la naturaleza de su sociedad?
Sabía que era una pregunta atrevida, pero el extraño no se mostró ofendido.
—Lo acompaño en sus viajes.
—¿De veras? Dígame, ¿tienen un navegante? Gundrum dijo que su hermana realiza esa función, pero no me parece posible.
—Sea o no posible, Aegelica lo hace —respondió el hombre, riendo.
—Ella no tiene un ojo de disformidad…
Rugolo se calló al darse cuenta de que había estado conjeturando. Sólo porque Aegelica no tenía el aspecto de un navegante había supuesto que no lo era, pero existía la posibilidad de que ocultara un ojo de disformidad, lo mismo que Calliden.
—Entonces… ¿dónde está ahora Gundrum?
—En algún lugar de la costa, entregando el robot eldar a los hombres del Comandante Imperial.
—¿Cómo consiguió esa nave alienígena que tiene, esa de colores?
—No es alienígena —sonrió Kwyler—. Hizo que se la pintaran en el Ojo. Por alguna razón, su forma también cambió. Allí puede cambiar casi todo. Es el lugar de las maravillas, o tal vez debería hablar de «lugares». Es enorme. Hay quienes dicen que es más grande que todo el universo. Claro que eso es una exageración.
A Rugolo le sorprendió que Kwyler estuviera tan dispuesto a hablar. ¿Acaso Gundrum no lo había criticado por eso? Pero, a pesar de su colorida descripción, la actitud animada de Kwyler parecía a punto de desaparecer. Parecía fatigado y sus palabras eran forzadas. Miró distraído hacia la barra y luego sacó una botella de colores de la mochila que llevaba, y en un vaso diminuto se sirvió un poco que vació de un trago echando la cabeza hacia atrás.
El éxtasis transformó sus facciones. Rugolo reconoció el licor que Gundrum le había dado a probar el día anterior. Esperó hasta que el hombre pareció recuperado antes de hablar otra vez.
—¿Sabe usted lo que son las piedras de los sueños? Estoy interesado en comprar algunas, a granel. ¿Pueden conseguirlas usted y Gundrum?
—Gundrum puede conseguirlas por barriles, supongo, pero ¿qué quiere hacer usted con ellas? No son tan fáciles de vender en el Imperio como usted pudiera pensar. Cosas como ésas pueden hacer que le caiga encima la Inquisición.
Rugolo sonrió para sus adentros. Lo que Kwyler había dicho era cierto, pero sólo en teoría, no en la práctica. En el Imperio había una gran demanda de contrabando alienígena, especialmente entre los miembros más poderosos del Administratum que se morían por lo exótico.
¿Cuánto estaría dispuesto a pagar el Adeptus Mecánicus por algo capaz de obtener materia de la nada? Ni Gundrum ni el hombre con el que estaba hablando daban la impresión de comprender lo que implicaban las piedras. Para ellos no pasaban de ser una simple curiosidad.
—¿Regresará hoy Gundrum?
—Gundrum es imprevisible. Cambia mucho de idea. Un día entrará en el Ojo y no regresará nunca, como los demás.
Una sombra se proyectó sobre la mesa. El hombre con la cara medio derretida estaba junto a ellos, con el turbante colgando sobre un hombro. Apuntó a Rugolo con un dedo acusador.
—¡Usted tiene intención de entrar en el Ojo! Puedo verlo en su mente. Es un necio.
Siguió su camino antes de que Rugolo tuviera tiempo de contestar. Kwyler se sirvió otro trago de licor y sonrió con amargura.
—Uno más de los ex socios insatisfechos de Gundrum —dijo—. Sin embargo, le está dando buenos consejos. Olvídese de hacer negocios con Gundrum. No le conviene hacer negocio con las piedras del sueño, y decididamente, es mejor que se olvide del Ojo. La muerte es una bendición comparada con lo que puede sucederle allí.
Levantó su vasito en un breve brindis.
—Pero ¿para qué sigo hablándole? Usted no me cree. Ya he visto antes la mirada anhelante de sus ojos. Demasiadas veces. En cuanto a mí, ya estoy cansado de todo este asunto.
—Entonces ¿por qué sigue en ello? —preguntó Rugolo.
—Al principio fue por buscar aventuras y una forma fácil de ganarme la vida. Pero ahora… —volvió a beber otra copa y pareció entrar en otra dimensión.
«Es adicto a ese licor», pensó Rugolo.
Eran demasiados los que le decían que no entrara en el Ojo. Rugolo tomaba todas las advertencias con escepticismo. Aquí nadie actuaba por motivos altruistas. Si intentaban asustarlo para que desistiera, quería decir que el Ojo era un lugar digno de visitarse y que era más fácil enfrentarse a él de lo que decían.
—Cuando Gundrum regrese, dígale que quiero hablar con él —dijo.
—No, no, usted no quiere ver a Gundrum —dijo Kwyler entre dientes—. Gundrum es malo. Ha cruzado el límite, lo mismo que Aegelica. ¿Ha mostrado interés por usted? Tenga cuidado. Eso está bien para ella y para su hermano, que son buenos para cerrar acuerdos. Otros acaban como Foafoa. Vuelva a donde se está seguro. A los Marines Espaciales, al Emperador, a la Inquisición.
Era evidente que el licor había ofuscado la mente del hombrecillo. Rugolo lo dejó intentando una vez más, bajo la mirada desconfiada del hombre de la barra, llenar el vaso con la botella clandestina.
Aquella noche Rugolo volvió a poner la piedra de los sueños debajo de su almohada. Sólo bromeaba cuando habló de una esclava, pero ahora que sabía que era posible, se obligó a soñar con una en cuanto sintió que el sueño lo vencía.
Como la vez anterior, los sueños fueron desusadamente vividos. Al principio soñó que estaba en un harén, donde mujeres semidesnudas bailaban y se movían al ritmo de la música. Durante un breve instante recordó que aquello sólo era un sueño y se dijo que una de las mujeres sería suya cuando despertara, pero todas desaparecieron.
Después estaba en un bazar que había visitado hacía muchos años. Era en un planeta muy caluroso donde sólo se podía vivir en cúpulas y soportales con aire acondicionado. Las corrientes de aire refrigerado hacían que se movieran las telas de las tiendas. De vez en cuando, una ráfaga de aire abrasador atravesaba el bazar al abrirse alguna puerta, haciendo que los equipos refrigeradores zumbaran a modo de protesta.
Una vez más, el sueño de Rugolo significó el cumplimiento de un deseo frustrado. Por accidente había dado con un retrato recordatorio con la forma de un gran broche esmaltado con marco damasquinado. Era una pieza rara, producto de algún arte extinguido, y pocas personas conocían su existencia. En este caso se trataba del retrato de alguna dama de alta cuna, aunque debía de haber vivido varios siglos antes porque el retrato tenía más o menos esa antigüedad. Estaba en la primavera de la vida. Tenía un rostro ovalado, enmarcado por unos rizos oscuros, y sus grandes ojos pardos contemplaban ardientemente a quien la miraba. Su turgente pecho estaba cubierto sensualmente por una diáfana seda de color melocotón. Mientras Rugolo miraba el retrato, los recuerdos afloraron a su mente. Tuvo un atisbo de lo que era la vida de la nobleza, de sus mansiones, su poder, su fortuna, su elegante vida social. Tuvo la sensación de que conocía a los amigos de la dama tan bien como ella. Le pareció recordar los orígenes, la niñez, a los padres y a los abuelos de la mujer del retrato. ¿Y el presente? ¿A quién amaba ahora? Evidentemente, que el artista que había pintado el retrato no podía revelar eso, pero había indicios, puertas cerradas en su memoria que parecían revelar más de lo que pretendían ocultar.
Por desgracia, el dueño de la tienda conocía el valor del broche. El intento de Rugolo de comprarlo a precio de ganga se topó con una paciente sonrisa. Rugolo ofreció más y más hasta que llegó a una suma mayor de la que podía disponer y, a pesar de ello, no fue suficiente. Se había visto obligado a renunciar y a irse hecho una furia, preguntándose si se atrevería a volver más tarde y robar el broche, pregunta que llevaba incluida la respuesta ya que el castigo que se aplicaba a un ladrón en este mundo áspero era demasiado horrible como para pensar siquiera en ello.
Ahora, tantos años después, se le presentaba una segunda oportunidad. Una vez más, el tendero pedía un precio que él no podía pagar, el mismo precio que él querría conseguir. De modo que apretó el retrato en la mano y pensó fervientemente: «Esto es lo que quiero».
—¡Maynard! ¡Despierte!
La voz de Pelor Calliden en su oído lo sacó del sueño con una sacudida. Abrió los ojos y se encontró en la cabina de la Estrella Errante. Automáticamente miró el cronopanel. Hacía tiempo que había amanecido y Calliden, ya vestido, gesticulaba con nerviosismo.
En la mano de Rugolo había algo pequeño, duro y metálico. Lo puso a la altura de sus ojos y lo miró con asombro. ¡Un marco damasquinado, una superficie esmaltada, rostro oval y ojos ardientes! En lo más profundo de su memoria empezaron a producirse los fogonazos de recuerdos transmitidos.
Totalmente despierto, profirió un profundo suspiro.
—¡Mira, Pelor, mira! ¡He soñado con él y se ha convertido en realidad, como el juego de los Marines Espaciales! —dijo Calliden, mostrándole el broche.
—Muy bonito —dijo con frialdad el navegante, echando una mirada al broche—, pero pensé que le interesaría saber que la nave de Gundrum se está preparando para despegar.
—¿Qué?
Rugolo retiró el cobertor y se dirigió al tablero principal. Calliden ya había activado el visor y había girado la pantalla hacia donde la nave iridiscente estaba calentando motores, desprendiendo un espiral de vapor por las escotillas de ventilación.
Kwyler había dicho que Gundrum era impredecible. Por supuesto que Rugolo no sabía con exactitud qué clase de relación mantenían aquellos dos personajes. Era de suponer que Gundrum y su tripulación se dirigían al interior del Ojo para conseguir más mercancía con la que negociar. Si esperaban comerciar con Rugolo al regresar a Calígula, se iban a llevar una sorpresa. ¿Por qué comprarles a ellos cuando podía adquirirlo en la fuente?
—Espera a que haya despegado —ordenó a Calliden—. Luego síguela. ¿Puedes hacerlo sin que se den cuenta?
—No recuerdo haber aceptado su empleo —respondió Calliden serenamente.
Rugolo profirió un gruñido. Hubiera preferido no tener que pasar por esto.
—Has recuperado tu capacidad, tienes la obligación de usarla —dijo, confiando en parecer convincente—. Vuelves a ser un navegante. Sugiero que formemos un equipo.
—No —respondió Calliden con firmeza—. No, si eso significa entrar en el Ojo del Terror.
—Ya veo, estás dispuesto a dejarte asustar por rumores —lo zahirió Rugolo—. El Ojo no es algo sobrenatural, sino tan sólo un volumen enorme de espacio que ha sido azotado por una tormenta de disformidad. De todos modos, no creo que Gundrum se interne profundamente en el Ojo. Seguramente ha encontrado un planeta en sus márgenes, al que de alguna manera llegan las mercancías desde los mundos interiores. Un mundo que nadie más conoce. Ha dado con algo bueno, pero es demasiado obtuso para saberlo y no lo explota debidamente. ¡Le mostraré lo que puede hacer un auténtico profesional!
—Su problema es que ha cerrado su mente a las fuerzas del mal que existen en esta galaxia nuestra —replicó Calliden, pasando por alto el alarde—. Fundamentalmente, carece de imaginación.
—Escucha, he visto más que tú de esta galaxia —respondió el mercader, resoplando—. He visto alienígenas, he visitado mundos fuera del Imperio, pero ¡nunca he visto ningún demonio! Y no creo que existan.
—¿Ni siquiera el que dijo que se hacía pasar por mi madre?
—Bueno, eso fue sólo…
—¿Para engañarme?
Rugolo trató de disimular su embarazo encogiéndose de hombros.
—Mira, reconoceré que el Emperador es un dios si así lo quieres. Puedo aceptar eso, pero nada más —hizo una pausa—. De no haber sido por mí, no hubieras recuperado tu capacidad para navegar y todavía no puedes estar seguro de haberte curado completamente. Me necesitas y yo no estoy dispuesto a volver a mundos más civilizados. Allí no se me ha perdido nada. Soy el hijo de mi padre, un Corsario, si no de hecho, si de espíritu. Voto por seguir adelante.
Calliden se pasó la lengua por los labios. Sabía que Rugolo estaba jugando con su sentido del honor, que le estaba haciendo chantaje. El problema es que estaba surtiendo efecto. Era verdad lo que había dicho, tenía que obligarse a enfrentarse al fantasma de su madre… suponiendo que fuese su madre. Había hecho de él un navegante.
En el visor, la colorida nave espacial de repente apareció envuelta en llamas y en vapor candente. Un rugido resonó a través del casco de la Estrella Errante. La nave se separó del suelo, flotó unos momentos por encima del campo rotando indolentemente como movida por el viento y luego se lanzó directamente hacia el cielo con un ruido sordo.
¡Decídete, Pelor! —gritó Rugolo—. ¡O vamos en busca de los tesoros o volvemos a la miseria! —era como un niño nervioso ante la perspectiva de una excursión.
No había tiempo para reflexionar. Calliden podría seguir una estela por el espacio disforme si era reciente, pero seguir a una nave a través del espacio real hasta su punto de despegue era harina de otro costal. La radiación de un motor de espacio real se dispersaba rápidamente.
—Listo para despegar —dijo el navegante, levantando las manos al cielo en un gesto de resignación.
Rugolo sonrió. Mientras el mercader se ajustaba los cinturones de seguridad, Calliden ocupó el asiento del piloto y empezó a calentar el primer impulsor. Se produjo un rugido hueco y la nave fue sacudida por un leve estremecimiento.
Se elevaron hasta ponerse en órbita, ejecutando una espiral centrífuga que los alejó de la superficie del planeta. Había que dar tiempo a la nave pintada para alejarse, o Gundrum pronto se daría cuenta de que lo seguían como su sombra.
Poco después, los instrumentos detectaron la estela de iones, positrones y productos de desecho que revelaban el reciente paso de un motor de espacio real. Rugolo inclinó la cabeza hacia el prospector, explorando en la dirección de la estela. Un punto tenue, en movimiento, apareció en él destacándose sobre el fondo de estrellas y alejándose a toda velocidad.
—Ahí está. La nave de Gundrum.
—Esperaremos hasta que ya no aparezca —respondió Calliden, haciendo un gesto de asentimiento.
Ahora tenían la dirección de la otra nave. Seguía una leve curva en trayectoria hacia fuera del sistema, formando un ángulo respecto del plano de las órbitas planetarias. Calliden dio más potencia al impulsor. La Estrella Errante salió disparada tras ella.
Cinco horas después habían llegado al borde de la región donde la fuerza gravitatoria del sol de Calígula impedía la entrada en el espacio disforme. Calliden tiró hacia debajo de la cápsula que los navegantes usaban para pilotar a través del espacio disforme y dividió la potencia.
Con el estómago hecho un nudo se encontraron de pronto en el espacio disforme. El Immaterium. El Intersticio. Sus nombres eran incontables. «El Mar de las Almas Extraviadas» era el que no gustaba a Calliden.
En la selva tridimensional que era la forma en que su mente se representaba el espacio disforme, era como si la nave de Gundrum se hubiera abierto camino a través del follaje aplastándolo levemente. Sólo tenía que seguir esa pista antes de que el follaje recuperase su forma, era como circular por un túnel parcialmente relleno. No le sorprendió demasiado que este túnel fuera en la dirección del Ojo del Terror.
Las horas pasaban. Tal vez pasarían días antes de que la nave pintada llegara a su destino. Mientras tanto, los dos necesitaban dormir. Las naves de la Armada Imperial nunca salían con un solo navegante a bordo. Para los demás, para los mercaderes independientes que se ganaban la vida con naves espaciales más pequeñas, la cosa era diferente. Sólo podían permitirse —y a menudo encontrar— un piloto capaz de gobernar la nave a través de las corrientes del espacio disforme. Algunos navegantes tomaban drogas para mantenerse despiertos durante mucho tiempo, pero podían provocar alucinaciones si se tomaban con demasiada frecuencia. Más de una nave había tenido un triste final por culpa de eso. Otras veces, el navegante estacionaba su nave en un punto muerto de las corrientes mientras dormía, esperando que la deriva no lo alejara demasiado de su curso, o también podía dejarse llevar dormido sobre una corriente de aspecto tranquilo, confiando en no ser desviado sin remedio. Fuera como fuese, nunca se atrevían a dormir más de una hora o dos seguidas.
Para Pelor Calliden las corrientes del espacio disforme consistían en vientos que soplaban a través de la selva y removían el follaje. Si las corrientes eran violentas, la selva empezaría a moverse, daría la impresión de que los troncos y los enormes helechos verdes eran arrancados y arrastrados a gran velocidad a través del Immaterium, junto con los rostros acechantes que aparecían de vez en cuando.
A Rugolo todo esto le pasaba desapercibido. No podía distinguir nada. Por fin dijo que estaba cansado y dejó a Calliden envuelto en su cápsula. Por razones de privacidad se retiró a la zona de estar propiamente dicha, cuyo uso había cedido a Calliden y se llevó consigo la piedra de los sueños.
Acomodó la cama y tras dejar la piedra debajo de la almohada se echó a dormir.
¿Acaso la piedra suscitaría sueños, además de hacerlos reales? Era cierto que las dos noches anteriores Rugolo, que generalmente dormía como un lirón, había tenido sueños más vividos que nunca. Ahora, minutos después de haberse quedado dormido, entró en una sucesión de sueños que parecían desencadenarse uno detrás de otro, como si se deslizaran por un tobogán, y todos ellos de brillante colorido. Al principio eran agradables. Soñó con amigos del pasado, de buenos tiempos vividos, de los viajes de juventud que había emprendido con su padre. Soñó con una mujer maravillosa que se había convertido en su amante, casi en su esclava. El sueño empezó a tomar un cariz siniestro cuando la mujer se convirtió en Aegelica, la hermana de Gundrum.
Luego soñó que ella sacaba un cuchillo y se cortaba los dos pechos. La sangre corría a raudales de su pecho mutilado mientras, con la cabeza echada hacia atrás, se reía y agitaba los brazos en el aire. Sus ojos verdes refulgían con un placer perverso. Luego desapareció. Rugolo se encontró sumergiéndose en una verde selva llena de monstruos y plantas desconocidas. No lo sabía, pero era la selva que veía Calliden cuando miraba al interior del espacio disforme. Unos rostros lo acechaban desde ella. Criaturas inverosímiles aparecían entre troncos que se estiraban y hojas que se estremecían.
Rugolo llegó a un claro. En aquel punto el sueño se transformó en una pesadilla. Allí lo estaba esperando una criatura, una criatura que jamás había imaginado, compuesta de las partes más terribles de todos los animales depredadores. El enorme pico de un ave de presa sobresalía de una cara estrecha y plana que lo miraba con ojos rapaces. Tenía cuatro patas con garras cortantes como cuchillas de afeitar aparentemente diseñadas para destripar de un solo golpe. También tenía otros miembros que eran una mezcla de brazos humanos y alas de ave, que desplegaban unas plumas que parecían metálicas y que despedían destellos rojos y dorados y terminaban en unas largas pinzas. Eso no era todo. La criatura tenía una cola que restallaba de lado a lado y tenía un aguijón del tamaño de una espada de energía, mientras que desde los hombros musculosos surgían largos tentáculos provistos de filas de ventosas. Pero lo peor de todo era que le hablaba.
—Ah, Maynard Rugolo —dijo—. ¿Cómo puedes ser tan tonto? Se cansa uno de alimentarse de carne muerta. Vamos, conviértete en un suculento bocado para mí. Deja que me alimente de ti mientras estás vivo. Permíteme que absorba las entrañas de tu abdomen y los pensamientos de tu cerebro.
Sus piernas le parecieron a Rugolo de plomo cuando intentó huir presa del pánico. Bajo sus pies había hongos que se aplastaban y estallaban lanzando al aire nubes de esporas que lo rodeaban como una niebla y le impedían ver. Al mirar hacia atrás vio al monstruo que sabía su nombre persiguiéndolo sin prisa y ganando terreno sin esfuerzo. El terror y la impotencia que sentía lo hacían temblar incontroladamente. Era como si no tuviera fuerza, como si estuviera moviéndose bajo el agua y sus débiles miembros no respondieran a las órdenes urgentes de su cerebro.
«Maynarrrrd…», decía aquella voz que surgía de la profundidad del pico. Era como si se lo estuviera diciendo al oído. Sintió que restregaba el pico en su cara, que un tentáculo le tocaba el hombro. Una pesada pinza le rozaba la cara y un aliento ácido y espeso le producía náuseas.
Cuando el pánico estaba llegando a su punto culminante, lo asaltó un pensamiento desesperado, un último rayo de esperanza en su desesperación:
«Podía ser un sueño, una pesadilla. Puedo escapar si consigo despertar, de lo contrario…»
Sus gritos habían cesado. El terror lo había dejado mudo. Intentó volver a gritar, pero sólo emitió un ruido ahogado. Volvió a intentarlo y, en lugar de su voz, oyó un gemido endeble repitiéndose como un eco a través de la niebla de esporas.
«¡Despierta! ¡despierta! ¡despierta!»
Intentaba abrir los ojos, y notaba cómo se hinchaban por el esfuerzo dentro de lo que esperaba fuese una pesadilla. Fue en el momento en que el aguzado pico bajaba hasta su blando abdomen y lo acariciaba preparándose para el festín, cuando de repente recuperó la conciencia.
Abrió los ojos de golpe, sudando por todos los poros de su cuerpo. Yacía de espaldas sobre la litera adosada a una de las paredes de la zona de estar mirando al techo manchado.
—Gracias al Emperador —dijo jadeando—. ¡Era un sueño!
«Maynarrrd…»
Quedó paralizado sin atreverse a mirar. Sólo había encendida una electrovela en su nivel más bajo, y la mayor parte del recinto estaba sumida en la oscuridad. Desde la esquina llegaba un ruido metálico, chirriante. A su pesar, sus ojos se volvieron en esa dirección y vio la forma de un pico emerger de las sombras, lanzando destellos bajo la luz de la vela para desaparecer otra vez. Luego volvió a verlo, y junto con él apareció el resto de la monstruosa criatura de la selva. Su cabeza crestada rozaba el techo y su volumen detestable ocupaba todo el extremo de la zona de estar.
A aquellas alturas, Rugolo había perdido completamente la razón. Sus entrañas se habían vuelto de gelatina y todo él era presa de un temblor incontrolable. Era como un niño aterrorizado que se encogía y balbuceaba sonidos ininteligibles, mientras aquella cosa que sabía su nombre avanzaba hacia él.
Por el momento, la aparición estaba formada a medias y se desvanecía a veces casi hasta desaparecer, pero volvía a corporizarse para volverse transparente otra vez, como si no hubiera completado del todo la transición desde el mundo de los sueños en el que se había originado. Los brazos alados se extendieron como si quisiera envolverlo en un abrazo, mientras restallaba la cola de un lado a otro y bajaba el pico para comérselo.
De repente, la puerta se abrió y apareció Pelor Calliden en el rectángulo de luz que llegaba de la cabina de control, con el rostro desencajado por el terror al presenciar la escena.
«¡Que el Emperador nos salve!»
Era tan grande su terror que, al igual que Rugolo, era incapaz de moverse, y todo lo que salía de su boca era un sonido vacilante y quejumbroso. Como las de Rugolo, sus entrañas se retorcían de miedo, como recorridas por una corriente eléctrica.
Se le aflojaron las piernas, se le nubló la vista y estuvo a punto de perder el sentido. Luego se enderezó. Su ojo de disformidad pareció expandirse y volverse lustroso. Miró fijamente al monstruo y con una voz autoritaria que en nada se parecía a la frágil vocecilla que Rugolo estaba habituado a oír, arrojó contra la criatura sus palabras como si fueran armas.
—¡IN NOMINE DEI-IMPERATORIS! ¡TIBI IMPERO FOEDE DAEMON, NE NOS MOLESTES ITERUM! ¡VENI NUMQUAM AD MUNDUM MORTALIUM!
La increíble bestia retrocedió y avanzó hacia Calliden. La imagen vaciló y casi se desvaneció antes de resurgir con un incoherente rugido y una risa aguda.
Calliden repitió las autoritarias palabras de su exorcismo. El monstruo tembló, se sacudió y graznó. El pico inmenso dio una boqueada y exhaló un humo purpúreo y encendido acompañado de un hedor indescriptible, una combinación de carne quemada, corrompida, podrida, todo mezclado de una manera indefinible con los aromas más encantadores, de modo que no era posible discernir entre lo que repelía y lo que encantaba.
Entonces, en lo que quedaba del monstruo se fueron produciendo jirones a medida que se desintegraba. Con un chirrido se hundió hacia adentro, como si fuera absorbido por un punto central, y desapareció, dejando tras de sí un hedor insoportable y una sensación de calor intenso que fue disipándose gradualmente.
Con un estremecimiento, Calliden cerró sus tres ojos. Vaciló e intentó sujetarse al marco de la puerta, pero le fallaron las fuerzas y se fue deslizando hasta caer al suelo, donde empezó a sollozar con la mente obnubilada por un terror tan grande que le parecía imposible sentirlo y seguir con vida.
Rugolo seguía temblando y balbuciendo cosas incoherentes tendido en la cama. Debieron de haber pasado algunos minutos untes de que Calliden pudiera entrar en la cabina y descubrir que el mercader había perdido la razón.
«¡Ayúdame, ayúdame! ¡Divino Emperador, Potens Terribilitas, Salvador de la Especie Humana! ¡Ayúdame!»
Calliden se acercó y abofeteó a Rugolo. Luego lo obligó a salir de la cama y casi lo arrastró hacia la cabina de control, donde lo dejó caer sobre una de las dos sillas que había junto a la mesa, ocupando él la otra. Las histéricas plegarias de Rugolo se convirtieron en un balbuceo incoherente. En cuanto a Calliden, era como si sus fuerzas lo hubieran abandonado. Se sentía como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas.
—¿Qué… qué era? —logró articular Rugolo—. En nombre del Emperador, ¿qué era?
—¡Un demonio! —dijo Calliden con voz trémula—. ¡Era un demonio!
—Fue la joya —confesó Rugolo, presa aún de un temblor incontrolable—. Usé la piedra de los sueños. ¡Salió de mis sueños!
—Debemos destruirla. Vaya y tráigala.
—No puedo. No puedo. Estoy demasiado asustado.
—¿Dónde está?
—Debajo de la almohada.
Haciendo gala del escaso valor que le quedaba, Calliden se levantó y con paso vacilante se dirigió a la zona de estar. La unidad desodorizante, una pieza imprescindible en el equipo de cualquier nave espacial con un espacio cerrado, giraba vertiginosamente para eliminar el hedor espantoso que había dejado el objeto del espacio disforme. La cabina tenía un aire alucinatorio, una profundidad artificial que parecía mirarlo y en las paredes brillaba una luz mágica y propia, como si el demonio poseyese una intensidad de vida y de conciencia que superara con mucho a la de otras criaturas físicas y cuya aura perviviera.
Levantó la almohada. Donde había estado la piedra quedaba un montoncito de polvo azulado. Tal vez se había deshecho cuando hizo desaparecer al demonio.
Volvió a la cabina de control. Ni uno ni otro hablaron durante largo rato.
—Ya ves que es cierto —dijo por fin Calliden, adoptando un tono de serena amonestación—. Los demonios existen.
—He sido un necio —asintió Rugolo, completamente desolado.
—Sí, me temo que sí. No me extraña que Gundrum se marchara sin molestarse en volver a hablar con nosotros. ¿Lo entiendes? Te había ofrecido como sacrificio al demonio. Estuvo a punto de devorarte, en cuerpo y alma…
»La piedra de los sueños es un instrumento de conjuro. Su fin es permitir que los demonios se materialicen, que salgan del Immaterium.
La complexión normalmente rubicunda de Rugolo, que ya había adquirido una palidez semejante a la de Calliden, se volvió gris.
—¡Doy gracias al Divino Emperador de que supieras cómo deshacerte de él!
—Los navegantes tenemos poderes psíquicos, pero no son suficientes para exorcizar a los demonios —repuso Calliden, mirándolo—. Yo hacía lo mismo que tú, me limitaba a musitar plegarias presa del pánico. En este caso utilicé una fórmula de supresión que aprendí en los cursos de navegación. No debería haber funcionado. Creo que lo hizo porque el demonio no se había materializado por completo. Todavía era en parte una creación onírica.
»Probablemente estaba previsto que soñaras varias veces más antes de que el demonio pudiera manifestarse —prosiguió el navegante—. Pero el hecho de usar la gema estando en el espacio disforme hizo que se apareciese prematuramente.
Sin duda había más cosas que decir al respecto, pero Calliden se mostró reacio a exponer los conocimientos privados y secretos de un navegante. Había empleado el ritual de supresión por instinto. Estaba formulado con palabras oscuras de una antigua lengua, el pregótico, pero él conocía su significado:
¡En nombre del Dios-Emperador! ¡Te ordeno a ti, asqueroso demonio, que no nos importunes más! ¡Abandona este lugar y vuelve a aquél de donde vienes! ¡No vuelvas a presentarte en el mundo de los mortales!
Resultaba irónico que Rugolo, que se había declarado no creyente hasta ese momento, sin saberlo hubiese dicho la verdad sobre una cosa. Cuando había creído ver a su madre suplicándole fuera de la nave, sin duda había sido también un demonio simulador que de alguna manera había advertido su debilidad.
—Hay algo que debes saber —dijo Calliden—. Se lo oí decir u mi madre. La Inquisición mata a cualquier persona que haya visto un demonio o que sea siquiera sospechoso de haberlo visto. Así son de peligrosas las materializaciones, de modo que no hables con nadie de lo que acaba de suceder.
A Rugolo le castañeteaban los dientes. Por su mente pasaban locas ideas. ¿Volvería el demonio a presentarse en sus sueños cuando volviera a dormirse? ¿Qué se sentiría al ser comido por él en cuerpo y alma? Le parecía oír otra vez su voz, llamándolo con acentos seductores, tranquilizándolo, ofreciéndole riquezas. ¡Riquezas! ¡Poder! ¡Placeres incomparables!
El deleite supremo de todo ser destinado a ser devorado.
Se le ocurrió que tenía una razón para seguir persiguiendo a Gundrum. ¡Aquel malvado le había tendido una trampa y se vengaría robándole su negocio! El terror y la codicia libraban una batalla en su interior, retorciendo sus pensamientos de una manera irracional.
—¡Estamos en los dominios de la locura! —gritó con desesperación—. ¡Tienes razón, Pelor! ¡Debemos regresar! —se encontró repitiendo las palabras de Kwyler—: ¡Volver a la seguridad! ¡Al Imperio! ¡A los Marines Espaciales! ¡A la Inquisición!
»¿Dónde estamos? —preguntó Rugolo, mirando atónito a su alrededor, como si despertara de repente.
—He detenido la nave en un punto muerto. Estaba dormido cuando oí tu grito.
—Entonces, regresemos.
Calliden hizo un gesto de asentimiento. Se dirigió al tablero de control y ocupó el asiento del primer piloto. Antes de tirar hacia abajo de la cápsula del navegante dirigió sus poderes psíquicos hacia el ojo de disformidad y dio un paso atrás conmocionado.
La compleja selva que habitualmente le servía para interpretar el espacio disforme había desaparecido. Ya no estaba, o más bien era una selva destrozada y engullida en un furioso tifón oceánico. Ramas desprendidas, hojas destrozadas, troncos y maleza estaban hechos trizas y mezclados; todos aparecían y se arremolinaban, mezclados con brillantes orquídeas y capullos aplastados, arrastrados de un lado para otro por las turbulencias de un torrente de disformidad al que era imposible resistirse.
La Estrella Errante formaba también parte de ese torrente. Calliden miraba con impotencia, sabiendo que no podía hacer nada. Como la madera que flota en un huracán, estaban siendo arrastrados directamente hacia el Ojo del Terror.