3
EL TERROR DE LA DISFORMIDAD
El mercader interestelar Maynard Rugolo hubiera deseado no haber puesto jamás sus pies en la miserable ciudad de Gendova. En realidad, hubiera deseado no haber puesto rumbo al planeta maldito que se autodenominaba Apex V, por ser el quinto mundo de la estrella oscura que arde sin llama, designada con el nombre de Apex sin ninguna razón que lo justificara en el mapa de estrellas. El sol, el planeta y también la ciudad estaban aquejados de la misma torva monotonía que hacía que Rugolo se sintiera tentado de meter la cabeza dentro de su chaqueta como una tortuga que se retira al interior de su caparazón. Hasta los rayos enrojecidos del lúgubre sol, cuando conseguían filtrarse a través del cielo cubierto de humo, tenían el aspecto de los barrotes de una prisión.
Todo esto no era propio de los mundos marginales situados en las proximidades de la gran tormenta de disformidad que algunos llamaban el Ojo del Terror. El dominio del Imperio no era aquí muy firme ya que el Ojo constituía un peligro para la navegación y, por lo general, prevalecía una atmósfera fronteriza. Rugolo había oído historias de oscuros incursores que salían del Ojo para practicar el pillaje y la destrucción, apresando esclavos para llevarlos a sus guaridas diabólicas, aunque en realidad jamás había conocido a nadie que hubiera presenciado o conocido una de estas incursiones.
Fueran o no ciertas estas historias, el gobernante de Apex V procedía de la lejana Tierra y era de una ortodoxia inflexible. Había impuesto su propia versión autoritaria del Culto Imperial en todo el planeta. Había vigilantes públicos por doquier, y velaban por la observancia de una uniformidad estricta en el vestir y en la conducta. Rugolo pensó con tristeza que cualquiera podía ser encarcelado sólo por cortar el viento.
Estaba sentado en un café, casi el único lugar de reunión que había en Gendova. Servían café de Folia, una infusión dulce, viscosa, bastante nauseabunda, que era lo más parecido a una bebida estimulante cuyo consumo estaba autorizado en la ciudad, aunque para lo único que servía era para mantenerlo a uno despierto cuando quería dormir. En una tarima elevada, situada en una esquina, estaba sentado el vigilante del local, que mediante su batería de micrófonos podía escuchar lo que se decía en todo el salón.
Rugolo hablaba con el navegante de su nave estelar, Dean Abrutu. Los dos formaban una extraña pareja. Rugolo tenía el rostro curtido de quien ha estado bajo muchos soles, lo que bastaba para identificarlo como mercader independiente o como vagabundo aventurero, dos tipos demasiado comunes en los mundos marginales y no demasiado bien vistos en Apex V Su perilla negra y sus ojos inexpresivos le daban un leve aspecto de pirata, mientras que su jubón castaño con galones escarlata y los pantalones bombachos de color verde lima con hebillas plateadas eran como una baliza llameante en medio de la vestimenta negra y marrón típica de los gendovanos.
Abrutu, en cambio, huía de la luz solar, fuera de la intensidad o el color que fuese —aunque, en cualquier caso, nada hubiera logrado atenuar la palidez del navegante—, y como la mayor parte de los de su clase iba vestido con colores tenues. Tenía la vista baja mientras escuchaba las palabras de Rugolo, y el pañuelo rojo que llevaba atado alrededor de la cabeza ocultaba su ojo de disformidad.
—Todo irá mejor, lo prometo.
Con una expresión pesarosa en su ancha cara, Abrutu sacudía la cabeza educada pero firmemente.
—Lo siento, capitán. Ya ha dicho eso muchas veces. Todo lo que usted toca se convierte en polvo. Lleva casi un año sin pagarme.
—¡Te pagaré todo lo que te debo! ¡En cuanto consiga el próximo contrato! ¡Aunque me quede sin nada!
—También eso lo ha dicho demasiadas veces. En ocasiones pienso que no me paga a propósito para tenerme amarrado. Pero ahora voy a cortar por lo sano. El trabajo que me ofrecen me viene como anillo al dedo.
—En una insignificante línea comercial. ¿Con una licencia heredada? ¿Bajo el mando de un capitán que no puede cambiar de itinerario aunque quiera? ¿Qué ha sido de tu sentido de la aventura?
—No lo tengo —afirmó Abrutu con voz severa—. Es usted el que tiene sentido de la aventura. Y si me permite decirlo, es el único sentido que tiene.
Rugolo gruñó algo para sus adentros. Todo se estaba yendo al garete. ¡No podía ir a ninguna parte sin un navegante! Todo lo que le quedaba era su nave, la Estrella Errante, hacia la que sentía gran apego, más por su antigüedad que por ella misma. Eso y la licencia comercial, por supuesto, la Patente de Corso…
Sacudió la cabeza como para ahuyentar una mosca. No valía de nada pensar demasiado en ello.
Daba la impresión de que tampoco conservaría la Estrella Errante mucho tiempo más. Gracias a la deserción de Abrutu, ahora estaba varada. Además, un mercader gendovano había presentado una solicitud de embargo contra ella como compensación por un cargamento estropeado de manzanas-melocotones, una fruta exótica muy cara que se pudría en unos minutos a menos que se mantuviera a la temperatura exacta de dieciocho grados y medio. ¿Cómo iba a saber Rugolo que estaba averiado el regulador de temperatura de la nave? ¡Maldito gobernador de Apex V y maldita su estricta legalidad!
Rugolo levantó la vista con expresión culpable. El vigilante se había puesto de pie y se aproximaba con arrogancia a la mesa de Rugolo. Con su solideo y su envarado uniforme negro tenía un aspecto siniestro mientras se inclinaba sobre los dos hombres con expresión airada.
—¡Vosotros dos lleváis veinte minutos hablando en este café —dijo con voz tonante—, y en ese tiempo no os he oído alabar al Emperador ni una sola vez!
—Ah, bueno, está siempre tan presente en nuestras mentes, señor, que todas las palabras que pronunciamos son de agradecimiento para él —sonrió Rugolo tratando de congraciarse—. En realidad, es la fuente de todo lo que hay de bueno y de valioso en nuestras vidas.
—No me tomes por tonto, forastero. En el futuro medid vuestras palabras, los dos.
Abrutu se puso de pie con un movimiento lento, estudiado, y se volvió para dirigirse al vigilante.
—Permítame que le exprese mi agradecimiento, señor, por la corrección de sus maneras. Puesto que tengo intención de establecer mi hogar en Gendova, yo, por mi parte, tendré en cuenta sus recomendaciones.
Con una leve sonrisa, hizo un gesto de despedida a Rugolo y a continuación abandonó el café. Después de dirigirle una última mirada despectiva, el vigilante volvió a su puesto.
Rugolo se quedó solo. Pensativo, repasó con la mirada a los parroquianos. Formaban un grupo aburrido, como correspondía a una ciudad tan aburrida. Sus monótonas vestimentas lo cubrían todo menos la cara. En algunos casos, incluso llevaban guantes, como si fuera indecente mostrar las manos. ¡Vaya lugar para quedarse varado en él!
Entonces detuvo bruscamente su mirada en un joven larguirucho que estaba sentado al otro extremo del salón, jugando nerviosamente con su taza de café. Tenía un aspecto introvertido, un aspecto que Rugolo conocía muy bien. ¡El aspecto de un navegante!
Cierto, no había la menor señal de un ojo de disformidad. El joven no llevaba pañuelo y la piel de su frente era completamente lisa, pero Rugolo no se dejó engañar por eso. No sería el primer navegante que conocía que se había cubierto el tercer ojo con piel sintética en un intento de disfrazarse y ocultar su identidad.
Rugolo estudió al extraño a hurtadillas. Su ropa sencilla no destacaba demasiado de la indumentaria local, pero los navegantes nunca vestían de forma llamativa. Lo único que llamaba la atención era el aspecto andrajoso de su traje. Los lugareños trabajaban mucho y llevaban ropa de calidad aunque sin estilo. Era evidente que este joven no tenía mucho dinero. Eso lo distinguía de los habitantes de este planeta.
Tras dirigir una mirada calculadora al vigilante, Rugolo se puso de pie y se acercó a la mesa del muchacho.
—¡Alabado sea el Emperador! —dijo en voz lo bastante alta como para que el vigilante lo oyera incluso sin micrófono. Luego, en voz más baja, preguntó—: ¿Puedo sentarme con usted?
—Alabado sea.
Rugolo se sentó rápidamente, sin darle ocasión de expresar su evidente deseo de estar solo. El joven evitó su mirada y se removió incómodo, pasando por alto la sonrisa forzada de Rugolo.
—Algo me dice que no es usted de Apex V…
—¿Porqué? —lo interrumpió el joven, tragando saliva.
—Ah, sé reconocer a la gente —la sonrisa de Rugolo se distendió levemente. Iba por el buen camino—. Me llamo Maynard Rugolo. Soy mercader. ¿Puedo saber su nombre?
—Mm, Calliden. Pelor Calliden.
Rugolo se preguntó si sería ése su verdadero nombre. Se inclinó hacia adelante para poder examinar más de cerca al joven en medio de la penumbra reinante. Le pareció ver una leve protuberancia en el centro de su frente que podía corresponder a su ojo de la disformidad.
—Deseo hacerle una proposición. ¿Hablamos aquí o afuera?
—¿Una proposición?
—Sí. De carácter profesional.
La mirada de terror que provocó esta observación hizo pensar a Rugolo que su sospecha era cierta. Había encontrado un navegante. Un navegante que, por algún motivo, quería pasar inadvertido.
—El Emperador es la fuente de toda mi fortuna —respondió Calliden con voz temblorosa—. No tengo nada que ocultar y no veo en qué puedo serle útil.
—También lo es de la mía —Rugolo se inclinó hacia él y habló con tono de conspiración. Si a Calliden no le importaba lo que pudiera oír el vigilante, a él tampoco—. Soy mercader y tengo una nave atracada en el puerto espacial, la Estrella Errante, mi orgullo y mi alegría. Necesito un navegante y puedo pagarle bien.
El joven volvió a tragar saliva. Parecía a punto de ser presa del pánico. Miró a todos los lados como si buscara una posible vía de escape.
—No sé cómo puedo ayudarle. No conozco a ningún navegante. Vaya a la oficina naval.
Si Rugolo hubiera podido contratar a un navegante por canales oficiales, no estaría allí sentado.
—Prefiero un trato más informal. No nos andemos con rodeos. Para mí es evidente lo que es usted.
—Se equivoca. No tengo experiencia en vuelos espaciales, salvo como pasajero.
Una mirada al vigilante le permitió a Rugolo ver que estaba sentado en su tarima con vista baja. Le pareció que estaba escuchando la conversación con interés.
—El Emperador es la fuente de toda verdad y sabiduría —dijo con énfasis—. ¿Qué sería de nosotros sin su guía y su protección? Por ello, todos debemos esforzarnos por ser sinceros, ¿no es cierto? —hizo una pausa para agregar luego con tono esperanzado—: ¿Le interesaría un solo viaje? Sean cuales fuesen sus circunstancias actuales, eso no le ocuparía demasiado tiempo —echó una mirada significativa al atuendo de su interlocutor—. Estoy seguro de que la paga le vendría bien.
El nerviosismo de Calliden no desapareció. Su voz frágil se transformó casi en un grito, que hizo que los clientes se volvieran a mirarlo con curiosidad.
—¡No soy navegante y pongo al Emperador por testigo! ¡Déjeme en paz!
Se puso de pie, tirando casi la mesa por la brusquedad, y salió corriendo del café.
Rugolo también se puso de pie, con una sonrisa torva dibujada en sus labios.
—Sólo necesitas que te convenzan, amigo mío —dijo para sí, y salió tras él.
* * *
El crepúsculo se cernía ya sobre Gendova, sumiendo a los sombríos edificios en una niebla fuliginosa. No era prudente permanecer afuera mucho tiempo más. Los arbitradores de la ciudad exigían que todos los que no tenían un permiso especial se retiraran una hora después de que se hiciera de noche, y estuvieran acostados media hora después.
Aquella misma tarde Rugolo se había aventurado a dar un paseo por el parque central de Gendova, donde un predicador del Adeptus Ministorum, o de la Eclesiarquía —que era el otro título con que se conocía al Adeptus—, estaba arengando a la multitud. Teniendo en cuenta que el gobernador planetario era un fanático del Ministorum y que exigía que todos tuvieran una fe ciega en que el Emperador era el señor y salvador de la especie humana, ningún viandante gendovano se hubiera atrevido a pasar de largo. De todos modos, a Rugolo le había sorprendido el silencio y el respeto de la multitud, que se limitaba a aplaudir educadamente a cada pausa del orador. Entendió perfectamente por qué entre el clero parroquial no había confesores, es decir, esos maestros de la emoción popular cuyos sermones terminaban casi siempre en linchamientos histéricos a la menor sospecha de herejía. Tal comportamiento estaba fuera de lugar en un pueblo tan bien educado como el de Gendova.
Mientras escuchaba las tonterías que decía el predicador, Rugolo también se había dado cuenta, por primera vez, de cuánto desentonaba su indumentaria en medio de aquellas gentes, por más que, según su criterio, era muy discreta. Sin embargo, con tanto vigilante infiltrado entre la multitud no le había parecido prudente seguir su impulso de escabullirse, ¡y se había quedado casi una hora!
Ahora la calle estaba llena de personas que se dirigían rápidamente a sus casas. Miró a un lado y a otro, y vio una figura oscura que desaparecía apresuradamente a la vuelta de una esquina. Tenía que ser el navegante disfrazado, al que no había conseguido encontrar. Rugolo lo siguió presuroso, pero sin llegar a correr, y de pronto se encontró en un callejón sin salida completamente vacío. No había ni rastro de Calliden.
Corrió hasta el final de la oscura calle y se encontró con un callejón que salía en línea recta, paralelo a la calle principal. Su hombre seguramente lo había utilizado como vía de escape, lo cual significaba que había temido que Rugolo fuera tras él. Mientras iba a buen paso callejón arriba, Rugolo se preguntaba cuál sería la razón de la extraña conducta del joven. ¿Sería tal vez un proscrito? ¿Alguien expulsado de la Navis Nobilite por algún delito o por mala conducta? ¿Tal vez alguien a quien se le hubiera prohibido ejercer la profesión? ¡Aleluya! ¡Un navegante solitario, abandonado, expulsado del Cuerpo, sin medios para ganarse la vida! ¡Justo lo que necesitaba!
Con esa brusquedad a la que ya se había acostumbrado después de los dos o tres días que llevaba en el planeta, cayó la noche. Los últimos rayos melancólicos de la luz de Apex eran incapaces de perforar ese cielo cubierto por la contaminación. En su lugar aparecieron las más mortecinas de cuantas luces agonizantes se puedan imaginar, aunque ni de lejos comparables con la lobreguez anterior. Sin embargo, en una hora incluso esas luces se apagarían.
Rugolo llegó al extremo del callejón y vio que se bifurcaba en dos. Profirió un juramento. Había perdido al navegante.
En aquel preciso instante, de algún punto a la derecha llegó un ruido sofocado. Vaciló, debatiéndose entre la necesidad y el instinto de supervivencia. Sacó una pequeña pistola de plástico de una estrecha pistolera que llevaba pegada al abdomen —en Gendova era ilegal llevar cualquier clase de armas— y se lanzó hacia adelante, manteniéndose pegado a la pared.
Bajo el débil brillo ambarino de una farola forcejeaban cuatro hombres. Uno de ellos era el joven que se hacía llamar Pelor Calliden. La piel sintética de su frente había sido arrancada y su tercer ojo, el ojo de disformidad, era inexpresivo.
Para asombro de Rugolo, sus tres atacantes parecían gendovanos. Al igual que Calliden, eran jóvenes. Tal vez habían pensado que su atuendo era demasiado atrevido, incluso subversivo. Llevaban la sombría vestimenta oscura convencional, pero con uno o dos diminutos parches de otro color, marrón rojizo o azul oscuro. No era extraño que esos rebeldes estuvieran relegados a los oscuros callejones.
Dos de ellos sujetaban a Calliden por los brazos, mientras el tercero le gritaba a la cara.
—¡Eres uno de ellos! ¡Ya lo sospechábamos y te hemos estado vigilando!
—No —respondió Calliden con voz ronca.
—¡Sí! ¡Y vas a llevarnos al interior del Ojo!
—Vamos, saquémoslo de aquí.
Por lo que Rugolo podía ver, los matones iban desarmados. Haciendo gala de gran aplomo, se puso bajo la luz, escondiendo la diminuta pistola en la palma de la mano.
—¡Vaya modales! Y yo que creía que en Apex V todos eran unos perfectos caballeros. Esperen a que se lo cuente a los vigilantes.
Calliden se desplomó mientras sus atacantes miraban incrédulos a Rugolo, que no les dio ocasión de que sacaran ningún arma que pudieran llevar oculta. Extendió el brazo derecho y disparó dos veces su pistola de plástico produciendo dos detonaciones. La primera bala dio en el pecho del que había increpado a Calliden. La otra se alojó en el abdomen de uno de los que habían mantenido sujeto al prisionero. Con los ojos desorbitados por la sorpresa, los dos retrocedieron por el impacto y cayeron al suelo. Rugolo se hizo a un lado buscando una línea de fuego que le permitiera deshacerse del tercer asaltante de la misma manera, pero no fue necesario porque salió corriendo.
Una vez recuperado el equilibrio que había perdido al caer uno de los gendovanos, Calliden temblaba.
—¡Gra… cias! —dijo con voz entrecortada.
Rugolo examinó con interés el ojo de disformidad que el joven navegante tenía en medio de la frente. La pupila era grande y negra, casi púrpura, con un suave brillo. Evidentemente, eso se debía a su juventud y al hecho de que no la había usado demasiado. Cuanto mayor y más experimentado era el navegante, más se agrandaba la pupila. En sus años en el espacio, Rugolo había visto algunos ojos en los que la esclerótica prácticamente había desaparecido. Se decía que era peligroso estar cerca de uno de esos navegantes porque podían matar a una persona con una simple mirada.
Fuera como fuese, el tercer ojo de Calliden le produjo la misma impresión que los ojos de disformidad de todos los navegantes: una mirada extraña, fija. No se parecía en nada a un órgano normal, sino que más bien daba la impresión de algo artificial implantado en la frente.
—Con que no eres navegante, ¿eh? —dijo Rugolo con sorna mientras observaba a Calliden.
Con gesto culpable, el joven se llevó la mano al tercer ojo, palpando la piel sintética desgarrada. Luego sacó de su bolsillo un pañuelo con el que se apresuró a cubrirse la frente.
—¡No estoy mintiendo! —replicó Calliden con voz temblorosa—. ¡No soy navegante!
—¿Qué sentido tiene seguir mintiendo, cuando te he pillado con las manos en la masa?
—¡No soy navegante!
—Por supuesto que no —dijo Rugolo, esbozando una sonrisa cínica—. Sólo te has disfrazado de navegante, y luego disfrazaste el disfraz. Vamos, es mejor que nos pongamos en marcha. Pronto empezará el toque de queda.
—¿Y éstos? —preguntó Calliden, mirando a los dos cuerpos tendidos en el suelo.
—¿Qué pasa con ellos?
—¡Los ha matado! ¿Se lo merecían?
—Ah, por supuesto que se lo merecían. Pero no están muertos —Rugolo abrió la mano derecha y le mostró la pequeña pistola que destacaba netamente en la palma—. Esta pistola dispara proyectiles de baja velocidad y punta ancha. Si matan a alguien, es pura mala suerte. No atraviesan la piel, sólo inyectan una droga que lo deja a uno sin sentido. Estos individuos se despertarán dentro de unas veinte horas con numerosas contusiones internas. Es posible que estén en pie otra vez dentro de un par de semanas.
—¡No puedo soportar la violencia!
—Pues te has dado de bruces con ella, navegante.
—No soy…
—Ya sé, no eres navegante.
—De todos modos, ¿qué hace con ella? —preguntó Calliden sin apartar la vista del arma—. En Gendova están prohibidas las armas. No se pueden pasar por el puerto espacial.
—Es de plástico blando —respondió Rugolo, asombrado por la ingenuidad del joven—. Los dispositivos del puerto espacial no pueden detectarla.
Introdujo el arma en la cartuchera y le indicó con una seña que lo siguiera hasta la calle principal. Las calles empezaban a vaciarse y ya tenían un aspecto desértico a la luz mortecina de las farolas.
—¿Qué querían de ti esos tipos? —preguntó al joven, volviéndose hacia él.
—Como usted, piensan que soy navegante. ¿Conoce la gran tormenta de disformidad? ¿Esa a la que llaman el Ojo del Terror? En estos parajes circulan rumores de que hay fabulosos tesoros en los mundos de su interior. Algunos dementes piensan ir en busca de esos tesoros. Querían que yo los introdujera en el Ojo.
Rugolo miró al cielo con expresión reflexiva. En esta parte de la galaxia, el Ojo del Terror u Ocularis Terribus (recibía también otros nombres: Vorágine del Infierno, Ciclón del Caos, etc.) podía verse a simple vista como un gran torbellino de estrellas, como una galaxia en miniatura. No estaba seguro de que este hemisferio de Apex V estuviera frente a ella a esta hora del día, y de todos modos, el cielo nocturno estaba oscurecido por las nubes, pero la idea de un tesoro cósmico suspendido sobre sus cabezas resultaba tentadora.
—Yo creía que la tormenta de disformidad impedía entrar en el Ojo.
—Siempre es posible entrar. Salir es otra cosa, aunque también puede hacerse —la voz de Calliden se transformó en un murmullo—. Debo agradecerle que viniera en mi ayuda. Ahora es mejor que me vaya a mi alojamiento, no quiero que me sorprendan fuera.
Rugolo observó con satisfacción que Calliden hablaba como un navegante.
—No es de los vigilantes de quienes tienes que preocuparte —dijo—. Los que esperaban ser tus compañeros de viaje, y que intentaron secuestrarte, sin duda tendrán amigos que sabrán dónde te hospedas. No puedes volver allí.
A decir verdad, Rugolo consideraba poco probable que el joven siguiera corriendo algún peligro. Había resultado demasiado fácil deshacerse de ellos. Eran aficionados a los que el asunto les iba grande. Su principal objetivo era conseguir que Calliden lo acompañara a la Estrella Errante, donde podría intentar convencerlo de que aceptara el trabajo.
—Será mejor que me acompañes —dijo Rugolo al ver que Calliden vacilaba con una expresión de preocupación dibujada en su rostro.
—Bueno, sólo hasta mañana. Entonces veré si puedo encontrar una nave que me saque de aquí.
«Me pregunto si tendrá dinero para el viaje», dijo para sí Rugolo, rogando que no lo tuviera. El desolado navegante parecía en trance mientras se dirigía junto a él al puerto espacial.
* * *
Las calles de Gendova, ahora casi vacías, eran estrechas, los edificios estaban apiñados y tenían unos tejados muy empinados para que resbalara fácilmente la frecuente lluvia. La ciudad, insular, carente de luz y de colorido, presentaba un aspecto similar a sus habitantes. Los vigilantes se habían retirado y habían ocupado su lugar los arbitradores, las fuerzas policiales que patrullaban por las noches. Se aproximaba un coche patrulla, y al pasar junto a ellos redujo la marcha, mientras uno de sus ocupantes, que llevaba casco, los examinaba escrutadoramente. A pesar de la hora de gracia que se daba después de hacerse de noche, a los arbitradores no les gustaba ver a nadie por las calles cuando empezaban su servicio.
Tal vez fue su aspecto extranjero lo que los salvó de ser amonestados. Pasaron bajo un espacioso arco que marcaba los límites de la ciudad y conducía a las pesadas puertas de hierro del puerto espacial, que se abrieron cuando Rugolo mostró al guardia su permiso. Antes de que pudieran acceder al puerto espacial propiamente dicho, tenían que pasar por la máquina detectora para comprobar que no llevaban contrabando. Rugolo guiñó un ojo a Calliden al ver que, una vez más, no detectaba su arma de plástico.
En el puerto espacial nadie se molestó en pedir las credenciales de Calliden. Por su pañuelo y su aspecto pálido y cansado, pensaron que era el navegante de Rugolo.
La luz chillona de las torres iluminaba el puerto espacial de Gendova. Parecía un extraño y gigantesco depósito de chatarra lleno de formas voluminosas, almenadas, que tenían el aspecto de enormes castillos de metal. Eran naves de carga de diversos tipos. Esas formas complicadas, llenas de circunvoluciones, eran completamente inverosímiles desde el punto de vista aerodinámico, aunque eso poco importaba, las naves espaciales eran impulsadas fuera de la atmósfera por la fuerza bruta. Aquellas torres intrincadas, el decorado barroco y las gárgolas que miraban de soslayo formaban parte de la secreta tecnomagia del Imperio.
La más grande de estas naves tenía un tamaño modesto en comparación con las naves espaciales; las auténticas naves de carga, las que transportaban mercancía voluminosa y no eran capaces de aterrizar —por lo que recogían y entregaban su carga en órbitas de aparcamiento—, ni siquiera se molestarían en ir a un planeta como Apex V. Mezcladas entre las naves circulaban algunas grúas —indispensables para cargar la mercancía en las bodegas— que aún eran más altas, y más lejos, casi perdidos en la penumbra, estaban los astilleros de reparación.
Cruzaron el campo cubierto de cemento envueltos en vapor y humo de olor acre. Con una mezcla de orgullo y pudor, Rugolo señaló por fin su nave, la Estrella Errante.
—¡Ahí está! —dijo, procurando dar a su voz un tono alegre—. ¡En casa por fin!
Calliden escrutó con mirada crítica la nave de carga de Rugolo. Era un bloque achaparrado y destartalado al que hacían sombra todas las naves circundantes y cuya antigüedad era manifiesta. Tenía el casco rayado y picado de viruela, además de parecer carcomido por el óxido, y las columnas aflautadas que cubrían los respiraderos del motor estaban llenas de golpes e incisiones. Sus líneas eran más netas y aerodinámicas que las de cualquier otra nave del campo. Esa sencillez era una señal evidente de la reducción de costes que se había aplicado en su construcción. Las caras de las gárgolas que tenía en sus cuatro lados estaban tan desgastadas que apenas eran visibles. Se suponía que servían para ahuyentar a los demonios dentro de la disformidad, pero Rugolo no creía mucho en su eficacia y jamás se había molestado en repararlas y mucho menos en limpiarlas.
La Estrella Errante no tenía más de treinta metros de altura. Para un ciudadano de Gendova eso era una enormidad, ya que superaba a casi todos los edificios de la ciudad, pero para Rugolo, como para cualquier otro viajero espacial, era pequeña. Había visto naves armadas de exploración casi tan grandes como ésta. De haber tenido una nave más grande, tal vez la vida le hubiera resultado más llevadera. En estas circunstancias se veía obligado a transportar cargamentos de poco volumen y de gran valor, que implicaban dos problemas: o bien tenía que comprar la mercancía, y no siempre disponía del dinero necesario, o tenía que encontrar un mercader que confiara en él y le encomendara su transporte, lo cual no siempre era fácil. A menudo tenía que transportar cargas que apenas le permitían cubrir los costes. Como aquellas malditas manzanas-melocotones, dijo para sus adentros con amargura.
A instancia suya subieron la escalerilla de acceso, atravesaron la puerta y se encontraron en la pequeña bodega, que ocupaba casi todo el interior de la nave, y a continuación, por una escotilla, llegaron a la zona de alojamiento de la tripulación, situada en el morro de la nave. Comprendía el camarote del navegante y un espacio apenas mayor para zona de estar.
Calliden vaciló y se estremeció al ver el espacio de la cabina de control tan atestado que producía claustrofobia. El pánico estuvo a punto de apoderarse de él antes de que Rugolo lo introdujera en ella con suavidad. De los tres electrolúmenes que se suponía debían dar luz, sólo uno funcionaba, y los accesorios de bronce, deslustrados por años de incuria, despedían un brillo muy mortecino. El techo era cóncavo, estriado por los arcos de sostén, estaba lleno de tubos de conducción y era tan bajo que apenas se podía estar de pie. El aire estaba impregnado de un sofocante olor a humedad. Las runas y los indicadores que rodeaban los asientos de los dos navegantes, y que en teoría debían infundir tranquilidad, produjeron el efecto contrario en Calliden. Se sintió completamente aislado del mundo, como si ya estuvieran en el espacio disforme o —lo que sería casi tan malo— como si estuvieran en una de esas naves peculiares de las que había oído hablar pero nunca había visto que se sumergían varias millas bajo el mar o excavaban túneles muy por debajo de la superficie de un planeta. Ni siquiera había aquí el aroma reconfortante del incienso Ministorum, que casi todos los capitanes espaciales quemaban para propiciar el beneplácito del Emperador.
Hacía tiempo que Rugolo había cedido la zona de estar a su navegante, Abrutu, y había reservado para sí, con carácter permanente, la cabina de control. Por eso estaba atestada; hasta los controles de vuelo estaban cubiertos de objetos domésticos, como un cepillo de zapatos y un cortauñas. Dormía en una estrecha litera, y se las había ingeniado para poner una pequeña mesa y dos sillas de respaldo recto.
Indicó a Calliden que se sentara en una de ellas y, tras rebuscar en una alacena, sacó una jarra y dos vasos de cristal tallado que se había quedado de un cargamento y los puso sobre la mesa.
—¡Esperemos que ninguno de esos pesados aguafiestas adoradores del Emperador nos pueda espiar aquí! —dijo jovialmente, sirviendo un licor verdoso que era ilegal en Gendova y pasándole un vaso a Calliden. El joven bebió un sorbo con cautela, mientras que Rugolo se bebía su vaso de una sentada y lo volvía a llenar.
—Ahora —dijo con el tono de un interrogador—, dime por qué simulas no ser navegante.
—¡Porque no lo soy! —respondió Calliden con acritud.
—No seas tonto, por supuesto que lo eres. Vamos, ¿qué sentido tiene ser navegante si no ejerces tu profesión? Tiene que haber una razón. ¿Acaso tienes problemas con tu Casa? Puedes contármelo. Yo soy un hombre comprensivo.
El pobre y atormentado Pelor Calliden suspiró y se relajó un poco, removiéndose en su silla.
—No soy navegante —dijo lentamente— por la sencilla razón de que no puedo pilotar.
—¿No puedes pilotar? —Rugolo lo miró perplejo—. ¿No puedes pilotar?
Frunció los labios. ¿Acaso el gen navegante había fallado en este joven? ¿Sería una mutación invertida? ¿Un retroceso? ¿Habría nacido navegante, pero sin la capacidad para ver en el espacio disforme?
En ese caso no era de extrañar que lo hubieran expulsado de su Familia… pero no… era imposible. Lo más probable era que lo hubieran suprimido calladamente, en lugar de echarlo fuera para que se las arreglara por su cuenta. Un hijo no navegante de una Casa de navegantes sería una publicidad negativa para toda la Navis Nobilite, una rama del Imperio muy celosa de su reputación.
—¿Eres… ciego a la disformidad? —preguntó Rugolo con tono amable.
—No, no, en absoluto. Todo lo contrario. Veo demasiado bien, y ése es el problema.
Eso fue todo lo que Rugolo consiguió sacarle. Calliden invirtió los papeles y preguntó con insolencia por qué el mercader necesitaba un navegante, y por qué había perdido al anterior.
Rugolo se encogió de hombros y respondió con una evasiva.
—Ah, era un tipo aburrido al que no le gustaba viajar de un lado a otro. Aceptó otro trabajo con una carta de navegación heredada.
Había cierto resquemor en sus palabras. Echando una mirada a la cabina mal pertrechada y con olor a humedad, Calliden esbozó una sonrisa y, evidentemente, la respuesta no le convenció.
Rugolo hubo de esperar bastante tiempo, hasta que consiguió hacerle beber varios vasos de licor verdoso, para que Calliden contara su historia.
—Es cierto que estudié para navegante —admitió por primera vez—, pero soy la deshonra de mi Casa. Me han retirado la licencia, no puedo ejercer, aunque tampoco podría si me lo permitieran.
Se cogió la cabeza entre las manos y permaneció callado algún tiempo. Luego, con voz apesadumbrada continuó.
—La instrucción de un navegante es larga. No se trata sólo de ver las corrientes del espacio disforme. Saber encontrar un camino a través de ellas y usarlas para llegar a un destino lejano es, al mismo tiempo, una ciencia y un arte. Al cumplir los treinta años, que dicho sea de paso son pocos para un navegante ya que vivimos más tiempo que ustedes, que carecen del gen del navegante, iba a hacer mi primer vuelo completo acompañado de mi instructor, que se limitaría a ser un simple observador.
»Fue apenas tres días después de… de la muerte de mi madre —prosiguió el joven—. Yo estaba muy unido a ella y su muerte me afectó mucho. Después de casarse con mi padre, ella había dejado de trabajar como navegante, por lo que no tenía mucha experiencia de la disformidad. De todos modos, poco después de saltar al espacio disf…
Calliden volvió a esconder la cara entre las manos. Su voz era angustiada.
—¡La vi! ¡Vi a mi madre! ¡Fuera de la nave, en el espacio disforme! ¡Se agarraba al casco intentando entrar, rogándome que la ayudara!
»Me volví loco —murmuró—. Abandoné el asiento del navegante e intenté llegar a la escotilla exterior para abrirla y dejarla entrar. Tuvieron que impedírmelo por la fuerza. Mi instructor tomó inmediatamente el control de la nave, y me llevó de vuelta a mi Casa bajo vigilancia. Estaba completamente conmocionado. Allí fui sometido a un examen y me declararon no apto para el puesto de navegante o para las funciones de navegación. Después de un tiempo mi padre me permitió abandonar la Casa, y desde entonces he estado vagando de un lado para otro. La mayor parte del tiempo ni siquiera sé dónde estoy, pero desde entonces jamás he usado mi ojo de disformidad. La sola idea…
Se interrumpió un momento.
—Ya ve, no puede contratarme como navegante. Es imposible, además violaría las leyes del Imperio.
Rugolo comprendió que se había topado con un alma extraviada. El pobre muchacho vivía en un estado de terror patológico, al que se había de sumar el horror que, sin duda, le inspiraba pensar en los tormentos que afligían al alma de su madre.
—¿Se te ha pasado por la cabeza que el dolor por la muerte de tu madre podría ser la causa de lo que creíste ver? —preguntó con la mayor amabilidad posible—. No creerás que era realmente tu madre lo que viste, ¿verdad?
—Eso fue lo que trataron de demostrarme los boticarios —replicó Calliden—. Pero eran unos mentirosos o unos tontos. Era ella. Su alma, no su cuerpo, por supuesto. Cualquiera que sepa algo del Immaterium, sabe que esas cosas son posibles.
Era evidente que nada de lo que dijera podría liberar a Calliden de su alucinación, pensó Rugolo. Porque, evidentemente, era una alucinación…
—Pero cada vez que viajas de un mundo a otro tienes que atravesar el espacio disforme, a menos, claro está, que te mantengas dentro del mismo sistema solar —dijo Rugolo—. ¿No te asusta viajar por la disformidad como pasajero?
—No —respondió Calliden tras una agobiante pausa—. Las protecciones de las naves son suficientes, de lo contrario no podrían realizarse vuelos por el espacio disforme. No pienso en ello, del mismo modo que un pasajero de un barco oceánico no piensa en las profundidades sobre las que flota —el rostro de Calliden adoptó un aire pensativo—. En la escuela de vuelo se describe como una paradoja: un objeto material desplazándose por el Immaterium… ¡Todo por la gracia de Su Divinidad, el Emperador! —añadió con pasión repentina.
—¿Realmente crees que el Emperador es un dios? —preguntó Rugolo con curiosidad.
Calliden parecía haber recuperado el autocontrol y se manifestaba en toda su desdichada naturaleza.
—Por supuesto. ¿Usted no?
—Sólo cuando hay un predicador a la vista —respondió Rugolo, soltando una carcajada sarcástica—. Tampoco me preocupa. Por lo que a mí respecta podría ser un dios, pero para creer en ello tendría que empezar a creer también en todas aquellas historias sobre los dioses del enemigo y todo eso de los demonios. No creo en los demonios. Al menos no creo hacerlo.
—Sí —dijo Calliden con expresión grave—. Ya veo que no cree, basta con mirar el estado del casco exterior de su nave. Si quiere seguir mi consejo, más le vale limpiar las imágenes protectoras y hacerlas consagrar nuevamente. No están ahí por nada, sea o no usted creyente. En cuanto al Emperador —prosiguió—, no le quepa duda de que es un dios. Cualquier navegante puede decírselo, incluso uno como yo al que le hayan retirado la licencia.
Rugolo decidió que ya era hora de cambiar de tema. Con aire pensativo se acarició la perilla, recordando lo que había dicho Calliden sobre el Ojo del Terror. Nadie le había dicho jamás que uno podía hacerse rico yendo allí. Sobre todo se decía que era la morada de los demonios. Como ya había dicho antes, Rugolo no creía en los demonios, pero tampoco estaba dispuesto a creerse así, sin más, esas leyendas sobre fabulosas oportunidades comerciales. Sin duda, había mundos habitados dentro del Ojo, fuera del alcance del Imperio por la tormenta, pero probablemente se tratara de pueblos primitivos y de una pobreza extrema.
Pero por otra parte…
—Esa escoria de la que te rescaté… —observó de pasada—; me sorprende encontrar delincuentes de poca monta en un lugar tan rígidamente controlado como Gendova.
—Apex V no ha sido siempre así. Sólo disfruta de las ventajas del orden desde que se hizo cargo el actual Comandante. Todavía hay algunos renegados sueltos al acecho, aunque casi siempre mantienen la cabeza baja.
—Lo que dijiste sobre el Ojo del Terror… ¿Hay algo de cierto en ello?
—Da la impresión de que usted no sabe mucho sobre esa región —respondió Calliden, dirigiéndole una mirada precavida—. ¿Lleva mucho tiempo en el Segmentum Obscurus? ¿Cuánto hace que se dedica al comercio independiente?
A aquellas alturas Rugolo había bebido bastante. Era ya muy avanzada la noche y llevaba mediada la segunda botella de Masteuse, el denso licor verde que evidentemente le gustaba. Hipó, se puso de pie con dificultad y habló con toda la dignidad de que fue capaz.
—No soy un mercader independiente. Soy un Corsario.
—¿Es usted un Corsario? —inquirió Calliden parpadeando. Luego echó la cabeza atrás y rió con ganas—. Al parecer no soy yo el único que viaja de incógnito. ¿Dónde está su flota de naves? ¿Su ejército privado? ¿Sus especialistas y sus técnicos? Si necesita un navegante, ¿por qué no se dirige al comandante de este planeta con su licencia, su patente de corso y le pide que le proporcione uno?
El escepticismo de Calliden estaba plenamente justificado. Un Corsario era una persona de categoría, alguien que había ascendido alto en la escala del Adeptus Terra y a quien se le habían confiado recursos considerables. Estaba fuera del alcance del sacerdocio. Actuaba en las lindes del Imperio o fuera de ellas, explorando, comerciando, luchando, entrando en contacto con razas desconocidas. Era su propia ley. En suma, en nada se parecía al mercader pretencioso, pero evidentemente poco próspero, que tenía ante sí.
—Me pregunto si es siquiera un mercader independiente —prosiguió Calliden con sarcasmo—. Si no me equivoco, es usted un pirata sin licencia, que va arañando algo de dinero aquí y allá, comprando y vendiendo lo que puede y donde puede.
—¿Conque es eso lo que piensas, eh?
Furioso al ver que dudaba de su palabra, Rugolo se puso de pie de un salto y se dirigió vacilante hacia un arcón de madera sujeto al suelo de la cabina. Después de abrir la tapa rebuscó entre todo tipo de objetos extraños: piezas de ropa, baratijas y pequeños instrumentos de lo más variopintos. Después anduvo de un lado a otro de la cabina buscando afanosamente hasta que encontró un rollo de vitela atado con cintas de seda que arrojó a su acusador.
—¡He aquí mi Patente de Corso!
Calliden recogió el rollo del suelo, donde había caído, desató los nudos de seda, lo desenrolló y lo estudió minuciosamente. Era un documento realmente impresionante, manuscrito con tinta de tres colores: oro, plata y púrpura. La escritura era de estilo antiguo, elegante y, suponiendo que no fuera falsificado, tenía todo el aspecto de ser la licencia de un Corso, llena de docenas de cláusulas de habilitación.
Sólo había algo que no concordaba. Calliden miró a Rugolo y luego de nuevo al documento.
—Esto no está a su nombre, sino a nombre de un tal Hansard Rugolo. Usted me dijo que su nombre era Maynard Rugolo. Además, tiene fecha de hace cincuenta años y sospecho que entonces usted no había nacido.
—Bueno, a veces funciona —dijo Rugolo profiriendo un profundo suspiro y asintiendo, con la mirada baja.
—Entonces, ¿quién es Hansard Rugolo?
—Mi padre —respondió Rugolo con desgana—. El era un Corsario. Un hombre realmente impresionante. Cuando yo era niño, lo acompañaba en sus expediciones. ¡Era una vida fantástica! Yo era joven cuando lo mataron en uno de sus viajes, y entonces ya estaba tan acostumbrado a esa vida que no quise renunciar a ella. De modo que… intenté ocupar su lugar. Me convertí en un impostor, haciéndome pasar por él cada vez que me comunicaba con el Administratum. Trabajé durante algún tiempo. Los hombres de mi padre cooperaron por lealtad hacia él. Pero yo no tenía su instinto, y las cosas empezaron a ir mal. Al cabo de unos años, toda mi gente me había abandonado, llevándose la mayor parte de las naves para trabajar por su cuenta. Al final sólo me quedó una y con cuatro tripulantes apenas, y hasta ellos querían dejarme. Era demasiado grande para manejarla yo solo, de modo que la cambié por la Estrella Errante.
Rugolo esbozó una sonrisa desafiante.
—Ya ves, fui un Corsario, en cierto sentido, o más bien lo fue mi padre. Algunas capitanías son hereditarias, ¿no es cierto? ¿Por qué no habría de serlo ésta? Que yo sepa, la patente jamás ha sido revocada ya que no he comunicado la muerte de mi padre, de modo que, por lo que a mí respecta, todavía soy un Corsario.
—Entonces es lo que yo pensaba —dijo Calliden en voz baja—. Está operando sin licencia.
—Bueno, eso depende de cómo se mire —respondió Rugolo, resoplando.
Calliden se preguntaba por qué Rugolo no había llevado la impostura hasta sus últimas consecuencias, adoptando el nombre de su padre y aparentando más edad. Entonces se dio cuenta de que era un hombre demasiado escurridizo como para dejarse encasillar de esa manera. No tenía aspecto de Corsario. Eso implicaría un riesgo excesivo, en cuyo caso no tendría escapatoria.
—Al parecer, ambos somos un fraude —dijo Rugolo tragando el resto del Masteuse—. Durmamos un poco.
El ex navegante tuvo que afirmarse sobre sus pies cuando Rugolo le señaló el camarote del fondo y la cama. A continuación, Rugolo se dirigió a la cabina del navegante y se echó en su litera.
Cuando se despertó, levantó la cabeza e intentó fijar sus vidriosos ojos en el visor exterior que había dejado conectado. Las luces del aeropuerto espacial empezaban a diluirse por obra de una débil iluminación del cielo oscuro y sin estrellas. Luego, de repente, aparecieron unos rayos de luz a través de la fuliginosa capa de nubes que lo cubría todo. Había amanecido.
Rugolo se obligó a ponerse de pie y sintió que la cabeza le daba vueltas. A tumbos se dirigió hacia un arcón, lo abrió y sacó un desvencijado líber encuadernado con la piel moteada de algún animal sin nombre. Era un libro de plegarias y encantamientos. Pasó rápidamente las páginas hasta que llegó al socorrido ritual para curar la resaca y leyó las antiguas palabras, aunque las sabía casi de memoria.
A punto estuvo de olvidar la nota al pie: «Úsese en conjunción con aceite de serpiente de Saturno». Volvió a colocar el grimario en su arcón y, tambaleante llegó a la alacena donde estuvo revolviendo hasta encontrar un frasco. Con una mueca de disgusto tomó un pequeño sorbo de aquel jarabe nauseabundo. Ya fuera el encantamiento o el aceite de serpiente, o ambas cosas, empezó a sentirse mejor. Se echó agua en la cara y se peinó el pelo con los dedos.
¿Qué iba a hacer con Calliden? Tenía que haber alguna manera de devolverle la confianza.
Estaba a punto de buscar algo para comer, cuando observó un movimiento en el aeropuerto espacial que ahora se veía en toda su extensión. El día llegaba a Apex V con la misma velocidad con que caía la noche. Pasaba lo mismo en todos los mundos de Apex, lo cual se debía al pequeño tamaño de su sol.
La pesada puerta de hierro del aeropuerto espacial se había abierto y un grupo de hombres con trajes y sombreros negros caminaba con aire decidido hacia la Estrella Errante. Conectando el aumento, Rugolo reconoció de inmediato a uno de ellos. El mercader Fustog debía de haberse levantado muy temprano aquel día y había salido a la calle en el segundo exacto en que era legal hacerlo, y lo mismo habían hecho los alguaciles que le acompañaban, uno de los cuales traía un fajo de documentos bajo el brazo.
¡Iban a incautarse de la nave!
—¡Por el Emperador! —Rugolo miró a su alrededor sin saber qué hacer. A continuación se abalanzó sobre el asiento del navegante y puso en marcha el procedimiento de chequeo prelanzamiento, pulsando botones y repasando con la vista una runa detrás de otra, presa del pánico.
Por mil millones de infiernos, no había tiempo para eso. ¡Tenía que partir ya! Rugolo paró el chequeo. Era una suerte que hubiera gastado todo el dinero que le quedaba en masa de reacción. Subió la potencia. Antes de lo que era aconsejable por razones de seguridad, abrió los conductos sin apartar la mirada del visor exterior. Algo que parecía vapor empezó a salir por los respiraderos de la base de la nave adquiriendo muy pronto una tonalidad luminiscente al ponerse blanco por el calor. El grupo de Fustog levantó los brazos en señal de alarma y corrió a ponerse a cubierto.
Con un sonido atronador, la Estrella Errante levantó vuelo; balanceándose en el aire porque la mano de Rugolo sobre los controles era poco firme, y se alejó acelerando.
En unos minutos la nave estaba fuera de la atmósfera. Apex, pequeño, blanco y brillante, resplandecía en medio de la negrura, rodeado de estrellas. Mirando en determinada dirección, Rugolo pudo distinguir una nebulosa difusa, una mancha grande, vaga, de luz: el Ojo del Terror.
Le echó una rápida mirada, recordando las leyendas que había oído sobre él. Luego empezó a preguntarse qué debía hacer a continuación. Todavía tenía que establecer una órbita alrededor de Apex V, aunque pensaba que era improbable que saliesen en su persecución. ¡Las fuerzas defensivas del planeta no se movilizarían para ejecutar el aval de Fustog! Se encontraba en una trayectoria parabólica que, de no corregirse, lo llevaría de vuelta haciendo que se estrellara contra la superficie.
Si alguna vez volvía a aterrizar en Apex V, lo arrestarían de inmediato, y era el único planeta habitado de todo el sistema Apex, un sistema del que no podía salir porque no tenía un navegante del espacio disforme. ¿O lo tenía?
Dejó que la Estrella Errante siguiera navegando sin motor hasta llegar al apogeo de su trayectoria. Poco a poco fue afirmándose en su decisión.
En su primera época había navegado sin navegante, pero entonces comerciaba entre los tres planetas habitados del mismo sistema. Los navegantes no eran necesarios, a menos que uno quisiera ir de una estrella a otra. En realidad, uno no podía saltar a la disformidad, salvo que estuviese fuera de la «isla de disformidad» de una estrella, a una distancia de algunas decenas de millones de millas, dependiendo del tamaño de la estrella. Así se había acostumbrado a pilotar solo en el espacio real. En realidad era fácil. El equipo de la nave hacía todos los cálculos. Todo lo que había que hacer era introducir las coordenadas del destino y hacer algunos ajustes al final del vuelo.
Además de aterrizar y despegar, por supuesto. En este caso era la simplicidad personificada. Sólo tenía que ponerse a cierta distancia de Apex, y tampoco a mucha distancia. Apex era una estrella pequeña.
Rugolo se puso a trabajar, eligiendo una dirección al azar con el único requisito de que fuera lejos del sol, y puso en marcha el motor de espacio real. La Estrella Errante se alejó de Apex V. Se levantó y con cautela abrió la puerta de la cabina y echó una mirada a la zona de estar. Calliden seguía dormido. Ni siquiera lo había despertado el despegue, sin duda gracias al buen señor Masteuse, pensó Rugolo con satisfacción.
También él se sentía cansado. Se echó y dormitó un poco. Se despertó tres horas más tarde. El motor de espacio real se había desconectado y la nave se había colocado en una órbita de estacionamiento en torno a Apex.
La puerta de la cabina se abrió lentamente, y entró Calliden que echó una mirada alrededor con el rostro aún más pálido que antes. Sus ojos se detuvieron en el visor exterior, donde sólo vio una pantalla de estrellas. Su expresión fue primero de curiosidad y de alarma después.
—¿Dónde estamos?
—A unos veinte millones de millas de Apex. ¿Por qué?
—¿Qué cree que está haciendo? —gritó Calliden.
Mientras hablaba, Rugolo se había dirigido de la litera al panel de control. Sonrió confiado a Calliden y, pasando el brazo por encima del asiento del navegante, cogió la palanca deslizante que había a la derecha del panel y tiró de ella hacia abajo.
Ambos sintieron un vacío en el estómago y se oyó un zumbido cuando el motor de espacio disforme empezó a desplazar la nave de carga por el Immaterium.
Con gesto complaciente, Rugolo señaló a Calliden el asiento del navegante y soltó la cápsula del timonel, que se hinchó extrañamente como si estuviera esperando un ocupante al que tragarse. Calliden se quedó paralizado, mirando con ojos desorbitados.
—¡Párelo, sáquenos del espacio disforme!
—Ya es demasiado tarde —dijo Rugolo—. Ya estamos en camino. Sólo los dioses saben a dónde iremos a parar. A años luz de cualquier parte. Tal vez justo en medio del Ojo. Estamos irremisiblemente perdidos sin un navegante.
—¡Sáquenos de aquí!
Calliden se abalanzó sobre los controles tratando de apoderarse de la palanca de disformidad, pero Rugolo se interpuso en su camino. Los dos forcejaron un momento, pero el delgaducho navegante no era rival para el pesado mercader. Pronto Rugolo estuvo sentado sobre su pecho.
—¡Depende de ti! —gritó—. ¡Estamos muertos si no haces tu trabajo!
Lentamente se apartó de Calliden, permitiéndole que se pusiera de pie. Los dos se midieron con la mirada.
Entonces Calliden volvió a mirar al turbulento visor y empezó a gritar en voz alta, histérico, cerrando los ojos y tapándose los oídos con las manos, mientras Rugolo seguía reprendiéndole.
A Rugolo se le agotó la paciencia. Cogió a Calliden, le arrancó el pañuelo y lo empujó hacia el asiento del navegante con su envolvente cápsula.
—¡Navega! ¡Mira al espacio disforme o estamos muertos!
Calliden dejó de gritar y empezó a sollozar.
—¡Mira al espacio disforme! —repitió Rugolo, esta vez con voz firme y conminativa. Sintió que el cuerpo del joven se ponía rígido bajo sus dedos.
Como en trance, Pelor Calliden evocó su energía psíquica, la dirigió hacia su tercer ojo y miró…
No miraba al visor externo. Eso no le hubiera revelado nada. Para su mirada de disformidad, la materia no existía. Miró directamente a través del casco de la nave penetrando el mar de inexistencia por el que se deslizaba la Estrella Errante como un fantasma. Rugolo no sabía exactamente qué era lo que veía. Todos los navegantes veían el espacio disforme de una manera diferente mientras su cerebro iba encontrando sentido a lo que esencialmente no lo tenía.
—Estamos perdidos —farfulló—. Hemos estado a la deriva, sin guía.
—Muy bien. Para eso te pago. Hazte cargo de la situación.
—No puedo —volvió a protestar Calliden, pero se dirigió tambaleante hacia el asiento del navegante y desarmó la cápsula—. No quiero eso. Hace que me sienta atrapado.
Rugolo guardó silencio. La cápsula era una sujeción. A veces los navegantes empezaban a removerse por lo que veían en el espacio disforme, pero si Calliden quería prescindir de él, era cosa suya.
Las manos de Calliden temblaban al intentar hacerse con los controles de disformidad. Rugolo esperaba que realmente supiera lo que estaba haciendo. No tenía ninguna seguridad de que la expulsión de Calliden de su Casa de Navegantes se hubiera producido sólo por inestabilidad mental, y no por incompetencia para la navegación. Había una placa plana en el tablero de control, en la que los símbolos parpadeaban a medida que la nave se desplazaba por el espacio disforme. Sólo los navegantes sabían interpretarla. Sin embargo, Calliden apenas la miraba. Casi todos los navegantes hacían lo mismo, se fiaban más de su visión de la disformidad.
Calliden miraba todo a su alrededor, no sólo hacia adelante, sino también a los lados, hacia arriba y hacia abajo. De repente profirió un grito desgarrador y se puso de pie de un salto, señalando a la pared de la cabina con el rostro distorsionado.
—¡MADRE!
Rugolo siguió la dirección de su mirada pero no vio nada.
—¡Ahí está! ¡Madre! ¡Madre! ¡Debemos ayudarla!
—Ahí no hay nada, Pelor. Sea lo que fuere lo que estás viendo, no es tu madre.
—¡Sí, sí que lo es! Está intentando entrar. Nos está llamando. ¡Rápido, debemos ayudarla!
Calliden forcejeaba como un loco con Rugolo para abrirse paso hasta la escotilla. Rugolo no sabía lo que podía pasar si se interrumpía la estanqueidad de una nave en el espacio disforme. Era algo tan descabellado que nunca se le había ocurrido pensar en ello, pero tampoco tenía la menor intención de averiguarlo. Por un momento, Calliden logró desasirse. En lugar de ir tras él, el mercader se abalanzó sobre el tablero de control y agarró la palanca de salto a la disformidad. Con el decreciente ronroneo del motor al pararse, la nave cayó del Immaterium.
Tal vez fuera el vacío que sintió en el estómago al realizarse la transición, pero el hecho es que Calliden se detuvo de repente y se dio la vuelta.
—Ha desaparecido.
—Nunca ha estado allí.
—Estaba. Yo la he visto.
—Tu madre está muerta. Sólo es una alucinación.
—¿Una alucinación? No, usted no lo entiende… —Calliden parecía desconcertado—. ¿Dónde estamos?
—Dímelo tú —respondió Rugolo—. Tú eres el navegante.
Como un sonámbulo, Calliden se acercó al tablero de control y estudió las pantallas, comparando los mapas con las estrellas que tenía a la vista. Sacudió la cabeza con desánimo.
—Estamos varados en el espacio abierto. A años luz de todas partes.
—Por supuesto, hemos saltado a ciegas. Hemos tenido suerte de no estrellarnos contra uno de esos asteroides que vagan a la deriva por el espacio interestelar. Tendrás que sacarnos de aquí.
—Pero no puedo.
—Muy bien, nos sentaremos a esperar a que se acabe el aire.
Calliden hundió el rostro entre las manos. Durante un buen rato ninguno de los dos habló.
—Era ella y usted lo sabe —dijo al fin en tono acusador.
—¿Cómo lo sabes? No estás en condiciones de juzgar. Lo más probable es que fuese una alucinación. O tal vez era algo real, pero no tu madre. A lo mejor era uno de esos demonios de los que hablan que te hizo creer que era ella.
Rugolo no creía en lo que estaba diciendo: los demonios no existen, ni en el espacio disforme ni en ninguna parte, pero tenía que decir algo que liberara a Calliden de su miedo.
Daba la impresión de que el navegante se estaba tomando en serio sus palabras. Tenía el ceño fruncido.
—Un demonio… No había pensado en eso.
—Sí, y cuanto más pienses que es tu madre, tanto más seguro puedes estar de que es un demonio. Se está introduciendo en tu mente y manipulando tus emociones —dio tiempo a que sus palabras produjeran su efecto—. Vamos, pongamos un planeta bajo nuestros pies.
Calliden cerró los puños. Su expresión era de desdicha absoluta. Lentamente se sentó ante el tablero de control, retiró con cuidado el cepillo para calzado, el cortauñas y una o dos prendas de ropa que Rugolo había dejado encima, y empezó a estudiarlo, desplazando sus manos por encima de una manera insegura.
Rugolo se retiró al fondo de la cabina para no estorbarlo. Tenía que superar el mareo por sí mismo.
Calliden se sobrepuso. Sus manos se hicieron con los controles y se abrió su visión de la disformidad. Otra vez sintió el vacío en el estómago, como al bajar en un ascensor superrápido. La nave volvió gradualmente al espacio disforme.
Cada navegante ve el espacio disforme de una manera diferente. Para algunos se parece a un paisaje gris interminable, sembrado de prados y bosques y salpicado de lagos, en el que pueden verse, aquí y allá, algunos palacios de altas torres. Otros lo ven como una selva de vigas de acero, como una infinita ciudad tridimensional. Y los hay también que ven las jerarquías de los cielos y los infiernos surgiendo con sus contrahechos habitantes. Sin embargo, para muchos el espacio disforme es una pesadilla de colores increíbles y formas abstractas, no siempre en tres dimensiones, sino a veces en dos y otras en cuatro, cinco o seis. No obstante, dentro de esta diversidad de percepciones hay dos características constantes: la primera es que todo está en continuo movimiento, elevándose, girando, respondiendo al paso de las corrientes de disformidad; la segunda es el Astronomicón, una luz blanca de gran pureza surgida de un faro distante y que lo penetra todo.
Para Pelor Calliden, el espacio disforme era una lujuriante jungla tropical. No tenía fondo ni cima ni límites. Guiada por él, la nave iba abriéndose camino en medio del follaje, introduciéndose entre enormes troncos y espesas plantas trepadoras. En esta jungla también había habitantes. Caras acechantes, humanas unas, animales otras y algunas de aspecto demoníaco, apostadas entre los pétalos carnosos de las voluptuosas orquídeas, que se apartaban ante el avance majestuoso de la Estrella Errante.
Pero nada de esto tapaba el Astronomicón. Era como una luminiscencia universal que se filtraba a través de todo dejando ver su fuente, la luz divina que alimentaba la fe profunda de los navegantes.
Por supuesto, Maynard Rugolo no tenía ni idea de ello. Sólo sabía que Pelor Calliden estaba mirando como en trance, y que sus manos se aplicaban con arte a los controles de vuelo. De repente, Calliden habló, aunque esta vez se mantuvo firme en el asiento del piloto.
—Allí está.
—No es ella, Pelor.
—Está allí. Quiere entrar.
—No le hagas caso. Realmente no está allí.
—Me está implorando. Dice que puedo salvarla si realmente lo deseo.
—Es un demonio que lo que quiere es que desactives las defensas para poder arrastrarnos hacia el espacio disforme.
A sabiendas del mortal peligro que correrían en caso de que Calliden volviera a perder la compostura, Rugolo casi empezaba a creerse lo que se había inventado. Veía en el cuerpo del navegante la tensión que reflejaba su lucha interior.
—Se ha desprendido del casco. Se va quedando atrás con los brazos tendidos, implorándome… —dijo Calliden, y su voz se quebró en un sollozo.
—Sigue adelante.
Esta vez, Calliden obedeció, a pesar de las lágrimas que caían a raudales por su rostro. Buscaba una mancha oscura. En el espacio disforme eso siempre indicaba la proximidad de una estrella.
El tiempo pasaba. Casi nunca era posible predecir lo que duraría un viaje por el espacio disforme. Eso dependía de lo raudas que fueran las corrientes de disformidad que se encontraran, y también de la habilidad y la experiencia del navegante que las supiera aprovechar. Rugolo sabía muy bien que Calliden carecía de experiencia. Permaneció sentado en su asiento de respaldo recto sin decir una sola palabra.
—Vaya, estamos en alguna parte —dijo el navegante, rompiendo el silencio—. ¿Quiere que salgamos?
—Podríamos.
Calliden empujó la palanca deslizante. Se produjo un salto desazonador. El sonido del motor de disformidad cesó. En el visor principal aparecieron estrellas. Eran diferentes de las de antes, y la vaga nebulosa, el torbellino brumoso que se veía por encima de la atmósfera de Apex V parecía mucho más grande y brillante.
Haciendo girar el asiento del piloto, Calliden se dio la vuelta para mirar a su secuestrador.
—Muy bien, he hecho el trabajo para usted.
—Y yo lo he hecho para ti —replicó Rugolo—. Te he curado de tu fobia. ¿No vas a darme las gracias?
—Gracias, ¿por qué? ¿Por obligarme a abandonar a mi madre?
—¿Todavía sigues con eso? —respondió Rugolo, haciendo un gesto de impotencia—. ¡Ya te lo he explicado! No era tu madre. Era un demonio del espacio disforme o alguna otra imagen surgida de tu mente. Tienes que olvidarla.
—Es posible, pero sigo creyendo que era mi madre, aunque se haya ido para siempre ahora que la he abandonado —Calliden tenía una expresión alucinada—. ¿Se da cuenta de lo que significa eso? Al morir todos vamos al espacio disforme —se estremeció, y las palabras que pronunció a continuación reflejaron su desesperanza—. ¿Para qué vivir si eso es lo que nos espera?
—Lo superarás —dijo Rugolo con impaciencia—. Llegarás a verlo como yo. Y, dicho sea de paso, ¿dónde estamos?
—Junto a la estrella más próxima que pude encontrar —Calliden miró a los instrumentos que tenía a su espalda—. Estamos más cerca del Ojo que antes. A decir verdad, justo en su límite. Este sistema tiene quince planetas, uno de ellos habitado, aunque su población es muy escasa. Pertenece al Imperio, pero no tiene un comandante. Se llama Calígula y es un mundo fronterizo.
—Suena interesante. Vamos allá.
Obediente, Calliden volvió al tablero. Rugolo sonreía para sus adentros. Había encontrado un navegante.
Calliden marcó un rumbo. Con un sonido ahogado y un rugido, el motor de espacio real cobró vida y emprendieron la marcha hacia el planeta Calígula.