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UNA EXTRAÑA MERCANCÍA
El aterrizaje en Calígula, quinto planeta de una estrella designada sólo con un número en los mapas imperiales, hubiera parecido insólito a cualquier persona versada en las costumbres del Imperio. No había vestigios de defensas planetarias. No llegó ninguna voz a través del comunicador exigiendo su identificación o poniendo en duda su derecho a aterrizar, ni siquiera advirtiéndolos de que había un cañón láser apuntando a la nave. Tampoco se oyó el clarín personal del Comandante Imperial, extraña omisión sin duda. Era como si el mundo de allí abajo, con su brillante nube blanca acariciada por la luz de su brillante sol, fuera un mundo virgen, jamás hollado por los seres humanos.
No era exactamente así, aunque el planeta distaba mucho de estar densamente poblado. Sólo cuando Pelor Calliden introdujo a la Estrella Errante en la atmósfera y se deslizaron por encima del paisaje, pudieron distinguir algunas ciudades de medianas dimensiones.
—Busca la más grande —dijo Rugolo.
Aterrizaron a las afueras de una población dispersa, situada a orillas de un océano agitado por las tempestades. Ni siquiera tenía un puerto espacial, apenas una gran extensión de tierra batida y chamuscada por los motores de propulsión de las naves que habían aterrizado antes que ellos. Algunas de ellas todavía estaban aparcadas en el campo, vapuleadas y llenas de rayones, con sus patas de aterrizaje bien asentadas sobre la tierra. Había algunas que, evidentemente, nunca volverían a despegar. Estaban volcadas, medio aplastadas y habían sido arrastradas hasta las lindes del campo y abandonadas a su suerte. Calliden esbozó una sonrisa irónica al verlas.
—Los pilotos están acostumbrados a aterrizar sobre adamantium, o al menos sobre cemento endurecido —dijo—. Este campo ni siquiera está nivelado, es como aterrizar en la ladera de una colina. Parece como si algunos no supieran muy bien lo que hacen.
—Tal vez estén demasiado bebidos —observó Rugolo, y con tristeza recordó las veces que él mismo se había visto obligado a aterrizar sobre una superficie desigual y había estado a punto de estrellarse.
No había aduanas ni nada parecido a edificios administrativos, sólo una pista destartalada que llevaba a la ciudad. Calliden profirió un suspiro y sacudió la cabeza.
—¿No les importa quién pueda venir?
—Es obvio que no. ¡Justo la clase de lugar que a mí me gusta! Salgamos y echemos un vistazo.
Gateando llegaron a la escotilla principal que Rugolo cerró de un golpe. Aseguró con un cuidado especial las cerraduras. Allí no había guardias y, por lo tanto, ninguna protección contra los ladrones o, peor aún, contra los secuestradores espaciales. Luego bajó por la escalerilla y se reunió con Calliden que lo esperaba en tierra.
—No, no. ¡Por lo más sagrado! ¡Hace falta algo más que eso! —exclamó el navegante, mirando horrorizado cómo se alejaba el mercader.
A punto estuvo de arrojar a un lado a su compañero en su prisa por echar mano de la matrícula de runas que había al pie de la escotilla y colocar la palma de la mano derecha sobre el sello de protección que llevaba incorporado. Cerrando los ojos, entonó una plegaria mientras Rugolo lo miraba con una sonrisa cínica en los labios.
—¡No es extraño que sea usted un desastre! ¡No hace nada por propiciar la buena suerte! —dijo el navegante, una vez terminado el rito, volviéndose hacia el mercader.
Rugolo hizo un gesto de indiferencia.
Los dos miraron en derredor. El cielo, azul claro, estaba cruzado por una nube blanca a gran altura. Soplaba un viento ligero y el aire era cálido y fragante, impregnado con un olor a resina.
Por una vez, la Estrella Errante no parecía fuera de lugar. La mayor parte de las naves del puerto espacial presentaban un aspecto improvisado, como si las hubieran construido con restos de otras naves, lo cual no era imposible. Lo que quedaba de la decoración y los adornos tradicionales estaba golpeado y distorsionado, las gárgolas protectoras, en algunos casos, brillaban por su ausencia. Indudablemente, todo hablaba a las claras de los confines del Imperio, de la frontera. Y, sin embargo, estaba dentro del Segmentum Obscurus, uno de los cinco Segmentum Mayores en que estaba dividido el Imperio. El Ojo del Terror era en sí mismo una frontera.
Entonces Rugolo reparó en una nave situada cerca del límite exterior del campo, que no se parecía a ninguna otra que hubiese visto en su vida. Lo primero que llamaba la atención era su color. No tenía el aspecto monótono ni la mezcla de gris y negro de las restantes naves que viajaban por el espacio, sino que era de color gris perlado, iridiscente, con tonalidades cambiantes. Era como si hubiera pasado a través de un arco iris y se le hubiesen contagiado sus colores. Resultaba difícil entender cómo semejante variedad podía soportar los rigores del espacio.
La segunda novedad era su forma. No tenía los pesados remaches ni los adornos almenados de otras naves espaciales. Era lisa, como si hubiera salido de un molde, y alargada. Parecía algún elegante animal volador a punto de levantar el vuelo.
—¡Esa no puede ser una nave del Imperio! —dijo Calliden, tras seguir la dirección de la mirada del mercader, poniéndose tenso y hablando en un susurro—. Debe ser… alienígena. ¡Hay extranjeros aquí! Maynard, tal vez debiéramos marcharnos.
Rugolo volvió a sonreír. Cuando apenas acababa de superar el peor de sus miedos, Calliden estaba dispuesto a salir otra vez al espacio disforme con tal de no enfrentarse con una forma de vida extraña. Es cierto, para el común de los mortales la perspectiva era aterradora. Los alienígenas —todos ellos— eran enemigos declarados de la especie humana.
—¡Ánimo, amigo! Yo he hablado con alienígenas y he sobrevivido.
Miraron hacia la población. Frente a ellos se alzaba una serie de desmañadas estructuras metálicas levantadas a toda prisa y de grandes tiendas cuyas telas se agitaban con la brisa.
Era una ciudad destartalada, a la que los condujo una única calle llena de suciedad. Calliden se detuvo y tuvo que animarlo a seguir adelante cuando echó la primera ojeada a los viandantes, hombres rudos, ásperos, de mirada torva, vestidos de la forma más variopinta, provistos de armas no enfundadas sino llevadas directamente en la mano o asomando por los bolsillos para ser usadas a la menor provocación. Daba la impresión de que en aquel lugar no existían ni ley ni arbitradores ni policía. Si había un Comandante Imperial, lo más probable era que residiese en otro planeta y que se ocupara bien poco del mundo sin ley del que era gobernador nominal. Era un planeta abandonado en manos de los aventureros, los cazadores, los mineros por cuenta propia… y tal vez, los piratas.
A Rugolo el lugar le causaba una buena impresión. Tenía el presentimiento de que podría hacer buenos negocios, aunque en realidad no tenía gran cosa con que comerciar.
Calliden había cubierto de nuevo su ojo de disformidad con piel sintética. No quería que lo identificaran como un navegante. Se encogió nerviosamente mientras avanzaban por el polvoriento camino. Esto no era como la ordenada y más o menos segura ciudad de Gendova a la que se había acostumbrado.
Rugolo echó una mirada a las planchas de metal remachadas o corrugadas que habían sido utilizadas para unir las chozas. Observó que algunas de ellas provenían de los mundos industrializados del Imperio; eso era evidente porque los forjadores de metal del Imperio no solían resistirse a estampar alguna imagen sobre cualquier plancha de metal: dibujos barrocos, banderines, banderas, relieves de adeptus con capirotes o de extrañas bestias o de runas propiciatorias. A los que habían construido las chozas, fueran quienes fuesen, les importaba muy poco todo aquello. A veces la decoración estaba patas arriba o de lado, lo que provocó una mirada de desaprobación de Calliden.
—¡Bueno, todavía no he visto ningún alienígena! —dijo Rugolo, intentando animarlo.
Llegaron hasta la sombra de una marquesina. Sobre ella había un letrero con la leyenda: BEBIDAS-TABACOS-OBJETOS VARIOS.
Era la entrada de una triste tienda roja de campaña. De dentro llegaba el murmullo de la conversación. Una mirada al interior mostró a Rugolo un espacio semejante al de una catedral modesta del Culto del Emperador. Partes de la tienda roja que lo cubría todo habían sido abiertas para dejar entrar el aire y la luz del sol. En el interior había dispuestas mesas y sillas. En el extremo más apartado habían hecho una barra con toneles vacíos.
La tienda estaba llena de hombres y mujeres que bebían, fumaban hierbas de diversos tipos o simplemente hablaban. Como en la sucia calle de afuera, la gente iba vestida de tal modo que hubiera sido arrestada en otras partes del Imperio. Hombres de aspecto duro, vestidos con prendas pesadas y resistentes, muchas de ellas rotas o cubiertas de barro, parecían mineros o exploradores. Otros, en su mayoría mujeres, llevaban ropas indecentes y provocativas, y también los había que sólo iban cubiertos con andrajos.
—Éste parece el lugar indicado para enterarse de lo que pasa por aquí —dijo Rugolo a su compañero, tocándole en el brazo.
Entraron. En el bar sintieron cierto alivio al comprobar que aceptaban casi cualquier moneda. Rugolo había estado en algunos lugares donde al gobernante imperial local, saltándose la legalidad, había establecido que todos los intercambios se hicieran con moneda local. Rugolo pidió dos jarras de una cerveza aguada, de olor espantoso, que llevó a la mesa. Por su sabor a jengibre supuso que estaba hecha de alguna raíz vegetal. Calliden dio un sorbo a la suya con desagrado y se puso a jugar nerviosamente con la jarra. Era evidente que se sentía intimidado por quienes los rodeaban.
Rugolo había dejado en la nave la pistola de plástico y en su lugar llevaba una mortífera pistola de agujas y la pequeña pistola láser ocultas bajo la ropa. Había llegado a la conclusión de que era mejor no llevar armas a la vista. Hacía que desconfiaran de él en cuanto se enteraban de que era un mercader. Estaba muy extendida la idea de que un mercader debía ir armado.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Calliden con voz quejumbrosa.
—Aquel asunto en Apex V me dejó casi sin mercancía y sin dinero. Necesito levantar mi negocio, sin interferencias, informalmente por así decirlo, para obtener recursos que me permitan realizar transacciones normales. A veces se pueden encontrar cosas valiosas por muy poco dinero en un lugar como éste.
Mientras hablaban, Calliden paseaba su inexpresiva mirada por el bar. De repente se detuvo, boquiabierto.
—¡Por lo más alto! ¿Qué es aquello?
Estaba mirando a una figura apoyada con aire displicente en la barra, que pasaba revista a cuanto la rodeaba con ojos brillantes. De mayor estatura que la mayoría de los hombres y de complexión más delgada, la figura tenía una cabeza que era en parte ovoide y en parte angular, como moldeada por un escultor extravagante, y lucía una expresión fija, altanera. Era humanoide, pero no humana. Ni siquiera era orgánica. Era una máquina, pero no una máquina fabricada por la mano humana. Llevaba un capote de color azul eléctrico, bajo el cual podía verse un brillo de tonalidad gris perlada.
—Un robot —dijo Calliden mirándolo descaradamente.
—Pero no ha sido construido por manos humanas —respondió Rugolo lentamente.
Calliden se dio cuenta de que tenía razón. Las criaturas mecánicas del sagrado Adeptus Mecánicus eran bestias torpes, chirriantes, muy corpulentas pero poco inteligentes, a las que se solía usar como carne de cañón o para transportar bombas. Esta criatura-máquina, en cambio, se caracterizaba por su gracia y su belleza, y todo en ella reflejaba seguridad.
—Parece que después de todo sí hay alienígenas —dijo con voz trémula.
Pero Rugolo ya se había levantado de la mesa y se dirigía a la barra, hacia donde estaba el robot. Pudo ver enseguida que el caparazón de su cuerpo no era ni metálico ni plástico, sino que estaba hecho de algún otro material reluciente. Lo recorrió un estremecimiento de emoción. ¡Cuánto podría valer este robot en mundos más civilizados!
Tuvo que mirar al misterioso autómata para hablar con él.
—¿A quién perteneces? —preguntó con voz tranquila pero autoritaria.
Después de una pausa le llegó la respuesta en una voz distante, fantasmagórica, como la de una persona que hablara en sueños.
—Perteneceré a quien sea capaz de vencerme. A nadie más.
Era una respuesta más inteligente que la que hubiera podido esperar de un robot construido por humanos. En el mundo humano, ningún cerebro artificial hubiera sido capaz de elaborar frases tan enigmáticas.
Volvió a la mesa.
—Es de origen alienígena, sin duda —dijo a Calliden.
—¿Qué clase de alienígena?
—No lo sé, pero… —Rugolo tragó saliva y miró a su alrededor como si estuviera buscando a uno de ellos, fueran lo que fuesen—. ¿Has oído hablar de los «eldar»?
—¿Tienen algo que ver con los orkos?
Rugolo hizo un gesto de negación. Para la mayoría, un alienígena era sólo un alienígena. Si se preguntaba a la gente por el nombre de una raza alienígena, lo más probable es que la respuesta fuera «orkos», suponiendo que contestaran algo.
Mirando de vez en cuando al robot, empezó su explicación apresuradamente y en voz baja.
—En realidad no sé si son seres reales o míticos, pero se dice que los eldar son una raza no humana antigua, experta en la construcción de robots. Por lo que he oído, todos los eldar llevan una piedra preciosa especial sobre el corazón. Es una piedra espiritual que absorbe las experiencias de quien la lleva. Cuando el eldar muere, la piedra contiene su espíritu y puede implantarse en una máquina o en un robot y tiene capacidad para animarlos. De esa manera, el eldar vuelve a la vida, por lo general para luchar en una batalla o algo así.
Se detuvo buscando algo en su mente.
—Hay una palabra para designar a los robots de combate animados por un espíritu: guardia espectral —señaló con la cabeza a la figura del bar—. Creo que ése podría ser un guardia espectral.
Calliden miró hacia la máquina humanoide y una expresión de repugnancia cubrió sus pálidas facciones.
—Artes alienígenas. ¡Qué asco! ¡Incluso tiene un aspecto maligno, lo mismo que aquella nave del puerto espacial! ¿No ve lo diferente que es del sagrado trabajo de nuestros tecnosacerdotes, imbuido como está de la luz sagrada del Emperador. ¡Apostaría cualquier cosa a que esos alienígenas tienen que invocar a los demonios para hacer funcionar esas cosas!
—Sí, supongo que sí —respondió Rugolo con aire ausente. Tuvo que admitir que tanto el robot como la colorida nave espacial tenían un aspecto extraño, incluso siniestro, pero ya antes se había topado con tecnoartes y no estaba dispuesto a considerarlo desde el punto de vista religioso.
Fuera como fuese no estaba seguro ni mucho menos de su propia explicación. El guardia espectral, si realmente era eso, no llevaba armadura ni iba armado. Además no llevaba ningún distintivo, y él había oído que la sociedad eldar tenía un colorido muy elaborado. En cualquier caso, ¿qué hacía en un mundo humano? Recordó otra cosa que había oído: el espíritu implantado en un guardia espectral vivía como en un sueño, llevaba una existencia casi sonámbula. Era posible que de alguna manera se hubiera apartado del lugar al que pertenecía, que se hubiera perdido o hubiera sido abandonado.
No creía lo que había dicho el robot de que no pertenecía a nadie. Cómo había ido a parar a Calígula era todo un misterio, pero no hubiera podido sobrevivir entre humanos sin estar esclavizado. Alguien tenía que controlarlo.
En aquel momento alguien se acercó al guardia espectral, susurró algo a su oído y permaneció junto a él en actitud dominante, dirigiendo una mirada inquisitiva a Rugolo. Era un humano de escasa estatura y edad mediana con una cara redonda y bondadosa, una expresión de permanente ansiedad y una mirada azul muy afable. Su indumentaria era sencilla: una camiseta color cereza, un jubón azul y una boina verde que terminaba en un pico por delante.
Rugolo se puso de pie una vez más para acercarse al extraño y le habló cortésmente, pero con el tono de quien está acostumbrado a que le respondan.
—¿Es usted el propietario de esta máquina?
El aludido esbozó una sonrisa y señaló el extremo más apartado del largo bar. Allí, invisible hasta que un grupo de gente se apartó, había otra figura extraordinaria, apoyada sobre la barra con la misma postura que el voluntarioso guardia espectral. Eso fue lo único que llamó la atención a Rugolo. Los robots eran pura imitación, y lo más probable era que la máquina eldar fuera una copia fiel de su amo.
Rugolo lo miró fijamente. Tenía más o menos la misma altura que el robot, pero ahí terminaba el parecido. El hombre era de una delgadez enfermiza. El pelo negro y rígido salía disparado de su cráneo estrecho como el trigo de un trigal. Iba vestido de negro, pero su ropa se veía ajada y arrugada, y se pegaba a su escuálida estructura como si llevara años sin sacársela de encima. En cuanto a su cara, tenía una expresión salvaje: los ojos saltones, la huesuda nariz sobresalía entre sus mejillas cetrinas, las orejas se abrían hacia los lados de su cabeza como si un olvido hubiera hecho que las pegaran allí en el último momento.
Mucho más llamativa que su aspecto era su conducta. Daba la impresión de que estaba arengando a los que estaban a su alrededor, aunque no le prestaban la menor atención. Gesticulaba espasmódicamente, inclinando su cuerpo angular hacia uno y otro lado como si estuviera loco, lo cual tal vez fuera cierto. Rugolo se levantó y se dirigió hacia él atravesando la tienda. Al acercarse oyó entre el murmullo general las palabras del hombre pronunciadas en un tono estridente como si no las dirigiera a quienes lo rodeaban, sino que estuviera absorto en un monólogo interior.
—¿Acaso no he descubierto yo la raíz de mi deseo? Vosotros que me oís, ¿no veis que todo se reduce a un plato de dolor y a una nada? No, porque no habéis estado donde yo he estado. ¡No habéis visto la raíz de mi deseo! No habéis visto… no habéis visto.
Hizo una pausa para echar un buen trago de una jarra que había estado zarandeando con la mano derecha. Dio la impresión de que la cerveza desaparecía con extraordinaria rapidez en la estrechez de su boca y en el interior de su estómago sin que tuviera necesidad de tragar. Eructó y continuó con su perorata sin sentido.
—¡Nadie puede conocer la raíz de mi deseo! ¡Nadie que no haya estado allí! ¿No es así, amor de mis amores? ¡Háblale de las raíces!
Extendió un brazo mientras hablaba y señaló a una joven solitaria que estaba sentada cerca, con los brazos apoyados sobre una mesa. La muchacha levantó la vista hacia Rugolo y se pasó la lengua por los labios.
En cuanto posó sus ojos en ella, Rugolo tuvo la impresión de que irradiaba un desenfreno seductor de naturaleza casi vampírica. Tenía la cara redonda, tersa, y, a pesar de su belleza, le recordaba a algún animal felino. Tenía el pelo negro azabache y lacio, y unos ojos verdes y almendrados que casi nunca pestañeaban, lo que daba a su mirada una expresión hipnótica. Su vestimenta se reducía a un ajustado jubón azul oscuro que marcaba su figura y sus formas voluptuosas. Cuando se inclinó sobre la mesa, Rugolo pudo apreciar en toda plenitud su generoso trasero que sobresalía del asiento.
Retrocedió, sorprendido. La chica se levantó y se dirigió hacia él. Sus movimientos eran flexibles. Sin dejar de sonreír, levantó una mano y pasó una uña por uno de los lados del cuello del hombre. La sensación hizo que una oleada de placer recorriera todo su cuerpo. Se sintió incapaz de sostener aquella mirada fija y rehuyó su contacto.
—Me llamo Aegelica —dijo con una estremecedora voz de contralto—. ¿Y tú?
—Maynard Rugolo —respondió a regañadientes. Luego se volvió hacia el hombre alto vestido de negro, cuyo rostro, visto de cerca, era escamoso y espiralado, como si sufriera una afección de la piel.
—Según me dicen, es usted el dueño de ese robot que está de pie junto a la barra.
—¡Ah, el guardia espectral! —respondió el extranjero volviéndose y dirigiendo a Rugolo una mirada desconcertada—. Mi amigo y colega Kwyler le dio, sin duda, esa información, y sin cobrar siquiera por ello. ¡Siempre tan generoso! ¡Siempre tan suelto de lengua!
De modo que realmente era un guardia espectral. A Rugolo le decepcionó que el hombre conociera el origen de la máquina. Había confiado en hacerse con él por un precio muy inferior a su verdadero valor, aunque en realidad todavía no renunciaba a ello.
—Ya he visto antes otros como éste —dijo displicentemente—. Por lo general no valen mucho. Como sirvientes no sirven para nada. Además suelen sufrir muchos desperfectos y en el Imperio no hay quien pueda repararlos. Son de fabricación eldar. Pero, sé dónde puedo venderlo como curiosidad y me gustaría liberarlo de él.
—¡Ah! ¡Pretende usted embaucar a un honrado mercader! ¡Por las raíces de mi deseo! Debería exprimir sus entrañas y hacer vino con sus restos. ¿No es un hombre desleal y traicionero, mi querida Aegelica, aplacadora de mis más profundos deseos?
Los ojos verdes de Aegelica estaban fijos en Rugolo, como si quisiera atravesarlo con la mirada.
—Es un cúmulo de mentiras, maquinaciones y manipulaciones, mi querido Gundrum. Las veo escritas en su mente como un mapa del mal. Cree que somos unos palurdos porque estamos lejos de las grandes ciudades y mundos donde los hombres pululan como hormigas. Cree que por unas cuantas monedas, por unas baratijas, por unas palabras zalameras, puede sacarnos este guardia espectral y todos los tesoros que tanto trabajo nos costó reunir. En realidad, no podría reunir el valor del guardia espectral ni vendiendo todo lo que posee y entregando además su alma como parte del trato. Claro que un alma es algo tan insignificante, tiene menos valor que un guijarro en una playa.
Mientras duró la perorata pronunciada con su encantadora voz, Aegelica no dejó de sonreír a Rugolo como si lo amara y sólo deseara complacerlo. Al principio, Rugolo estaba fascinado, pero luego se sacudió y rió.
—¡Veo que he topado con un adversario de mi altura! —se felicitó, y volviéndose a Gundrum añadió—: ¿De modo que también usted es un mercader?
—No venderíamos al guardia espectral aunque nos ofreciera lo que vale —respondió Gundrum en tono más amistoso—. Está destinado al palacio del Comandante Imperial, que lo adoptará como una de sus mascotas. Su hobby es tener animales exóticos y hermosos deambulando libremente por sus espaciosos salones. El guardia espectral no desentonará entre ellos.
—Ya veo. Confieso que tengo curiosidad por saber de dónde lo ha sacado.
—Es natural.
Gundrum estaba mirando por encima del hombro de Rugolo. Al volverse Maynard vio lo que había llamado su atención. Tres hombres se habían acercado a Pelor Calliden y habían rodeado su mesa, inclinándose hacia él para decirle algo. Uno de ellos era fornido, tenía un cuello grueso como el de un toro, llevaba una pesada pistola al cinto y el velludo pecho descubierto. Sus dos acompañantes eran más pequeños y tenían aspecto de chulos, como los que Rugolo había visto en muchos planetas y que solían ganarse la vida como ladrones o como asesinos. Calliden estaba aterrorizado, sobre todo cuando uno de sus agresores le sujetó la cabeza por el pelo y acercó el filo de un cuchillo a su garganta.
Gundrum alzó repentinamente la voz y gritó algo en un idioma que Rugolo no conocía.
—¡H’k cuwhaiole! Aeilreowth shuwele-ha!
Con la agilidad de un reptil de algún mundo extinguido, el guardia espectral eldar entró en acción. Echó hacia atrás su capa de color azul eléctrico como si fueran las alas de un águila y saltó sobre la mesa, dejando al descubierto la radiante belleza de sus formas desnudas. Lo primero que hizo fue coger con una mano la muñeca que sostenía el cuchillo con el que amenazaban a Calliden. Se oyó claramente un crujido al quebrarse los huesos del antebrazo, tanto el cúbito como el radio, y a continuación el grito de dolor del rufián al caer hacia atrás, con la mano colgando, y dejar caer el cuchillo.
El jefe de pecho descubierto del trío no era lento. Sacó del cinto su arma, una pistola y se las ingenió para dispararla. La pesada bala de metal rebotó contra el caparazón perlado del robot sin hacer mella en él. Para entonces ya se había apoderado de la pistola el guardia espectral que cerró el puño reduciéndola a añicos que cayeron con ruido metálico sobre la mesa. Moviéndose como un bailarín, la máquina eldar cogió al dueño del arma, lo puso patas para arriba y lo arrojó de cabeza, con fuerza, contra el suelo de piedra.
El tercer asaltante ya había huido junto con su amigo herido. Sin inmutarse, el guardia espectral volvió a la barra, donde se apoyó en la misma postura que antes paseando su mirada por la escena. El hombre al que Gundrum había llamado Kwyler había desaparecido.
Rugolo se había abierto camino entre la multitud hasta reunirse con Calliden, que no dejaba de temblar y no apartaba la vista del cuerpo que yacía inerte en el suelo.
—¿Qué querían?
—Simplemente se les había acabado el dinero para comprar bebida —respondió, haciendo un gesto de resignación.
Gundrum se acercó y observó mientras el cuerpo era arrastrado por el suelo y tirado en medio de la sucia calle. Nadie se molestó en comprobar si el hombre del pecho descubierto aún estaba con vida.
Rugolo observó entonces unas definidas líneas circulares en torno a las muñecas del guardia espectral. Se dio cuenta de que sus manos eran desmontables, probablemente para poder reemplazarlas por armas.
—Sin duda pedirá una precio muy alto por él —dijo Rugolo, volviéndose hacia el navegante—. No sólo es peculiar por su aspecto, sino también un excelente guardaespaldas.
—Por las cosas raras siempre se obtiene un buen precio. ¿No es ése el primer principio de quienes se dedican a la compraventa? —lo desafió Gundrum—. No obstante, amigo mío, en esta región lo raro, lo especial, no siempre es tan raro ni tan especial como podría pensar. Supongo que usted viene de regiones de orden o no hubiera dejado a su compañero indefenso.
—Bueno, sí… ¿Dónde adquirió usted el guardia espectral?
No esperaba recibir respuesta, pero Gundrum le señaló una cortina de tela que había cerca del extremo de la barra.
—¿Quiere hacer negocios? Hay un lugar más privado…
Con un gesto al hombre de la barra, éste los condujo al otro lado de la cortina, a un pequeño compartimiento hecho de una lona tan gruesa que ni la luz del sol la atravesaba, de modo que estaba iluminado por una lámpara colgada de un gancho. Empujando a Calliden por delante de él, Rugolo miró hacia atrás y vio que la chica de rostro felino los seguía.
Le sujetó la cortina y sintió el roce de su pecho al pasar.
En cuanto estuvieron sentados, el extraño mercader habló sin rodeos.
—¿Tiene usted una nave?
Rugolo respondió con un gesto de asentimiento.
—¿Quiere comprar?
—Depende de lo que tenga.
—Oh, sin duda querrá lo que tenemos. Pero ¿con qué lo va a pagar?
Rugolo pensó en las escasas mercancías que tenía para canjear. Unas cuantas armas, algunos ornamentos y algunas otras cosillas. Pensó también en su reducido capital. Hacía ya algún tiempo que no disponía de un verdadero capital operativo. Eso se debía a que había estado trabajando, en efecto, como un mercader de poca monta, transportando mercancías para otros por una modesta cantidad, un humillante declive que había acabado con su aterrizaje en Gendova con una carga de melocotones-manzana podridos. De todos modos, tenía la sensación de que en aquel momento se le presentaba una seductora oportunidad.
Por ello las siguientes palabras de Gundrum sonaron como música en sus oídos.
—Es posible que podamos ayudarnos mutuamente. Usted me considera un hombre de frontera rudo e inculto, ¿no es cierto? Pues no, el ignorante e inculto es usted. ¡Usted es quien viene de la barbarie, desde el Imperio profundo donde todo está adocenado por leyes, leyes y más leyes! ¡A partir de aquí, uno es libre! A partir de aquí, uno viaja al margen de los mapas imperiales hasta lugares remotos, extraños. Allí encontré la raíz de mi deseo. Allí cambié. ¡Todo cambia allí! —se inclinó para acercarse más a Rugolo, y su voz adoptó un tono confidencial, de conspiración—. Incluso el espacio es diferente.
—El espacio no puede ser diferente —repuso Rugolo, intrigado, frunciendo el entrecejo—. El espacio es igual en todas partes —su ceño se despejó—. ¿Se refiere usted a la gran tormenta de disformidad? ¿Al Ojo del Terror? No es el espacio lo que es diferente. Es el Immaterium que forma una sima enorme.
Se recordó a sí mismo que Gundrum estaba medio loco, que no distinguía entre el espacio real y el espacio disforme. A lo mejor había interpretado mal algunas observaciones de su navegante.
Navegante. ¿Dónde había conseguido un navegante una persona tan desquiciada como parecía estarlo Gundrum?
Dejó que el pensamiento saliera de su mente. Aegelica no se había sentado con ellos a la mesa. Permanecía de pie detrás de Rugolo. En ese momento apoyó las manos en sus hombros y empezó a masajeárselos suavemente. Una sensación de puro placer invadió su cuerpo y cayó en una especie de trance. Por un momento tuvo la sensación de que giraba en el interior de un túnel y de quedaba privado de su voluntad. Luego, jadeando, se apartó de ella y su silla cayó al suelo.
Miró primero a la chica y luego a Gundrum. Se dio cuenta de que Calliden tenía una mirada inexpresiva.
—¿También ella es del Ojo? —preguntó Rugolo.
—¿Aegelica? Es mi verdadera y querida hermana, que me acompaña en todos los viajes. Ella pilota la nave espacial. También mi querida hermana Aegelica ha cambiado.
—¿Ella es su piloto? —preguntó Calliden, desconcertado—. Pero no es un navegante.
Por toda respuesta se produjo un embarazoso silencio, hasta que, después de una larga pausa, Aegelica rompió en una risa estridente.
—¿Por qué desea hacer negocios con un extraño al que acaba de conocer? —preguntó Rugolo con desconfianza.
—¡Un hombre sin recursos que trata de comprar un guardia espectral tiene que ser un buen mercader! —respondió Gundrum, esbozando una sonrisa—. Además, usted parece un hombre dispuesto a correr riesgos. Veamos ahora lo que apostamos. Mi Aegelica conoce una ruta de acceso al Ojo. Pero no se gana mucho sacando mercancías de allí y vendiéndolas en los mundos marginales. En otras partes se venderían a mejor precio. En estos momentos, yo no puedo internarme más en el Imperio para comerciar. No estoy familiarizado con él. Hay demasiadas reglas y yo carezco de patente. Además… —retorció su peculiar estructura en un remedo de encogimiento de hombros— hay demasiados sacerdotes, predicadores y arbitradores. Cualquiera que tenga un aspecto un poco extraño les llama la atención, según me han dicho. Usted, en cambio…
Rugolo se estaba entusiasmando. ¡Vaya golpe de suerte! Su natural optimismo empezó a remontar vuelo como un pájaro.
«Ya sabía yo que las aguas volverían a su cauce», se dijo.
—Todo eso está muy bien —dijo con voz serena, ocultando sus sentimientos—. Pero ¿de qué mercancía se trata?
—Vayamos al grano. Por las raíces de mi deseo que es buena. Por el Byssos, por los Grandes Dioses, por el mayor torbellino de maravillas que haya visto jamás la galaxia, pasando por los arrecifes, atravesando tormentas, retorciéndose y girando, se llega al universo de las maravillas que los dioses han dispuesto, y allí está nuestra casa de los tesoros. Dentro del Ojo hay más mundos de los que pueda nombrarse. ¡En esos mundos hay artesanos, artistas, destiladores de licores, todos ellos maestros consumados, ingeniosos, milagrosos! ¿Qué no pagarían por ellos los expertos de los ricos mundos del Imperio? Estoy cansado de abastecer de juguetes a nuestro Comandante Imperial. Un comandante imperial no es más rico que los planetas que gobierna y, por lo tanto, el nuestro está empobrecido ya que sus súbditos no son más que picaros y vagabundos.
Aegelica se movió hacia un lado, y al pasar hizo a Rugolo una caricia que le produjo un estremecimiento.
—Permítame que le muestre algunas baratijas para que se haga una idea de lo que estoy hablando —dijo Gundrum.
Con un movimiento sacó algo de sus hombros. Rugolo se sorprendió de no haber advertido que llevara una mochila, tan negra como las ajadas prendas que vestía. Pero se adaptaba tan bien a su cuerpo, que parecía casi invisible. Luego, al colocarla sobre la mesa, le pareció que aumentaba varias veces de tamaño.
El mercader del Ojo del Terror introdujo una mano en la bolsa y sacó una caja del tamaño de un libro grande. Estaba hecha de una madera rojiza que despedía un leve perfume. La puso sobre la mesa y Rugolo advirtió que estaba decorada con tallas en relieve de lo que supuso eran bestias imaginarias o habitantes de algún fabuloso planeta desconocido para él. Sin embargo, las tallas eran muy tenues, parecía que desaparecían y reaparecían a cada movimiento de la caja.
Con decisión, Gundrum abrió la tapa de la caja. Del interior pareció salir un resplandor rosáceo del que surgió una criatura grande, parecida a una polilla, roja y anaranjada. La polilla empezó a revolotear por el recinto, dejando un rastro de luz dorada en el aire. Poco a poco, el espacio fue llenándose con un zigzag de líneas luminosas. Al mismo tiempo, como la luz de una vela, empezó a crecer en el pecho de Rugolo una sensación reconfortante. Tenía la sensación de que podría observar a la aleteante polilla eternamente y podría esperar a que toda la habitación fuera una masa de líneas resplandecientes en la que quedara atrapado. ¿Y entonces qué?
En los ojos de Calliden vio una expresión que le indicó que sentía lo mismo. Pero en el caso de Aegelica era distinto. Ella se movía y se retorcía, se pasaba la lengua por los labios y parecía embelesada. Evidentemente sentía un placer diferente, más estimulante.
La cara de Gundrum no revelaba nada. Permanecía completamente impasible. Con un chasquido, cerró de golpe la caja. La criatura parecida a una polilla y la malla de oro que estaba creando desaparecieron de inmediato.
—¿Bonita, verdad? —dijo Gundrum, intentando despertar entusiasmo—. Un entretenimiento ideal para ofrecer después de la cena a alguna dama de alta cuna. Por desgracia, los artesanos del Ojo trabajan manualmente y se cansan de producir el mismo artículo una y otra vez. Por eso la peculiaridad es lo habitual. Ahora miren esto.
Volvió a guardar la caja en la bolsa y rebuscó un poco antes de sacar otro objeto que también puso sobre la mesa. Tenía la forma de una pagoda muy ornamentada, de elegantes proporciones, y adornada con oropeles y metales multicolores que despedían destellos a la luz de la lámpara. Era bastante más grande que la caja de la polilla. Rugolo se preguntó cómo se las habría ingeniado para esconder las dos cosas en la mochila negra.
Al advertir un movimiento en el interior de la pagoda, Rugolo y Calliden se acercaron y se inclinaron hacia ella. Realmente estaba sucediendo algo dentro, pero la estructura de la pagoda era de cristal esmerilado y no se podía ver con claridad. Rugolo observó entonces que entre lo intrincado de la decoración había una rampa que rodeaba toda la torre de arriba abajo, y terminaba en una puerta cuya forma era la de una boca entreabierta con colmillos.
Aquello era un tobogán de juguete. Mientras observaba, un muñeco diminuto salió de la plataforma que rodeaba el pináculo de la torre como el ala de un sombrero. Parecía de verdad un ser humano en miniatura, un hombre vestido con un traje en el que se mezclaban abigarradamente el rojo y el verde. Rugolo se maravilló ante la maestría con que se había hecho la figurita, a menos que fuera una proyección holográfica, lo que, por cierto, no parecía. Casi de inmediato empezó a deslizarse por el tobogán, moviendo brazos y piernas, mirando hacia arriba con las facciones distorsionadas por el pánico. Daba la impresión de que estaba gritando.
En cuanto llegó abajo, fue tragado por la boca provista de colmillos. Su lugar fue ocupado por una figura femenina que también se deslizó por el tobogán. Esta iba vestida de amarillo y gritaba, pataleaba y levantaba los brazos implorante, gritando y haciendo gestos como el primero. Le siguieron otras figuritas: hombres, mujeres, niños, todos ellos debatiéndose, gritando, retorciéndose mientras se deslizaban uno tras otro por el tobogán en una sucesión interminable.
—El juguete viene acompañado por un cuento —dijo Gundrum—. Un cuento espantoso para contárselo a los niños.
—A lo mejor en otro momento —musitó Rugolo, horrorizado.
De mala gana, Gundrum guardó la pagoda. De alguna extraña manera apenas si abultaba bajo los pliegues de la tela negra.
—¿Les apetece probar este licor? Los hombres son capaces de vender a sus hijas por una botella de él.
Esta vez sacó de la bolsa un pequeño frasco de cristal tallado con forma de tonel y cuatro copas diminutas, apenas más grandes que unas bellotas. Los dispuso sobre la mesa y con muchísimo cuidado vertió cantidades medidas en las copas. El líquido era espeso como un jarabe y parecía reacio a abandonar la botella. Casi parecía vivo, eléctrico, y despedía destellos y una efervescencia al fluir, primero ámbar, luego escarlata, pasando por una sucesión de colores siempre cambiantes. Incluso una vez asentado en las pequeñas copas, siguió borbotando y cambiando de color.
Gundrum se llevó la copa a los delgados labios y la vació de un trago antes de volver a depositarla sobre la mesa. Aegelica hizo lo mismo. Ninguno de los dos mostró la menor reacción. Rugolo y, un poco más renuente, Calliden siguieron su ejemplo.
Rugolo intentó beber un pequeño sorbo, pero sin saber cómo, el contenido de la copa resbaló hasta su boca como una gruesa gota. Fue como si una bomba de sabor estallase lentamente sobre su lengua. Vertiginosamente, volvió a sentir todos los sabores que había degustado en su vida, haciéndole evocar una ronda delirante de recuerdos del pasado. Primero, el sabor de todos los licores que había bebido, luego otras bebidas, después refrescos deliciosos, confituras glaseadas, delicados bocados, alimentos caros.
Todo pasó en un momento. No recordaba haber tragado nada. El licor parecía haber pasado por su garganta por propia iniciativa, como si estuviera ansioso por llegar a su estómago. Luego se sintió sacudido por un espasmo, como si fuera una corriente eléctrica, y provocó en él una alegría que lo recorrió como un viento huracanado. Se quedó completamente rígido y de pronto todo había terminado. Rugolo se relajó exhalando un suspiro de éxtasis.
—¡Es maravilloso! —dijo entre dientes.
Calliden aún estaba más pálido que antes.
En aquel momento, la cortina se abrió de golpe. Un hombre corpulento entró en la habitación, haciéndose cargo de la escena inmediatamente. Parecía enfadado y daba la impresión de reprimir su ira. Como muchos habitantes de Calígula, su indumentaria estaba rota y sucia, como si vestirse fuera una ocurrencia tardía. Su pelo rubio estaba cortado casi al cero, mostrando la piel entre los pelos.
Miró la botella con forma de tonel y las copas diminutas y la mochila negra.
—¿Qué estás haciendo, Gundrum? ¿Por qué no se me ha informado de esto? —preguntó, mostrando al hablar unos grandes dientes serrados.
Encorvado sobre la mesa, Gundrum levantó la vista hacia el intruso, doblando su cuerpo en lugares aparentemente imposibles.
—¡Haciendo contactos, Foafoa! ¡Haciendo contactos! ¿Por qué te inquietas?
El hombre grande se agachó, mirando con descortesía a Rugolo a la cara y luego a Calliden. Rugolo experimentó la misma sensación incómoda que le había producido Aegelica, es decir, la de que estuvieran estudiando su carácter de una manera que no podía hacer una persona normal.
Entonces un puño enorme se agitó delante de su nariz.
—¡Anda usted en busca de nuestros secretos! ¡Quiere entrar en el Ojo! ¡Quiere apoderarse de nuestro negocio!
—¿Y de qué le serviría eso, Foafoa? —intervino Aegelica, chasqueando la lengua—. ¿A cuantos mercaderes aventureros se ha tragado el Ojo? Muchos consiguieron entrar, pero ¿cuántos han conseguido salir? Sólo Gundrum y yo.
»Por supuesto —añadió en tono provocador—, yo misma podría ofrecerle mis servicios. ¿Qué sería entonces de Gundrum y de ti?
—Mantente alejado del Ojo, ¿me oyes? —gruñó Foafoa, volviéndose de nuevo hacia Rugolo—. Eso son asuntos nuestros.
—No tengo la menor intención de ir allí —dijo Rugolo, intentando resultar convincente—. ¿Acaso es posible navegar por él?
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió. Sin pensarlo, había revelado sus verdaderos pensamientos. Gundrum y Aegelica habían conseguido entrar y volver a salir. Por lo tanto, era posible. Y lo que había hecho una persona podía conseguirlo otra. ¡Y qué mercancía tan deliciosa podía conseguirse allí! Probablemente por muy poco dinero, aunque Gundrum no había revelado el medio de pago que utilizaba. Sería preferible conseguirlas en la fuente, siempre que fuera posible. Si se limitaba a actuar como intermediario de Gundrum, sólo obtendría una mínima parte de su valor.
Intentó con todas sus fuerzas dejar esa línea de razonamiento. Gundrum no era tonto. Cualquier mercader que se precie es capaz de adivinar lo que piensa otro. Sólo podía esperar que tanto él como su hermana estuvieran tan seguros de su ruta secreta que pensasen que nadie más podía encontrarla ni usarla.
—Debería matarte ahora mismo —dijo Foafoa en tono amenazador, aunque un poco aplacado por las últimas palabras de Aegelica.
Se volvió para marcharse y fue entonces cuando sucedió. Rugolo vio cómo la parte de atrás de su cabeza se alisaba y desaparecía el pelo crespo. La piel se redondeó y formó una segunda cara, una fea cara de enano, con labios prominentes y nariz tuberosa, que lo miraba desde el cráneo de Foafoa y hacía a Rugolo una mueca para llamar su atención. Una voz chillona salió de su boca, una voz aguda y presa del pánico.
—¡No, no, no! ¡No te vayas! ¡No, no, no te vayas!
Seguía chillando todavía cuando Foafoa levantó la cortina y la cerró tras de sí. Nadie más pareció haber visto la aparición ni haber oído la voz. Rugolo sacudió la cabeza, intentando aclarar sus ideas. No podía creer lo que había visto. Zanjó la cuestión pensando que había sido una alucinación provocada por el licor. Una poción potente, sin duda.
Gundrum recogió la botella y las copas y las guardó en la bolsa.
—Es innecesario decir —señaló Rugolo pausadamente sin poder contenerse—, que la bolsa que usted lleva no es lo suficientemente grande como para contener lo que ha sacado de ella, o lo que ha vuelto a guardar.
—¿Esta? —Gundrum levantó la bolsa. El sedoso material de que estaba hecha se contrajo plegándose sobre sí hasta quedar reducida a un trozo de tela más pequeño que un pañuelo, que guardó en un bolsillo lateral.
—En el Ojo del Terror también hay sabios tejedores —dijo, frunciendo su pequeña boca como si quisiera dibujar una sonrisa—. Veamos, aquí tengo algo más para usted.
Tras hurgar en el mismo bolsillo, desplegó en la palma de la mano algunos pequeños cristales o piedras preciosas. Eran de color azul pálido, translúcidas, pero no tenían nada de extraordinario. Rugolo levantó una y la examinó. No era una amatista ni ninguna piedra que hubiera visto antes.
—¿Tienen algún valor?
—No como piedras preciosas. Son joyas del sueño. Basta con colocar una debajo de la almohada por la noche y lo que uno sueña puede convertirse en realidad.
—¿Eso es todo? ¿Un amuleto de buena suerte? —inquirió Rugolo, decepcionado.
—No, no. No me ha entendido. Realmente hacen que se materialicen objetos salidos de los sueños. Es un objeto extraordinario para regalárselo a un niño. Podría soñar con algún juguete o sueño o con cualquier cosa maravillosa que deseara y se lo encontraría al pie de la cama por la mañana. ¿No es milagroso?
—Sin duda, si fuera verdad —dijo Rugolo incrédulo. Intentaba imaginar qué clase de arte técnico podría hacer posible semejante cosa.
—Haga la prueba. Llévese una.
Gundrum hizo un gesto a su hermana, y los dos abandonaron en silencio la habitación.
Levantando la gema hacia la luz, Rugolo la examinó más de cerca. Le seguía pareciendo una piedra cualquiera. La luz se filtraba a través de ella como podría hacerlo a través de cualquier piedra preciosa en bruto o de un trozo de cristal. Puede que tuviera dos o tres sombras que normalmente hubiera considerado defectos. La guardó en la bolsa que llevaba en su jubón.
Los dos volvieron a salir al bar. Gundrum y Aegelica habían desaparecido junto con el guardia espectral eldar. Foafoa intentaba pasar desapercibido en el otro extremo del bar, hablando con Kwyler.
Rugolo envió a Calliden al bar a por otras dos jarras de aquella espantosa cerveza. Antes de que el navegante hubiera tenido tiempo de regresar advirtió que alguien se sentaba furtivamente en la silla de al lado. Volvió la vista y vio a un hombre de bastante edad cuyo rostro estaba medio oculto por una banda de tela que le cubría la cabeza como un turbante de los utilizados por los habitantes de los abrasadores desiertos.
—No viaje más allá de lo que aparece en los mapas —dijo el hombre, sin disculparse por su presencia—. Lo lamentará sin duda.
—¿Quién le ha dicho que voy a hacerlo?
—Hace mucho tiempo que vivo aquí. Estoy acostumbrado a ver hombres como usted, ansiosos por hacerse ricos. Los he visto caer en la tentación. Si se interna usted en el remolino galáctico, perderá su alma. Los mundos del Ojo están infestados de demonios. No se dirija a ellos.
—¿Ha estado usted allí? preguntó Rugolo.
Sin molestarse en responder, el hombre se puso de pie rápidamente, como si hubiera temido recibir esa pregunta, y se alejó.
Calliden volvió con las jarras y Rugolo bebió la suya con expresión pensativa.